VIII

La muerte es una enfermedad incurable con la que los hombres nacen; los alcanza tarde o temprano; un asesino casi nunca mata, tan sólo se anticipa.

FREDRIC BROWN

Tu propia vida puede interponerse en el camino.

ERIK NEUTSCH

Dentro de poco amanecería, pensó Héctor Belascoarán Shayne, detective en vigilia, ante la casa de Bárcenas. Estaba tratando de encender el cigarrillo a pesar del viento que le lanzaba la lluvia encima. Cubría con la mano izquierda la llama del encendedor y encorvaba la cabeza para que los goterones que le caían sobre la nuca no se deslizaran hacia el cigarrillo. Era el tercer intento, de espaldas a la calle oscura y zarandeada por la lluvia tropical. Las luces de un automóvil lo iluminaron y se quedaron allí. Héctor levantó la vista. El cigarrillo se llenó de agua, pero no importaba demasiado, el coche no se había movido. Ni avanzaba ni se retiraba. Era un Ford Falcon del 75, negro, situado como a unos veinticinco metros del detective, ominoso, insistente, con las luces largas encendidas, alumbrándolo. Se llevó la mano a la cintura buscando el revólver. Estaba allí, donde siempre. Quitó el seguro con el índice de la mano derecha. Luego, con un cigarrillo empapado entre los labios, del que las briznas de tabaco iban deshilachándose, esperó.

A su espalda otro par de faros se encendieron. Eran los de un Volkswagen, también negro. Pensó en la muerte.

Hacía un par de años había pensado tanto en la muerte que casi se había quedado dominado por su presencia y también por el aburrimiento que la reiteración le causaba. Era una idea familiar, el mejor antídoto contra el cansancio. Si pensaba en la muerte con tranquilidad pero con intensidad, si le crujían los nudillos al pensar en la muerte, los dos coches se irían. No confió en la hipótesis y miró la hilera de timbres que estaban en el portal donde se había detenido a encender el tabaco. Extendió la mano izquierda, con la palma abierta y los tocó todos al mismo tiempo. Fue la señal para que el Ford Falcon se acercara deslizándose en medio de la lluvia como un tanque bailarín e ingrávido.

Héctor sacó la pistola y disparó casi sin apuntar; uno de los faros del Ford se apagó con un resoplido. Suerte de tuerto. Salió corriendo hacia el Volkswagen blandiendo la .45 y gritando, el coche frenó coleando y fue a dar suavemente contra un poste de luz; Héctor pasó corriendo a su lado sin detenerse ni a mirar, sin querer mirar. Sonaron dos disparos más en la noche, pero él se perdía en las sombras. Corriendo, jadeando, fue a dar de nuevo hacia el río, tropezó con un arbusto y se dejó caer al lado de una pila de ladrillos llenándose la mano de fango. Dejó la pistola a un lado para limpiarse el brazo de lodo. Cuando levantó la vista para buscar huellas de los dos automóviles, se encontró la boca de una escopeta de dos cañones apuntándole a los ojos.

Una linterna lo deslumbró; tras ella, surgió una mano que le quitó la pistola que había dejado caer al suelo.

—Ya te chingaste —dijo una voz. Otros hombres se acercaban entre los árboles.

—Mátalo ya, Melesio, no te enrolles —dijo una voz aguda, oculta tras la linterna.

El que había recogido la pistola la arrojó hacia el río.

—Desnúdate —dijo el hombre que lo había encañonado, una sombra tan solo.

Héctor obedeció. Se quitó la gabardina. Una mano estirada se la pidió. Luego los pantalones y la camisa. Se quitó los zapatos empujándose un pie con el otro. Se sintió ridículo cuando se quedó sólo con los calcetines y se los quitó, arrojándolos a lo lejos; sintió la humedad entrarle por los huesos de los pies.

—Tírate al suelo.

Sólo uno de los hombres hablaba. Los otros dos se dejaban mojar por la lluvia y las órdenes, fantasmales y silenciosos.

—Órale güero, hazte cargo —dijo el hablador.

Héctor sintió el cañón de una automática apoyándose en su sien, el agua sucia se le metía en la boca aplastada contra el suelo. Ya había muerto así una vez antes, con el rostro hundido en un charco de agua sucia. Vio las botas del hablantín. Se las llevaba de recuerdo al fin del mundo, a la nada: unas botas vaqueras con punteras de metal plateado.

—¿Le sacaste la lana de la bolsa de los pantalones? —preguntó la voz aguda, a lo que respondió un gruñido afirmativo.

—Te vamos a matar, mano —dijo la voz de mando.

—Ya dispara y déjate de historias —dijo una segunda voz.

—Te vas a morir, güey —respondió un eco.

—Por andar buscando a un pinche muerto —dijo la voz de mando. Los otros le rieron la broma—. Por menos que eso matamos aquí, pendejo. Por mucho menos. Te vamos a chingar por menos, nomás porque no nos pasa ni tantito cómo ves chueco.

Nuevas risas. Héctor trató de romper la cortina de luz que le impedía verlos moviendo el rostro a un lado, haciéndose pantalla con una mano. La luz lo siguió, perforando el cerebro.

—Corta cartucho, güero.

A la orden siguió el acto, luego el disparo que sonó vacío. No se lo esperaba, de manera que el efecto se perdió en la lluvia. La presión de la pistola se perdió en la sien, se acuclilló.

—Tienes que correr, pendejo. A lo mejor si corres mucho no te atinamos. Nomás voy a disparar un tiro y si le corres a lo mejor chance y no le atino.

Héctor, poniéndose de pie, les dio la espalda. Durante unos segundos no sucedió nada y él pensó que quería fumar un cigarrillo.

—A la de tres. Ustedes tírenle también, pero nomás un tiro cada uno.

Sin la luz en el ojo sano, Belascoarán descansó. Era a otro al que le estaba pasando esto. Uno no podía morir así más de una vez en una vida y él ya había muerto.

—Una, dos… ¡Corre, baboso!

El disparo sonó seco levantando agua de un charco al lado de sus pies. Luego vino la voz.

—Siempre no, esta vez, siempre no. Pero yo que usted mejor me iba de aquí y regresaba al DF.

Luego se hizo el silencio. Pasados unos segundos Héctor se dio la vuelta y los vio alejarse. Sombras en la lluvia a la luz de una luna tímida. Iban riéndose, bromeando.

Tenía frío, temblaba. Más y más hasta que el temblor lo sacudió como a un perro empapado. Ya no sólo era el frío, era el miedo que se había apropiado de él saltando por los músculos.

Pensó en que sí, que esta vez no, que no había sido. Pero que si ahora no, la siguiente sí, y ya nunca podría escaparse de esta nueva sensación. Estaba preso de una idea, encarcelado en el pánico que siempre había estado ahí pero que le habían mostrado: vivía de prestado, tiempo alquilado con límites imprecisos. Estaba muerto y un día alguien lo descubriría o simplemente actuaría en consecuencia, apretaría el gatillo, le clavaría el puñal, le daría un refresco envenenado, le contagiaría sin querer una neumonía…

Quería controlarse, pero seguía temblando. Le dieron ganas de gritar.

¿Existe este país en el que te estás moviendo, Héctor Belascoarán, o es una broma más? Unas vacaciones de los sentidos, que prolongan las que has estado viviendo en estos últimos quince años. Quizá el otro era de mentira, pero existía, vaya si existía, daba sentido a las cosas, tenías un lugar en él… ¿Y ahora? ¿Hay un país real que a veces tiene palmeras con cocos verdes y en otras tan sólo ciudades con enormes nubes negras que arrasan los cielos y rompen el récord del ozono? ¿Hay otros mexicanos que viven tu delirio, o has estado encerrado en sueño ajeno? Te acuerdas bien de la sorpresa que te produjo una frase escuchada en el concierto rockero en la Alameda, cuando uno de aquellos jóvenes peludos dijo hablándote a ti, no a los demás, que aullaban al ritmo: «Vas a despertar dentro de mis sueños», y te diste cuenta de que eso era posible, despertar en sueños ajenos y, si la suerte no te acompañaba, en pesadillas. Pero también te diste cuenta de que no importaba, siempre y cuando esos sueños fueran compartidos. Trataste de hablar con él después del concierto pero no pudiste superar la marea de jóvenes que te intuían como extranjero sospechoso, y te quedaste para siempre con la duda de si sabría algo que tú no sabías; de si aquellos jóvenes rockeros estaban atrapados en el mismo sueño que tú, en la misma ciudad-pesadilla de veinte millones de habitantes sonámbulos. Sólo queda entonces el territorio de la locura. Pero no hay locura sin ética, así como no hay locura sin sentido del humor, y puedes ser loco malo o loco bueno e incluso loco hijo-de-la-chingada, así como puedes ser loco ceñudo o loco sonriente. Loco autocomplaciente o loco castigado por la responsabilidad solidaria. Hasta ahí todo iba bien, ése no era el problema, sino el nuevo vacío, la sensación de que la pesadilla compartida a ti se te escapaba; designios misteriosos te dejaban fuera de ella. Comenzabas a moverte en el vacío. El país se te escapaba y se te escapa. Hubo unas elecciones fraudulentas, una crisis económica, una racha de enfermedades pulmonares, un aumento de los videoclubes, una revaloración de la música romántica, un montón de miedos nocturnos. De eso estabas consciente, pero en cierta manera sólo eran noticias, percepciones, historias de otros que no calaban en las emociones propias. ¿Qué te ocurría? ¿Acaso querías compartir el país de otros y lo ibas perdiendo? ¿De qué país hablabas? Del país ciudad, el México DF que lo totalizaba todo, la ciudad mutante, la zona de saqueo de los osos hormigueros. Ese país melaza que integra los corridos de Cuco Sánchez, los chistes de Pepito, las lánguidas tardes de lluvia sin arcoíris, los discursos de la modernidad priista que ocultan los puñales de obsidiana del eterno poder, los cineclubes con películas francesas de la nueva ola que ya dejó de serlo excepto para los ocho nostálgicos que las consumen, los supermercados abarrotados de chocolates gringos y hornos de microondas japoneses, la mirada de los muertos, la fija y maldita mirada de los muertos, que te reclaman que los estés dejando solos, que los contemples tú, superviviente. ¿Existe ese territorio de todos y de nadie? Existía… Lo recuerdas, estaba ahí, era familiar. Lo descubriste hace quince años y te quedaste en él. Y ahora, algo te está sacando, arrancando de ese país real, para arrojarte hacia otra cosa, para mandarte a la gran nada. Para rechingarte para siempre.

Por eso estás náufrago de miedos, no sólo no tienes el territorio habitual debajo de los pies, has perdido la identidad, te has quedado sin alma. Lo que te pasa ahora es la prolongación normal de esos otros desasosiegos, te van a matar porque te puedes morir; te van a matar porque la muerte es posible para un tipo que perdió el alma. Van a sacarte filo a los huesos porque el país-ciudad se te escapa, porque dejas de entenderlo, porque la realidad ya no te acompaña en su locura, porque las reglas ocultas se te van de las manos, porque ya no hay amores malditos, porque se te debilitan las pasiones.

Héctor Belascoarán Shayne, detective independiente, se tomó el cuerpo con las manos y se estrechó en un autoabrazo solitario, en la oscuridad lunar y la lluvia. «No contaban con mi astucia», se dijo, citando al Chapulín Colorado. Su reserva de frases absurdas era enorme. Ante la locura, la contralocura. Luego gritó un poco, para darle oxígeno a su cabeza, para agenciarse la vitalidad que necesitaba con el destino de lanzarse a la única realidad real, la única realidad de las realidades, la realidad inmediata y así dejar de temblar. Buscó sus pantalones vaqueros llenos de barro y los encontró detrás de unos arbustos. La chamarra estaba por ahí, a unos cuantos metros. En uno de los bolsillos tenía los cigarrillos. Encendió uno cubriéndolo cuidadosamente de la lluvia.

Fue a buscar la pistola que habían arrojado. Creía recordar que estaba cerca del río. La muerte era… Trató de encontrar la palabra. Insolente. La muerte era una pinche insolencia. Un descaro. Él era simplemente terco. Palabras sueltas. Ideas sencillas.