XIV

El desierto absoluto es simple desorden extendido a dimensiones y anchuras lunáticas.

H. F. HEARD

A Belascoarán, en la ciudad de Chihuahua, los amigos de un amigo que trabajaban en la mina Santa Eulalia, le vendieron dos cartuchos de dinamita robados, jurándole que podrían ser chuecos, pero que estaban buenos.

Como le quedaba un día, se fue a rumiar en la placita frente a la catedral, donde la estatua de un conquistador irresponsable señalaba con el dedo el suelo, diciendo: «Aquí hay que fundar una ciudad». La justicia histórica se hallaba en que la estatua estaba cagada por las palomas. En cambio, el frente de la catedral era de una belleza terrible, la lujuria del barroco más seco, ése que se enfriaba cuando avanzaba hacia el norte.

A Belascoarán, a diferencia de los escritores de novelas policiacas, le gustaban las historias complejas, pero en las que no pasaba nada. Lo suyo era el barroco cotidiano, no el religioso; de ser posible sin muertos ni heridos. Estaba hasta los mismísimos huevos de la violencia, en particular de la que le caía encima. Se sentía triste, desheredado, extranjero, Robinson Crusoe a mitad de la calle más transitada de Tokio; marcado, enfermizo, lento, ajeno. De eso trataba toda la pinche historia, de un tipo que era ajeno. Ni era su historia, ni eran sus personajes, ni siquiera Natalia era Natalia. Una cosa era Nat dejándose caer en tus brazos a mitad de las escaleras de la prepa con un suspiro de Madame Bovary, y otra era la Mujer Fantasma, rodeada de personajes turbios, para cada uno de los cuales tenía una historia de bolsillo, que desenvolvía y cambiaba.

Tampoco se acaba de encontrar a gusto en la frontera, ese nombre extraño que usaban para designar una mezcla de territorios marcados por el dudoso privilegio de estarse sobando con Estados Unidos. Era fácil enamorarse de los desiertos de Chihuahua o de la calle Revolución en Tijuana; podías amar hasta la locura aquellos cielos azules sonorenses, o el cantadito del acento de las vendedoras de frutas de Piedras Negras. Si eras mexicano no podías vivir sin el fantasma de Villa, y la larga tela de malla verde que separaba los dos planetas ejercía la misma maligna fascinación sobre ti que sobre un guatemalteco deseoso de brincarla. Bueno, todo eso. Pero tú no eras de aquí. No te acababan de alumbrar bien los faroles ni acababas de hacer tuyos los miedos. Eras y no eras.

Recordaste una conversación con la dueña de una librería en Tijuana, cuando de repente te habló de los «oaxaquitos», y tú pusiste cara de loco. ¿Y ésos quiénes eran? ¿Una nueva tribu, diferente de los mitológicos apaches, únicos indios reales en el norte junto con los cinematográficos tarahumaras? El racismo vergonzante trató de explicarse. Pero la explicación no ocultaba la verdad. Para esas nuevas clases medias panistas de la frontera, cuyas neuronas sucumbieron masacradas por el abuso nostálgico del verdadero pay de durazno tejano, «oaxaquito» era cualquiera nacido de Sinaloa para abajo; aunque también podía ser cualquier pinche pobre, cualquier persona con rasgos indígenas que no tuviera un Cadillac, cualquier cabrón que pidiera limosna, así fuera albino lechoso. El racismo es también un detector de metales preciosos, un controlador de la relación cartera-color de la piel. Pinches morenos de la tierra, si somos pobres, negros seguros. También esta mierda era la frontera. Y oaxaquitos eran los que venían a pescarse del salvavidas, los que huían de la tierra inexistente, los que volaban a los sueños del norte para huir de los sueños famélicos del sur. Oaxaquitos éramos todos nosotros. Judíos alemanes nacidos en los sures, los maravillosos sures de marimbas y radios de transistores entregados en los Montes de Piedad.

En cambio había más y bueno. Había por ahí otras muchas cosas, un tono directo que le gustaba, una idea de que el mundo era limitado y abarcable si se estiraban las manos, un buen gusto por las chamarras de cuero, una absoluta falta de prejuicio hacia los tuertos, una gente igual a otra gente tan buena como la otra gente, mejor y peor; una absoluta despreocupación por la contaminación (la propia, la ajena era tema de conversación de vez en cuando) y un cariñoso amor por las cervezas aparecidas en paquetes de seis.

San Pancho Villa, pues, san Cielos Azules, órale, san Cartuchos de Dinamita Chuecos, zúmbenle, san Sixpack… Bendito seas.

A diecisiete kilómetros al norte de Villa Ahumada hay una desviación al este que sale de la carretera Panamericana en el tramo de Chihuahua a Ciudad Juárez. La desviación dice: «A San Jacinto-6 kilómetros». Pero nadie va a San Jacinto, porque ese pueblo no existe, es una serie de ruinas fantasmales. En cambio, de vez en cuando entran por ahí camionetas de la Comisión Federal de Electricidad, rumbo a un depósito de maquinaria situado a unos dos kilómetros.

El detective llevaba seis horas adentro de unas ruinas de adobe, fumando y esperando la aparición de los personajes, con la vista clavada en la pequeña carretera vecinal.

Hacia las cuatro de la tarde, aparecieron un par de camiones de dos cuerpos levantando el polvo en el horizonte. Héctor se frotó las manos. Le sudaban un poco. Los camiones se estacionaron en la plaza del pueblo acabando de derruir los restos de una fuente de cantera con sus ruedas monstruosas. De su interior bajaron una docena de tipos que parecían recién sacados de una comedia del Piporro, pero armados con escopetas de cañón recortado y cuernos de chivo, algunas uzis automáticas .45 al cinto, bien visibles, como un segundo sexo portátil.

El gringo Quayle y el policía chilango Reynoso llegaron en un helicóptero media hora después. Los guardaespaldas del helicóptero, dos con M1, le respondían al mexicano; los hombres de los camiones eran sin duda, por los gestos que hizo y las respuestas, propiedad de Quayle.

El productor de televisión Torres, conseguidor de putas zacatecanas, apareció casi enseguida en un Ford blanco con chofer, seguido por otro coche negro con matones alquilados que fumaban puros jarochos, según pudo descubrir Belascoarán cuando pasaron a unos metros de su escondite de adobe y el viento le trajo el aroma.

Los tres tipos se dirigieron hacia un viejo almacén de granos, un silo de Conasupo. Entraron solos a la construcción piramidal blanca, como quien entra a una iglesia. Cuando ingresaron Héctor encendió la mecha. Tenía dos minutos y medio para poner distancia entre él y cuatrocientas treinta toneladas de mariguana un poco reseca por el paso del tiempo, que iban a arder.

Héctor abandonó el escenario deslizándose por atrás de uno de los camiones. Aprovechó el curso de un riachuelo seco desde las correrías del indio Gerónimo, para alejarse a cubierto. La explosión fue pequeña, él hubiera esperado más de treinta litros de gasolina y dos cartuchos de dinamita. La hoguera sin embargo era grande. Se elevaba en el cielo un hongo de humo negro y pegajoso. Comenzaron a oírse disparos. ¿Quién le tiraba a quién? Qué importaba. Ya lo leería en los periódicos dos o tres días después. Leería una versión distorsionada, llena de agujeros, gruyeresca, pero al fin y al cabo toda la historia se merecía eso, un final sin final. ¿Y él qué había estado haciendo allí?

Como decía su amigo Cortázar, refiriéndose al poeta español Gabriel Celaya, se había metido en esto por «amor a la realidad».

Por andarse riendo mientras se arrastraba, la arena del desierto se le metió en la boca. El sabor lo acompañó hasta que en una cañada, a un par de kilómetros, encontró la motocicleta que había alquilado; y más aún, lo seguiría hasta que volviera a México.