(o de cómo, en versión de Héctor, el pasado era un incómodo almacén de recuerdos en los que uno se evocaba siempre como un idiota)
Una parte de los miembros de su generación había elegido la velocidad para vivir aquellos años; eran los que salían borrosos en las fotos, siempre fuera de foco, como si la magia fotográfica fuera incapaz de capturarlos, siempre de paso hacia otra historia, la verdadera historia. Héctor en cambio parecía haber elegido la contemplación; o más bien alguien la seleccionó por él. Mientras sus compañeros se declaraban enemigos de la monogamia y del Estado con la misma dosis de inalterable convicción, devoraban a John Dos Passos como si Manhattan Transfer hubiera sido escrita una semana antes y reconstruían el santoral con fotos alternadas de El Che y de Janis Joplin, Héctor los miraba, generalmente aprobando sus actos en la distancia. Su rasgo era una urgencia apasionante, una vocación de vivir que parecía indicar que jugaban contra el reloj. Natalia era parte de este segmento generacional, Héctor no. Pertenecía al sector de las tres S y una O, los silenciosos, sigilosos, sombríos observadores.
Natalia se apellidaba Ramírez. Fue lo primero que Héctor supo de ella cuando pasaron lista en el salón del 4° B. Pero también supo que no sería Ramírez por mucho tiempo.
—Un apellido exótico, de máquina de escribir: Olivetti, Remington… —le dijo mirándolo por encima de unos lentes oscuros, absolutamente innecesarios en aquel día nublado.
Terminó autobautizándose Natalia Smith-Corona, años después. De cualquier manera, Héctor vio sus piernas antes que escuchar su apellido, mucho antes de que las vieran centenares de miles de mexicanos en las pantallas panorámicas. Primer día de clases. Héctor se colocó en el centro del patio empedrado tratando de verlo todo al mismo tiempo. El escenario, de alguna forma indicaba que la infancia había terminado. Corría el rumor de que una horda de salvajes iba a rapar a los «perros», a los alumnos de nuevo ingreso. Héctor, un adolescente flaco, eternamente despistado, pasaba al lado del vandalismo sin acabar de enterarse de que él era víctima y no observador. Probablemente eso lo salvó del corte de pelo y las novatadas. Eso o quizá los murales de Rivera, de Fermín Revueltas, de Siqueiros; aquella virgen de vestidos soleados que adornaba la entrada trasera de la escuela; los murales de Siqueiros en el tercer patio. El fusilamiento pintado por Orozco. La escuela era algo más que el salto del bachillerato inicial al bachillerato superior. Era la entrada a un mundo adulto, trascendente, sexual, reflexivo. Los murales de la Preparatoria Uno se lo decían muy claro: aquí pasan cosas importantes, detente, observa, el mundo cambia. Bien, miró hacia arriba tratando de encontrar un rayo de sol que se filtrara en el cielo lleno de nubes, que cayera sobre él iluminándolo a mitad del gran patio del edificio colonial de San Ildefonso. No hubo tal alarde escénico divino. Sólo las piernas de Natalia Ramírez enfundadas en unas medias caladas de color salmón. Las medias terminaban en una minifalda de mezclilla. Estaba allí, en el tercer piso, viendo el mundo que Héctor veía, pero al revés, desde arriba.
La primera semana de clases, Héctor la dedicó al muralismo y no al estudio. Luego se dedicó al amor. Alguien le aseguró que en la Prepa Uno podía enamorarse por primera vez y de verdad. A partir del instante en que vio las piernas de Natalia, tuvo que hacerle un hueco para fabricar una trinidad. Por aquellos días se masturbaba pensando en las curvas abundantes de una gordita llamada Rosa Yáñez, que arribó a la prepa recorriendo, junto con él, el camino desde la Secundaria 4; además, tenía una novia en el Queen Mary, que usaba falda azul marino hasta la espinilla.
Todo era sigiloso, el arte de Onán se practicaba apenas sin gemido, los paseos con la novia del Queen Mary duraban nueve cuadras y en general no podían tomarse de la mano hasta la cuadra cinco, lejos ya de los peligros de las mironas y las monjas chivatas de su escuela, y se soltaban a partir de la cuadra nueve, cuando se aproximaban peligrosamente a la casa de Laura, poblada de hermanos mayores que practicaban el corte de cabelleras con tomahawk. De manera que la vida contemplativa de Héctor Belascoarán Shayne, en aquellos primeros días de la preparatoria, era cualquier cosa menos sencilla. En principio tenía que integrar en el tiempo y el espacio la trilogía amorosa en la que se había metido: los paseos de cuatro cuadras de manita sudada con Laura la del Queen Mary, las violentas masturbaciones ensoñando las redondeces de Rosa Yáñez y la adoración silenciosa y distante de las piernas de Natalia. Para un platónico casi era demasiado, porque Héctor a pesar de haber elegido la contemplación y la pasividad como forma de ingresar en la historia (en aquella época el budismo no había hecho aún su entrada triunfal a México de manos de la mota), andaba haciendo y pensando muchas cosas en aquellos días. Estaba cautivado por las matemáticas, con la ayuda de un profesor muy viejo y arrugado, enfundado en un traje gris con manchas en los codos, que agresivamente golpeaba a los alumnos colocándolos ante problemas aparentemente irresolubles, que luego deshacía en el aire con una varita mágica, sus dedos huesudos y artríticos rompiendo ecuaciones y misterios, haciendo magia con el más vulgar sentido común. El viejo De la Borbolla («¿Quiere morderse las uñas?, muerda las mías», decía ofreciendo su mano esquelética extendida. «Cierre la boca, le va a entrar por ahí una ecuación»). Fue culpable de que aquel adolescente flaco y despistado llamado Héctor encontrara en la ingeniería un refugio seguro.
Natalia lo eligió como confidente en el segundo año de la prepa, porque ese tipo silencioso ofrecía una cierta dosis de paternal confianza. Los días lentos, la huelga de los universitarios en Morelia, aplastada con la intervención del ejército, el distanciamiento de la generación de los radicales, que fundaron un club misterioso donde leían libros forrados con papel periódico, de los que nunca se conocían bien a bien las portadas; los pájaros que comían migas en las afueras de la tortería, aquella huelga del 66 de la que no se enteró demasiado. Escapaban a pasear por el centro. Natalia conducía. Lo llevaba a ver tiendas de herbolaria, le explicaba cómo la vida sólo tenía un sentido: el bailar ballet; buscaban cafés sórdidos donde desayunar y casas derruidas que aún conservaban una fuente sin agua en el centro del patio, donde ella se sentaba para declamar a Sor Juana. Comían chocolates que llegaban a la prepa en la canastilla de un mensajero en motocicleta, enviados por un diputado priista de pasado izquierdoso, que perseguía a la muchacha sin mayor éxito. Era una relación apacible, camaraderil. Natalia estaba enamorada de su profesor de teatro, Héctor de una activista de la nueva izquierda que abusaba de las anfetaminas para compensar la soledad familiar, en un internado de señoritas. Entre clase y clase Natalia bailaba en las grandes escalinatas de la preparatoria y de repente, sin avisar, dejaba caer sus libros al suelo y gritaba cual Margarita Gautier: «Me desmayo», obligando a Héctor a tirar el refresco y sostenerla. «Eres el único que nunca me ha dejado caer», decía Natalia. Héctor se acostumbraba al papel, lo ejercía con eficiencia. Era el príncipe consorte de la niña guapa e inalcanzable de la escuela. Sus amores los fueron distanciando. Natalia cayó perdida por un director de cine de la nueva ola, cambió de paseos, rondaba las tardes por la Zona Rosa, consiguió trabajo en una obra de teatro, seguía con las interminables clases de ballet. Héctor asediaba a su desvaneciente pelirroja militante, que pasaba de reunión a reunión, de cita misteriosa a cita misteriosa escurriéndose del joven, quien por entonces hizo fama de que llegaría a ser un genio de las matemáticas. Nadie cumplió los destinos augurados, excepto Natalia. Al salir de la prepa dejaron de verse. Luego, dos años después, la vio en el cine. En la gran pantalla, desde la oscuridad de la sala, ya no era la misma. Y sin embargo era la misma, aunque ahora se llamara Natalia Smith-Corona. Héctor, en aquel entonces, todavía era el mismo.