IV

¿Qué dices a mi quebranto, qué me quieres, quién te envía?

GUILLERMO PRIETO

Diecisiete hoteles, veintiún moteles, doscientos hospedajes variados. Comenzó a recorrerlos uno a uno con la foto de Natalia en la mano. La foto iba perdiendo lustre a fuerza de sobarla. En algunos lugares la reconocían. «Ésa, la de la película»… Héctor tenía paciencia.

Paseó por el Hotel La Enramada guiado por la música de un trío que tocaba un bolero de José Antonio Méndez. La aburrida búsqueda terminó. Natalia estaba sentada al borde de la alberca, vestida con pantalones vaqueros y una camiseta de «Santa Ana vencerá». Bebía una cuba libre en vaso largo y miraba hacia ningún lado. El trío hacía zalemas a un matrimonio de turistas norteamericanos en su octava luna de miel. Natalia tenía una mirada dura, el pelo muy corto; apoyaba una de las piernas en la silla y la barbilla descansaba en la rodilla alzada.

Héctor la observó con calma. Ella giró la cabeza y sus ojos se depositaron en el detective. Surgió de su rostro una sonrisa abierta pero medio lánguida, de reconocimiento. Encuentro dumasiano, gardeliano, veinte años después.

—¿De dónde saliste?

—Te andaba buscando —contestó el detective dejándose caer en una tumbona a su lado y llamando al camarero con un gesto.

—¿Cuál fue la pieza que bailamos en el baile de fin de curso? —preguntó ella.

—Una canción de Donovan que se llamaba A sunny day.

—Ufff —dijo ella mirando cómo los hielos tintineaban en el vaso.

—Guardas la foto, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me lo dijo tu hija —contestó Héctor echando un poco de limón a la Cocacola que le acababa de traer el camarero. Una suave brisa se levantó mitigando el calor. No pudo encender su cigarrillo sino al segundo intento.

—¿Cuándo la viste?

—Hace cinco días. Por su culpa ando por aquí siguiéndote el rastro.

—Debí haberle explicado algo… —dijo Natalia robándole el cigarrillo y dando una rápida chupada. No tragó el humo. Seguía sin saber fumar. A Héctor se le había olvidado esa manía de ladrona de cigarrillos. Prueba definitiva. La memoria era también imperfecta. Sin embargo, conservaba la misma media sonrisa. La memoria no era tan imperfecta, tan ineficaz. La memoria era la memoria. Héctor de repente se distrajo en su subrepticia observación de la mujer. Recordó a otra mujer. Su mujer vampiro. Una foto de una muchacha de cola de caballo lavándose los pies en una bañera llena de agua caliente después de haber pasado doce horas caminando por Manhattan.

—Estás tuerto —dijo Natalia de repente.

—Sí.

—Qué absurdo, alguien me dijo que eras detective privado. Me pareció tan idiota que no se lo creí.

—No tienes idea, es un oficio apasionante. Cuando encuentras a alguien te dan un tortibono de Conasupo, un vale, food stamps… A mí también me parece bastante idiota a veces.

—Si ves a mi hija, dile que estoy bien —dijo Natalia poniéndose en pie.

—Así nada más. No sería mejor… —pero ella se retiraba hacia uno de los cuartos cuya puerta se vislumbraba desde la piscina.

—No te preocupes, aún no me voy. Ya te contaré con calma —contestó Natalia sacudiendo la mano en despedida. Luego dudó. Se acercó a Héctor y le besó la mejilla. Un beso húmedo. El detective la vio entrar al cuarto.

Se reencontraron a la hora de cenar. Héctor había permanecido a la espera, tirado en la tumbona. Con el ojo sano puesto en la puerta del cuarto 23. Inmóvil. No importaba, tenía un montón de cosas en qué pensar, un montón de recuerdos para organizar. Cenaron un coctel de camarones gigantes y milanesas con un huevo frito encima.

—No pasa nada. Un tipo que me persigue, que me está rechingando la vida… Y cansancio. La crisis del cuarentazo. Nada, una tontería.

Héctor no supo qué decir. Se quedó en silencio para dejarla hablar. Pero Natalia había dejado atrás aquella historia.

—¿Por qué amor, cuando expiro desarmado,/ de mí te burlas?/ Llévate esa hermosa/ doncella tan ardiente y tan graciosa/ que por mi oscuro silo has asomado.

—El Nigromante —contestó Héctor.

—Eco sin voz que conduce / el huracán que se aleja / ola que vaga refleja / a la estrella que reluce / recuerdo que me seduce / con engaños de alegría; / amorosa melodía / vibrando de tierno llanto, / ¿qué dices a mi quebranto, / qué me quieres, quién te envía?

—Guillermo Prieto —respondió Héctor. Maldita sea, se le había olvidado. ¿Cómo podía habérsele olvidado? ¿Cómo pudo vivir todos estos últimos años sin ese poema?—. ¿Puedes repetir el final?

—Amorosa melodía/ vibrando de tierno llanto, / ¿qué dices a mi quebranto, / qué me quieres, quién te envía?

—Carajo —dijo Héctor. Se le estaba casi saliendo una lágrima por el ojo único y le dolían las cicatrices a causa de la humedad. El pasado retornaba en oleadas; huracanado pasado de mierda. Ni que fuera tan importante. Ni que valiera para nada más que para estar ahí depositado, sedimentado en la memoria, diciendo que ya no somos los que fuimos.

—¿Podría ayudarlos en algo? —preguntó entonces un hombre de traje gris, depositándose en la silla entre Héctor y la actriz y abriendo un portacredencial que lo acreditaba como policía judicial de Baja California Norte.

—Todo lo contrario, agente —dijo Héctor tomando a Natalia de la mano y percibiendo un temblor leve—. Es al revés. ¿En qué podemos servirlo nosotros?

Apariencias. Una pareja de maduros mexicanos, cerca del cuarentazo, dialogando con un amable vendedor de seguros local. Maduros mexicanos del DF, medio traqueteados por la vida, con más cicatrices de las habituales, con cuerpos usados en abuso.

—Me llamo Camacho y estoy a su servicio —contestó el policía sonriente. Parecía haber salido de una película de Juan Orol de los años cincuenta—. Me dije que estando aquí en nuestra tierra la señora Natalia podría hacerle a lo mejor algún servicio.

—¿Como qué? —preguntó Héctor. El tipo no apeaba la sonrisa.

—Ustedes dirán.

Héctor pensó que comenzaba a resultarle aburrido el juego de los ostiones, a ver quién se abría primero.

—¿Gratis? ¿Está ofreciendo sus servicios gratis, agente Camacho?

—Bueno…

—¿Tiene usted órdenes superiores para venir a sentarse a esta mesa? —preguntó el detective.

—Bueno… —dijo Camacho. Al tipo no se le amargaba la sonrisa.

—¿Quién es su superior?

—Bueno, parece que hoy no va a ser… De veras que se trataba de buena fe —dijo al fin levantándose. Héctor le devolvió la sonrisa. El tipo sacó una tarjeta de visita y se la tendió a Natalia; luego, tras inclinarse, desapareció. Héctor tomó la tarjeta de entre los dedos de Natalia. «Alejandro Camacho. Jefe de ventas. Cocinas integrales» y un teléfono.

—¿Qué locura es ésta? —le preguntó Héctor a Natalia.

—Tú eres el detective, ¿por qué no lo averiguas? —dijo ella quitándose de la frente un inexistente rizo.

Caminaron por la playa, sin hablar. El mar oscuro acercándose a los pies, sin tocarlos. En la noche, Natalia abandonó su cuarto con una bolsa de lona al hombro y se subió a un Volkswagen rojo. Mientras ella colocaba una maleta de lona en el asiento trasero, Héctor arrojó su cigarrillo al suelo por la ventanilla del jeep y encendió el motor. Eran las cuatro de la madrugada, la hora habitual de las huidas. Héctor esperaba que la actriz tratara de escurrirse, y sin mayores angustias, pero sin dejarse ver, la siguió hacia Tijuana en el jeep, manteniendo ambos conservadoramente una media de ochenta kilómetros por hora.