En el hall del hotelito de la lateral de la Gran Vía resultaba inusitado el despliegue de micrófonos, luces de televisión, grabadoras, fotógrafos. Luis Méndez estaba feliz repartiendo café gratis a todos los periodistas que se acercaban por el mostrador de recepción, de pasada daba su versión de los hechos, entregaba tarjetas de visita y un boletín de prensa con su resumen personal.
—¿Sabes algo de la pelirroja? —le preguntó Héctor en un descuido de sus labores de jefe de prensa autodesignado.
—Parece que no se va a morir. Llamé al hospital en la mañana y dicen que se va a salvar, aunque tiene una pierna convertida en una reverenda mierda. Ya les dije que le avisaran que no se preocupara por el dinero del hotel.
—¿Eso dijo el gerente?
—No, eso dije yo, que le perdí la factura. Al carajo. Si no se puede hacer una cosa así de vez en cuando…
Justo Vasco se había conseguido una mesita rococó de tres patas, la había cubierto con una bandera mexicana y luego, displicente, había permitido que se la llenaran de micrófonos con tripié. Vagaba por detrás del mostrador engrapando un dosier.
—Yo me siento, tú te pones a un lado.
—Ni madres —respondió Héctor—. A mí no me contrataste de figurante en conferencias de prensa.
—Te jodiste, mano. Nosotros dos somos la delegación mexicana.
—No cuentes conmigo.
—Bueno, no exactamente atrás, a un ladito.
—O sea que pasé de ser delegación oficial a delegación extraoficial.
—Más o menos, pero no me dejes tirado —dijo el subdirector del museo con una amplia sonrisa y cerrando la conversación mientras se dirigía a saludar a Silverio Cañada y un grupo de enchamarrados que parecían tener nuevas informaciones sobre aztecas, mayas, incas y guaraníes, mientras se sacudían el frío de la calle. Héctor se hizo humo.
La conferencia de prensa se inició con un par de palmadas de Justo que se acomodó en su silla rodeado de las cámaras y demás parafernalia. Habría unos cincuenta periodistas al menos. Y entre todos los asistentes, el que se encontraba mejor en su papel de anfitrión era el encargado de noche, el Méndez, que se había puesto para la ocasión una chaqueta dorada y una corbata estrecha de cuero negro.
—El pectoral de oro de Moctezuma, una de las joyas arqueológicas más interesantes del mundo —inició Justo Enrique Vasco con voz potente— pesa seis kilos veintiocho gramos, mide cuarenta y siete centímetros de alto y cincuenta y tres de ancho y está labrado en una sola pieza de oro sin laminar. Probablemente fue manufacturado entre los años 1400 y 1450 por artesanos de Azcapotzalco, quienes se lo entregaron a Moctezuma como parte de la relación tributaria de su pueblo. Es una pieza poco habitual en las culturas mesoamericanas y no cumple ningún papel ritual profano ni religioso. Tras la muerte de Moctezuma fue a dar a manos del salvaje y ladrón Pedro de Alvarado, y tras recorrer una extraña historia de herencias y hurtos, cuya pista puede seguirse hasta mediados del siglo XVIII, cuando se encontraba en manos de la familia Pérez Valero, fue donado anónimamente al Museo Nacional de Antropología de México en 1962. Tienen ustedes un dosier con esta información más ampliamente desarrollada y una fotografía del pectoral, en esas carpetas sobre el mostrador de recepción— Justo hizo una pausa teatral y encendió un Cohiba con filtro que le había robado al detective tuerto exhalando el humo con verdadero goce.
Héctor situado a espaldas de Justo pero a suficiente distancia para que se notara que él era de otro equipo de futbol, que sólo estaba pasando por ahí, vio de repente a Irales, sentado en un sillón cerca de la puerta, sonriendo.
—… eso confirmé su desaparición hace once días y en el museo tenemos pruebas suficientes para pensar que la pieza robada se encuentra en España.
Nueva y teatral pausa. Justo mentía. Debería saber del robo al menos hacía un par de meses, si no es que más. ¿Qué le había contado en México?
Era el momento de los flashes, mientras Vasco sacaba de su maletín una fotografía del pectoral en color y de buen tamaño y la mostraba antes de atacar por última vez:
—… Si en veinticuatro horas no se me hace entrega de la pieza como representante del Museo Nacional de Antropología, daremos a conocer a estos mismos medios de prensa la información que poseemos sobre quiénes han participado en el robo y quién es el comprador español que ha estado involucrado en la operación… Muchas gracias.
Y se puso de pie mientras los periodistas avanzaban sobre él acosándolo a la búsqueda de más datos, y el gordo y grande jarocho se convertía en esfinge egipcia sonriente y fumadora, mientras se escondía en una esquina del hall para hablar con su amigo Cañada.
Héctor sacudió la cabeza preguntándose: ¿Por qué así? ¿Qué quería Justo? ¿Aumentar la presión?
Luis Méndez se le acercó resplandeciente y ofreciéndole una Mirinda de naranja y aceitunas.
—De puta madre, tío. Pero qué bien, qué rebién está esto del chaleco azteca del Mocte, chaval.