Entonces
Ojos que brillan
Cuando Hitler llegó al poder, Walter Zander comprendió que debía irse de Alemania. Era un hombre inteligente y percibió que las cosas podían complicarse para los judíos. Por eso, en el otoño de 1937, junto a su mujer y sus tres hijos, partió rumbo a Inglaterra. Una vez allí, con un amigo, Erich, establecieron una pequeña empresa. Se conocían de jóvenes; ambos tocaban en un cuarteto de música desde que eran estudiantes.
Walter invirtió en la empresa todos los ahorros que había podido sacar de Alemania, y el negocio dio sus frutos rápidamente. Sin embargo, en el momento en que empezaba a crecer, comenzó la guerra.
Tanto Walter como Erich eran judíos, pero también eran alemanes, razón por la cual el gobierno inglés confiscó sus propiedades, los trató como «extranjeros enemigos» y, ante la duda, los encerró en un internado.
Para ese entonces, la familia Zander tenía cuatro hijos: Michael, Lucas, Angélica y Benjamin, el único nacido en Inglaterra. Con el padre detenido, la madre tuvo que hacerse cargo de la situación durante los diez meses que duró el cautiverio. Casi no tenía ingresos, pero tenía amigos, y ellos salieron en su ayuda.
Intuyo la sensación de injusticia y el dolor de aquellos hombres que, tras huir del nazismo, se encontraban encerrados sin haber cometido ningún crimen, sólo por causa de su nacionalidad. Eran tratados como espías y, además, cargaban con la incertidumbre de no saber qué sería de sus familias. Pero Walter no permitiría que la situación lo convirtiera en quien no quería ser. Se transformó en una voz de aliento para quienes compartían su encierro e intentó brindarles contención espiritual. Al tiempo se comprobó su inocencia y pudo retomar su vida como un hombre libre.
Aunque su profesión era la abogacía, Walter amaba la música. Por eso, cada día, al volver del trabajo, se sentaba al piano y disfrutaba de su verdadera pasión. Ben, su hijo más pequeño, lo observaba extasiado. Se detenía en cada uno de sus gestos, en su mirada, sus manos, su cuerpo, y comprendía que, en ese momento, el hombre era feliz. Así, capturado por la emoción que percibía en su padre, quiso sentir en carne propia aquellas sensaciones. No sabía bien cuáles eran, pero intuía que la música trataba sobre el amor, sobre la expresión, sobre la libertad y sobre la alegría.
Al tiempo, Ben comenzó a tocar el violonchelo, y a los nueve años, ya componía. Su pasión era tan grande que, aunque esas composiciones fueran todavía un poco torpes, su madre decidió enviarlas a un concurso que se realizaba en el pequeño pueblo en que vivían. Al recibirlas, el juez le respondió que esas composiciones no tenían ningún valor y que debía quitarle a su hijo la idea de que podría llegar a ser un gran músico. A pesar de eso, la mujer redobló la apuesta y envió las partituras a uno de los compositores más importantes del mundo: Benjamin Britten. Cuatro días después, sonó el teléfono en la casa de la familia Zander. Al atender, Ben no podía creerlo, y sólo atinó a gritar.
—¡Mamá… es Benjamin Britten!
Con el corazón acelerado, la mujer tomó el teléfono. El maestro le dijo que las composiciones de su hijo eran buenas, que había que entender que sólo tenía nueve años, y los invitó a pasar el verano en Aldebugh, una ciudad cercana a la costa. Allí podrían disfrutar del mar y, mientras tanto, él le daría clases al chico para ver qué ocurría. Así, durante tres veranos, la familia Zander se trasladó al lugar y Ben tuvo como profesor al gran Benjamin Britten.
Fue una etapa inolvidable para el chico. Su familia confió en él, creyó en su sueño y tomó la decisión de apostar por su pasión. De esa experiencia, Ben se guardó una idea que lo acompañaría para siempre: hay momentos en la vida en que alguien tiene que decidir, y se debe valorar la capacidad de elección, porque puede cambiar un destino. Por eso, a los quince años, decidió abandonar el colegio e ir a estudiar violonchelo a Florencia, Italia, con Gaspar Cassadó, uno de los mejores cellistas del mundo. Según sus propias palabras: «Estaba haciendo algo muy raro porque la mayoría de la gente va al colegio, luego a la universidad, después se gradúan, después consiguen un trabajo y después mueren. Suele ser el camino». Pero no era el camino que él quería.
Años después, una beca lo llevó a vivir a los Estados Unidos de Norteamérica y, en 1965, se estableció en Boston y comenzó su aventura como director de orquesta. Trece años más tarde fundaría la Orquesta Filarmónica de Boston.
Hoy Benjamin Zander recorre el mundo dando conferencias de música y motivación, aunque jamás ha dejado de ser profesor. Sabe que un maestro puede cambiar la vida de alguien, que ahora él puede ser el Benjamin Britten de algún chico con sueños de grandeza y ha comprendido que, para lograrlo, debe esforzarse, no tanto en transmitirles información, sino en despertar su pasión para que surja el potencial que los habita.
Tiene la misma actitud cuando se para frente a una orquesta. Es consciente de que un director no emite ningún sonido, que su única misión es apasionar a los músicos. ¿Y cómo puede saber si lo está logrando? Porque los mira. Mira sus ojos y, si esos ojos tienen brillo, sabe que lo ha conseguido. En cambio, si ese brillo no aparece, se pregunta: ¿quién estoy siendo que los ojos de mis músicos no brillan? Y nos propone que hagamos esa pregunta ante cada persona que amamos: ¿quiénes estamos siendo cuando los ojos de nuestros hijos no brillan?
Benjamin Zander tuvo una pasión desde chico, y dejó que esa pasión lo guiara hasta el final. No había certezas. No tenía posibilidad de saber si conseguiría o no llegar a la meta. Pero en el camino llegó a su propia definición acerca del éxito: «Es muy simple. No se trata de riqueza, fama y poder. Se trata de cuántos ojos brillantes hay a mi alrededor», dijo.
Pienso que la esa frase de Zander no define el éxito, sino algo más importante. Quizá de eso se trate la felicidad: de cuántos ojos brillen a nuestro alrededor.
El fracaso tan temido
Nos toca habitar un tiempo difícil. Una época que, como dijimos, invita a confundir el mérito con el éxito. Y lo más perverso es que ese éxito ni siquiera tiene que ver con nuestros deseos, sino con logros que los demás esperan de nosotros.
Cuando de chico comentaba mi anhelo de ser músico, muchos me decían: «Pero algo vas a tener que estudiar». Ninguna de esas personas tenía idea del esfuerzo que implica ejecutar bien un instrumento, o componer una sonata. Sin embargo, me incitaban a que estudiara una carrera que me asegurara un bienestar que me hiciera más feliz, porque confundían felicidad con conveniencia. Ya hemos señalado que, en general, las cosas importantes de la vida no son convenientes, son riesgosas. Por eso, la felicidad no es un estado cómodo, y requiere de esfuerzo e inteligencia.
La búsqueda permanente del éxito conduce a la frustración. Nadie lo puede todo, ni siquiera las personas que creemos más exitosas. Siempre habrá una distancia entre lo que queremos alcanzar y lo que finalmente alcanzamos, entre el placer deseado y el placer obtenido. Y esa distancia que nos mantiene deseantes, es probable que, muchas veces, nos haga sentir frustrados, incluso aunque hayamos conseguido mucho de lo que anhelábamos. Por eso, debemos aprender a convivir con una cuota de insatisfacción.
La falta y el deseo van de la mano de la misma forma que el deseo y la frustración. El dramaturgo irlandés Bernard Shaw dijo que había dos catástrofes en la existencia: «La primera, cuando nuestros deseos no son satisfechos; la segunda, cuando lo son». ¿Por qué es una catástrofe cuando nuestros deseos se satisfacen? Porque comprobamos que esa satisfacción no ha llenado el vacío, que el logro alcanzado no trajo la saciedad.
Es cierto que algunas situaciones —como el enamoramiento o el embarazo— pueden generar una ilusión de completud; pero —como dijo Freud— el porvenir de toda ilusión es la desilusión. Bien lo saben las mujeres que han estado embarazadas y todos aquellos que alguna vez se enamoraron.
Toda persona tiene que desarrollar un cierto nivel de tolerancia a la frustración, algo que debe aprenderse en la infancia. Es un proceso difícil, pero imprescindible.
A algunos padres o madres les parece un horror que sus hijos o hijas se frustren. Por eso, cuando al chico le ocurre algo banal, corren a auxiliarlo. Con esa actitud lo están privando de aprender algo importante. Si no desarrolla la capacidad de aceptar la frustración, no tendrá herramientas psicológicas para enfrentar las dificultades de la vida. Se angustiará, se pondrá agresivo, o tendrá actitudes que le harán daño a él o a los demás.
Un mínimo de dificultad es deseable para forjar el carácter. Suscribo el pensamiento de Freud: «He sido un hombre afortunado. En la vida nada me ha sido fácil».
Por supuesto, no se trata de frustrarlos todo el tiempo, porque no hay psiquis que lo resista. Si procedemos de ese modo, no los dejaremos construir confianza en sí mismo y, ante la creencia de que todo les saldrá mal, no harán nada.
Tampoco se trata de no frustrarlos nunca. Si hiciéramos eso, crecerían pensando que lo pueden todo, y ante el primer traspié se angustiarán y abandonarán la batalla.
En el transcurso de una sesión, un paciente me comentó que dejaba que su hijo le ganara a todos los juegos. Le dije que esa actitud podría ser peligrosa.
—Es que si pierde se enoja.
—Que se enoje —fue mi respuesta.
Le expliqué que era preferible que se enojara ahora y no que, más adelante, fuera por la vida sin armas para enfrentar la frustración. Porque, de esa manera, es muy difícil ser feliz.
Borges rescata una frase significativa de los Evangelios apócrifos: «Felices los valientes, los que aceptan con ánimo parejo la derrota o las palmas».
Entre el goce y el reconocimiento
Se cuenta que, cierta vez, Zeus escuchó dos profecías. Una vaticinaba que él sería destronado por uno de sus hijos. La otra, que la ninfa Tetis, su amante, daría a luz un bebé que sería superior a su padre. Tal vez por esto, Zeus ordenó a Tetis que se casara con un mortal: el rey Peleo.
Todos los dioses fueron invitados a la boda, menos Éride, la personificación de la discordia. ¿Quién invitaría a «la discordia» a su casamiento?
Sin embargo, Eride se presentó de improviso en la fiesta y depositó sobre la mesa una manzana dorada que llevaba una inscripción: «Kallisti», es decir, para la más hermosa.
Tanto Hera, como Afrodita y Atenea reclamaron la manzana. Las tres diosas se consideraban la más bella de la noche. La decisión de Zeus fue que el asunto se resolviera con el arbitrio de Paris, príncipe de Troya.
En las sombras, Atenea se acerca a Paris.
—Príncipe Paris, vengo a ofrecerte un trato. Si fallas a mi favor, haré de ti un guerrero diestro y sabio. Piénsalo.
La diosa se retira sin percibir que una sombra se desliza tras ella. Es Hera, quien se dirige a Paris con voz segura.
—Paris. Pesa sobre ti una maldición. El oráculo ha dicho que serás el causante de la caída de tu reino. Por eso el rey Príamo, tu padre, te crio como un simple pastor. Yo puedo cambiar eso. Si tu voto me favorece, te daré el poder de gobernar sobre toda Asia.
El príncipe no sale de su asombro. De pronto una tercera figura se presenta frente a él: Afrodita. Con tono sensual le susurra:
—¡Ay, Paris! Sólo tienes que nombrarme ganadora del concurso y te daré algo que nadie podrá igualar.
—¿Qué?
—El amor de la mujer más bella del mundo.
Paris fija su mirada en los ojos de la diosa del amor, quien sonríe complacida.
Al rato, el joven sale y da su veredicto.
Afrodita se queda con la manzana. Hera y Atenea, miran a Paris con odio. El drama comienza a gestarse.
De su unión con Peleo, Tetis dio a luz a un pequeño al que llamaron Aquiles. Estaba feliz con su hijo, hasta que una profecía auguró que Aquiles moriría joven en Troya. Para intentar protegerlo de su destino, la madre sumergió al niño en la laguna Estigia, sabiendo que el contacto con aquellas aguas mágicas lo harían invulnerable. Pero no percibió que, al sostenerlo por el talón para mojarlo, evitó que esa parte del cuerpo tomara contacto con el agua.
Tiempo después, el príncipe Paris fue enviado a Esparta a cumplir una misión diplomática, y quedó embelesado con Helena, hija de Zeus y esposa de Menelao, rey del lugar. Entonces, demandó a Afrodita que cumpliera su palabra, entregarle la mujer más bella del mundo. Con ayuda de la diosa, sedujo a la hermosa Helena y la llevó con él a Troya.
Mil barcos partieron hacia Troya para rescatarla. El secuestro de Helena había desencadenado la guerra más famosa de la historia.
A pesar de la enorme flota, se había predicho que Troya no caería a menos que Aquiles participara de esa guerra.
Tetis, que recordaba la advertencia de que su hijo moriría allí, intentó convencerlo.
—Aquiles —le dijo—. Si vas a Troya tu fama será inmensa, pero tu vida muy breve. En cambio, si te quedas, vivirás muchos años, aunque sin gloria.
Según Homero, Aquiles no vaciló. Optó por la vida corta y gloriosa. Las cartas estaban echadas y el destino se cumpliría de modo implacable. En medio del combate, la mano del dios Apolo guiaría la flecha arrojada por Paris hacia el único punto vulnerable de Aquiles, su talón, causando así su muerte. Tras diez años de batalla, Troya sería derrotada.
En un fragmento de «Los cuatro ciclos», Borges escribe:
Cuatro son las historias, una, la más antigua, es la de una fuerte ciudad que cercan y defienden hombres valientes. Los defensores saben que la ciudad será entregada al hierro y al fuego y que su batalla es inútil; el más famoso de los agresores, Aquiles, sabe que su destino es morir antes de la victoria.
Resulta maravilloso que la lucha del héroe y de la ciudad estén, ambas, condenadas al fracaso desde el inicio. Un fracaso heroico. Un fracaso pasional. Ciudad y héroe, dos derrotados. Quizá no importe. José Saramago sostuvo: «La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva».
Al recordar los versos de la Ilíada, me pregunto qué llevó a Aquiles a elegir una vida breve pero gloriosa en lugar de una vida larga y cómoda, aunque intrascendente. ¿La pasión por la gloria, el ansia del laurel, la búsqueda de la inmortalidad del recuerdo, o fue la pulsión de muerte, esa fuerza irrefrenable del goce, quien lo empujó a optar por el peor de los destinos?
Victoria y derrota, éxito y fracaso, placer y frustración, batallas ganadas y perdidas. Momentos inevitables en el discurrir de toda vida.
Algo más acerca de la felicidad
La felicidad es una vivencia particular donde pareciera que el tiempo se detiene en un instante único y eterno. Una vivencia difícil de lograr cuya búsqueda cesa con la vida misma. Apuesto a una felicidad exigente, pasional. Miro con respeto a quienes salen a la calle a celebrar un triunfo deportivo. Un respeto no exento de incredulidad. Me cuesta comprender cómo alguien puede ser tan feliz por un logro con el que tuvo tan poco que ver. Es lícito alegrarse por la epopeya ajena, pero la felicidad es otra cosa. Debe estar humedecida por nuestro sudor y coloreada por nuestra sangre.
Se es feliz cuando la persona amada dice «te amo», cuando se obtiene un título que costó años de esfuerzo, cuando se encuentra trabajo después de una larga búsqueda. No importa qué, pero la felicidad debe tener que ver con nosotros. Las otras son dichas pasajeras, deleites insignificantes.
Borges sostuvo que la pobreza de un pueblo no se mide tanto por el tamaño de sus tragedias como por la pequeñez de sus alegrías. Una idea que podemos trasladar a cada uno de nosotros.
Vivimos en una sociedad que nos exige entregar siempre algo más y, al mismo tiempo, nos alienta a tener sueños de vuelo bajo y conformarnos con lo poco que podamos alcanzar. Hay personas a quienes la injusticia ha condenado a proyectos cuya única satisfacción es el alivio de una necesidad. Esto no habla mal de esas personas. Cuando alguien logra construir un baño para su casa tienen derecho a alegrarse por el fruto de su esfuerzo. Sin embargo, ese tipo de alegrías hablan mal de las sociedades que no permiten más que anhelos ligados a la subsistencia.
No conviene conformarse y detener los sueños, tampoco es sano ser inconformista. Otra vez los griegos: nada en demasía.
Así como el deseo, la felicidad se desplaza, y cuanta más expectativa se ponga sobre algo, más grande será la desilusión. Siempre habrá una diferencia entre lo buscado y lo que se obtiene. Alguien dice: «el día en que me reciba seré feliz». Se esfuerza por lograr ese anhelo, y el día que se recibe sale a la calle, camina, mira el mundo y se pregunta: «¿Y ahora qué?».
El abismo.
Eso que pensaba que podría completarlo no ha llenado el vacío. Nada lo hará. Es la aventura humana: vivir en falta, e intentar ser feliz a pesar de eso.
Entonces, ¿no existe la felicidad total?
No. O sí, pero apenas por un soplo. No debe confundirse el hecho de que el deseo es deseo de lo que falta, con la imposibilidad de conseguir el placer. Ese postulado refiere a la naturaleza más profunda del deseo, a la falta de completud, a la imposibilidad de tenerlo todo, pero de ningún modo nos condena a la insatisfacción constante. Hay que detenerse a disfrutar de lo obtenido.
El error consiste en creer que la felicidad es un estado permanente. No es así. La felicidad es una suma de instantes maravillosos que justifican la vida. Instantes de eternidad.
Cierta vez, alguien me dijo que la felicidad llegaba cuando uno podía olvidarse del tiempo. Estoy de acuerdo. Esa es la felicidad plena. Pero es en vano pretender que ese estado dure para siempre. No es así cómo funciona la vida. Por eso, hay que cuidar mucho esos momentos.
Algunas parejas, por ejemplo, construyen ciertos rituales que sostienen esos instantes de plenitud. Podemos verlo en esa persona que nos recibe con una sonrisa cada noche, esos dos hombres o mujeres que hoy, por suerte, se besan y caminan de la mano sin sentirse avergonzados. Se ganaron ese derecho a pura lucha. Lucha apasionada. ¿Cómo no ser feliz, entonces, por algo que, a pesar de ser tan simple, costó tanto conseguir?
Ya planteamos lo difícil que resulta encontrar una definición de felicidad. He intentado dos. Una de ellas apunta al amor propio: «La felicidad es la emoción que nos recorre cuando podemos mirarnos sin sentir vergüenza de quienes somos». La otra apunta a lo difícil de la vida: «La felicidad es la sensación que nos invade en los instantes en que el mundo parece ser un poco menos injusto».
Todos pasamos por dificultades, pero es importante no olvidar qué clase de persona queremos ser.
Para la mitología griega, las sirenas eran unos seres marinos, mitad ave y mitad mujer, que vivían en una isla del mar Mediterráneo. Tenían una virtud que las volvía irresistibles: su música. Con ella atraían a quienes navegaban por sus dominios. Hipnotizados por sus melodías, los navegantes se dirigían a la costa, ocasión que las Sirenas aprovechaban para devorarlos.
En La Odisea, Homero cuenta que Ulises —Odiseo— quería escuchar el canto de las sirenas. Consciente del riesgo que corría ordenó a sus marinos que se taparan los oídos con cera, lo amarraran al mástil, y que, sin importar sus ruegos, nadie lo desatara hasta que estuvieran lejos de esos parajes. Cuando por fin oyó aquellas voces celestiales, a Odiseo lo invadió la pasión y quiso ir hacia ellas, pero no pudo arrojarse al agua. Estaba atado y, como lo había pedido, nadie aceptó desatarlo. De ese modo pudo cumplir el deseo de escuchar el canto embriagante de las Sirenas y aun así conservar la vida.
Somos Odiseo y, algunas de nuestras pasiones, son sirenas que pueden devorarnos. Son el abismo de Nietzsche. Por eso, al pasar cerca de ellas, debemos atarnos al mástil para evitar destruirnos. Lo sabe, por ejemplo, quien venció una adicción. Esas personas se cuidan de no acercarse demasiado a esas pasiones que enferman.
Parte del reto por alcanzar la felicidad consiste en encontrar, tal como Odiseo, los compañeros de viaje adecuados. Aquel amigo, o esa pareja que sabrá atarnos al mástil y contenernos para que no nos arrojemos por la borda en busca de esas sirenas inconscientes que pueden lastimarnos.
En cambio, existen otras pasiones que reman con nosotros hacia la orilla de la sanidad. Pasiones que, desde un deseo sin nombre, nos permiten construir un buen destino. Pulsión de vida.
Es posible sentirse pleno y feliz. Para lograrlo, hay que poder amar lo que se tiene, alegrarse por lo conseguido. Disfrutar de esos momentos y soltarlos. Quedar aferrado a una felicidad que fue, es melancolía. Es Sarah saltando al mar para ser devorada por las sirenas de su pasión insana. En el mejor de los casos, es nostalgia. Diez amigos que se reúnen a recordar las travesuras que hicieron en la secundaria. Seguramente, tuvo sentido poner una araña de goma en el asiento de la profesora de geografía. Fue divertido, a los catorce años. Ahora, en cambio, estamos invitados a hacer algo mucho más grande que recordar las ocurrencias del pasado: construir un nuevo instante de eternidad siendo quienes somos en este momento.
Una última reflexión.
Lacan dijo que la persona que hace radio, todo el tiempo conversa con sus muertos.
No es algo que le pase sólo a quien hace radio. Todos estamos recorridos por voces y dichos de personas que no están, y por nuestras propias muertes. Por el chico que fuimos y ya no somos, por el adolescente que jugó la broma de la araña y tuvo sueños. Ese chico, esos sueños, nos murmuran al oído junto con aquellas voces tan lejanas como presentes, y nos acompañan en el arduo desafío de vivir.
Ser feliz es, también, convivir en paz con las voces que nos habitan.
Pero ya es demasiado tarde.
Y son muchas, todavía, las pasiones desveladas que nos quedan por delante.