La sensación que sobreviene cuando algo se nos pierde es una de las más fuertes a las que es sometido el ser humano y es que dicha sensación tiene un fuerte parentesco con la muerte; es, por así decirlo, su manifestación cotidiana. Claro, hay pérdidas que nos causan mayor desazón que otras, pero ésa es una cuestión de intensidad, mas no de esencia, porque en el fondo todo se reduce a unos cuantos sentimientos comunes: frustración, desaliento, desorientación, impotencia, nostalgia. Cuando perdemos un objeto valioso, una joya, un anillo, un reloj, nos da coraje, rabia, frustración; cuando se muere un ser querido, nos da tristeza, nos sentimos impotentes; cuando nos abandona una persona que amamos, nos deprimimos, nos embarga el desaliento; cuando se aleja en el tiempo una emoción, caemos presa de la nostalgia; cuando se nos extravían las ideas propias, nos sumimos en el mar de las contradicciones, nos desorientamos. No hay, sin embargo, sentimiento más trágico, en toda la extensión de la palabra, que perder el destino al cual cree uno estar destinado. Es cuando se sintetizan violentamente todas las emociones que conllevan en sí las pérdidas. No tiene esto nada que ver con haber cumplido las metas trazadas, no. Se fundamenta este hecho en la profunda convicción de que uno tiene una razón de ser que se tiene la obligación de cumplir, de sujetarse a ella, y que no hacerlo causa la impresión de naufragio.
Perder la capacidad de voluntad frente al propio destino es sumergirse en la tragedia, es someterse a las reglas de lo incidental, a la manifestación pura de la victoria de las circunstancias. Se percibe uno mismo como un títere. El perder ese «algo» llamado destino provoca una situación insoportable. Por ello, aun cuando el día cinco de diciembre de 1914 significó para Feliciano la jornada de su máxima gloria, la culminación de sus esfuerzos, el camino a la Historia, al llegar la noche se sintió desalentado, frustrado, desorientado, impotente, nostálgico. La euforia jubilosa no lo podía engañar, se lo había dicho con claridad su sueño: había perdido la cabeza—su destino—y aunque corriera cuanto quisiera detrás de ella nunca lo alcanzaría. La noche, con su silencio atroz y su oscuridad cegadora, le agudizaron la turbación que le corroía su alma y que se negaba a abandonarlo.
Amaneció. Desde temprano las tropas villistas se alistaron para el gran desfile. Junto a las huestes zapatistas recorrerían orgullosas el Paseo de la Reforma. Ya no serían más la División del Norte; ahora eran la columna vertebral del Ejército Convencionista, cuyo general en jefe era nada más y nada menos que Pancho Villa.
A las siete y media de la mañana partió el ejército con rumbo a la Ciudad de México. A su paso eran aclamados y vitoreados. Se reunieron con los sureños y a las diez iniciaron su recorrido. El desfile duró hasta las cuatro y media de la tarde. Los enemigos del Ejército Convencionista arguyeron que Villa y Zapata habían dispuesto que sus hombres desfilaran hasta tres veces, pero ello fue mentira: el contingente que marchó era tremendamente numeroso, más de cincuenta mil hombres. Con la manifestación Villa y Zapata mandaron un mensaje a sus adversarios: ellos eran la fuerza. El grupo más aplaudido fue el del «Escuadrón Guillotina de Torreón». La gente los saludaba con serpentinas y confeti. A su paso Velasco provocaba un furioso batir de palmas. A pesar de su corta estatura y su escaso cabello, Feliciano poseía esa extraña cualidad que se llama carisma. Un niño se le acercó y le entregó un dibujo infantil en donde aparecía la figura de la guillotina, enmarcada por Feliciano (bueno, un monigote pintarrajeado que arriba decía coronel Velasco) y el cura Hidalgo (ése había sido recortado de un libro escolar). Abajo una leyenda: «Próceres de la Patria». Velasco, conmovido, cargó al niño, lo besó en la frente y en gesto de agradecimiento lo montó arriba de un caballo, pero lo tuvo que bajar pronto porque el niño empezó a llorar. La madre corrió hasta su vástago berreante, lo regañó por maleducado, le dio las gracias a Velasco y salió de la línea del desfile.
Muestras de cariño como la antes relatada le fueron ampliamente manifestadas a Feliciano. Él correspondía con saludos francos y palabras entusiastas. Sin embargo, cada paso lo daba con dificultad. Le costaba sostener en su rostro la expresión alegre, cuando en su corazón se debatía una tormenta. El desfile lo torturó.
Al terminar la marcha, Villa y Zapata se dirigieron a Palacio Nacional a festejar. Al llegar a la silla presidencial Villa se sentó en ella y le ofreció gustoso a Velasco el sillón que se encontraba a su diestra, pues el de la siniestra ya lo ocupaba Zapata. Feliciano declinó amablemente y se escabulló entre los presentes, eludiendo las cámaras de cine y los fotógrafos.
Salió a la calle. En las puertas de Palacio la gente se arremolinaba tratando de entrar, de salir en la foto (que como sea era estar un poco en la Historia).
Feliciano se lanzó a deambular por el centro de la ciudad. Cada esquina, cada rincón, le evocaba algo, le traía recuerdos y lo remitía inevitablemente a su destino perdido.
Los días siguientes los dedicó Villa a diversas ceremonias públicas, entre ellas las de nombrar a la calle de Plateros como la calle Francisco I. Madero. Pronunció un discurso ante la tumba del mismo Madero en el panteón Francés y al terminar rompió en llanto. Asimismo aprovechó la ocasión para enamorar a todo tipo de mujeres, dar banquetes en lujosos restaurantes y gozar de la vida. Sus hombres imitaron su ejemplo e hicieron de cada día una fiesta.
Los únicos que siguieron trabajando concienzudamente fueron los miembros del «Escuadrón Guillotina de Torreón», en particular su jefe militar, el coronel Velasco. Feliciano, ante el compromiso adquirido con el general Zapata, trabajaba día y noche. Trazaba planos, conseguía materiales, hablaba con los distribuidores, solicitaba la importación de las mercancías necesarias para realizar el proyecto. En los Almacenes Martínez le informaron que las poleas holandesas, indispensables para el buen funcionamiento de la guillotina, ya se habían agotado y que no existía ni una en todo el país; sin embargo pusieron a Velasco en contacto con un comerciante, dueño de una casa distribuidora de productos europeos que tenía su sede en la población de Columbus, Nuevo México, y que se llamaba Rabel Bross Hardware Store. El comerciante, un judío de apellido Rabel, se encontraba por casualidad en la ciudad de México y se entrevistó con Velasco. Le prometió conseguirle lo que buscaba, a muy alto precio y con una condición: se tenían que pagar las poleas por adelantado. Feliciano accedió: el tiempo apremiaba y era difícil conseguir ese material en México. Pagó la cantidad requerida a Rabel y avisó al general Villa del gasto efectuado.
Poco a poco fue Feliciano reuniendo los materiales requeridos. Pensó en nuevos diseños, más elaborados y elegantes. En la madera de nogal que servía como montantes, mandó labrar diversos motivos revolucionarios. El cordón lo tiñó de rojo. En el travesaño colocó jarrones fijos con flores de seda. La cuchilla la mandó a pavonar.
El capitán Álvarez, entusiasta, laboraba gustoso. Daba órdenes precisas de cómo forjar el hierro, de cómo sacar mejor partido en la afilada de las láminas, de cómo limar las asperezas de las guías.
Las guillotinas fabricadas por Velasco, a pesar de su simplicidad, tenían un secreto, mismo que Feliciano no se lo iba a confesar jamás a nadie. La eficacia de las guillotinas por él construidas radicaba en la colocación en ángulo de noventa grados de la polea con respecto al travesaño, pero para lograrlo se necesitaba colocar estratégicamente una serie de tornillos transversales con una distancia exacta de 2,2 centímetros entre ellos. Asimismo, las guías colocadas en los montantes no deberían exceder los seis centímetros de ancho y deberían estar sujetas por clavos de diámetro no mayor de tres milímetros.
Al diseñar sus planos Velasco omitía presentar estos datos y los disfrazaba con números falsos, en clave. Sólo una mente genial, igual a la de él, podría, prescindiendo de estos datos, construir una guillotina de semejante perfección.
El diez de diciembre Villa partió de la ciudad de México con el fin de cumplir con otros menesteres. Dejó a parte de su ejército para defender la capital de posibles ataques carrancistas. Entre los que se quedaron se encontraban Feliciano y su escuadrón. Velasco consideraba que en la gran ciudad podría encontrar más fácilmente los materiales para cumplir con su encargo.
El escuadrón siguió posesionado de los tres carros de ferrocarril que les había asignado Villa. Velasco ordenó que se les dejara estacionados en Tacuba, pues él ya se había acostumbrado a ese lugar. La guillotina la habían colocado enfrente de su habitación y la custodiaban día y noche los hermanos Trujillo, que se turnaban las guardias. Así, a la guillotina se la cuidaba de posibles atentados, como el que sufrió en Zacatecas (aún quedaba en la base, a pesar de los esfuerzos por borrarla, la leyenda «Pedro ama a Letisia»).
Feliciano intentaba más que nunca no volver a soñar. Incluso le había ordenado al soldado Pablo Gutiérrez que lo despertara cada hora. Gutiérrez ignoraba las razones de su jefe, pero se la pasaba en vela, vigilante, sentado junto a Feliciano y despabilándolo puntualmente.
Una noche, la del día trece de diciembre de 1914 para ser exactos, el cansancio derrotó a don Pablo y se quedó súpito en su silla. Eso provocó que Feliciano durmiera más de dos horas seguidas, suficientes para volver a soñar. Soñó de nuevo al anciano sentado en la piedra y cómo su cabeza decapitada rodaba lejos de su alcance. Soñó también con la guillotina, la imaginó derritiéndose lentamente, como si fuese de cera. Abajo miles de ratas enardecidas mordisqueaban las sobras. La pesadilla hizo que Velasco se levantara sobresaltado. Goterones de sudor perlaban su frente y un sabor acre le carcomía el paladar. En la oscuridad divisó a su subordinado completamente dormido. Su primer impulso fue despertarlo a gritos, pero un algo dentro de él lo detuvo. Se deslizó con suavidad en la cama. Se calzó silenciosamente las botas, se puso encima la cazadora y de puntillas, para no despertar a don Pablo, salió del vagón. Los tres Trujillo, que en ese momento custodiaban la guillotina, se cuadraron de inmediato.
—A sus órdenes mi coronel—dijo el mayor.
Velasco no les hizo caso. Contempló rato largo su invento, el cual lo bañaba la luz tenue de la luna. No podía evitar maravillarse cada vez que lo miraba. Era su creación, su logro insuperable. Se dirigió al menor de los Trujillo.
—Soldado hágame el favor de traer un bote con petróleo y unos cerillos.
—En seguidita jefe.
Una vez que el soldado hubo traído lo que le requirió Velasco, éste le ordenó al trío de guardianes que se retiraran: él personalmente se haría cargo de la custodia de la guillotina.
Incrédulos se retiraron los Trujillo. Feliciano se quedó inmóvil, pensativo. Sobre su cabeza soplaba un vientecillo helado. Alzó el cuello de la cazadora para protegerse la nuca del frío. Recordó varias imágenes de su actuación revolucionaria: su llegada al campamento villista en Torreón, la carga de caballería en Saltillo, el incidente en Zacatecas, la noche de pasión y fuego con Belem, su adorada amante que desapareció para siempre entre los mezquites del chaparral. Por un instante sintió Velasco que en su mano zozobraban de nuevo las carnes de la hermosa morena. Suspiró hondo. Alejó de sus pensamientos los recuerdos. Volvió lentamente los ojos hacia la guillotina y la miró con tristeza. Había tomado una decisión que en cierta manera lo iba a reconciliar con su destino. Levantó su cara al cielo.
—Al fin—murmuró.
Caminó hacia la guillotina y con amoroso cuidado la empezó a impregnar con petróleo, como si estuviera untando de aceite el cuerpo de una mujer. Encendió un fósforo y lo acercó. Las llamas se expandieron vertiginosas y en un instante cubrieron por completo el aparato. La madera empezó a arder con furia. El cordón se extinguió rápidamente. Las lenguas de fuego se alzaron impetuosas contra la noche plateada de luna, tiñendo de naranja el telón de la oscuridad.
Pedazo a pedazo se fue desmoronando la estructura. El travesaño se desplomó carbonizado, arrastrando consigo la cuchilla. Las vigas se transformaron en brasas. Los sueños terminaron en cenizas.
Feliciano, impávido, sin emoción alguna en el rostro, observó la destrucción de su obra. El fuego lo devoró todo dejando en el suelo un montón de fierros humeantes. Feliciano se acercó a comprobar la consumación de su acto. Se plantó entre los restos, removió con su bota las brasas. Ya no encontró nada. Dio media vuelta y empezó a caminar con paso vivo hacia la salida. Ni una sola vez volteó su mirada hacia atrás. En los límites del campamento un centinela lo detuvo.
—¿Quién vive?
—El coronel Velasco—contestó Feliciano.
El centinela se cuadró y Feliciano siguió de largo, desvaneciéndose entre las sombras.
Nadie supo más de él.
La noticia de la deserción de Velasco hizo enfurecer a Villa. Desde Guadalajara, donde se encontraba, mandó órdenes de que lo supliera el capitán Álvarez, nombrándolo coronel y jefe del escuadrón. Pedía que se cumpliera el encargo de Zapata y que hicieran dos guillotinas más para él.
Álvarez mandó llamar a reconocidos ingenieros para que lo ayudaran. Entre todos revisaron los planos diseñados por Velasco. Ninguno coincidía en la realidad con los datos proporcionados. Las medidas no ajustaban, la cuchilla no tenía libre juego y se trababa. Las poleas que había prometido el judío Rabel, nunca llegaron (lo que ocasionó severas molestias al general Villa que fue a Columbus a cobrárselas por su cuenta) y hubo necesidad de usar poleas japonesas, aparentemente de mejor calidad. No funcionaron. A pesar de estar bien engrasadas y aceitadas no corrían con suavidad, o se les enredaba el cordón. En ocasiones la cuchilla caía con fuerza, pero se detenía justo en donde debía trozar el pescuezo. Mandaron llamar a especialistas americanos: ninguno pudo hacer nada. Llegó un experto francés, pero la guillotina que construyó parecía un remedo de la de Velasco y no sirvió: a veces cortaba y a veces no.
Los ingenieros y los especialistas se lamentaron de que no existiese más el modelo original para poder copiarlo, incluso analizaron las cenizas en busca de datos, pero fue inútil. Álvarez se daba de topes por no haber puesto más atención a los detalles que tanto cuidaba Velasco a la hora de construir la guillotina. Pasaron los días y Álvarez envió un telegrama a Villa:
General Francisco Villa, Chihuahua, Chih. Domicilio conocido. Estimado general: imposible cumplir encargo, llevóse coronel Velasco datos necesarios para construir guillotina. Espero órdenes.
Coronel Juan Álvarez México, D. F., a diez de enero de 1915.