XXI
PECTORAL A COLORES Y VECINA (3)

En el hotel lo esperaba una fotografía polaroid en color llegada por DHL: el pectoral de Moctezuma. La contempló ensimismado, teniéndose que quitar de encima del hombro al portero de noche Méndez.

—Cojonudo, ¿eh?

Héctor asintió. Tenía frío.

—Oiga, ¿no está usted un poco pálido?

Héctor asintió de nuevo.

—Tiene una herida en la barbilla —dijo el Méndez más atento.

Héctor se llevó la mano a la garganta y la retiró con unas gotas de sangre.

—Nada, me corté afeitándome.

—Tengo café con leche.

—Se lo acepto.

Mientras el encargado rebuscaba los utensilios bajo el mostrador de la recepción, Héctor se limpió la pequeña herida con una servilleta y agua mineral y luego contempló la foto. El dibujito del fax no le hacía justicia al pectoral.

Tenía unas cadenillas, supuestamente para permitir que colgara del cuello y se sujetara a la espalda. El centro mostraba una especie de sol radiante, en torno al cual se entrelazaban flores que se desprendían hacia los bordes, hasta crear una orla de ramajes que cubría la periferia. Pareciera estar ausente de elementos simbólicos, tan sólo material decorativo. No se parecía a ningún elemento azteca que hubiera visto alguna vez.

Con la polaroid en las manos regresó a su cuarto. Limpió el martillo en el lavabo y lo secó con una toalla, luego salió de nuevo al pasillo y lo depositó sobre la caja de herramientas. Al retorno notó, bajo las luces raquíticas de un foco pelón, que la puerta de su vecina estaba abierta. Repitió el cálculo imaginándose la disposición de los balcones. Así era, el suyo el 24, el de la pelirroja el 23. Golpeó suavemente con los nudillos y encendió un cigarrillo. La patada de los habanos en la garganta le supo a gloria. Entró al cuarto ajeno esperando encontrarlo vacío y descubrió a la muchacha pelirroja tendida en la cama, pálida, dormida. Las luces estaban encendidas, la televisión parloteaba en una esquina. ¿Estaba dormida? Vestida con un abrigo de pana negro, inmóvil, el cabello rojizo abierto en abanico sobre la almohada.

—Oye, tenías la puerta abierta —dijo Héctor.

La muchacha abrió los ojos. No pareció sorprenderse por la presencia del vecino tuerto.

—Ah, sí, perdona, es que dolía mucho la cabeza cuando entré —dijo con un acento que Héctor no supo desentrañar. ¿Francesa? ¿Belga?

—Bueno, eso —dijo Héctor sofocando un bostezo. El amanecer comenzaba a alcanzarlos—. Si necesitas algo, estoy al lado.

—Gracias —dijo ella levantándose—. No necesito nada.

Héctor caminó hacia la puerta. Se dio la vuelta y le dedicó a la pelirroja jovencita una sonrisa cansina.

—Todo el mundo necesita algo de alguien, mija.

Y luego salió cerrando.