VII

El pasado y el presente están dentro de la investigación, pero es muy difícil contestar a la pregunta de qué cosas puede hacer un hombre en el futuro.

SHERLOCK HOLMES

(según Conan Doyle en El sabueso de los Baskerville)

Héctor contempló al adolescente flaco. Primero como una sombra borrosa, y más tarde perfilada. Tal como la vista se había ido, regresaba. El detective, asombrado por los milagros que le quitaban y le devolvían la visión, y en los que sin duda había influido la niña Jesusa, caminó desnudo hacia el espejo, haciendo caso omiso del adolescente que traía un plato humeante de huevos revueltos con frijoles. Se observó el rostro afilado por el insomnio, las huellas del pánico en los rasgos aguzados, el ojo muerto. Caminó hasta la bolsa de viaje que tenía tirada a un lado de la cama y se puso el parche de cuero sobre el ojo perdido años atrás. Luego contempló al adolescente.

Su narrador de historias no tendría más de trece años, flaco, casi desnutrido, y con una sonrisa pícara en los ojos.

—Ya nomás estoy tuerto… —dijo Héctor buscando una camisa limpia en medio del desmadre—. ¿Y ese nombre de José Independiente? Ayer no te lo pregunté porque andaba muy pendejo.

—Nací en la huelga del 76, amigo. Cuando se hizo la sección independiente y tumbaron a los charros.

Héctor volvió al espejo y contempló su ojo: lagañas, secreciones. Se lavó cuidadosamente. Veía bien. Muy bien, mejor que antes de haber quedado ciego. No. Mejor, no: igual; pero con más alegría de ver. Contempló el cuarto en sombras, movió una cortina sucia para que la luz inundara la habitación y pasó la mirada por las maderas sin pulir, la silla, el espejo lacerado del baño.

—¿Y ahora que no estoy ciego de todas maneras me vas a ayudar?

—¿Me va a dar pistola?

—No.

—Ni modo.

—Guadalupe Bárcenas, el que dicen que está muerto, sigue en el pueblo —afirmó el detective.

—Seguirá —dijo José Independiente Mondragón, ojeando las novelas que Héctor traía en su bolsa de viaje.

—¿Tú lo has visto? Yo sólo lo he oído.

El niño levantó la vista de los libros y pareció interesarse por primera vez. Miró al detective fijamente.

—Vino aquí, me dijo algo, cualquier cosa. Yo no lo podía ver.

—¿Era ronco?

—Sí —dijo Héctor mientras buscaba una cuchilla de afeitar. Luego recordó su promesa de dejarse crecer la barba y miró en el espejo las huellas de los cuatro últimos días: una barba harapienta, con brillos rojizos y alguna cana.

—Hay un baile, toca la Sonora Santa Fe, en la carretera. A mí no me dejan entrar, porque soy chico, cuando tenga dieciséis ya puedo. Pero el Bárcenas era bien bailarín.

—¿Cuándo era bien bailarín? ¿Antes? ¿Antes de estar muerto?

—Pues eso dice él, que antes de estar muerto era bien bailarín.

Héctor rebuscó entre los libros sin hallarla, para luego reconstruir en su memoria y al fin localizar la foto en el bolsillo de su chamarra, llena de briznas sueltas de tabaco. Un bigotudo y sonriente Guadalupe Bárcenas lo contempló desde el mostrador de una cantina, con esa amabilidad que los hijos de la chingada suelen tener en las fotos avejentadas.

Ni le gustó la música tropical, ni Bárcenas bailaba en su nuevo estado de difunto rondador. Además, se aburrió de ser el centro de las miradas que oscilaban entre la simpatía, la desconfianza y la vil curiosidad. Paseó hasta el río a la espera de que alguien se le acercara para decirle que Bárcenas estaba enterrado debajo de una higuera, que se había ido a Puebla a un concurso de travestis, o que dormía en la misma pensión que él a tan sólo dos puertas de distancia. Ni siquiera eso sucedió. Los bailarines y los borrachos hicieron caso omiso del detective. En cambio la brisa fresca del río pareció acabar de despejar sus dudas respecto a la recuperación del ojo bueno. Paseó hacia un puente de piedra, iluminado por una farola de hierro pintada de negro. Se acodó en el muro a fumar, escuchando el rumor del agua y de las ranas. Esto era lo que le faltaba a la ciudad de México. Ninguna ciudad seria, importante, podría prescindir de un mar, un gran lago, un río con nombre exótico. La ciudad de México era hija de unas lagunas rellenadas con muertos y templos aztecas y rerrellenadas con turbios negocios urbanos y cascotes de cerros desmoronados. Un río así. Un tímido río aunque fuera, que cruzara por mitad la Roma Sur, se ensanchara en la Colonia del Valle y luego variara cruzando islotes hacia la colonia Doctores para salir hacia Izazaga y perderse en los bosques de postes de luz de la Aragón.

Encendió un segundo cigarrillo.

—Bárcenas acaba de llegar al baile, nomás usted salió, profe —dijo la voz de José Independiente Mondragón desde las sombras—. Viene en un carro negro, con dos judiciales de la policía del estado. Vienen pedos, ándese con cuidado.

Héctor sonrió hacia las sombras y llevó su mano derecha a la sien en un remedo de saludo militar.

Caminó hacia el ruido del baile canturreando fragmentos de «Ay, mamá, yo no sé lo que tiene el negro…».

Desde la puerta del salón, Héctor se detuvo para contemplar al difunto que bailaba un danzón con una gorda vestida de rojo. La mano derecha de Guadalupe Bárcenas le sostenía las nalgas a la mujer para impedir que se le cayeran. Parecía divertirse. Estaba algo diferente de la fotografía, pero los pelos rizados, la nariz… Héctor avanzó directamente hacia él, abriendo un hueco entre los demás bailarines. ¿Cómo se inicia una conversación con un tipo así mientras trescientas personas te miran? No tenía muchas referencias. Películas de Gary Cooper, frases de Clint Eastwood o novelas de John D. MacDonald. Podía apelar a la otra cultura, la de las películas de Pedro Infante y Luis Aguilar. Con el rabillo del ojo sano detectó a los dos judiciales de los que le había advertido José Independiente. Uno bigotón, el otro a su lado, impreciso. Caminó en arco para no darles la espalda.

—Mire nomás, uno buscándolo y usted agarrándole las nalgas a la señora, que seguro ni ha de ser su esposa, señor Bárcenas —dijo Héctor Belascoarán sin llegarle, según su muy particular comparación, ni a los talones a Pedro Infante.

—La señora es puta y usted estaba ciego —contestó Bárcenas por decir algo, girando la vista del detective hacia otro extremo de la sala: una mesa chaparra al pie de la tarima donde estaba la orquesta. Tenía más aliados. Algunas figuras comenzaron a confluir sobre el centro de la pista. Héctor retrocedió dos pasos.

—Bueno, aquí nomás, saludando. Ya veo que goza de buena salud.

—Cuando me quiera, me tiene en mi casa —dijo Bárcenas sonriendo y moviendo el bigote, mientras reanudaba el baile interrumpido marcando el paso con un tremendo caderazo.