En realidad los elefantes no tienen la importancia que nosotros les dimos antes.
RENATO LEDUC
Ramón Bárcenas y Héctor Belascoarán Shayne se bajaron del camión en San Andrés provocando algunas miradas de reojo. Luego, muy ceremoniosos, se despidieron con un gesto.
—Más suerte pa’ la próxima, amigo —dijo ceremoniosamente Bárcenas II—. Que conste que no lo voy a denunciar por el pinche secuestro que me hizo. Ahí que muera. Hasta fue divertido…
Héctor se fue caminando. Rutas conocidas ya: la iglesia, la plaza del ayuntamiento, el laurel mocho con el tronco caído, las cantinas paralelas que se llamaban mutuamente La Hermana y La Hermana de Enfrente, la primaria federal Hermanos Galeana, la casa de Bárcenas. Al llegar ante ella, se detuvo y tocó la puerta. Una niña indígena descalza le abrió la puerta, lo miró atentamente y se asustó.
—Quiero hablar con la viuda.
La niña se retiró azorada. Héctor encendió un cigarrillo y contempló la calle desierta. Un carraspeo a sus espaldas lo devolvió al corazón de la historia. La mujer vestía rigurosamente de negro y estaba envarada, la mirada huidiza, mezquina.
—Dígale a su marido que lo voy a esperar aquí afuera. El tiempo que haga falta —dijo Héctor. Y sin esperar la respuesta le dio la espalda y se fue caminando con toda la calma que había podido penosamente arracimar durante aquellos últimos días. Cruzó la calle y se sentó en la banqueta. Ahí siguió fumando. La mujer lo miró irse, contempló el viaje cansino del detective y luego cerró el portón de un golpe seco.
Al atardecer llegaron dos o tres adolescentes y se sentaron en la banqueta cerca del detective. Poco después apareció José Independiente Mondragón.
—Te van a matar, menso —le dijo el adolescente a Belascoarán en un susurro.
—Culpa tuya, güey, me pusiste detrás del que no era.
—Yo no fui. En el baile estaban los dos hermanos, ¿qué culpa tengo yo de que te hicieran pendejo? De que creyeras que uno era otro. ¿Qué, no traías foto?
—Consígueme un refresco y estamos en paz —dijo Héctor poniéndole en la palma de la mano una moneda de mil pesos.
Al anochecer una vieja vino con una silla y se sentó cerca de Héctor, contemplando también la casa de los Bárcenas. Cuando empezó a llover la vieja desapareció durante quince minutos sólo para regresar armada de un paraguas.
La lluvia no duró más de una hora. Luego volvió el calor levantando nubecitas de vapor del asfalto.
Héctor durmió un rato apoyado en la pared. Los adolescentes fueron por mantas y durmieron en el quicio de una puerta, sobre cartones de cajas de cerveza.
Al amanecer llegaron seis o siete indígenas con sus machetes colgando del cinto. Miraron a Belascoarán con curiosidad, verificando tan sólo su presencia. Héctor les dirigió una sonrisa.
La casa había permanecido toda la noche con las luces encendidas. De vez en cuando se movían levemente las cortinas de la sala. Héctor adivinó entre los visillos blancos el rostro agrio de la viuda que no lo era.
El sol mañanero picaba fuerte y Héctor pidió a José Independiente Mondragón que le consiguiera un sombrero. El adolescente llegó poco después con un sombrero de palma de alas anchas. Héctor pidió permiso para orinar en una casa vecina. A mediodía apareció la mujer de los tacos que lo había recibido una semana antes al llegar al pueblo. Héctor invitó a comer a campesinos y adolescentes. La vieja que estaba en la silla había traído unos tamales. Luego, un poco más tarde, como a las cinco, llegaron en bola, bromeando, carcajeando, medio centenar de obreros de la fábrica de hielo, un vendedor de globos, los maestros de la secundaria. Uno, el menos tímido, se acercó a Belascoarán y le palmeó la espalda. Luego, arribaron como ciento cincuenta de sus alumnos. La congregación tenía además algunos mirones: un puestero con una tienda de tacos de carnitas adosada al frente de la bicicleta, un vendedor de leña y media docena de niñas.
Cuando la luz comenzó a ceder, llenando el horizonte de nubes color rosa mexicano, apareció el Ford Falcon tuerto en la esquina. Héctor se tocó el lugar del corazón, donde cubierta por la chamarra traía la .45 en su funda. La certeza no le produjo seguridad. Del automóvil bajó un solo hombre que el detective reconoció sin dudas, y asoció a la sombra, a la voz de mando de los que habían intentado matarlo. A lo mejor no era, pero si no era, para Belascoarán sí era. De esos materiales inexactos se hacen las certezas. El tipo, contoneándose, llegó hasta la puerta de la casa y tocó usando la enorme aldaba. Esta vez no abrió la viuda, sino un Bárcenas nuevo, el verdadero, el difunto real que no lo era. Se parecía enormemente a su hermano, sólo que más urbano, más seco, un poco más chaparro. Vestía un traje negro, con corbata de lazo, como si estuviera de luto por sí mismo. Judicial y difunto cambiaron un par de palabras y muchos gestos. Héctor comenzó a ponerse de pie. Sacó un nuevo cigarrillo y lo encendió paladeando golosamente el primer toque. Se rio.
—¿De qué te ríes, detective? —preguntó José Independiente Mondragón, celoso escudero.
—Me acordé de una canción.
—Así nomás.
—Dice: «Chinga tu madre, dijo un enano, chinga la tuya y estamos a mano».
—¿Y qué? ¿Qué sacas de eso?
—No, nada… O bueno, algo: hasta con los enanos hay que emparejar las cuentas.
Bárcenas y el judicial avanzaban hacia él.
Éste sí era igualito a la foto. Por las dudas Héctor sacó la fotografía y comparó. Sí. No era cosa de que hubiera tres hermanos. Desde luego no era el falso, el Ramón.
Bárcenas comenzó a gritar antes de cruzar la calle. El rostro se le enrojecía.
—… reputa madre, ¿qué me quiere? ¡Yo qué rechingaos…!
—Te vamos a matar, culero —dijo el policía judicial.
—¿Tú y cuántos más, pendejo? —contestó Héctor recordando el desplante, las frases rituales que se usaban en la secundaria. Recordando también, como en un flash, que en la secundaria solía perder las peleas, salir de los enfrentamientos con la boca sangrante.
El policía se mordió los labios. Luego le dio una palmada a Bárcenas y se dirigió hacia el Ford. Bárcenas siguió gritando incoherente:
—¿No entiende que aquí no puede hacer nada? Aquí mandamos nosotros.
Héctor contempló con el rabillo del ojo al judicial que se había alejado como treinta pasos, sacó de su pequeña mochila la cadena de bicicleta que ya había usado anteriormente y un candado y se los pasó a José Independiente. Bárcenas ni siquiera se dio cuenta.
—La ley son estos amigos míos. Aquí…
Héctor sacó la pistola y se la puso entre los ojos. Bárcenas dejó de gritar.
—Señor Bárcenas, nos vamos —dijo Belascoarán consciente de que los observadores estaban atentos a sus actos. Y le dio un cachazo. Bárcenas movió las manos con un aspaviento dándole un golpe en la boca mientras se desmoronaba. Héctor sintió cómo la sangre brotaba por los labios rotos, tomó la cadena de bicicleta, la pasó por los brazos del desvanecido y le puso el candado. Se echó a Bárcenas sobre los hombros y comenzó a correr hacia el otro lado de la calle. La multitud se cerró a sus espaldas. Por los gritos adivinó que los judiciales estaban reaccionando. Al llegar a la esquina detuvo una pick-up cargada de verduras y echó a Bárcenas como un fardo sobre lechugas y calabazas. Luego saltó al asiento delantero. Con un gesto señaló la salida del pueblo al aterrorizado chofer. A sus espaldas se oían gritos y claxonazos, luego disparos. Esperaba que al aire. La multitud seguía bloqueando la calle. Algunos corrían. No pudo ver más.