XII

Suave es la noche, una huella un crujido, un paso sopla azul y líquido el viento de la pasión civilizada.

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Natalia llevaba una rosa roja en la mano cuando apareció frente a la recepción del hotel. Quizá fue por eso que Héctor intervino. De no haber sido por la rosa probablemente hubiera dejado pasar el asunto; hubiera permanecido como tuerto observador para ver a dónde iba a dar la historia. La solidaridad con su vieja amiga se estaba desgastando con velocidad.

Pero la rosa, quién sabe por qué nostálgicas razones, le hizo dar un paso al frente, cuchillo en mano, cuando el supuesto asesino de la cara repleta de granos y el agente Camacho se pusieron delante de Natalia y trataron de forzarla a que los acompañara fuera del hotel.

—Cuidado, niño —dijo Camacho a su compañero ante la embestida del detective. El cuchillo de treinta centímetros, sin duda, imponía respeto. Mucho más a cinco centímetros del abdomen de uno y a diez del riñón del otro. Si no era suficiente, Héctor traía otro de los cuchillos Cobra en la espalda, un cuchillo de pan con sierritas. No le hizo falta. Natalia aprovechó para soltarse y ponerse atrás del detective.

—Bienvenido, muchacho.

—En lugar de sonreírme, quítales las pistolas.

Natalia cumplió la orden con eficiencia, como si se tratara de un gesto ensayado muchas veces para una película. Las echó en su morral. Otra vez un gesto que venía del pasado, el enorme morral donde entraban las obras escogidas de Lenin en tres tomos.

Salieron del hotel caminando de espaldas. Héctor se guardó el cuchillo cebollero al lado de su compañero. Si se descuidaba se iba a perforar los pantalones al sentarse.

—¡Taxi! —gritó Natalia y como por arte de magias cinematográficas un carrito verde se detuvo. Otra historia que venía del pasado, la enorme facilidad de Nat para pescar taxis a mitad de la calle. El grito que hacía que los animales motorizados amarillos de entonces la obedecieran.

—Váyase derecho, joven —le dijo Héctor al taxista, y a Natalia—: ¿Ahora sí me vas a contar lo que está pasando?

—¿Derecho a dónde? —preguntó el taxista.

—Contar, ¿qué cosa? —preguntó Natalia.

—Si estás medianamente enamorado el sexo funciona mejor —dijo Héctor.

—Yo tengo otros problemas. O le doy demasiada importancia, o no le doy ninguna —contestó Natalia Smith-Corona quitándole de enfrente su plato de cartón repleto de camarones y, ante el asombro del detective, comenzó a comérselos mojándolos en la salsa picante.

—Yo no lo tengo tan claro —dijo Héctor recuperando sus camarones y mostrándole la punta del tenedor a Natalia cuando ésta intentaba meter de nuevo su mano en el plato ajeno.

—Yo ando urgida de volver a la adolescencia, de un amor apache, de esos que arrebatan, que quitan el aliento, te dejan babeando cuando él se va, obligan a la locura. De esas pasiones que hacen novelas impublicables por cursis, que llenan millares de servilletas de papel con poemas.

—Si es una oferta, me sospechó que no estaré a la altura.

Natalia lo miró fijamente. Era una mirada cabrona, de alguien que sabía. Una mirada directa, de alguien que conocía bien tus miedos.

—No, no es una oferta. Los amores adolescentes son cosas que pasan, no los puede una andar buscando, si los buscas ya no vale, se te escapan, se jodieron. Tienen que ser espontáneos.

Intentó meter su tenedor en el plato de camarones de Héctor, éste la rechazó con una mirada fija de su ojo solitario. Él también sabía mirar así, de alguna manera había aprendido a hacerlo en los últimos años. ¿Había aprendido a mirar así acordándose de Natalia?

—Si quieres, te ayudo —sugirió el detective.

—¿A qué?

—A contar la historia.

—¿Para qué? ¿Para qué quieres saber? No puedes hacer nada. Vuelve al DF y dile a mi hija que estoy bien, que al rato regreso… Tú y yo fuimos amigos… ¿Qué es, curiosidad?

—Nostalgia, Nat… Y algo de terquedad; siempre termino las cosas que empiezo. Es como una manía.

—¿Para qué? ¡Cómo serás pendejo! A veces son mejores las cosas inacabadas… Tú y yo éramos amigos, fuimos amigos, y no pasó nada entre tú y yo. Y tú y yo, pues así, sin final, ni feliz ni del otro, y viste qué bien…

—Tres tipos en tu cuarto, supongo que uno es el Reynoso del que decías que venías corriendo, ¿cuál es? El de la chamarra de cuero de flecos, ése tiene cara de policía —Natalia no le contestó—, el gringo ha de ser el Quayle del que me hablaron en El Paso, y el otro, el de la corbatita salmón de seda, ha de ser el productor de tele que les mamaba el pito a los luchadores, el mentado Lisardo Torres. ¿Sí? ¿No? ¿Por qué no?

—Y bueno, si son ésos, ¿qué?

—Si son ésos, entonces tú me cuentas una historia. Y si la historia te sale bien, no como las pendejadas que me has estado contando, te regalo los dos camarones que me quedan.

Natalia sonrió. Héctor se puso de pie y fue a buscar los cigarrillos en la chamarra que tiró en el sofá de la entrada del cuarto.

Se habían metido en un motel de carretera a una docena de kilómetros de la salida de Piedras Negras rumbo a Saltillo. Un motel sin mayor gracia pero con un nombre exótico: El Camelias. En el cuarto había tele de colores, dos camas gemelas y flores de plástico en vasos de cristal con agua.

El detective se frotó el ojo, un poco para quitarse de encima el humo del cigarrillo y otro poco para borrar la cadera de Natalia remarcada por la falda. Ella estaba sentada en una de las camas con todas las almohadas que pudo encontrar en la espalda.

—Ahí donde lo ves, toda esta historia comenzó cuando al pendejo de Torres le encargaron que consiguiera un montón de putas. Y él no tenía gran experiencia; de putas sí, pero no de las que querían. Él sabía de putas finas, de niñas mamonas que merodean en los foros; putas elegantes. Él no sabía un carajo de putas pobres, de putas para campesinos. Por eso se fue a buscarlas cerca, para ahorrarse dinero en el transporte, pero no muy cerca, no tan cerca. Se fue a buscarlas a Zacatecas.

—¿Y luego? ¿Qué carajos tiene que ver eso contigo?

—Nada.

—Espérame, te doy dos camarones para que me cuentes por qué estás en un cuarto con tres tipos, uno de ellos tu supuesto perseguidor. Eso es lo que vale los dos camarones, no más historias raras. Las historias raras te las cambio por la ensalada de frutas.

—Les hice un favor, les armé una cita entre ellos. Eso es todo. Nada más. Reynoso no puede subir a la frontera, se la tienen sentenciada, si lo encuentran los policías de aquí lo matan.

—¿Por qué?

—Pues porque a los policías de aquí no les gustan los policías de allá, creo.

—Otra vez, no te has ganado ni las colas de los camarones. Vamos a volver a empezar. Hay un policía del DF al que le gustan las actrices que salen en las pantallas grandes de los cines, y se dedica a perseguirte y a golpear a tus novios, y a tirar tiros con M1 en la puerta de tu casa… ¿Vamos bien?

—Más o menos.

—Sale, y entonces tienes una cita en un Sanborns. ¿Era así? —Natalia asintió—. Y vas a negociar que te deje tranquila.

—Más o menos.

—Por otro lado, hay un productor de tele que después de que te pasaste un montón de años en las listas negras, te consigue una telenovela, y además ese productor se dedica al tráfico de cocaína en Televisa. ¿Sale?

—Sale.

—Además hay un gringo que quiere tener una cita.

—Eso, un gringo que quiere tener una cita —dijo Natalia con una mirada burlona, mordiéndose levemente los labios.

—¿Tú le pegas a la coca, mija?

—Hace tiempo. Cae una en esa chingadera por la presión…

Héctor fue al baño a buscar un vaso de agua. Natalia lo observó divertida. Desde la puerta le preguntó:

—¿Trabajas para esos mierdas?

La sonrisa abandonó el rostro de la actriz.

Recogió los pies bajo los muslos, dejando caer los zapatos sobre la alfombra.

—¡Qué carajo te importa! —explotó—, ¿quién chingaos te dio a ti el papel de juez?

—Me lo di yo solo. Y eso no me lo puede quitar nadie. Mi trabajo me costó. Mis trabajos me cuesta. He perdido cachos de mí mismo por ahí, por el derecho a ser juez… Mierda, por el derecho a ser juez y a veces hasta verdugo, pendeja. ¿Qué me vas a contar? A mí esos tipos que tú metes en tu cuarto me pueden cortar en cachos, pero no me pueden tocar. No pueden enseñarle a nadie una foto donde yo esté bebiendo una Cocacola con ellos, ni una foto donde yo esté comiendo un taco con ellos, ni una foto donde yo les esté dando la mano. Porque yo a esos tipos ni les doy la mano, ni como tacos, ni bebo Cocacolas con ellos. Nunca.

Puta madre, vaya rollo, se dijo Héctor, arrepintiéndose instantáneamente. Pinches palabras, para vestirse de bueno.

Natalia le arrojó una almohada.

Héctor se acercó a la ventana. Había anochecido. De vez en cuando los cristales recogían el reflejo de los faros delanteros de un camión que tomaba la curva a unos cien metros sobre la carretera. Hacía calor, una noche cálida, sin aromas.

—Si hace veinte años me dicen que iba a estar metido en un motel en las afueras de Piedras Negras contigo y a solas, me muero de felicidad —confesó el detective.

Natalia se quitó una lágrima de un ojo con el dorso de la mano.

—Órale pues, vamos a acostarnos juntos, pero te advierto que nada va a ser mejor después. Nada va a mejorar después. Eso sí lo sé yo.

—Tampoco va a ser peor —dijo Héctor quitándose los zapatos.

—Eso hay que verlo —dijo ella corriendo el zíper de la falda.

Héctor se quitó los calcetines y los metió dentro del bolsillo de sus pantalones. Era una vieja lección, si había que salir corriendo sólo tenía que ponerse los vaqueros.

La ropa interior era negra, como debería ser después de veinte años. Las caderas anchas, los pechos sobrados del cerco del brasier, un lunar que nunca hubiera adivinado a la izquierda del ombligo, una cicatriz que daba cuenta de una operación de cesárea. Héctor tropezó al deslizarse fuera de los pantalones y fue a dar a la cama sobre ella. Natalia había envejecido… El cuerpo que Héctor estaba acariciando no era el cuerpo que deseó entonces y que ahora recordaba sin haberlo visto nunca. Habían pasado veinte años. ¿Tenía esto alguna importancia? Ninguna, un carajo. Héctor quería hacerle el amor a esa mujer de casi cuarenta años, no a una joven que se había fundido en el pasado y que ya nunca habría de volver. Él treinta y nueve, y también tenía un cuerpo envejecido, más que envejecido, deteriorado. Natalia lo iba tocando y encontrando los restos de los naufragios.

—Una cicatriz de unos seis centímetros que empieza en la columna a la altura de la quinta cervical y avanza en diagonal hacia las costillas… —decía Natalia con voz de forense—. Una pierna llena de…

—Tengo un clavo ahí, para sostener el fémur —dijo Héctor, dejando que las manos de ella recorrieran el muslo erizando los vellos y alterando la piel.

Era una relación pecaminosa. Pinche ángel caído. Era un pecado: acostarse con el pasado. Los que cogen con el pasado mueren, envejecen. Se enamoran de los ayeres y se quedan ahí para siempre, tiesos, congelados, sin poder volver. Con el pie descalzo volteó la lámpara de una patada.

—¿Estudiaste karate? —preguntó Natalia mientras arqueaba el cuerpo para librarse de los calzones, de seda, satinados. Héctor impidió el movimiento y la dejó atrapada en una situación de contorsionista.

Frotó su sexo contra el de ella.

—¿Vamos a hacerlo como si fuéramos trapecistas? —dijo Natalia sonriendo. La sonrisa se le fue convirtiendo en un gesto de placer. Tiró del frente de su brasier hacia arriba, dejando libres los pechos. Héctor la ayudó a quitárselo por la cabeza. Ella le ofreció los pechos tomándolos con las manos.

—Carajo, me estoy excitando… Es como hacer el amor…

—… con el pasado —remató Héctor.

Natalia Smith-Corona hacía el amor de una manera diferente a como era. Cuando su cuerpo se enroscaba en el del detective, no buscaba violencia, perseguía ternura. Héctor se distrajo un momento, pensando en que todos éramos diferentes a las imágenes tan cuidadosamente elaboradas durante años y usadas para la supervivencia. Luego dejó las ideas y se hundió en la pecaminosa cita con el pasado. Natalia en medio de las palomas en Santo Domingo. Natalia mostrando sin querer la unión de las medias y el muslo en la clase de ética. Natalia poniéndose un paliacate como toca para recitar a Sor Juana a mitad del Zócalo.

—¿Te acostaste con los tres? —preguntó Héctor a mitad de la noche. Ella también estaba despierta, porque la respuesta le llegó muy rápido de la cama gemela.

—Siempre que un hombre se acuesta con una piensa que adquiere propiedad. Mira, esa mierda fue algo que aprendí en la prepa leyendo a Babel y a la Luxemburgo.

La oscuridad era absoluta. No sabía si Natalia estaba sonriendo, o si le estaba clavando una de esas miradas destripaperros. No podía verle la cara. Se acercó para por lo menos poder tocársela.

—Dime la verdad, Héctor, maricón. Te juro que nunca más vas a ser mi amigo y nunca más me voy a acordar de ti, y hasta voy a borrar de la memoria cuando éramos los cuates de los más cuates en la prepa si no me dices la verdad. Dime, ¿te gusto?

—Con locura apache, Nat —dijo Héctor amedrentado por la amenaza. Si lo borraban del pasado, un tipo que había renacido hacía diez años, corría el riesgo de desaparecer.

—¿Qué es lo que más te gusta? ¿Hay otra mujer que te gusta más que yo?

—Hace media hora hubiera dicho que sí, que hay otra mujer que me gusta más que tú, pero ahora no estoy tan seguro.

—¿Y qué es lo que más te gusta?

—Que tienes orgasmos con los ojos abiertos.

—¿Cómo lo sabes? Cómo lo sabes, si tú cierras el ojito como pollo.

—Lo adivino.

Un par de horas después, Héctor abrió el ojo y no vio nada. Tenía miedo. A lo lejos se oía el runrún de una televisión encendida.

—¿Estás despierta?

—Más que tú, babotas. Llevo dos horas aquí como vampiro, mirando la noche. ¿Te acuerdas de Conversación en La Catedral? ¿Te acuerdas del sonsonete de la novela?

—¿A qué horas se jodió todo?

—Eso, en eso estoy pensando, a qué horas la cagué, en qué momento se jodió todo.

Se quedaron un instante en silencio.

—A mí, en la noche me da miedo —dijo Héctor.

Buscó y tanteó hasta encontrar un cigarrillo y el encendedor. La llama iluminó un instante el cuarto, Natalia estaba de pie a su lado. Vio venir la mano a quitarle el cigarrillo. Movió la cabeza para evitarlo.

—¿No me vas a invitar?

—Te voy a invitar uno completo.

Encendió un cigarrillo y se lo pasó.

—No saben igual, saben mejor cuando se los robas a alguien. Uno entero no me gusta.

—Dame los dos, yo fumo los dos y te voy dando de uno y otro —dijo él.

Se rieron. Era divertido reírse a oscuras, sin verse.

Héctor se acercó tropezando, se encontraron en medio de las dos camas. Hicieron de nuevo el amor, de pie, a oscuras.

—¿Qué tienen que ver las putas esas de Zacatecas con todo esto? —preguntó Héctor una hora después. Natalia reposaba sobre su brazo y se le había dormido. La pregunta era más para obligarla a moverse que para saber la respuesta. La verdad es que le importaba bien poco.

—Torres fue el que las consiguió… Para el campo de Quayle. Ahí empezó toda esta mierda —dijo adormilada la actriz. Luego levantó la cabeza y Héctor aprovechó entonces para liberar su brazo—. ¿Tú nunca duermes? —preguntó.