Era madrugada. El cabo Velasco y el soldado Álvarez dormían profundamente. Uno soñaba con grandes inventos, el otro con la última mujer de Villa. Una voz carraspeada y gruesa los despertó:

—Arriba cabrones…

Ninguno de los dos hizo caso. Álvarez siguió soñando con grandes inventos y Velasco con la mujer del general.

—¿Qué no oyen?… A levantarse he dicho.

Feliciano apenas abrió un ojo, reconoció la figura inmensa del gordo Bonifacio y se acomodó de nuevo entre las cobijas.

—Todavía no son las cuatro de la mañana…—alcanzó a decir.

Bonifacio, encabritado, les jaló las cobijas y les aventó un cubetazo de agua. Los dos durmientes pegaron un brinco.

—Ora, jijos del mais…—rugió Bonifacio—… A ver si así se levantan y le van apurando porque nos vamos para México.

Bonifacio salió de la tienda dejando empapados a su par de subordinados. Hacía un frío terrible y el viento soplaba con tal fuerza que las paredes de la tienda se agitaban como si fuesen de papel. Tiritando, Velasco se incorporó y como pudo se empezó a vestir. Fue entonces que cayó en la cuenta de lo que había dicho el gordo: «Nos vamos para México». Feliciano pensó que eso significaba una de dos cosas: la primera que ésta era otra de las locuras de Villa, o bien, el triunfo definitivo de la Revolución. De hecho si Villa tomaba la ciudad de México, por locura o no, es que ya no le faltaba tomar plaza alguna. La rendición de la capital a las dos fuerzas revolucionarias más poderosas y populares, a saber, los villistas y los zapatistas, representaba para ambos contingentes la consecución del poder político y la dominación del país. Unidas ambas facciones presentarían un frente común casi imbatible. Y ahora ¿qué va a pasar?, se preguntó.

Terminó de vestirse. La luna iluminaba tenuemente el campamento y se podía vislumbrar entre las penumbras un agitado ir y venir. Todo el mundo corría. Los soldados levantaban las tiendas y acomodaban los haberes de sus jefes. Las mujeres, presurosas, calentaban un poco de café y freían gorditas. El general Villa, a caballo, recorría el lugar dando órdenes con voz atronadora. El general Ángeles vigilaba quisquilloso, hasta el último detalle, el traslado de la artillería. Rodolfo Fierro, recargado en un furgón, todavía embarrado en él el aroma de una mujer y fresco el tufo del alcohol, simplemente se recortaba las uñas. El cabo Velasco y el soldado Álvarez empacaron rápidamente su tienda. Entre los dos desarmaron la guillotina, la engrasaron y la subieron a un vagón de carga, junto a una tonelada de sacos de frijol, veinte cabras y un chino despistado.

Los convoys empezaron a partir uno a uno. Las locomotoras resoplaban vibrantes: tuuuut… tuuuut… tuuut. Velasco se acomodó en donde pudo y terminó acostado encima de una cabra. El aire helado de la noche le golpeaba el rostro, pero se sentía feliz (de no haber sido por la presencia del chino se hubiese sentido aún más contento).

Su felicidad se debía a que, después de largos años de ausencia, podía por fin regresar a su terruño querido, a su ciudad del alma. Podría volver a visitar a sus amigos. Buscar a su primo Rigoberto. Visitar la tumba de sus padres. Oír misa en Catedral. La ciudad de México no sólo le iba a servir como un ejercicio de nostalgia sino que también le representaba la posibilidad de huir de las garras de Villa. La capital era tan grande y él la conocía tan bien que no le costaría ningún trabajo escapar. Tan pronto como pudiera se largaría a Europa, donde construiría más guillotinas y las vendería por todo el mundo. Montaría su fábrica: «Guillotinas Velasco y Borbolla de la Fuente» y su nombre y su fama recorrerían el planeta entero. Al fin se iba a librar de ese ejército de salvajes.

No eran menos de veinte mil los hombres que decidió trasladar Villa a la capital. Eso provocó que tuviese que movilizar todos los trenes que estaban al servicio de la División del Norte y que eran cerca de dieciocho. Obviamente tal movilización hizo que el viaje fuera lento y pesado, pero a Feliciano no le importó en lo absoluto. Era tal su entusiasmo que estuvo platicando largas horas con el chino, que no hablaba ni jota de español.

El tren en el que venía Velasco fue el último en arribar a la capital. Llegó al filo del mediodía. A lo largo del andén se había formado una hilera interminable de partidarios de Villa que vitoreaban a los recién llegados y quienes, para corresponder al saludo, soltaban balazos al aire.

Era un día fresco y nublado. Amenazaba con llover. Pero en la estación de Tacuba el clima no preocupaba a nadie. Se escuchaba música por todos los rincones. Había bailes, peleas de gallos, mujeres, pocas las bonitas, muy baratas la mayoría.

Velasco descendió del tren y aspiró con fuerza esperando así reencontrar olores familiares (lo único que llegó a su nariz fue la fragancia fermentada del pulque, que corría a borbotones). A lo lejos divisó las edificaciones del centro de la capital enmarcadas por el espectáculo de los dos volcanes. Feliciano emitió un prolongado grito de alegría y abrazó repetidas veces al chino, que sólo atinaba a menear la cabeza de arriba abajo. Los compañeros de armas interpretaron en el gesto de Velasco un verdadero fervor revolucionario y se pusieron a gritar también y a abrazar al chino. Hubo incluso quienes hasta lo besaron.

Ahí en Tacuba, Velasco respiraba también el ambiente de su probable libertad.

Velasco supervisó que el descenso de la guillotina se realizara con sumo cuidado. No quería que el instrumento se fuera a raspar más de lo que ya estaba. Entre el chino y Álvarez descargaron una por una las piezas. De pronto llegó un grupo de soldados y solícitos se pusieron a ayudarles. Con varias manos más la labor se hizo en forma rápida. Quedó lista la máquina y al terminar, uno de los dorados de Villa, ni más ni menos que el temible Chino Banda, se presentó ante Feliciano y le informó que el general Villa deseaba verlo urgentemente.

Fue Feliciano hasta el carro de ferrocarril que servía como habitación y despacho del general Villa. A raíz del atentado en Aguascalientes el vagón estaba fuertemente vigilado y no se permitía el acceso sin permiso a menos de cien metros del mismo. El capitán Julio Belmonte, ahora uno de los dorados de la División del Norte y jefe de seguridad personal del Centauro norteño, era el encargado de ejecutar las severas medidas de protección y sólo a través de él se podían reportar las personas que deseaban entrevistarse con el general.

El cabo Velasco se dirigió a Belmonte, muy a su pesar, porque no soportaba la idea de tenerle que rendir cuentas a su ex empleadillo (y porque tampoco le perdonaba que le hubiese bajado a la periodista gringa).

—Julio—le dijo Velasco a Belmonte—vengo a ver al general, me dijeron que me anda buscando… ¿no le avisas que ya llegué?

El capitán Belmonte lo miró con desprecio.

—En primer lugar, gusano de mierda, nadie te ha autorizado a hablarme de tú. En segundo lugar, cada vez que un cabo se presenta frente a un capitán tiene la obligación de cuadrarse y, en tercera, si vuelves a repetir tu actitud insolente, insubordinada y antirrevolucionaria, te formo consejo de guerra y te mando fusilar. Por último, quiero que sepas que no soy tu mandadero.

A Feliciano se le retorcieron las tripas. Quién sabe qué obsesivos humores tenía Belmonte para actuar tan déspota. Velasco pensaba que por ningún motivo un rango militar podía sobrepasar las claras diferencias sociales entre ambos y que el hacerlo era una verdadera grosería. Él era un aristócrata, un hombre educado y refinado. Belmonte no era más que un pelagatos insulso y lépero, además de malagradecido. Pero se tuvo que aguantar y recibir con la cabeza gacha toda la carretada de improperios que le lanzaba su ex ayudante. Villa no soportaba la indisciplina entre sus tropas y mucho menos las insubordinaciones. Al que no se ajustara a sus reglas lo pasaba de inmediato por las armas.

—Perdón capitán… no se volverá a repetir—dijo Velasco al momento de cuadrarse y continuó—. ¿Sería usted tan atento de informar al general Francisco Villa que he venido expresamente a cumplir con su solicitud?

—Así está mejor gusanito. Espérate mientras se le pide su autorización a mi general.

Belmonte mandó a uno de sus achichincles a dar aviso a Villa y regresó al minuto.

—El general Villa autoriza—manifestó el auxiliar.

—Pásale Gus.

Entró Feliciano al vagón de Villa y se sorprendió del gran lujo en el que vivía el jefe militar. Las paredes estaban recubiertas de terciopelo rojo, casi grana. Del centro colgaba un elegante candil francés que vestía la habitación de destellos azulosos. Los muebles, estilo Luis XVI, estaban laminados en oro. La alfombra, de lana, también de color rojo, era suave y mullida. En las paredes colgaban fotografías de Villa: Villa a caballo, Villa en Torreón, Villa al frente de su ejército, Villa al lado de Francisco I. Madero, Villa disparando. Sobre una mesa descansaban unas copas de cristal cortado y una botella de fino cognac. El general Villa se encontraba apoltronado en un gigantesco sillón, rodeado de Felipe Ángeles, Rodolfo Fierro, Santiago Rojas y Toribio Ortega, sus hombres de más confianza. Todos ellos discutían animadamente acerca de la condesa Tomasa de Lumpedinisi, aristócrata italiana casada con un diplomático, a la cual había fusilado el coronel Rojas al confundirla con una de sus tantas esposas.

—¿Y ahora qué vamos a hacer?—preguntaba preocupado el general Ángeles al resto del grupo—. El gobierno de Italia nos reclama y nos amenaza con tomar serias represalias.

El general Fierro, que se encontraba desparramado sobre su silla, alzó lentamente la cabeza.

—Pos que vayan mucho a chingar a su madre.

—No es tan fácil Rodolfo—intervino Toribio Ortega—. Esto nos puede llevar a la guerra con Italia, puede significar una invasión a México.

—Ahhh sí—dijo Fierro displicente—. Pos entonces que vayan y chinguen dos veces a su madre.

—En la que nos fuiste a meter Santiago Rojas—replicó el general Ángeles.

—Es que la condesa se parecía tanto a la mujer que tengo en Parral—contestó Rojas—y como yo ya estaba medio medio.

—Te he dicho mil veces que no me gusta que mis hombres anden de borrachos—rugió Villa—… ya viste la patota que fuiste a meter—al terminar la frase el general Villa descubrió la figura de Velasco, que inmóvil y mudo se había quedado en la puerta sin atreverse a entrar.

—Pásele hombre—le gritó Villa.

Velasco dio un paso adelante, indeciso.

—Con confianza—reiteró Villa.

Velasco se introdujo tímidamente en la habitación.

—Con su permiso—dijo.

Con una indicación de su mano Villa lo invitó a unirse al grupo.

—Siéntese aquí—le dijo y ofreció una silla contigua a la de él.

—No quisiera interrumpirlos mi general…

—No interrumpe nada, ya casi terminamos, pérese nomás.

Velasco se sentó. Los hombres continuaron comentando el caso de la condesa Lumpedinisi. Al cabo de unos minutos llegaron a una resolución: tomarían el camino de Fierro: mandarían a chingar a su madre a los italianos y por partida doble.

Una vez que terminaron los hombres se despidieron afectuosamente de su líder. Quedaron solos Villa y Feliciano.

A Velasco le incomodaba estar frente al guerrillero. No se sentía a gusto con las maneras francas y directas del general revolucionario. Villa parecía exigir de sus hombres la palabra exacta que él esperaba y se impacientaba con aquellos que no le adivinaban el pensamiento. Estar con Villa significaba verdaderamente estar. No se podía divagar ni pensar en otra cosa: había que atender en todo lo que Villa dijera. El general no permitía distracción alguna de sus interlocutores. Por otra parte, Velasco vivía con la eterna sensación de que Villa era un enemigo potencial que podía escabechárselo en cualquier instante.

—¿Un coñaquito?—ofreció Villa.

—No gracias—contestó Velasco extrañado por la amabilidad del general con él, ya que Villa no acostumbraba tener grandes cortesías con nadie y mucho menos con subalternos de bajo rango.

—¿No toma?—inquirió Villa.

—Casi nada mi general—contestó Velasco.

Villa se alegró.

—Es usted de los míos y eso me gusta… me gustadijo alargando cada una de las sílabas de la última palabra.

El Caudillo se sirvió un vaso con agua, se lo bebió despacio y dejó resbalar su cuerpo sobre el sillón. Miró largo rato hacia el horizonte en dirección a la gran ciudad. Cavilaba. El silencio de Villa hizo que Velasco se sintiera aún más incómodo. Los ojos de Villa, que nunca se mantenían quietos, se posaron fijos en un objeto distante. La mirada inmóvil de Villa era un algo que casi nadie había atestiguado, era un secreto bien resguardado. Algún pensamiento se cruzó por la mente del general porque se empezó a reír solo, maliciosamente.

—Cabrones…—dijo.

—Cabrones ¿quiénes?—preguntó Velasco sin percatarse de que Villa hablaba para sí.

Villa tornó su mirada hacia Velasco.

—Todos—contestó.

—¿Todos?

—Bueno, no todos, hay otros que más bien son pendejos.

Villa volvió a guardar silencio por otro largo rato. De nuevo sus pupilas se concentraban en un punto más lejano que la ciudad de México, los volcanes y el mundo. Sus pensamientos volátiles parecían escapar a través de un leve temblor en los músculos al final de su mandíbula. No había poder humano que pudiese hollar o imaginar siquiera lo que corría por dentro de Villa.

Velasco, expectante, aguardaba solícito a que el general emitiera cualquier palabra o hiciera un gesto mínimo para aproximarse. Súbitamente el general se puso de pie, desarrugó su cazadora y caminó hacia un escritorio. Abrió varios cajones y después de esculcarlos sacó una carta.

—¿Qué cree usted que dice esta carta?—preguntó.

—Que usted es presidente de México.

Villa soltó una carcajada.

—No hombre pues si yo soy mucho más que presidente… No, ésta es una carta que me envía el general Zapata.

—Sí ¿y qué le dice?

—Pues el bigotón acepta que nos reunamos en Xochimilco. ¿Qué le parece?

—Que está muy bien.

—¿Y por qué está muy bien?—preguntó Villa.

Velasco no supo contestar, no sabía a ciencia cierta por qué.

—Es que creo que así se une la Revolución—contestó Feliciano.

—¿Y eso qué?—inquirió Villa.

De nuevo Velasco no supo qué contestar. Se sintió desarmado frente a Villa, que se empezó a reír.

—Qué poco sabe usted de política amiguito—le dijo—pero eso realmente no importa. ¿Sabe por qué lo mandé llamar?

—No general—contestó Velasco atemorizado.

—Pues porque le tengo una buena noticia.

—¿Cuál general?

Villa no sonreía. De nuevo, su mirada inquieta recorría de principio a fin el rostro del comerciante. Velasco esperaba de boca del general un: «porque lo voy a quitar de vivir las penas del mundo, amiguito, mañana mismo lo mando ahorcar» o algo por el estilo, pero no fue así.

—Fíjese que en esta carta Zapata me hace mención de la guillotina y me dice que muchas e ilustradas personas le han afirmado que es un aparato muy bueno para la Revolución.

—¿La guillotina?—preguntó Velasco azorado.

—Sí ¿cómo la ve?

A Velasco se le iluminaron los ojos.

—La verdad mi general y con el respeto que me merece, a todo mecate.

Feliciano se enderezó en su asiento, orgulloso. De nuevo volvía a él la expresión de mercachifle feliz. La mismita cara que Villa le había conocido en su primer encuentro.

—Es mi deseo—continuó el general—que ahora que estamos aquí en la capital se haga cargo de hacer dos o tres demostraciones. Le tengo el ojo puesto a unos carrancistas culeros que me han hecho amuinar en grande. Después quiero que me acompañe a Xochimilco a ver al bigotón, para que compruebe con sus ojos de él cómo funciona la máquina. A lo mejor le gusta tanto que es capaz de querer comprarnos una, ¿le parece?

—Por supuesto mi general.

—Quiero decirle que también me han hablado maravillas de la guillotina Eulalio Gutiérrez y Roque González. Se la han alabado los generales Ortega y Felipe Ángeles, y por ahí me enteré de que el mismísimo Carranza se muere de la envidia por tener una.

Feliciano no cabía en sí de gozo. Pese al incidente de Zacatecas, pese a todas las circunstancias adversas, su guillotina volvía al primer plano. Regresarían las ejecuciones en público, los aplausos, la admiración popular, la gloria. El tiempo le había hecho justicia.—Ya puede retirarse—dijo Villa.

Velasco se despidió estrechando con efusividad la mano del caudillo.

—Gracias, mil gracias.

Se cuadró con gusto y cuando iba a salir Villa lo llamó:

—Ahh, se me olvidaba… me dio tanto gusto saber lo de la envidia del barbas de chivo que a partir de hoy lo asciendo a coronel. Le informo también que el «Escuadrón Guillotina de Torreón» deja de pertenecer al cuerpo de cocina y se convertirá en unidad autónoma bajo mis órdenes exclusivas, está pues, al mismo rango que los dorados. Escoja los hombres que quiera para reforzar el escuadrón, calcúlele unos veinte y me manda avisar quiénes. Ahora sí, puede irse.

Velasco se quedó pensativo unos instantes.

—Gracias general, pero antes de irme quisiera hacerle unas cuantas preguntas.

—Nomás no se dilate.

—¿Desde cuándo soy coronel?

—Ahorita.

—¿Los capitanes son mis subalternos?

—Sí.

—¿Cualquier capitán? ¿El que sea?

—El que sea.

—¿Si se indisciplina un capitán ante mí le puedo formar consejo de guerra?

—Y fusilamos al hijo de la chingada, ya sabe cómo me las gasto con los jariosos.

—Es todo mi general. Gracias.

Salió el coronel Velasco del vagón. Sonreía. Se topó con Julio Belmonte.

—Julio te vengo a…

—Más respeto pinche gusano.

—Cuádrate—ordenó Velasco.

—Sí tú, cómo no, ¿algo más?

—Que te cuadres y que retires inmediatamente de tus labios el apodo agraviante de gusano que acabas de proferirme.

Belmonte lo miró con desprecio.

—Gusano tan güey, ya te ganaste un consejo de guerra.

Feliciano salió encantado de la entrevista que sostuvo con Villa, en primer lugar por la gran nueva que le había anunciado el caudillo y en segundo porque tenía de vuelta a Belmonte en sus manos (de hecho días después se le formó consejo de guerra a Belmonte, pero lo salvó de la muerte el hecho de ser uno de los dorados preferidos por Villa. Sin embargo, el general era fiel a su palabra de no permitir la indisciplina entre su tropa, por ello castigó ejemplarmente a Belmonte: lo mandó como representante del ejército revolucionario a las Islas Galápagos). Su euforia era tal que le había hecho olvidar sus intentos de huir. Se percató de ello cuando al dirigirse al lugar donde se encontraba la guillotina volvió casualmente la vista hacia la ciudad de México. Al verla recordó su anhelo por escapar. Europa, la fábrica, el gran negocio, las bellas mujeres, la fama internacional y todo aquello que ambicionaba se le vino de golpe a la mente. Se sintió mal. No sabía ahora cómo proceder. Feliciano había aborrecido a la Revolución y ahora que podía abandonar la División del Norte y huir, dudaba. No, la suya no era una traición a su esencia aristocrática, no, ni se preguntaba si debía o no ser revolucionario. El asunto iba más allá. Saborear un triunfo espectacular al lado de las filas revolucionarias lo atraía de sobremanera. Él sabía que Zapata, Villa, Obregón, Carranza y todos los demás revolucionarios eran en ese momento un grupo de salvajes belicosos en pugna por el poder. Pero ¿después? Pensó que seguramente, en su época, cada guerrero debería de parecer un troglodita destructor, pero que la Historia, ya pasada la etapa de las pasiones, terminaba por transformarlos en héroes, en prohombres idealistas llenos de virtudes y encantos. Es muy probable, pensó, que en su tiempo Hidalgo, Guerrero, Juárez y hasta el mismísimo Porfirio Díaz, hubiesen sido considerados como unos maniáticos. Entonces Feliciano imaginó el trato de la Historia a Francisco Villa. Villa era un gran triunfador de la Revolución, en unos cuantos días más iba a entrar a la Capital. Al paso de los años, ya mansas las aguas revueltas, Villa sería considerado el gran libertador de México, el caudillo del progreso y la igualdad. El Paseo de la Reforma cambiaría su nombre por el de Paseo de Francisco Villa, su estatua adornaría los principales parques, el estado de Durango se llamaría Estado de Villa. ¿Y si dentro de cincuenta años a Villa lo ponen a la altura de Napoleón o de Hidalgo o de Bolívar?—se preguntó y en su imaginación surgió una nueva interrogante—: ¿Y si Villa queda como presidente? A lo mejor soy ministro—se dijo—. De pronto, como si fuese iluminado por un conocimiento divino, Velasco advirtió que estaba ni más ni menos que frente a esa dama llamada Historia. Él, que había estudiado tanto, que había leído libros sobre las grandes batallas, que admiraba a los héroes de la Independencia, no se había percatado que se hallaba inmerso en el torrente furioso de la Historia, en la de verdad, en la que después se iba a escribir en los libros, la que se iba a discutir acaloradamente en las Universidades. Velasco se imaginó a un grupo de escolares estudiando en sus textos las aportaciones que él mismo había hecho a la Revolución: «Y fue por la decisiva participación del licenciado Feliciano Velasco y Borbolla de la Fuente, que pudo salir avante la Revolución mexicana. Mucho tiene que agradecerle la patria a tan magnífico héroe». Feliciano estaba teniendo un romance con la Historia y él ni cuenta se había dado.

Ahhh, la Historia.

Velasco colocó los argumentos sobre la balanza. Tenía que decidir. Por un lado se presentaba el porvenir en Europa. La posibilidad de hacerse inmensamente rico, de casarse con una joven mexicana, decente, porfirista y exiliada. De tener residencia en París y una casa de campo en la región de la Loire (un castillo probablemente) y de pasar sus últimos años sumergido en una burguesa placidez. Tendría la oportunidad de vender muchas guillotinas. Europa se encontraba en plena guerra y de seguro se necesitaría mucho de ellas (aparte de que el gringo le había dicho que las suyas eran mejores que las francesas). Montarían una gran fábrica, con muchos empleados serios y trabajadores (no como el inepto de Álvarez y el lépero de Belmonte), que al salir de la jornada de trabajo cantarían alegres canciones provenzales. En el otro lado de la balanza se encontraba la Historia y su enorme don de seducción. Era la oportunidad de eternizarse, de pasar a los libros como un héroe, de ser objeto de pública veneración. Podría lograr puestos políticos, relaciones y un lugar en la Historia. Buscaría a Belem por todos los rincones del país y la llevaría a su lado para compartir juntos el éxito de la Revolución.

Después de reflexionar largo rato Velasco se decidió: escogió el camino de la Revolución, que ya casi triunfante le aseguraba la fama más allá de la muerte. El hechizo de la Historia lo había atrapado.