La partida de Belem le dolió a Feliciano en lo más profundo. Era el suyo un dolor contundente que se le vaciaba en todas las esquinas de su ser. No sólo estaba herido en su orgullo propio, como suele suceder en la mayoría de las desilusiones amorosas, sino que también se había lastimado el pequeño haz de luz que esta relación significaba en el rescate de sí mismo. Desde el incidente de Zacatecas, Feliciano sintió que empezaba a naufragar. Había crecido desde niño con la idea de ser alguien importante y sobre todo un hombre de sociedad. Ahora no pasaba de ser el penúltimo ayudante de cocina (para su fortuna Álvarez se encontraba abajo de él, si no hubiera obtenido el título del «más pinche de los pinches»), enrolado en un ejército compuesto por miembros contrarios a su clase social—gente que él había visto desde lejos pero con la cual ahora tenía que convivir y hasta sentarse en su misma mesa—que sustentaba principios opuestos a sus creencias. Durante la estancia de Belem en el campamento villista se sintió renovado. Se bañaba a diario, se ponía sus mejores trajes, se perfumaba y tenía el ánimo suficiente para creer que tiempos pasados volverían. Pero ahora que ella se había ido todo quedaba en lo mismo: la rutina machacosa de partir pescuezos de animales, sufrir burlas inmisericordes de sus compañeros de armas, soportar las travesuras infantiles y pesadas de Álvarez (como el día en que llenó de alacranes sus botas), aguantar a pleno rayo del sol caminatas sin fin, ser marginado y ninguneado. Todo ello lo remitió a la contemplación de su ruina: decaía él junto con todo su mundo de rococó y pipiriguante: ambos se desmoronaban en pedazos cada vez más pequeños. Se imponía un orden nuevo que Velasco no podía ni quería comprender. «Es la mía—pensaba—una situación triste y desastrosa».
Para consolarse Feliciano se dedicó por completo a la guillotina. Era su creación, el aliento de su vida, el eje de sus acciones desde mucho tiempo atrás. Con amoroso cuidado retocaba las partes más maltratadas. Con resina de mezquite, la única que se podía conseguir por aquellos rumbos, intentaba, en vano, resanar las vigas astilladas. Con una piedra de río, cántaro partido a la mitad, afilaba minucioso la cuchilla. Con manteca de cerdo, a falta de aceite que se prefería para el mantenimiento de las armas, engrasaba los ya rechinantes mecanismos de las poleas. Asimismo limpiaba a diario los carriles donde se deslizaba la cuchilla para evitar que se acumulara el polvo y la sangre. El resultado de ello era que la guillotina funcionaba sin falla alguna, sin importar el tamaño del animal u objeto que partir. Incluso los troncos de árbol que con hacha era casi imposible quebrarlos caían partidos en dos con facilidad.
Una tarde el coronel Rojas y el sargento Ortiz, sin proponérselo, observaron cómo desarrollaban su trabajo Álvarez y Velasco. Notaron su manejo diestro del aparato y cómo éste no se trababa ni una vez. La plancha de hierro se deslizaba cortando con suavidad todo lo que se le interponía. Al día siguiente volvió el coronel Rojas, ahora acompañado del general Felipe Ángeles, a examinar el trabajo de los miembros del «Escuadrón Guillotina de Torreón» y de nuevo observó una labor impecable.
Los dos supervisores estuvieron ahí durante horas. Al terminar, el general Ángeles fue a ver a Villa. Le dijo lo que acababa de observar y sugería que a Velasco y su invento se les diera una nueva oportunidad. Villa, que casi se había olvidado el para qué servía la guillotina (él mismo la había utilizado para cortar hogazas de pan), decidió brindar la oportunidad. Claro, no se arriesgaría a caer en el ridículo de nuevo: permitiría la realización de una ejecución menor como prueba (la cual se llevaría a cabo inmediatamente después de la ejecución de las gallinas) a escondidas, sin nada de fiestas, desfiles, ni mucho menos cámaras de cine.
Desde la toma de Torreón había seguido a la División del Norte un gringo desgarbado y viejo. Era flaco y alto, con el rostro surcado de arrugas en el cual llameaban unos ojos de azul intenso. Se dedicaba a tomar apuntes y fotografías. Le gustaba mucho platicar con los soldados pero nunca con los oficiales de alto rango, cuya presencia incluso rehuía. Hablaba español, no mucho, pero sí el suficiente para darse a entender. Se vestía de negro y poco se arreglaba, con los cabellos despeinados y la ropa sucia. No parecía importarle ni eso ni nada. No se sabía de dónde venía ni qué quería ni el porqué iba detrás de la bola. De vez en cuando se sentaba solo en alguna cantina y se ponía a tomar hasta bien avanzada la madrugada. De ahí salía completamente borracho, pero hacía esfuerzos por que no se le notara. Él mismo se preparaba la comida: unos cuantos frijoles con tortillas de maíz, y nunca aceptó de nadie una invitación a almorzar o cenar. Vivía en una pequeña tienda de campaña, de algodón muy ligero, la cual colocaba siempre a prudente distancia del campamento. Después de las batallas le gustaba deambular por entre los muertos. Contemplaba durante horas los rostros descompuestos de los cadáveres, los fotografiaba, escribía algunas notas y regresaba cabizbajo a su tienda. No le gustaba que le dijeran gringo y en alguna ocasión se le oyó decir que le daba una tristeza inmensa no haber nacido mexicano. Se le toleraba entre las huestes villistas porque se le consideraba inofensivo, viejo y loco.
No haremos aquí un recuento de los sucesos históricos que se presentaron en los meses finales del año de 1914, pero resaltaremos que a partir de una serie de divergencias de personalidad y estilo el general Villa rompió con Venustiano Carranza, primer jefe del ejército constitucionalista. Esta división entre revolucionarios debilitó seriamente al movimiento insurgente y provocó grandes conflictos a la nación. De nuevo se produjeron combates y mayores derramamientos de sangre. Era de esperarse: los revolucionarios tenían poco que ver entre sí, obedecían a distintas concepciones del mundo y la vida. Casi nada tenían en común Villa y Carranza, Obregón y Zapata, por sólo mencionar a los principales jefes.
Después de la ruptura y para dar una probadita de su fuerza, Villa se presentó en Aguascalientes, seguido por todos sus hombres y a la brava entró a la plaza. Pretextando buscar alimentos Villa se apoderó de la ciudad, en aquel entonces centro político del país, puesto que ahí se desarrollaba la convención de las diversas facciones revolucionarias. Eso sucedió el día 2 de noviembre.
En la madrugada del día 3, mientras Villa dormía, unos desconocidos dispararon contra su vagón. Los impactos de bala destrozaron los vidrios y dañaron el decorado pero no hirieron ni mataron a nadie. La guardia de Villa repelió de inmediato el ataque, pero los agresores, aprovechando la negrura de la noche sin luna, huyeron sin dejar rastro alguno.
Al día siguiente se desató la persecución. Había miles de quien sospechar, ya que en la Convención se encontraban bandos de todos los colores, algunos de ellos enemigos no declarados de Villa. Se sabía que era imposible dar con los autores del atentado. Sin embargo, Villa tenía que demostrar su enojo y su poder y mandó a fusilar a los primeros veinte paisanos que se encontró. Lo hizo ostensiblemente, amenazante, con saña, para advertir a todos de la magnitud de su furia.
Pasaron los días y una tarde, por mera casualidad, un soldado se encontró con las notas del gringo. Se las llevó al coronel González quien las revisó. González descubrió que en ellas se encontraban perfectamente detalladas, una a una, las actividades diarias del general Villa. Dónde dormía, dónde comía, cómo se vestía, qué decía, qué dinero gastaba, con quién hablaba, etcétera… De inmediato se relacionó al gringo con el atentado. No había duda: él era el espía que había dado a los asesinos el plan para acabar con Villa.
Al saberlo el general quiso mandarlo a ahorcar en el mismísimo teatro Morelos, sede de la Convención de Aguascalientes, pero voces prudentes le aconsejaron que lo matara a escondidas, en una ejecución discreta para evitar así un escándalo internacional. El Centauro del Norte dispuso que se capturara al gringo. Por la noche treinta hombres rodearon la pequeña tienda donde dormía el gringo y silenciosamente lo hicieron preso. El gringo no dijo nada y se dejó llevar. Lo presentaron ante Villa que furioso quiso comérselo vivo en ese instante. El gringo le preguntó el porqué de su actitud y Villa casi lo mata, porque nadie jamás podía preguntarle el porqué de sus acciones. El coronel González le hizo saber de qué se le acusaba: de haber participado en el intento de asesinato al jefe de la División del Norte y de colaborar con oscuras fuerzas extranjeras. El gringo se limitó a decir que él jamás traicionaría a Villa ni a la Revolución mexicana y que mucho menos colaboraría con sus pinches compatriotas. De nada valieron sus argumentos. Se le sentenció a muerte. Fue al coronel Rojas a quien se le ocurrió que era la víctima perfecta para reinaugurar las ejecuciones con la guillotina. Así fue. Feliciano acababa de destazar un cerdo cuando llegó hasta él un soldado.
—Cabo Velasco me permito informarle que en unos minutos traerán un prisionero para ser ejecutado.
—¿Lo van a fusilar?—preguntó Feliciano sin pensar.
—No señor, vamos a usar eso—dijo el soldado señalando la guillotina.
En los ojos de Feliciano se escurrió un brillo de alegría. A lo lejos vio venir al condenado a muerte acompañado por otro par de soldados. Iba a ser una ejecución discreta, con apenas tres testigos. Atrás quedaban los gloriosos días en que los ajusticiamientos eran contemplados por miles de personas. Sin embargo a Velasco no le importó, le hizo feliz poder darle de nuevo a la guillotina una función digna.
Al llegar el gringo saludó con amabilidad.
—Buenos días—dijo.
Velasco se sorprendió ya que pocas veces los condenados tienen humor para las deferencias, pero, hombre educado al fin y al cabo, Feliciano lo recibió con otros «buenos días».
El gringo no se había percatado de la presencia de la guillotina en el campamento villista ya que rara vez se acercaba al área destinada a la cocina. Al verla se asombró.
—¿Una guillotina?
—Sí amigo—le contestó Velasco sin darse cuenta de que quien tenía en frente podía ser, en ese momento, todo menos su amigo.
—¿De verdad?
—De verdad.
Feliciano percibió cierto acento en el prisionero.
—¿Americano?
—Sí.
—Ahh, qué bien.
Velasco recordó que hasta ese día su invento no se había internacionalizado y que el gringo iba a ser el primer extranjero que ejecutaba. El preso rodeó lentamente la guillotina y con verdadero interés observó cada uno de los detalles de su construcción. Velasco, que lo seguía de cerca, comentó presuroso:
—Es de la mejor calidad, está fabricada con madera de nogal, hierro forjado y está garan… bueno, es un gran trabajo.
—Se ve…—le dijo el gringo que maravillado admiraba el instrumento. En la cuchilla aún aparecían vestigios de aquellas pinturas en honor de Pancho Villa y Francisco I. Madero.
—¿Con esto me van a ajusticiar?
—Así es—le respondió uno de los soldados.
El gringo alzó los hombros y dijo «bueno» y otras palabras en inglés. Cerró su puño y con fuerza golpeó las vigas.
—Es resistente—dijo.
—Y desarmable—continuó Velasco muy orondo.
—¿Funcionar bien?
—Absolutamente, casi nunca falla.
En pocas ocasiones, muy contadas, alguien había alabado el trabajo de Velasco. Casi nadie se había detenido en apreciar la calidad de los materiales, en analizar la meticulosa precisión de cada detalle. Por eso a Feliciano le daba cierta tristeza tener que matar al gringo. Pero órdenes eran órdenes y, como decían los estadounidenses, «the show must go on».
Uno de los soldados lo instó a apresurarse:
—El general Villa quiere que se despache rápido el gringo.
—Ya voy, ya voy—le contestó Velasco que en el fondo lamentaba que el americano ya no pudiese alabar más su creación.
—Es diferente a las francesas—dijo súbitamente el prisionero—. Yo las conozco y puedo decirle que esta guillotina es mucho mejor.
Feliciano se volvió hacia él sorprendido. Nadie jamás le había hecho tal reconocimiento. Si no fuera porque era él un hombre recatado se le hubiera abalanzado a besos.
Se le acercó.
—Do you want to escape?—le dijo al oído.
—No, thank you very much—le contestó el otro que sabía que mejor muerte posible no iba a tener jamás.
Álvarez indicó que el reo tenía derecho a realizar un último deseo. El gringo le solicitó permiso a Velasco para tallar sus iniciales en una de las vigas. El cabo contestó que sería un honor para él y le brindó su propio cuchillo.
El estadounidense talló las iniciales A. B., le devolvió el cuchillo a Velasco y se preparó para el acto final.
El canto de un gallo se escuchaba a lo lejos cuando Feliciano tiró del cordón.