En la abadía de Westminster se hizo el silencio, pues el mensajero normando no tardaría en hacer acto de presencia, los arbotantes y los arcos peraltados con esos pilares graníticos imponían un poderío y una majestuosa unión con lo religioso muy fuerte, la corte estaba al tanto de las malas nuevas que llegaban desde el otro extremo del Canal, el duque Guillermo ya había reclamado la corona, la envergadura y el peso tenían una preponderancia sin igual, el reclamante no era un cualquiera, era el mismo Guillermo el Bastardo en persona, y eran palabras mayores; Harold de aspecto desaliñado se mostraba inquieto sobre el trono, sin saber qué decir al respecto, tan solo rumores, pero se hacían más ciertos y creíbles a medida que avanzaba el tiempo, la invasión tan temida podría materializarse sin ningún género de duda y aquello interiormente lo martirizaba con solo imaginarlo, ya las crueldades contadas por los cronistas y que le llegaban desde los campos de Francia, hacían temblar al más valiente, y retorcía sin piedad cual gordiano nudo su garganta, casi no podía respirar y necesitaba espacio libre para reponerse a aquel desaguisado que se le avecinaba como una tempestad diluvial. Iba envuelto en una sobrevesta bordada de rojo con leones sobre la cota de malla, reposaba su espalda como un peso muerto, la notaba entumecida por el frío imperante la de aquella abadía siniestra, pero aún lo más funesto estaba por venir, dudaba hasta de su sombra y de sus propios hombres, el trono era robusto, tallado en madera de roble, elegantes reposabrazos de pulido y abrillantado nogal, pero su conciencia no estaba en calma ni en sosiego, sino todo lo contrario, inmersa en un quebradero difícil de describir y enderezar, se sentía fustigado por el látigo retador de un usurpador que trataba de transgredir las márgenes de sus posesiones, una figura sanguinaria y de una reputación sin parangón. Cavilaba sin parar, una y otra vez, pellizcándose la barbilla, con la vista extraviada sin un punto fijo en el cual posarse, a la luz tenue de las teas y cirios, las sombras de los allí presentes los hacían parecer fantasmas. Harold era entrado en años, de edad madura y despierto, flaco y enjuto en carnes, algo limitado en pujanza y gallardía a la hora de entrar en liza, pero astuto en sus quehaceres y en desplegar el pendón justiciero del sajón ante todo contrincante. Sabía de la fiereza del normando, y aquello le hacía temblar de pies a cabeza. No había salida a aquel entuerto ni marcha atrás, o capitular ante el bravo invasor o luchar en los campos de Kent y Sussex.
―Ante este evento de pruebas mordaces y a puerta cerrada, donde la virilidad goza de su más pura ausencia, bajo esta sórdida trama de provocativa, profana e incisiva banalidad, con esas misivas retozadas en la inmundicia y que tiempo ha, ya os fueron refutadas, arzobispo, con ese susceptible y tedioso hastío, ese pútrido desecho que siempre confiere la vanidad humana, ahora desglosa mostrando la inapelable evidencia. ¡Un cometa!, ¡presagio y mil presagios sin fundamento!, ¿acaso no advertís bajo esa pírrica futilidad, esa exuberancia que tanto encumbra al normando?, el frágil debilitamiento del agravado perjurio solo percibo sobre su vanidoso trono, velando sobre un reino extinto y estéril, hostigando con aires belicosos un advenimiento de eventos disruptivos de origen tan paradigmático como marginal, mas como aciagos estertores de agonía, a la luz del mediodía, no existe bruja alguna que ya pueda mitigar. ―Arremetió contra su corte Harold Godwinson.
―Majestad, un ataque solo espero, pues ya el emisario normando aguarda a vuestras puertas cual fiel portador de negras y aciagas misivas, es ahí donde se conciben los más réprobos crímenes, donde gesta un cambio de tornas a modo ilógico y tangible, si os mostráis desdeñoso ante la mera especulación y la ineludible plática de lo irremisible, rehusad ser sustentado al amparo de esos potentados del Witenagemot, ¿quién velará por vuestra pobre ánima difunta una vez abatido?, pesaroso y alicaído purgaréis por vuestra imprudencia ―le aconsejó el arzobispo Stigand.
El encorvado y pálido arzobispo iba en ropas eclesiásticas acompañado de dos monaguillos, entre casulla, mitre y estolas, doblaba casi en edad a Harold, y las cejas pilosas de tono gris le daban toque más sureño que sajón, sus facciones eran prominentes y rectilíneas, de diminutos ojos negros, los cuales parecían no distinguir más allá de un metro el estrado y la cámara circular donde se daban cita aquellos potentados y personajes eméritos vinculados a la realeza. Todos se daban por aludidos ante la llamada del normando, repercutiendo ante sus puertas como un pesado yunque de acero, tal era el pavor que sus rostros mantenían un tinte exangüe y poco vigoroso. Todo era incertidumbre e inquietud, ante el ambiguo e inseguro porvenir de Britania. Tras la muerte de Eduardo el Confesor sin aclarar ni despejar su preferencia de sucesión, la corona había quedado vacante, pero todos se decidieron por Harold en última instancia, siendo entronizado en la abadía de Westminster por orden directa y consensuada del Witan. El Witenagemot, era una institución política anglosajona implantada desde el siglo VII, siendo su función la de dar consejo y asesorar al rey cuya mesa estaba compuesta por los nobles más importantes del reino, tanto eclesiásticos como seculares.
―Si la leyenda ha de ser cierta, mi señor, hay una sombra subyacente de amargura que se cierne sobre nos, la de esa estrella que fulgura en el éter como una espada de Damocles, si el normando aguarda audiencia, solo a él incumbe aplicar la prudencia y el escepticismo hacia todas las versiones auspiciadas por vos, no hay patrón discernible e inderogable ante ese substrato subyacente que en él rezuma, con la alevosa pátina de la corrupción y putridez; con esa altanera crasitud que tanto os encumbra desde vuestro trono, esta maldición ya se tornó ilegible para los mortales, ¿qué velada actitud tanto os conturba?, purgaréis vuestro desprecio si no mostráis el arrojo de un león, no hay holgado reposo ante este agravio y, en ocasiones, con ese rictus de sonrisa que sin mayores pretensiones, ya el normando olisquea en vuestras posesiones, pues nos revela algo profundo subyacente en vuestro fuero interno, ese histrionismo desacomplejado, ese rastro indeleble en el éter de un ahorcado ―le exhortó Edwin, conde de Mercia.
El conde vestía un holgado bliaut, y poseía una barba bien rizosa y negra, era de ojos vivaces y expresivos, de tez muy blanca y velluda, ancho de espaldas y corpulento, tirando a obeso, un hombre bien curtido en la batalla, era el hermano mayor de Morcar, conde de Northumbria, allí presente también, e hijo de Ælfgar de Mercia y nieto de Leofric. Pudo notar la turbación en el rostro del rey Harold, desencajado, como si una aparición fantasmal se le hubiera manifestado, más bien venida de ultratumba o de algún dantesco Averno, era algo que lo atormentaba en sus peores pesadillas, arrastraba noches en vela sin poder concebir el sueño por esta traumática situación, temeroso de que ocurriera en un futuro no muy lejano, y aquel día el infortunio había arribado llamando a sus aldabas con las manos de un difunto, hasta el mismo conde pudo leer sus pensamientos, ya que su semblante era un mapa discernible de su estado de ánimo, un mal y una incertidumbre creciente que le embargaba y que repercutía en sus súbditos que trataban de atemperar sus ánimos, eran tiempos de tinieblas difíciles de hacer frente, ni tan siquiera evaluar en su verdadero valor el extraño lenguaje de los signos, esos signos que la madre natura sabe anticipar ante preámbulos tan inamovibles y previsora de hecatombes por llegar. Todos los que allí concurrían al amparo del monarca pronosticaron que sus días estaban contados, no solo para su nobleza sino para su propio pueblo en general, la subyugación a los barones normandos por parte de los sajones era tan solo cuestión de tiempo, al igual que una fruta madura caería por su propia inercia, se fermentaba un rancio olor a podredumbre, distintivo solo cuando el mal acecha a las puertas de la inocencia. Los alabarderos con sus acorazados petos y yelmos mantenían ese porte marcial guardando un perímetro defensivo ante la llegada del extraño vocero normando que no tardaría en hacer acto de presencia. Todo aquello socavaría los cimientos de su estado e incluidos los miembros del Witan o "reunión de sabios" incluidos los ealdormen, thegns y el clero mayor.
―Debéis de contener ese espíritu arraigado sumido en protervos desaguisados y esquivos malentendidos, Edwin. La incertidumbre del destino solo es voluntad de dioses. ¡Oh, estimado Edwin!, ¡cual mal presagio se avecinan noches de vigilia y tribulación! ―Se exasperó Harold, y se echó manos a la cabeza―, como un canto fúnebre que se apropia del alma de los gentiles, refrendados quedaron los amores y rigores bajo este credo de anticipo y prematuro horror, esa espuria especulación de los más íntimos pensamientos deambulará entre la precariedad y la desidia descargando toda su ebriedad, pues en labios del normando su savia es curativa, entre hogazas de pan y orzas de vino capaz de embelesar a la misma Venus, mas rodeada de una parra con uvas de más arraigo que la cepa del Lambrusco, suele trasmutar las hojas más extrañas y amorfas en frutos consagrados llenos de renuencias e ideas manidas, tal vez peque de pánfilo, pero que me aspen si el fruto del madroño no es símbolo frugal y de seducción, el pecado suele refrendar sus hábiles amenazas ante este anticipo del prematuro horror, esa espuria especulación de los más íntimos pensamientos deambulará entre la precariedad y la desidia de los que gozan de potestad, de esa auspiciada y desdeñosa actitud que tergiversa los más asentados principios. Esa hilarante y recalcitrante imagen del cosmos, esa estrella de adúltera progenie, solo son los aciagos vestigios de la febril ambición del normando, arropado entre ceremonias de honras fúnebres y plañideras desconsoladas, cual cortejo de la falacia y superchería, tan vigoroso en sus dones como oxidativo e intransigente en disposiciones.
―Guardad la entereza, mi señor ―habló Morcar, conde de Northumbria―, disfrazad esos síntomas de flaqueza que tanto os atribulan, deudores somos todos de esa sacrílega piedad, ya que el vano presagio se vale del ingenio, mostraos como un Menelao,1 el de recia voz, no cual frágil Helena2 de largo peplo ante el normando.
Morcar iba ataviado con una saya decorada con bordados y capa, dejando su espada refulgir desde su cinturón, era de pelo grisáceo y entrado en años, al igual que Edwin curtido en combate y en duras refriegas a lo largo de York contra las invasiones nórdicas, robusto como su hermano y de anchas espaldas, de nervudas manos y ojos claros, una cicatriz le marcaba su mejilla izquierda. No era más alto que Harold, pero de facciones muy embrutecidas y ásperas. Se demarcó del círculo que rodeaba guardando pleitesía al rey y se aproximó al trono para que Harold lo pudiera observar a la luz de las antorchas. El sajón alzó su mirada y contuvo su lengua, mientras se retorcía nervioso en su lecho, se hallaba perdido, esquizofrénico, creía que sus fuerzas le flaqueaban por momentos, y debía mostrar arrojo y respeto a la llegada del normando, pues ello dejaría clara su disposición y determinación.
―¡Ea, que así sea!, dad paso franco al emisario, y escuchemos lo que el normando nos tiene que decir de boca de su señor, ese unigénito heredero que se aferra a su estatus de ilegítimo desde el deshonesto y ya difunto fratricida Roberto el Magnífico, seamos fieles testigos de sus disonantes manifiestos ―ordenó el rey Harold.
―Cuidado, majestad, dicen las malas lenguas que por menos de lo que abarca un simple modio de semilla por yugada, allá en tierras normandas, el Bastardo descabezó a todos los defensores frente a los muros de Alencon, por simple mofa y el hecho de insinuar ser vástago ilegítimo de Roberto y descendiente de una curtidora, sed cauto en vuestras palabras, las mismas podrían conllevar a una conflagración y reavivar viejas rencillas tiempo ha restañadas. Dicen que del deleite al castigo severo solo lo separan una exigua franja limítrofe más angosta que los márgenes de la Focida y la Locrida3 ―lo aplacó su hermano Gyrth allí presente.
Su hermano menor que era el cuarto hijo del conde Godwin los cuales se prestaron al exilio en Flandes junto con su otro hermano Sweyn y que, a diferencia de Swegen, pudieron retornar a tierras inglesas, mientras que Tostig se había puesto en contra de su hermano Harold y en rebeldía. Iba envuelto con una saya y encima un balandre. Era algo alto y delgado de porte muy enclenque, algo pecoso y ojos claros, su lacio bigote y perilla le daban un porte distintivo y peculiar, pues tirando a pelirrojo sus grandes pómulos le hacían aparentar ser más un miembro de la realeza que un mero soldado. Aun así se mostraba inseguro y con una preocupación latente, conocía bien la mala fama y reputación del conde Guillermo de Normandía el que desde su palacio ducal en Caen, ya pergeñaba una invasión ante la corona que tanto reclamaba como suya, ya el difunto Eduardo el Confesor primo lejano de Guillermo, le había asegurado la sucesión al trono inglés, pero la historia y los aconteceres de la vida tendían a correr y bifurcarse por senderos muy distintos en la realidad y las palabras y pactos se los llevaba el viento, lo no rubricado y sellado, era algo vacuo sin valor alguno a ojos de cualquier corte, ya viniera más allá del Canal o la misma Francia. Guillermo lo sabía y apostaba por la intimidación como salvoconducto a esta afrenta. Era un rival temible e inmensamente poderoso, conocía las limitaciones de Harold y su poca pericia a la hora de plantar batalla, esto lo convertían en un auténtico ogro a ojos del sajón, no padecían ya bastante con los continuos saqueos daneses, ahora la amenaza se cernía sobre sus cabezas proveniente del mismo Canal, y frente a sus costas.
―Exangües son las arcas del brioso acero y el arte fingido si es así, no me prestaré a la balanza de la inestable cordura. No hay lágrimas tributarias ni exequias para los que no son correspondidos. ¡Dejadle entrar! ―dictó Harold desde el trono.
Las puertas de roble de la abadía se abrieron movidas por la guardia y sus plateadas corazas, todos pudieron ser testigos de la irrupción de un bulto en prendas oscuras y encapuchado, fue escoltado por un séquito de guardias reales deambulando a lo largo de la nave, vestía traje de satén con enjoyada gargantilla y unas enaguas de encaje de tul, una peculiar cofia acabada en pico la llevaba encajada en su cabeza, y sus altos cuellos de encaje almidonados redondeaban su cabeza, su mirada era la de un felino y de tez blanca, con unas orejas puntiagudas muy singulares, era un perfil andrógeno, nadie de cerca podría asegurar si se trataba de un hombre o una mujer, pero aunque de hecho, se trataba de una fémina, por sus rasgos distintivos y belleza, aun así se hacía complejo poder discernir y enjuiciar su género, sus guantes de cuero llevaban enrollado un pergamino atado a un lazo, era alta y de gran corpulencia, sus ojos verdes esmeralda parecían transmitir un poder de seducción bastante acentuado, de lo cual muchos varones allí presentes se percataron, su cabello era rubio y corto muy al estilo de un hombre, pero su físico y movimientos no parecían atenerse a los de una dama, nadie pudo cerciorarse de su verdadero género, aunque en realidad se trataba de una mujer bastante aguerrida.
Un grupo armado de soldados puso un perímetro de seguridad en torno a la figura del rey Harold, pues de hecho aquel mensajero con solo su presencia emanaba una amenaza un tanto peculiar y difícil de describir, el rey guardó el aliento tratando de averiguar y discernir sus facciones. Pero aquellas orejas delatadoras no eran un buen augurio, y esa cara tan sutil e impoluta, no eran muy frecuentes de ver para un sajón, se había dado el caso de discernir mujeres guerreras nórdicas con apariencia androgénica por tierras inglesas en sus incursiones, pero esas cejas onduladas tan largas y esa piel tan tersa y a la vez fría como el ónice no eran nada común, junto a esos ojos que parecía irradiar una luminosidad extraña, lo convertían en una ninfa extraterrenal, una amazona propia del Valhalla, aunque todo esto a la luz de las teas y la claridad meridiana de la noche daba lugar al engaño, nadie se atrevía a conjeturar de antemano, pero todos los miembros de la corte se percataron de su apariencia y se oyeron repercutir cuchicheos por doquier, la vocera normanda se inclinó ante el trono de Harold en señal protocolaria y de respeto y de entre sus guantes comenzó a desenrollar aquel pergamino. Todos aguardaron como ratonzuelos asustadizos las malas nuevas de las que era portador el mensajero.
―¡Majestad y lores!, Teobaldo el heraldo, vuestro humilde servidor, solicita de esta real e imperiosa audiencia ―se produjo una pausa prolongada, Harold hizo un gesto de aquiescencia―. A Dios tomo por testigo de las malas nuevas que os debo de confiar, si el buen juicio ha de salvarnos de sórdidos litigios, he de ser ligero y locuaz como un prematuro y mustio otoño, sed coherente y desechad las viejas rencillas tiempo ha acaecidas entre ambos reinos. Guillermo el normando por la gracia de Dios, aquí os lo hace saber: «Harold Godwinson, hijo de Godwin de Wessex, fraguando desde los órganos más ilegítimos jamás otorgados y tomando las sagradas riendas de un reino de forma espuria, pérfida e injuriosa a costa del moribundo Eduardo el Confesor, os vengo a reclamar lo que por sangre y linaje tanto me pertenece, devolved vuestra corona a este portador, Guillermo de Normandía, el mismo que os lo expone con la inexorable demanda que proclama su voz soberana y no con la ligereza de un ánima difunta, rendid pleitesía al normando, maldito sajón, y juro que esta afrenta quedará saldada y sellada con una paz duradera.» ―entre sus guantes Teobaldo el emisario enrolló el pergamino.
―¡Vaya con el normando!, este vocero mayor que con redobles de muerte tanto amedrantan al más astuto y valiente, tiene el arrojo de irrumpir con este porte de dama lasciva, y exigir lo que a perpetuidad hemos de consagrar a esta real alianza y en pos de la salvaguarda ―exclamó, rezongando, Harold.
Harold se enojó encolerizado al escuchar las palabras de aquella dama de negros atuendos, imponiendo directrices venidas de Normandía las cuales debía acatar para salvar su pescuezo, se ruborizó por momentos pellizcándose la perilla y no pudiendo soportar tales bajezas ante toda la corte. ¿Qué pensarían todos los miembros congregados seculares y de la nobleza de su figura?, en esos momentos de flaqueza y vacilación debía mostrar un temple retador ante esas viles acechanzas, muy consternados hasta Morcar como Edwin pasando por el arzobispo se miraron palideciendo, pues ya se imaginaban y presagiaban de aquellos reclamos, como un eco estruendoso repercutieron en la abadía, al igual que un relámpago atronador, esa fatídica mensajera, con porte hombruno, le resultó familiar de un principio al arzobispo Stigand, pero no se atrevió a musitar palabra alguna. Todos quedaron paralizados al oírle, como un diluvio profetizado por más de mil veces, y que ahora todos lo atestiguaron. Aquellas huestes de enfervorizados normandos no tardarían en arribar y cruzar el Canal para doblegar todo el reino, a Harold le caía un sudor mortecino por su frente, mientras sus discípulos más leales y fieles aguantaban el tipo.
―Vuestra salvaguarda ―replicó el emisario.
El mensajero normando lo observó con desprecio e ironía, mascando una sarcástica sonrisa después de volver a enrollar el pergamino entre sus manos, esa mirada no era propia de un simple heraldo, era jactanciosa y sardónica, rayando lo inadmisible, y de ello se pudo percatar más de un miembro allegado al rey Harold. Con esa expresión inmaculada, pero sin vida, como moldeada con cera, algo evidenciaba que ese portador de infortunios representaba un cargo más elevado en la corte normanda, no era un mero convidado de piedra o un simple correveidile, esas botas de cuero ceñidas y ese porte eran amedrentadores, estiró su capa plisada hacia un lado y arqueó las cejas, con una sombría mirada, capaz de cautivar al varón más aguerrido, pues era desafiante y agraciada en hermosura, mas los fue arrinconando y amilanando cada vez más, sin saber cómo responder ni qué postura convincente tomar ante aquel ente extraño, ese cuervo de brunas y diáfanas prendas que impregnaba de su encanto a toda la corte. Sin aprestarse a hacerle frente o reprenderle de alguna forma, locuaz e incisivo se mostró de primeras, descarado y sin escatimar en detalles que pudieran importunar al sajón, era una imposición y no un tratado de paz, no había marcha atrás posible, no acatar el severo dictamen de Guillermo de Normandía era declarar la guerra sin ningún género de duda, algo a evitar si se podía, pero Harold no estaba por la labor de doblegarse a sus exigencias. Como una viscosa sierpe que yergue la cabeza así se contorneó el normando, dando varios pasos hacia la presencia de Harold, con esa nauseabunda lengua que, a forma de horca, había conturbado los ánimos de los concurrentes a aquella macabra velada
―¡Insolente! ―exclamó Harold―, imprudentes son los méritos del que adolece de arrestos de acudir en persona, mas con prolijo acento y certero mensaje ya me apuntala cual ballesta en pecho tras ese timorato disfraz, este vocero perspicaz que atemoriza a la misma muerte. Desfachatez infame la suya, si ansía que claudique más con pena que remordimiento, infeliz piara de protervos propósitos. Decid a tu amo que este sajón no está por la labor, tales reproches carecen de virilidad y fundamento, bien que se apresura cual cebada lo es al trigo, si blasona de locuaz tanto como en agallas, bien que siega al tajo como en Umbría para que nada quede al azar.
―Desafiante sois en verdad, milord, ya los arcanos y vetustos Fanos4 de entre sus remotos próstilos atienden nuestra arraigada pugna entre titubeos y cuchicheos, los que rezuman a través del acendrado manto de la realidad, pero el cielo no eterniza la hora prescrita, y ni ahorra en teas ni candelas lo que claro como el mismo Venus es lo que hoy acontece, de perversas inclinaciones y desenfreno se vale el obstinado, y Guillermo5 ya relincha cual caballo desbocado; tras largo periplo concluido entre tanto caballero distinguido, consolidar el juicioso propósito ante tales acechanzas, culminará en un severo y ronco epitafio del que no podréis despertar. Grabad entre letras lustrosas esta severa advertencia en el más recóndito asilo que albergue vuestra memoria, milord, para que así, llegado el día, bajo ese pesaroso y contrito corazón, no os aflija el remordimiento ante semejantes actos tan llenos de aspereza e insensatez. Ecuménica ruina será la que os reciba ―le respondió el emisario.
Aquello cayó con gran aplomo sobre el conturbado sajón, que tembló retorciéndose en su trono sorbiendo de una copa de vino, sintió flojera ante la que se le venía encima, y los miembros que le secundaban aquella velada, tuvieron que contener el aliento, pues sabían lo que aquellas palabras contraían. El vocero mayor de los normandos se mantenía con yerto porte e inexpresivo en sus facciones como una esfinge, era algo desalentador y, a la vez, enigmático, esas muestras de poderío y agallas era lo que trastocó los sentidos a los cuerpos castrenses y soldados reales que fijaban sus alabardas y pendones rodeando próximos al estrado el trono del rey. Se sucedieron otra vez los cuchicheos entre miembros de la corte concerniente a todo lo acontecido y que empezaba a tomar forma, como un volcán a punto de hacer erupción de forma repentina, quedaba poco margen de maniobra y todo ello lo sabía Harold y sus más allegados consejeros. Debía dar el porte de un rey como fiel referente de la estirpe a la que representaba, aunque el miedo lo acechaba en aquellos instantes, sumiéndole en una nebulosa de difícil discernimiento, e incluso ser capaz de evaluar los inconvenientes y los gastos que suponía reclutar levas, sobre todo de un ejército compuesto de soldados disciplinados llamados housecarls, que eran poco numerosos en comparación con el enemigo, luego estaban los fyrd o milicianos de reserva.
―¡Balbuciente despojo humano! ―Se puso tenso con gesto molesto y entrometiéndose ahora Morcar de Northumbria, contestando al emisario desde el estrado―, ensartaros debería con mi diestra, pregonad con displicencia y mano siniestra, de estas malas nuevas a tu señor, pues no habrá severo correctivo hasta darnos sepultura con arresto y con dolor.
―Medid con templanza la gracia de tus agravios, estimado sajón, de agrias miradas se vale la nociva ingratitud, no menoscabéis al normando, pues con exigua determinación bien que afrontáis sus reclamos, mas no poned descrédito a su honorabilidad, porque el diablo suele dispensar en dobleces, mas nunca en sandeces. Esa exuberancia del ciego instinto os hará contrapesar placer por duelo ―le refutó el mensajero.
El normando estiró su capa y se fue hacia el cuerpo del conde observándolo de cerca con sus ojos cautivantes, era una clara señal de desafío, en altura sobrepasaba al conde e incluso no tardó en bajar la mirada, aquel extraño vocero emitía un aura de poder místico e intrigante, difícil de descifrar, era algo realmente fuera de lo común y Edwin su hermano se percató de ello. Trató de guardar las distancias, algo no encajaba en aquella velada, el rey se sintió acorralado y por primera vez víctima del poder del normando. Instintivamente trataba de escapar de aquella pesadilla materializada a pesar de las advertencias de sus consejeros y allegados, pero ya era tarde para lamentaciones, ahora debía ser el estandarte e indudable paladín que guiara los pasos de su pueblo y de su reino, no doblegaría la cerviz ante el despiadado Guillermo, aun así estaba solo en aquel entuerto, falto de afanosas alianzas para hacer cara al normando era de lo que se valía en la actualidad, no había fuerza disuasoria capaz de frenarlo y esto lo sabía. Sin duda debía sacar fuerzas de flaqueza y perseverar con el hierro y la espada, en cada puente, colina y encrucijada, tender celada al perro invasor era una cuestión de juicio y valores además de sangre.
―Con qué galas y atavíos el diablo se presta a horas tan intempestivas como tardías ante mi reino, la virtud innata no precisa de oprobio ni alabanza, remarcadas por las ruecas de la muerte y el caprichoso destino así quedaron soterrados los días aciagos, ante este mosaico de redundante incertidumbre no hay trepadora sarmentosa que, en su más delicada flor, se precie a brotar ante esa vacuidad grandilocuente que tanto os enaltece, aciago vocero normando, ya la vieja lira de los vientos arrastra su palio agonizante y el eco de la desesperanza desde los más abruptos cerros, el que turba con presteza a tropel y, en su ardor y díscolo arrebato, no da cabida al pudiente alegato ―resaltó Harold.
―Mudos y teñidos como el húmedo rocío quedaron tus labios, milord, ya los pestilentes acuíferos del normando, acrisolan en la pira del moribundo destilando en su colisión sempiterna los despojos de los vencidos, que si he de consagrar mi alma a la misma Estigia, no me hagan beato ante tanto mojigato. Indecoroso trastabilláis de recelo y desconfianza, atenazado no por bonancibles céfiros, sino por la inclemente y gélida marejada que culmina siempre en contrición ―le replicó Teobaldo el mensajero.
De nuevo se volvió a mascar la tensión, ese tiro y afloja, ya que un simple mensajero no era dado por regla general a responder con tanta desfachatez, pues tan solo era portador de mensajes, pero aquel personaje entrañaba una forma de comportarse fuera de lo normal y de los protocolos destinados al mismo, saliéndose de sus funciones y muy dado a la réplica, con juicio de valores propio y en disonancia con los del propio sajón, tras aquella fachada se escondía una figura más poderosa de lo que todos creían, y la perspicacia de Harold ya anticipó este hecho, incluso sus consejeros comenzaron a percibir en él esta rara circunstancia, incluso esa faz imposible de discernir entre hombre o mujer, aunque más dada a un pose femenino tanto en voz como en belleza, pero esas facciones no eran muy usuales y esas delatoras orejas puntiagudas, detentaba la mirada de un felino y, a la vez, la blancura de una diosa, como una estatua de cera ese rostro parecía no inmutarse lo más mínimo ante todo lo que aconteciera en derredor, era la mirada desangelada de una efigie, esos ángulos en su cara parecían los de un molde barnizado, aun así dedujeron que se trataba de una dama sin lugar a dudas, aunque nórdica, no tenía parangón ni parentesco en sus hechuras y caracteres, esos ojos rasgados como los de un gato tampoco encajaban en alguien terrenal, todo esto fue un cúmulo de circunstancias que detonaban cierta aprehensión y grima hacia el invitado. En el plano físico cabe suponer que la conciencia colectiva se hallara perturbada o impedida en sus actos. Esa aparición fantasmal parecía ser una prolongación de esa conciencia de la cual tanto se desconoce, como un mal sueño, pero aquello era pura especulación y solo teoría. El caso es que aquel embajador de la noche se había materializado haciendo acto de presencia de la forma más inverosímil jamás imaginada. Si la vida y la teología exigían pruebas, ante todo lo que no pudieran palpar los sentidos aquello era algo tangible e irrefutable. Harold la observó meditabundo por unos instantes frunciendo su ceño y execrando su rostro. No lo podía creer, tan hermosa y llena de finura y amenazante como una afilada daga, así se postulaba el normando ante sus puertas, imponiendo sus designios, fueran gratos o no gozaran de la aquiescencia de su corte, aquello bien poco importaba, tal era la fuerza de sus huestes y ejército, que Harold tan solo era un simple títere en manos de Guillermo, no sería rival.
―¿Es eso una amenaza?, ese paroxismo enaltecido que tanto os atañe destila solo desafío, entretejido por citas yuxtapuestas que estriban no en lo meramente paradigmático, sino en la enajenación y en aires de conquista, mortificando su atrevimiento en la simple futilidad de su argumento ―le refutó Harold―. Esa androgénica imagen angelical, nimbada de esa aureola tan perturbadora y de ensueño, capaz es de resucitar de entre las más hondas sepulturas, y dispensar los más insignes tributos desde su diestra jactanciosa. El Todopoderoso se apiade de nos.
Harold se proyectaba ante el mensajero como una sombra temblorosa o un bulto escurridizo que trataba de darle esquiva. El normando se percató de su abatimiento y ojeras enfermizas, estaba pajizo y deslustroso, con mal aspecto, esa figura fémina sonrió con una especie de mueca insolente, ante la mirada tribulada de la corte. Ambos se observaron con agudeza y frialdad, con cierto aire crítico y calculador, el foráneo envuelto en capucha, en un grácil contorneo, quedó velado por las tinieblas y las vaporosas candelas de la vieja noche, qué voz tan celestial, con qué pulcritud se movía, con qué finura y garbo se mezclaban sus suspiros y ese sarcasmo con el incienso, ante tal bajeza e insolencia, los centinelas vigilantes de las más insignes veladas, trataban de posicionarse cerca del rey, la noche encubría sus faltas, con llantos y ruegos de lunáticas hordas, las que trasnochaban y poblaban sus dominios, de dominios arrancados y despojados así se valía el normando, con rostro afligido y manos temblorosas tan desamparado quedó el corazón de Harold, ¿cómo se podía describir algo así? Sobre aquel lecho plumífero y níveo situado en el estrado, la de su trono, yacía una imagen espantosa. Más allá de ultramar aguardaba el poderoso enemigo que, cual raudos corceles, dispuesto estaba para zarpar e invadir su reino.
―¿Tildáis de trivial y puro chismorreo esta misiva a manos del normando, milord?, ¿dais por sentada tan severa afirmación?, medid bien vuestra respuesta, pues la misma os será devuelta, y no con el cándido signo jubiloso, sino por la de un dragón tornado de espantoso, ante esta culpa hereditaria que recae en vos tan pesado como el plomo, imperioso se presta como el azogue, mi señor, no hay ambigüedad que obstruya a la razón, la que ha de sostener la cordura, y no la insultante y descortés desfachatez de un sajón, perdido en su juicio y valor ―le contestó el emisario.
―¡Cómo os atrevéis, perro normando!, ¿tan libertina desenvoltura os puso por testigo un dios pudiente? ―le gritó Morcar de Northumbria.
―¡Más perra que ramera diría yo, estimado conde!, ese fino cutis de ninfa de níveo y cetrino rostro, esconden una apariencia contraria al protocolo exigido para tales ocasiones. Es extraño, juraría… ―Harold la observó fijamente como tratando de discernir algo en su faz, todos los congregados se quedaron impávidos aguardando su respuesta― Ese porte y esa mirada me son conocidos.
―¿Qué es lo que tanto os perturba, mi señor? ―se le acercó modestamente y susurrándole al oído Edwin, conde de Mercia―. Estremecido parecéis ante un severo precepto o inexorable mandato.
―Nada, nada, estimado conde, tan solo me sobrevino una angustiosa visión tiempo ha, desterrada de mi mente, como un vestiglo, una pesadilla venida de la más temible de la teratologías, la finitud corpórea de su ego solo es comparable a su porfiado denuedo, la de una abominación capaz de manifestarse en las peores pesadillas ―le replicó Harold totalmente estremecido y rostro desencajado.
Aquello puso en guardia a todos los miembros de su séquito real, se miraron contrariados como si fueran testigos de alguna alucinación por parte de Harold, ese nerviosismo palpable y aspecto desvaído parecía la de una persona más bien enferma o tocada por algún hechizo o encantamiento, nunca habían contemplado a su monarca comportarse de esa forma tan cobarde y angustiosa, languidecía por momentos en un acceso de pavor que lo acobardaba en sus pensamientos, no se atrevía ni a balbucear, aquel mensajero era el principal motivo que le llevó a fijarse en su apariencia, su esbeltez adquiría un color amarillento y cetrino a la luz de la noche, su aspecto era cadavérico, y al igual que un quiróptero, duerme bocabajo colgado de una viga sobre su propio peso en sus aposentos de descanso, así es como se figuró a aquel lacayo, del cual no osó pronunciar su nombre.
Harold levantó su mirada hacia el techo de la cámara bajo las altas cúpulas, con los tejados curvos y abovedados distribuyendo el espacio de la nave en unidades rectangulares con un tono misterioso, torsos de dragones, leones alados y rostros horribles pareció distinguir en su subconsciente, los centinelas apostados con antorchas en las cavidades de la abadía se desplazaban montando guardia en los pisos superiores a la sala de presencia, el tejado escalonado se elevaba varios pisos precipitándose sobre el exterior como una obra fúnebre. El mismo arzobispo lo observó completamente paralizado, Harold parecía maniatado o impedido por una fuerza extraña de la que no podía, o era imposible pronunciar de entre sus labios, como si una fuerza exterior se interpusiera. Sabía que aquel mensajero ejercía un poder seductor y penetrante en su cuerpo, a tal grado de intensidad que podía incluso llegar a anquilosarlo como entregado a una vejez prematura sobre su trono para que no soltara prenda de sus compungidos labios, algo muy fuerte tendría que ser para que no se preciara ni siquiera a musitarlo, al igual que una sanguijuela se alimenta de la sangre de sus víctimas, y su medio de vida es parasitario, aquel mensajero de la medianoche, parecía someter a sus víctimas a un particular hipnotismo, con la consiguiente obediencia de su subconsciente, era codicioso y se enriquecía por malos medios, con cierta inclinación hacia la venustidad. Pero todo ello debía de ponerse en duda, ya que tan solo eran conjeturas, visto desde un ángulo anverso y externo, en la balanza de lo cabal podría dar lugar a cierta paradoja o incluso a lo erróneo. Lo que sí era palpable era el flujo y el poder que incidía en el soberano la presencia de aquel díscolo enviado de brunos ropajes, los súbditos religiosos y eclesiásticos en grueso modo tomaron conciencia de ello, manteniéndose al margen y a distancia del perímetro que abarcaba el normando, en caso de que se tratara de algún caso de superchería o brujería, hasta el arzobispo trataba de evadirse como de una atmósfera un tanto rancia y, a la vez, en un raro estado de trance, lo que infundía un trastorno en su conducta habitual, un trastorno difícil de superar. Apreció algo de somnolencia en el rostro del rey y sus párpados de pesado pestañeo, las teas apenas daban luz a aquel marginal y sombrío lugar, así que dio orden a algunos alguaciles a que llevaran antorchas junto al estrado para así hacerlo despabilar del embrujo, si realmente se trataba del mismo, y con esa luz atenuar ese estado de ansiedad que le albergaba.
Era un acto protocolario inenarrable y no fácil de describir, pues se manejaba por la ambigüedad y la pura deducción de los acontecimientos, cada gesto, cada paso que daba el normando era considerado como un signo, ya fuera bueno o malo, pero un signo de evidencia de lo que pretendía o tenía en manos hacer. Desde luego, que no auguraba nada halagüeño todo aquel acto y visita, tanto toda esa aristocracia allí reunida entre los que destacaban los ealdormen, thegns y el clero mayor, que siempre acudían a platicar de asuntos de importancia junto al rey, nadie se atrevió a levantar la mano contra aquella petulante y arrogante presencia que portaba el pendón del temible Guillermo, aquel nombre ya hacía retumbar los pilares y contrafuertes de la abadía, y sus vidrieras parecían teñirse de hollín ante la esencia rancia y tóxica de ese visitante como aquel que venía a deshonrar su sagrado panteón y el reino de todos los sajones, esa isla que aislada del mundo terreno por esa mar gris e ingobernable, se interponía como una frontera, una muralla infranqueable. Pero el normando ya trazaba planes de conquista, era algo evidente, aunque esa aciaga misiva llegara demasiado pronto de lo esperado, pillando al mismo Harold desprevenido, pues estaba ultimando sus fuerzas y reforzándolas ante esa amenaza que como un eco fantasmal se había propagado por todo el reino hasta las periferias y la misma Escocia y Gales. Ya desde que se convirtiera en conde de Hereford tiempo ha, retomando la figura de su difunto padre contra la creciente influencia normanda en el reino, y bajo la tutela y a las órdenes de Eduardo el Confesor, lideró una serie de campañas exitosas contra Gruffydd, rey de Gales, pero Guillermo siempre había ostentado de su respeto como si tuviera algún mecanismo intrínseco oculto de hilos invisibles que le acecharan y aferraran a la isla de algún modo, sin demérito de los sajones y su bravura, pero menos toscos y aguerridos que las bien pertrechadas huestes de aquel enemigo de ultramar. Harold sabía que no podía ceder ni un ápice ni ser condescendiente con el emisario, ni evidenciar signos de flaqueza, aquello lo entendería como una forma de socavar su reino a la mayor prontitud posible, y era tiempo lo que Harold necesitaba, una lucha contra el reloj, su maquiavélico péndulo oscilaba sobre su cabeza sin cesar, una estrella se divisaba en el cielo en la noche, era resplandeciente y los vigías de la torre ya habían sido apercibidos de la misma, toda la corte murmuraba sobre aquel extraño astro que trazaba una estela purpurea en ese cielo despejado y carmesí de Londres, su estela vaporosa rompía las diáfanas nubles plomizas que siempre cubrían la cúspide sidérea inglesa, todo hacía presagiar malos augurios, cataclismos y calamidades. Todo esto era sabido y referido en las antiguas leyendas, incluso el brazo clerical allí reunido conocía de estos signos astrales y su significado intrínseco, un aspecto que no desdeñaban ni ignoraban, sino todo lo contrario, tomaban el asunto muy en serio entre teólogos y videntes, conocida era en aquellas potestades la figura del místico bizantino Simeón el Teólogo y algunas de sus obras. El arzobispo Stigand observó con preocupación a Harold y su incertidumbre, cómo su miedo y angustia iba corroyendo su interior inmerso en un mar de dudas y flaquezas, hasta el mensajero se percató y esbozó una macabra sonrisa de oreja a oreja, algo que exacerbó el ánimo de muchos miembros, pero nadie podía levantar una sola mano en contra de un simple heraldo, al fin y al cabo, solo eran portadores de mensajes.
―¿Podéis dar luz y veracidad a tales acechanzas?, describid, milord, lo que tanto os turba, despejad la lúcida disposición de vuestros actos, de favor y elegancia se nutre el avieso de su causa, intentando mitigar todas esas elucubraciones y sospechas que penden sobre él, mientras el normando fija su cetro con redobles y tambores, socavando los hondos sinsabores, otras reflexiones se deshacen y consumen en la misma ambivalencia, cohibido de ese tino donde escoger el origen y las razones, las que siempre tildan de indolente al frívolo, exhalando y apurando las muchas menudencias, tan privado de carácter y elocuencia ―le preguntó Stigand, arzobispo de Canterbury.
El rey Harold se volvió sin saber qué responderle al respecto, momento que aprovechó aquella femme para adelantarse a los acontecimientos.
―¿No fue Diógenes de Apolonia6 quien afirmaba que esos astros se desplazan muy a menudo sobre el éter llegando a desprenderse sobre la Tierra?, los que ahora claman piedad con el adusto y ronco epitafio de su soberbia prescriben su inocencia y doblegan la cerviz. Harto conocido es el mito concerniente a ese astro luminiscente que cuelga en lo alto del éter, al igual que una maldición que pesara sobre vos, como una inderogable condena, la que os mortifica en sudor y sangre sobre esa indecorosa e ilegítima corona que ahora os sustenta, rauda despliega su enseña como el vulturno matutino, bufando hacia el orto incorpóreo del sol desde su prominente dominio. Mas ved que no hay contrafuerte ni pétreo cimiento que logre aplacar la ira del normando, sabida es su descendencia, averiguad sus consecuencias: «forjado a fuego y hierro por una estrella», sopesad lo que ello conlleva, «desgracia» y «destrucción», pues si con ello no sufrís de indigestión, o es que sois tardo o irresoluto, o sopeso flojera en las corvas, ese irrefrenable acceso de hilaridad pronto sucumbirá ante la sombra extenuante de un taimado ―le recordó el emisario.
―¡Oh, pécora incestuosa!, tus mañas y libaciones no valdrán conmigo. ¿Qué tenéis que decir a todo ello, ermitaño?, vos conocéis la vieja profecía tan envuelta en ese halo de misterio, ¿qué dicen las antiguas escrituras y los más insignes nigromantes y videntes de mi reino, los que hoy rubrica este portador de infortunios desde esa jerga soterrada y mano desacomplejada? ―preguntó Harold a fray Umberto de Mercia.
Fray Umberto era un viejo eremita ya canoso en gonela corta, mangas largas y plisadas, que calzaba unas babuchas orientales, era bajo y ancho de hombros, algo jorobado, y pelado casi al cero, se movía con suma prudencia junto al trono y al estrado, moviéndose en círculos muy medidos comprobando la identidad del misterioso mensajero y su apariencia, el normando dado por aludido lo miraba por entre el rabillo del ojo y de soslayo, aguantando su aire insolente y perspicaz.
―La leyenda puede ser cierta, milord, y no solo eso, sino el singular aviso críptico de un adverso devenir signo distintivo e inderogable de tribulaciones y calamidades aun por consumar, si el normando fue tocado por la gracia divina según la antigua profecía, guardaos de los signos astrales, los mismos son premonitorios, no dejad nada al azar, aderezado a los ojos de la providencia estas prácticas viciosas alejadas de la superstición no auguran nada halagüeño, sino turbación y zozobra, desde Tácito a Cicerón ya los sabios escritos nos alertan: el maligno se vale de la coacción y nocivos bebedizos para subyugar al afligido, conjurando entre pócimas perniciosas que, cual uvas malsanas que caen de su cepa, desvirtúan la realidad y hienden entre cánticos tan severa sentencia, porque es aquí donde el normando descarga toda su ebriedad con injurias obscenas de índole tan ladinas como pecaminosas ―le replicó fray Umberto de Mercia.
―¿Tan aferrado os valéis de la necromancia que, cual virtud de la invocación, os dais por aludido, ante semejante cometido? Mas ved este presente que aquí encomiendo a vuestro señor, no hay fauces resecas que rehúyan del palpitante exilio las lívidas excrecencias de esta mano disecada en esencia, mas consejos lo que os vendo, que para mí no los tengo ―el heraldo extendió un cofre de reluciente ébano y rubíes engastados entre sus manos.
El emisario abrió la caja frente a Harold y anduvo hacia su trono colocándola en su pecho, mientras el rey la cogía entre sus manos, sin saber bien qué era aquello que surgía en su interior forrado de terciopelo bermellón. Umberto de Mercia se detuvo manteniéndose al margen aún sin percatarse de lo que estaba ofreciendo aquel heraldo a su señor, trató de estirar su cuello, pero el perfil del normando se interponía con su holgada capa y tapaba la visión tanto a guardias como a sus más allegados, frunció el ceño y trató de anticiparse dado lo delicado del asunto, no le auspiciaba nada bueno y tuvo un extraño presentimiento de contrariedad.
―¿Que para mí no los tengo? ―quedó obnubilado Harold pues dentro se hallaba una mano negra enguantada de cuero en esa caja de barnizado ébano recubierta de terciopelo y recamada de esmeraldas y rubíes― Pero ¿qué dádiva mostráis que, cual granos de incienso, y cetro en la pira del resto más siniestro, arduo es de discernir tan severo acertijo?
Entre sus manos cogió lo que era un guantelete de cuero perteneciente al duque Guillermo, estaba recamado de diamantes por el antebrazo, fray Umberto quedó petrificado al verlo, y todos los allí presentes que rodeaban al rey, trataba de analizar el mismo con el ceño fruncido, era en cuero grueso y desgastado por el paso del tiempo, pero con un significado relevante, por pertenecer a su archienemigo, lo cual lo dejó perplejo pues nunca pensó que estuviera tullido o impedido, aquello ya olía a patraña y algo no encajaba en lo que aquel heraldo le había entregado, así que lo mantuvo con cuidado examinando su belleza, como aquel que sostiene la mano de un dios o un dislocado Apolo. Fray Umberto observó al heraldo cómo sonreía maliciosamente y daba varios pasos hacia atrás abandonando el estrado. Algunos alguaciles de plateados yelmos y petos se aproximaron al trono pues no se fiaban de la astucia y la irreverencia que estaba mostrando aquel foráneo con porte de mujer, con esa marcada y sarcástica sonrisa puesta en su semblante, algo que enervó los ánimos de la corte sajona.
―Entonad vuestras súplicas, estimado sajón, pues es la diestra del normando, arrancada en justa lid y en campo de batalla, que tullido quedó y su dicha arrancó ―le contestó en tono desafiante el heraldo.
―¡Santos querubines, apartad esto de mi boca!, ¡atrapadla, atrapadla!
El rey Harold trataba de desquitarse y librarse de aquel guantelete que por arte de magia se había aferrado a su cuello ahogándolo entre gemidos de dolor, mientras un grupo de fornidos soldados se abalanzaron sobre él forcejeando para librarle de su poder en un tira y afloja que se prolongó durante tiempo, momento de confusión que aprovechó la emisaria alzando sus manos y apagando por arte de magia con un hondo soplido de sus pulmones todas las teas y candelabros de la abadía, dejando en una oscuridad repentina e impenetrable toda la nave, se abrió camino al amparo de la noche apartando a todos los caballeros allí presentes arrollándolos a su paso con una fuerza inusitada, abrió forzando el portón abocinado de la abadía desembarazándose fácilmente de una guarnición a la cual redujo sin apenas resistencia, sus puertas fueron abiertas y chirriaron tan pesadas sobre sus goznes, que pareció el estruendoso cielo cuando una tormenta arrecia sobre el corazón de los mortales. Sus pesadas y herrumbrosas aldabas le daban un tonelaje de gran calibre y grosor a aquella salida, por donde escurrió el bulto al amparo de la noche, la compuerta fue cerrada y trabada con un severo portazo que hizo temblar toda la nave, la guardia real quedó aprisionada intentando forzar su apertura con una veintena de hombres con hachas en mano. Harold emergió incólume, palpándose su magullado cuello desde el trono y respirando con dificultad.
Minutos después una guarnición de soldados salía dificultosa y torpemente tras la estela del normando puesto en fuga. Alumbrando con cientos de antorchas lograron llegar a la colina de Moorfields. Allí se toparon con una esclusa de acero cilíndrica que se encontraba oculta entre la maleza como el interior de una catacumba, Edwin, conde de Mercia, al frente y secundado por demás súbditos y hermanos del rey abrieron dificultosamente forzando su mecanismo de engranaje, el cual chirrió desagradablemente en la noche, el sajón trató de enmendar su miedo inicial y, con extremado respeto, puso un primer pie en la repisa desde la cual comenzó a bajar los peldaños que daban a aquel socavón hecho por manos ciclópeas hacia donde esa Venus Fatale, ese vástago de Guillermo el normando, se había valido en sus finas artimañas para huir y eludir esa cacería descontrolada y silenciosa que ahora se estaba llevando a cabo. Alumbraron con sus antorchas aquel agujero pútrido donde bloques de hormigón armado comenzaron a hacer acto de presencia.
La suela del conde resbaló y trastabilló en el aire sobre la cornisa, sus manos se asieron a un saliente y pudo parar una estrepitosa y mortal caída, se sobrepuso al susto y siguió presto hacia ese inclinado descenso.
Para entonces era tarde, ya que esa Venus Fatale se había esfumado de sus retinas y lo que encontraron les heló la sangre. Un túnel subterráneo abovedado excavado bajo palacio y que unía millas y millas de longitud en dirección justo hacia el Canal, se estiraba como un auténtico agujero negro. ¿Quién había sido capaz de concebir semejante obra de ingeniería, horadando todo un túnel de semejantes dimensiones? Todo el séquito real que fue con antorchas en mano recorriendo aquel interminable tramo a base de conglomerados y bloques de hormigón armado, no podía salir de su asombro, no había más decoración que la formada por fajas verticales a modo de contrafuertes.
―Santo cielo, ¿qué es esto? ―exclamó Edwin, conde de Mercia, junto a los hermanos del rey Gyrth y Leofwine allí presentes.
Aquel túnel interminable se abría ante sus ojos igual que un tobogán sin fin, lo recorrieron alumbrados entre antorchas llegando a más de media legua, un largo trecho, hasta que decidieron parar la marcha tras no divisar enemigo alguno a la vista.
―¡Dad aviso al rey!, ¡dad aviso al rey! ―alzó su voz de alarma Gyrth, observando a la guarnición.
1 (Hom. Od XV)
2 Helena: raptada por Paris, príncipe troyano, dando lugar a la Guerra de Troya.
3 Las Termópilas
4 m. desus. templo.
5 dada la ambigüedad que entraña dicho personaje en la presente obra, el cual es representado por la figura de una mujer, a lo largo de la misma va a ser referido tanto en masculino como en femenino.
6 Diógenes de Apolonia: filósofo griego.