VIII

No amo a mi patria.

Su fulgor abstracto es inasible.

JOSÉ EMILIO PACHECO

En Chihuahua todo el mundo sigue amando a Pancho Villa. Ése era un esencial punto de contacto entre el detective y la ciudad, un apasionado encuentro. De manera que al aterrizar el avión fue invadido por una profunda oleada de buena vibra. Natalia avanzaba unos metros adelante; pero entre detective y Mujer Fantasma, iba el calvo grandote. Héctor juró que no volvería a perderla y acortó distancias empujando a un ejecutivo que llevaba dos portafolios. ¿Sería una nueva moda fronteriza el doble portafolio?

De repente, el grandote se tambaleó, creando un momento de descontrol en el pasillo. Natalia acababa de descender, y Héctor dudó si lanzarse por la escalera trasera para ganar tiempo… Sobre todo, porque en la espalda del calvo brillaba un estilete, en el centro de una mancha de sangre que iba creciendo. Un instante de duda. ¿Quién de los tres tipos que estaban detrás del gordo había sido? Sin duda el que salió en estos momentos por la parte delantera, un joven con el rostro marcado por los granos que Héctor contempló fugazmente. Dentro de unos segundos comenzarían los gritos. Mierda.

La buena vibra regresó media hora después, cuando en el vidrio de una de las tienditas de refrescos del aeropuerto vio un póster del Centauro del Norte, con la Siete Leguas abajo de sus cortas piernas enfundadas en botas de cuero. Héctor, villista informado, sabía que el caballo de Pancho Villa fue una yegua, y no un caballo como aseguraban las malas lenguas, que terminó con el pecho destrozado por las balas. Otra leyenda villista más.

Natalia había desaparecido. El joven de la cara llena de granos se había esfumado. ¿Era así? Sólo fue una mirada fugaz. El propio Héctor se hizo ojo de hormiga. Ventajas de no tener que esperar a que le entregaran la maleta. La llegada de la ley, media docena de judiciales que enseñaban las pistolas, aisló a los pasajeros que esperaban su equipaje. Pero los demás se habían evaporado. En las afueras de la terminal aérea, Héctor trató de rehuir el mordisco del sol en la cara. El asfalto estaba pegajoso. Cuarenta grados al menos.

—Aquí, desperado —le gritó el poeta Cortázar desde la ventanilla de su Volkswagen rojo, sacudiendo la pipa para hacerse más visible.

Los refuerzos arribaban.

La Quinta Luz es un edificio de cantera rosa de dos plantas, donde se encuentra el mejor Pancho Villa de Chihuahua. La fantasmal presencia del valedor de los jodidos que espera su triunfal hora de regreso. Ahí está su cama, su escritorio, las sillas de montar de algunos dorados de su escolta, una palangana. Todo el museo en que se ha convertido la casa de una de sus esposas más firmes rezuma familiaridad. Hay una sensación de que el tiempo se quedó atrapado en las fotografías de Zacatecas o de la batalla de Torreón, y de que el villismo no ha acabado de fugarse en el túnel del tiempo, de desaparecer en las fotografías vueltas pasado reutilizable.

Aquí las fotos están vivas, magia de los personajes o de los fotógrafos. Las imágenes se suceden contando una historia que se sabe bien. La saben los populares mirones que acuden al museo como quien rinde culto a un santo laico y mujeriego. En el mostrador donde se compran los boletos de entrada, un preciso guardián ha colocado una lista a máquina de las veinticinco mujeres con las que se casó Pancho Villa.

—¿Y se casó con todas, verdad? —preguntó Héctor.

—Eso se podía hacer antes, cuando la Revolución, ahora con la crisis… —contestó con tristeza el celador.

En ese mismo mostrador se vende una foto del asesinato de Villa, y el encargado pone a prueba la sabiduría de los consumidores.

—A ver, ¿cuál es mi general?

—El que está detrás del volante —dijo Héctor sin dudarlo—. Villa venía manejando. El cuerpo que se ve en primer plano, caído sobre la puerta, pertenece al coronel Trillo.

El encargado suspiró. A veces se aburría de la presencia de oleadas de amateurs. Agradecía de vez en cuando a un profesional del villismo.

Héctor inició la segunda vuelta. La primera había sido a la cacería de lo inesperado, a la pesca del ambiente, a la búsqueda del aire burlón del general Villa. Ahora estaba en los detalles: la mesa del telegrafista, los fusiles máuser, la foto de Columbus; el retrato, de foto de familia numerosa de los Dorados, los billetes con el rostro de Madero, las fotos de los bailes, el villista al paso del tiempo que habla de una revolución desvanecida, las ametralladoras. Y una y otra vez la cabalgata del poder popular.

Cortázar lo estaba esperando afuera, en la sombra de un arbolito, acodado en el automóvil, fumando, negándose a entrar. Demasiadas visitas al museo acompañando a los orates de la capital.

—¿Qué? ¿Sabes quién era el muerto?

—Hablé al diario, ya sabían todo. Era un nativo, el famoso Chiquilín… ¿Nos echamos una soda?

Caminaron hasta la infaltable tiendita de la esquina.

Cortázar, poeta chihuahuense y amigo de los locos que subían del DF para ver la vida en crudo, dejó su estilo británico y se le quedó mirando a Héctor.

—¿Te lo echaste tú al narco ese?

—No. ¿Era un narco?

—Dicen. Pero aquí decir es lo más fácil… Todo el mundo cuenta y casi siempre acierta. Oficialmente era vendedor de colchones, y antes fue dueño de un burdel, y tenía casa en Disneylandia.

—¿En Disneylandia?

—Sí, en un fraccionamiento de nuevos ricos, que la gente dice que son «nuevos ricos, viejos narcos», y la raza lo llama Disneylandia. Ahí viven los enanitos, y está el castillo de Blancanieves y Pluto anda dándose unas rolas, bato.

Bebieron en silencio.

¿Y la Mujer Fantasma? ¿Tendría que empezar a recorrer hoteles? Preguntar, una y otra vez en una ciudad de casi un millón de habitantes y desconocida. Héctor sintió la profunda tentación de subirse a un autobús y reaparecer en el DF dieciocho horas después. Pancho Villa nunca hubiera hecho algo así. Nunca se hubiera subido a un tren infernal para ir a Veracruz y de ahí tomar un vapor para Hamburgo. No era su estilo.

—Bueno, llegaste, viniste a echar una lágrima metafórica en el Museo de Pancho Villa, preguntaste por un muerto. ¿Qué sigue? —dijo Cortázar, dejando sobre el refrigerador de metal su refresco vacío y encendiendo su pipa. Era un tipo con indudable paciencia, virtud de poeta.

—No sé —respondió Héctor.

A lo mejor sólo se trataba de andar por las calles, resistiendo al sol, dejando que se frieran las neuronas. Y entonces, la Mujer Fantasma reaparecería huyendo hacia otra ciudad, con otra nueva y falsa historia que contar en el intermedio. A lo mejor de eso se trataba, de una película que Natalia Smith-Corona estaba preparando. Una película bastante pendeja, por cierto.

—¿Qué carajo hace una actriz de cine cuando viene a Chihuahua?

—No sé, supongo que come un buen t-bone y luego se va a El Paso a comprar ropa. Yo qué sé —respondió el poeta.

¿Por qué no? Cualquier otra opción era igual de absurda. Podía volver a checar las líneas aéreas. Podía buscar a probables conocidos de Natalia…

—¿Qué planes tienes?

—Hasta el martes, lo que quieras, mano —dijo el poeta.

—¿Me das un aventón a Ciudad Juárez?

Media hora después, Cortázar puso en el tocacintas de su carro el último casete de boleros de Tania Libertad. La carretera se había vuelto una recta aparentemente sin fin, con cerros majestuosos, rodeados de cielos azules poco creíbles, marcando el horizonte lejano al frente y a los costados. Tierra de matorrales y límites de verdad, verdaderamente lejanos.

La genialidad de la cantante peruana al romper con la tradición de que la nueva trova no canta boleros y al mismo tiempo al envolverse en ellos como si fuera en una monumental sábana, acabaron de convencer al detective de la rotunda victoria del eclecticismo. En su época podías ser de Chopin o de Frank Sinatra, pero no de ambos; de Manzanero o de los Rolling Stones, de la nueva trova cubana o del rock ácido, pero no podías ser de todos. Los tiempos habían cambiado para mejor.

—A mí, el poema que me enloquece, es uno de José Emilio Pacheco —dijo dos horas después y de repente Cortázar, a mitad del desierto, cuando las dunas se asomaban a la carretera.

Y comenzó a recitarlo:

—No amo mi patria. / Su fulgor abstracto/ es inasible. /Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / y tres o cuatro ríos.

Héctor se quedó pensando mientras el poema le recorría las neuronas a más velocidad que la de aquellos ciento cuarenta kilómetros en que Cortázar había puesto al Volkswagen.

—Menos mal que en este país tenemos poetas así, si no, nos iba a ir de la chingada —dijo Cortázar.

—¿Me lo repites, por favor? ¿Te lo echas otra vez? —dijo Héctor y sacó del bolsillo de la chamarra un sobre viejo y una pluma para anotar las palabras mágicas del poema que contaban la patria que el detective bien quería y entendía.