III

Los suspiros son aire y van al aire.

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

—¿Y estaba muy enamorada?

—Para nada. ¿Virginia de ese zonzo? —contestó la primera de las dos adolescentes buscando con la mirada confirmación en su amiga.

—Ni lo conocía bien. Seguro el menso la mató porque quería violarla o algo así y ella no se dejó. El pacto suicida… Ay, qué babosadas dicen los periódicos —dijo su amiga dándole una segunda revisión al detective.

Héctor las había encontrado invirtiendo un rato en hacer preguntas en la puerta de la Preparatoria Seis de Coyoacán. Las minifaldas de las dos adolescentes lo ponían nervioso, pero aguantó la estampa y trató de reforzar la apariencia paternal.

—Virginia sólo se enamoraba de los que salen en las novelas, de los de los poemas, estaba enamorada de Bécquer y de Mario Benedetti; se sabía de memoria el poema ese de: «Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo…».

El chicharronero se aproximó a la conversación empujando su carrito. Deberían estar acercándose a la hora de salida, porque el torrente de prófugos de la educación media universitaria hacia la calle comenzaba a acentuarse.

—¿Y a ustedes no les caía bien?

—Aquí pasa todo tan rápido. A mí nomás me dio miedo. Nosotras no éramos sus amigas —contestó una de las muchachas, la que a cada rato se mojaba los labios con la lengua.

—¿Y quién era su mejor amiga?

—Pregúntale a la Lolis, que anda por ahí tocando la flauta. Pero yo creo que no tenía mejor amiga. Andaba sola por los pasillos recitando ésa de Bécquer que nos leyó el maestro de literatura: «Los suspiros son aire y van al aire / las lágrimas son agua y van al mar / Dime, mujer, cuando el amor se olvida / ¿Sabes tú a dónde va?». Yo me la aprendí de tanto oírsela.

—A mí la que me gustaba era la parte del final de la de las golondrinas —dijo el chicharronero metiendo la nariz en la conversación—, la que dice: «Volverán del amor en tus oídos / las palabras ardientes a sonar / tu corazón de su profundo sueño / tal vez despertará…».

Héctor sorprendido se rascó la cabeza con ese gesto muy suyo, aprendido de las películas de Stan Laurel. Luego le dedicó una mejor mirada al personaje.

—¿Y usted cómo se la sabe?

—La señorita me la enseñó completa, ¿quiere que se la recite?: «Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar…».

—No, ésa me la sé… Y qué, ¿cuándo lo estudiaban a Bécquer?

—Ella me lo enseñaba al salir de las clases. Nos lo echamos rápido, como en tres días. Ella me dijo: «Si usted va a estar vendiendo chicharrones a la puerta de una prepa, pues hay que aprender, ¿no?».

—¿Y conoció usted al novio, el que murió con ella?

—No era el novio, era un chavito que le estaba echando los perros, pero ella no le hacía mucho caso. Ése era un pendejo. Una vez le quiso dar un aventón a la señorita, venía con su papá, y ella los mandó a la chingada. Usted créame a mí, que aquí lo veo todo y lo sé todo, no le crea a los periódicos, que ésos nomás engañan.

Héctor caminó el pasillo de su casa quitándose la pistola que llevaba en una funda sobaquera y fue a dejarla adentro del refrigerador. Era el mejor lugar. Aprovechando el viaje, tomó una Cocacola y dos huevos. Paseó por la casa con el refresco y los huevos en las manos. En el suelo de la recámara tenía el álbum de fotos, abierto en donde se podían ver los dos «Fantasmas». Comenzó a repasar las páginas. No había fotos de mujeres, sólo de luchadores y lucha libre. Caídas, sangre, escenarios pueblerinos, grandes arenas, plazas de toros, ceñidos y dorados cinturones de campeones nacionales, máscaras y cabelleras arrancadas, abrazos, poses publicitarias, comidas, rings, patadas voladoras, vendas, brazos fracturados, trabajo.

La historia comenzaba a cautivarlo, mientras cada vez se alejaba más de él la muerte de su viejo amigo. Era una historia de fantasmas y tenía el encanto de lo rancio, de las viejas pasiones; de las viejas y roñosas pasiones. Una historia de amor y de fantasmas. De una mujer inexistente que venía del pasado. En el álbum no había fotos de la mujer de la que los dos fantasmas se habían enamorado. Héctor titubeó. Quizá es que estuviera entrando en la historia por el lado equivocado. Quizá era una historia que nada tenía que ver con los amores. Si era así, se había estropeado todo, porque lo que le resultaba atractivo era perseguir esa sombra de amor que mataba. Y esto quizá porque uno no estaba a salvo de los únicos amores de verdad, esos maravillosos amores asesinos.

Giró la cabeza para contemplar las fotos de la mujer que adornaban todo el cuarto. Cada cual era propietario de sus fantasmas. Fantasmas que mataban. Los únicos fantasmas dignos de ser tomados en cuenta.

Un ataque de moralina lo hizo regresar al origen de todo: el Ángel había sido su amigo, ahora era un amigo asesinado y eso fabricaba una deuda. Se descubrió con los huevos en la mano y caminó hacia la cocina. Antes de caer en el álbum como quien se mete de cabeza en un pozo, se había pasado la mañana con las viejas cintas de una adolescente enamorada de sombras. En las cintas de Virginia no había huellas del muchacho que había muerto en el mismo cuarto que ella. Quizá es que Héctor estaba entrando en las dos historias por el lado equivocado. Virginia podría haber sido la mujer fantasma de los dos luchadores, la mujer fantasma podría ser una adolescente reencarnada buscando un amor imposible y suicidándose con un pendejete. Lo de pendejete, a juicio de los chicharroneros, que son los mejores observadores del alma humana y que sin cometer errores podrían oficiar como ayudantes de san Pedro en la puerta del cielo. Chicharroneros al margen, Héctor Belascoarán Shayne se estaba fabricando nuevas deudas con la vida y con los difuntos. ¿Le hubiera gustado a Virginia la lucha libre? ¿Qué hubiera pensado el Ángel de las poesías de Gustavo Adolfo Bécquer? Si quería respuestas iba a tener que buscarlas allá afuera, igual que siempre, en una ciudad que a veces era suya; pero en la que la mayoría de las veces se estaba sintiendo, él también, un fantasma sin amores propios a los que apelar.

Un hombre lavaba un carro en la puerta, una mujer barría el zaguán, un detective privado sui géneris interrogaba a la mujer.

—Entonces, él sí venía seguido, pero ella era la primera vez… —resumió Héctor a la mujer que barría enfrente del número 121 de la calle Rébsamen, una mujer cuya voz había escuchado en una cinta.

—Eso mero. Él venía seguido, con amigos, porque la profesora le prestaba el departamento cuando no estaba, pero a la niña yo no la había visto nunca; nomás después de muerta, por la ventana, ¿sabe?

Doña Amalia era una mujer robusta, musculosa, que enarbolaba la escoba con fuerza. El hombre que lavaba el coche se había acercado para oír la conversación. Héctor esperó para ver si se animaba a intervenir, pero el tipo siguió en lo suyo, sacándole brillo a la parte que más brillo tenía ya. Héctor se rindió y volvió a prestarle su atención a la mujer.

—¿Y el taxista?

—¿Cuál taxista? —preguntó doña Amalia.

—El taxista que llevó la cinta a la estación de radio.

—Ah, ése —dijo la mujer alzando los hombros, como si esa historia no fuera parte de la historia y por lo tanto ningún pinche detective podría meterse en ella.

Carlos Vargas, el tapicero, contempló a Héctor, con aire misterioso, sentado en una de sus obras de arte. El detective estaba leyendo con gran meticulosidad unas hojas sacadas de un fólder.

—¿Sabe usted cuándo salen mejor los abullonados esos que se le ponen en el centro a los sofás? —preguntó el tapicero.

—¿Sabe usted cuánto vale un informe del forense? —repreguntó el detective.

—Cuando está uno entre la sexta y la séptima cerveza —insistió Carlos.

—Diez mil pesos en fotocopia garantizada —informó Héctor.

—Yo debería ser detective —dijo el tapicero.

—Y yo, tapicero —respondió el detective—. ¿Ya vio que bien clavo las tachuelas?

—Pero todavía no sabe ponérselas en la boca y sacarlas con el martillo; mientras no le salga eso, no será artista.

—¿Quiere dedicarse a la detectiviada un rato? —preguntó Héctor de repente.

—Se lo cambio por enseñarle cómo tener las tachuelas en la boca. Es fácil —contestó el tapicero.

Carlos Vargas pasó a los hechos. Se metió un puñado de tachuelas en la boca y las fue tomando con la punta imantada fijándolas a la tela y usando para clavarlas la parte posterior, la bola del martillo. La tela iba quedando adherida a la madera y las formas aparecían. Era como devolver a la vida un esqueleto. Héctor lo observó maravillado.

—Jamás de los jamases me va a salir bien —dijo después de un rato.

—¿Y entonces no vale el trato? ¿Usted no sirve para tapicero, y yo no puedo probar de detective?

—No, aquí el pendejo soy yo —confesó Héctor.

—¿Y yo qué hago?

—Usted tiene que ir a esta dirección —le dijo pasándole un papelito— y ofrecer sus servicios. A ver cómo le hace para entrar en esa casa. Quiero saber cómo es, quién vive en ella, qué tipo de gente. Se acaba de morir el sobrino del dueño, deben estar mosqueados, pero cuento con sus habilidades ya demostradas para transarse a cualquiera, para que averigüe todo lo que pueda. Nomás váyase con cuidado, porque no es su territorio, es una casa en Las Lomas, el puro territorio enemigo.

—Tierra de hamburgueses —dijo Carlos reflexionando.

—Eso.

—¿Y qué, cómo está el negocio?

Héctor lo pensó un instante antes de contestar:

—Si usted supera esta tarea sin destruirse y sin meter la pata, asciende de categoría, a doble A.

—¿Y no me va a dar mi placa de sheriff?

—Ésa es triple A, de cuando uno es sheriff democrático y con probados servicios prestados.

Héctor miró nuevamente el rostro cargado de tensión de la mujer que gritaba. La había estado contemplando durante un buen rato. Puede ser que en el ring todo fuera farsa, pero aquí abajo, la broma terminaba, las cosas se volvían de vida o muerte; la mujer estaba escupiendo lo peor de sí misma en cada alarido.

—¡Mátalo, línchalo, puto!

Era una mujer de unos cincuenta años, que aún conservaba cierta belleza ajada aunque cubierta por excesivo maquillaje. Héctor se decidió y avanzó por el pasillo hasta sentarse a su lado. La arena estaba semillena, sobre las cabezas y hasta el techo flotaba el humo de los cigarros.

—Me dijeron que usted me podría ayudar.

La mujer le dirigió una mirada turbia, sin hacerle demasiado caso; hace años, muchos hombres le hablaban sin que ella los invitara a hacerlo, conservaba el instinto del rechazo. Volvió a contemplar lo que sucedía en el ring.

—¡Mátalo, idiota! ¡Chíngalo, marrano!

Héctor insistió.

—Me dijeron que usted conoció a la mujer de la que estaban enamorados Los Fantasmas.

La mujer lo miró, como si no lo hubiera oído.

—Era mi hermana, Celia —dijo de repente.

—¿Era?

—Se suicidó hace como quince años, joven. Por culpa de esos dos culeros. ¡Rómpele el brazo, Enrique!

—¿Qué fue lo que le pasó?

—Dos cervezas…

—¿Qué? —preguntó Héctor desconcertado.

—Que me pague dos cervezas y se lo cuento —respondió la mujer.

Héctor hizo un gesto al cubetero, éste reaccionó despacio, tenía la vista en el combate. Sirvió dos cervezas. La mujer no las bebió, sino que las puso a su lado y continuó vigilando atentamente lo que sucedía en el ring.

Luego empezó a hablar, sin dejar de mirar el cuadrilátero, como si la historia no tuviera la más mínima importancia. Como si fuera de otra época, de otro mundo. Y el espacio para el odio no estaba allá atrás, sino aquí enfrente.

—Decían que estaban los dos enamorados de ella, y un día uno y un día el otro, y flores y todo le llevaban, y un día el uno y un día el otro, pero ella decía que no, porque le daba pena que uno sí y el otro no, y que se fuera a separar la pareja. En esa época estuvieron a punto de ganar el cinturón mundial, el Ángel y Zamudio. Y ellos atrás de ella, como un juego a ver quién ganaba, porque como no se podían pelear uno con el otro, pues andaban peleando por Celia, y ganó el Ángel, pero nomás por un día, y luego la botó, al rato la Celia se tragó una caja de esas pastillas matarratas. Era muy sentimental la muy zonza, yo no soy así, a mí me gusta la cerveza. Y ni siquiera se conservó la pareja, porque Zamudio casi mata al Ángel a golpes, de box, no en lucha limpia, y luego hasta se separaron.

Había contado la historia. Tomó uno de los vasos de cerveza y se la bebió de un solo trago. Héctor la estudió. Ella siguió con la vista clavada en el ring, sin embargo el round había terminado. Ya no era la misma. Se había quedado en silencio. No gritaba. La tristeza que venía del pasado la había penetrado contagiando al detective, quien lentamente se levantó y comenzó a caminar hacia la salida. A mitad del camino algo cruzó por su cabeza y regresó.

—¿Tiene una foto de ella?

—Sí, llévesela, por otras dos cervezas se la lleva, yo ya no la quiero ver más. Ya la vi mucho. Noches enteras viéndola a Celia.

Héctor hizo una seña al cubetero, que volvió con otras dos cervezas. La mujer sacó de su enorme bolsa una foto que tenía los bordes ondulados, con ese recorte que había desaparecido de las fotos hace años. Se la tendió con un gesto suave, casi cariñoso; puso sus cervezas junto a la anterior que no había tomado. Héctor contempló la foto: una mujer muy bella, peinada a la moda de los años cincuenta, con un traje sastre de dos piezas y chalequito, sonreía tomada de los brazos de dos luchadores fornidos; en su mano izquierda traía un ramito de flores que se veían ahora, al paso del tiempo, medio mustias.

Héctor se detuvo en una zona de luz para encender un cigarro. Últimamente, los Delicados le estaban sabiendo a mierda de caballo. Como los Marlboro, que por eso le deberían gustar tanto a los caballos, a juzgar por los anuncios de televisión. Comenzó a caminar entre dulceros y puesteros, alejándose de la Arena. El tráfico hacia el sur arreciaba por la avenida Revolución. Si no fuera porque no podía dejar de fumar, bien podría dejar de fumar.

De pronto, chocó de frente contra un hombre corpulento que lo arrojó hacia un lado. No se había repuesto de la sorpresa y trataba de ver mejor a su agresor, cuando un segundo personaje se acercó para ayudar al detective a levantarse, pero en lugar de eso lo lanzó al suelo.

—¿Qué traes, baboso, por qué me empujas? —preguntó el primero, sin duda el más corpulento de los dos.

—Quiere pleito —le informó el segundo a su amigo, levantando la voz para que todo el mundo lo oyera—. A mí también me empujó.

Héctor, desde el suelo, se sonrió.

El primero de los dos hombres, un tipo al que le quedaba mal el traje y enseñaba bajo el chaleco unos buenos centímetros de barriga enfundada en una camiseta lila, sacó una navaja. Héctor contempló fascinado el metal, que comenzó a girar lentamente en pequeños círculos siguiendo los movimientos de la muñeca del hombre. El segundo hombre le cubrió la espalda a su compañero manteniendo a raya a puesteros y mirones.

Héctor retrocedió en el suelo arrastrándose sobre las manos y sin dejar de sonreír. Una sonrisa triste, en la que no había reto. El tipo de la navaja avanzó. Héctor sacó la pistola y cortó cartucho en un movimiento lento pero continuo. El tipo se detuvo. Entre la multitud que se había juntado se inició un murmullo.

—Te vas a tener que conformar con pasarme el mensaje; pero no va a haber un agujero de recuerdo, mano —dijo el detective sin abandonar la triste sonrisa.

El tipo tiró al suelo la navaja y salió corriendo. Una señora, propietaria de un puesto de dulces, le dio al pasar un codazo que lo hizo zarandearse. Su compinche se perdió en la multitud. Héctor guardó la pistola.

Se dirigió hacia la mujer. Los curiosos lo siguieron con la vista.

—Muchas gracias, seño —dijo sacudiéndose la tierra de los pantalones.

—Pa’ que se les quite lo abusivo…

—¿Los conocía? —preguntó Héctor.

—No, no son de aquí; pero son iguales que otros —dijo la vieja con una amplia sonrisa desdentada.