Allí se abrió en la noche el palacio ducal del duque Guillermo en Normandía, en la nave principal las teas y candelabros daban luminiscencia al castillo de Caen, con su rosetón, sus dos bóvedas de crucería y pináculos que daban un transformo fantasmagórico al mismo, Guillermo iba en holgado traje oscuro y guanteletes, destacaba de su cuello una gorguera y arandela, con manguillas bordadas sobre sus brazos y un porte hombruno con esa capa que arrastraba vaída a ras de suelo, con borceguíes y greguescos, y una espada que caía ceñida de su cinturón y sus reforzadas escarcelas, sobre su cabeza llevaba un capacete de metal muy fino y ligero que se ajustaba a su cuero cabelludo con un ligero protector de nariz a forma de pico y que solo llegaba hasta el entrecejo. Guillermo aposentado en su trono con ese toque marcial y castrense, ostentaba un respeto fantasmagórico con solo su mera presencia, ante la mirada atribulada de los miembros allegados de su corte que lo cortejaban a esa hora de la medianoche, escuchando atentos sus designios, sus berrinches y ardides.
―¡Maldito sajón!, ¿acaso me toma por estúpida?, ante la abolición de la distancia consagran su desorden y litigio a los designios que entrañan la discordia y las lides más encarnizadas que conllevan las bardas, ¡pues ansían la ruda afrenta!, ya sea seto o tapia cubierta de sarmientos, heme aquí, desterrada a mi desdicha por los que una vez vertieron sus libaciones e inquino ánimo contra mi persona. A todo ello, Rufus, ¿qué sabéis de ese exiliado de Tostig, hermano advenedizo de Harold y su relación con Harald Hardrada?, ¿le hicisteis llegar mi reclamo?
Alan Rufus era un noble bretón y un fiel lacayo de Guillermo el Conquistador era hijo segundo de Eozen Penteur, vestía una saya encordada, era de edad madura, frente ancha y cejijunto, ojos muy enjutos y negros, y orejas respingonas, calvo, y de gran envergadura física, su barba rizosa y pelirroja y su blanca piel le hacían aparentar cierto aire nórdico. No era muy alto, y siempre trataba de plegarse a las voluntades de su amo y señor Guillermo.
―En efecto, Tostig se avino en alianzar con Hardrada confabulando contra el sajón, tal como solicitasteis, milord, mas aguarda a las afueras para parlamentar ante vos ―le confesó Rufus.
―Bien hecho, Rufus, hacedle pasar pues he de platicar cosas concernientes al sajón y así socavar y domeñar su ímpetu descaminado, a expensas de su vanagloria y obstinada gesta, la que graba y confiere en agudeza al más valeroso enemigo ―replicó Guillermo.
Tostig el hermano exiliado de Harold hizo acto de presencia ante la corte normanda y cortejado por una guarnición de hombres armados se paró justo ante el trono contemplando impávido que se trataba de una mujer en realidad, aquello lo dejó descolocado por segundos, pero se sobrepuso ante el trance. Era barbudo y tosco, de arrugado ceño y cicatriz en su mejilla izquierda, delgado al estilo sajón, pero valiente y avezado en la batalla, diestro con la espada, vestía una malla normanda sobre su pecho, sobre una holgada saya farpada. No era muy alto, de estatura media y sus ojos claros y piel eran de descendencia nórdica.
―Milord, perentorias son las demandas de mi amo y señor, en pos de vuestro imperioso reclamo me inclinó ante vos ―hizo una genuflexión agachando la cabeza Tostig―, pues en su cabalístico hechizo el sajón se vale de oscuros nigromantes para confabular en su afán empecinado contra normandos y flamencos, arguyendo a porfía, y esgrimiendo la espada de la beligerancia cual inciertos atributos que son sus dispensas.
―Bien dicho, Tostig, necesito que atraigáis a vuestro sedicioso hermano hacia tierras del norte junto a York, los nórdicos y tropas de Hardrada tomarán parte en la contienda, navegad por el Humber y plantad batalla a los condes de Mercia y de Northumbria en Fulford, porque entre noruegos y demás mercenarios flamencos, con los pórticos de sus sacras puertas entreabiertas llamaremos su atención, y la díscola quimera del descorazonado aliento rubricará su perdición.
―¿Creéis que acudirá a su rescate? ―le preguntó Tostig, dubitativo.
―Destinado a servir de envoltura cual bestia cegada en su ímpetu valiente, quedará uncido al yugo de su suerte, prodigios mayores ya habitan en mi ajuar, guardad sepultura para tan excelsa cabalgadura, mas sed bizarro no un timorato ―Guillermo movió su mano y unos cofres con oro fueron puesto a sus pies por la guardia―. Dad estos caudales cual fiel recompensa al noruego ―dos lugartenientes de Haldrada allí presentes se hicieron cargo del botín entre ellos el medio hermano de Haldrada, Olaf Haraldsson―, ya que si tanto reclamáis el trono del danés, sabed que vuestro no será el inglés.
Olaf portaba un largo pellizón con forro de piel de armiño, un casco de acero con protector y una enorme espada sobre su cintura, era fuerte, curtido y de mirada austera, sus pies iban al desnudo con simples sandalias. Era pelirrojo y pecoso, muy albino y tremendamente atlético, quedó encandilado ante la belleza de aquella dama, era justo lo contrario a quien le habían relatado por generaciones en las crónicas, no lo podía creer, pensó que era alguien ocupando su lugar en su ausencia, aunque no trató de indagar ni poner en tela de juicio nada con todo un ejército de soldados guardando su perímetro.
―Poderoso Guillermo, daremos apoyo al ex conde de Northumbria, Tostig Godwinson, aquí presente y allanaremos el camino a vuestra invasión frente a las fuerzas sajonas de Northumbria y Mercia en York. Recónditos testimonios y la veracidad de los mismos implican ya al sajón en una rebelión en ciernes, cuajados suspiros desgajan su gélida impronta lastimera, y enderezan las crines de sus monturas, para así ajusticiar y retar al acuciante destino, el que se discierne ya sobre vos, cual rey que espera la hora suspirada y por todos acordada.
―Bien declamado, noruego, y a todo esto nos ha de llevar la conciencia, al igual del que por resuelta adivinación y diversos puntos se promulga con su savia pervertida, cual soberano irresoluto que aglutina la sinrazón de tan ilegítimo cetro, ¡raudos heraldos de los reinos colindantes!, la de este reino cohibido y privado por la sensatez que, ante el denso aire craso se alza cual grupa insana de nuestra sangre derramada; ¿qué piezas he de posicionar con el más agudo ingenio sobre este críptico casillero de estrategia donde táctica y sapiencia han de conjugarse con suma prestancia? ¡Sir William! ―proclamó Guillermo.
William Fitz Osbern, señor de Breteuil, en Normandía, era un pariente y consejero cercano de Guillermo el Conquistador, vestía un brial confeccionado con rico cendal, de edad madura y cabello desgreñado y grisáceo, de barbilla prominente, así como sus facciones enjutas y delgadas, era alto y desgarbado, muy flaco en carnes, y a menudo trataba de persuadir al conde Guillermo de los aconteceres y medidas a tomar en cuestiones de Estado como de guerra. Tenía voz y voto en el consejo y ejercía una gran influencia en su figura.
―A vuestros pies, milord. ¿Qué es lo que tanto os perturba? ―se inclinó su consejero.
―¿Le hicisteis llegar esa misiva a Guy, conde de Ponthieu, con esa ardid con la que ambiciono proceder?
―En efecto que así lo hice ―contestó, mientras agachaba la cabeza.
―¿Alguna objeción al respecto? ―se interesó Guillermo.
―Ninguna me hizo saber en su momento, milord.
―La inquina finalidad que conlleva mi mano a apoderarse y reducir a frágil urdimbre y carcoma a todo lo que es frondoso, sutil y gracioso, es algo que un simple y limitado montaraz jamás entendería ―manifestó Guillermo.
―¿Qué es lo que os proponéis hacer, mi señor? ―le inquirió Tostig.
Guillermo se alzó del trono poniéndose en pie y bajando las escalinatas de mármol que llevaban hacia un círculo concéntrico o mosaico donde se reunía la embajada extranjera. Tostig y Olaf Haraldsson bajaron la mirada pues el porte de aquella ninfa de extremada hermosura era amedrentadora y hechizante, era realmente cautivadora con aquellas curvas tan exóticas, pero a la vez mantenía un pose sepulcral, los rebasaba en altura, y su sombra recayó sobre ellos como una anatema de la cual sería imposible poder escapar, como una maldición, un pacto con el diablo, el consejero descendió por las escalinatas y se unió a Guillermo situándose a su diestra, guardando las distancias con aquella embajada venida de tierras inglesas en las que su ama había depositado grandes esperanzas para poder materializar y llevar a cabo la tan demandada invasión y conquista de Britania, y asentarse como amo y señor de toda ese erial donde solo pululaban esa raza de afligidos y desdeñables sajones, que tan díscolos se habían mostrado contra las acechanzas y preceptos del normando, usurpando ilegítimamente su corona, tanto Olaf como Tostig se mostraron incómodos al ver a aquella figura dar una vuelta en derredor de ellos igual que un sabueso olisquea su presa, esto no les reconfortó en absoluto, solamente desconfianza hacia el temido normando, aunque sabían de su alianza, sus añagazas y ardides eran temibles, y los estuvo observando por largos segundos sin musitar palabra. Guillermo sintió el miedo en sus cuerpos, y la incertidumbre plasmada en sus caras, aquel ser albino de puntiagudas orejas como era el caso del normando, los había dejado patidifusos, ese rostro cetrino y pajizo, con ese porte de figura de cera y deshumanizado los intimidaba, los dos lugartenientes de Haldrada, Olaf y Sigurd, este último un comandante fiel vestido con túnica, robusto y rubio, de cicatrices dispares en su rostro, portando un casco de bronce; Haldrada ya en tiempos de su exilio había forjado su nombre como un duro mercenario en tierras de Kievan Rus y en la Guardia Varangiana del Imperio Bizantino, mas aquello no amilanó los enervados ánimos de Guillermo, aquella Venus Fatale que con cuerpo hombruno los mantenía cautivados. No sabían con certitud el origen demoniaco de aquel engendro, tal vez la leyenda fuera cierta y aquella alianza resultara tan mortal como el mismo infierno, al fin y a la postre no podrían dar marcha atrás, habían prestado un juramento sagrado, y eso era algo que al propio Tostig le podría pesar si quería recuperar su prestigio o parte de su dignidad usurpada por su hermano Harold, a quien consideraba un impostor, y un oportunista que se afianzó a la corona a expensas de lo que a su reino aquel acto podría acarrear, la angustia, el sometimiento y la esclavitud de los sajones, de su raza, la adjudicación por parte de los barones normandos de los fueros y heredades de los nobles de Britania, pero el pacto ya estaba sellado a hierro y sangre, incluso temía por su cabeza en aquellos momentos de incertidumbre y desasosiego. ¿Qué tramaba aquella criatura diabólica con aspecto de ninfa?, jamás supuso ni por oídas ajenas que se trataba de una fémina la que llevaba las riendas de aquel reino distante y rebelde que tanto había atormentado a los sajones durante generaciones, sintió un gélido sobrecogimiento de pies a cabeza, puso su mano sobre su cuello como sopesando los inconvenientes, y trató de mantener la calma y sobreponerse, esos ojos de serpiente traspasándolo con su mirada una y otra vez, dando vueltas a su alrededor, no eran humanos, ¿cómo pudo ser tan ingenuo y haber desatendido las advertencias de los viejos teólogos y videntes del reino?, era cuestión de orgullo lo que el destino le había arrastrado hasta allí, la vida era un edén sin dueño, al igual que una prosa desvencijada, cuánto añoraría una tertulia con buen orador sajón y no con aquel demonio de temperamento irascible, la mayoría de las intervenciones con apuntes inoportunos y fuera de contexto, y sin tener apenas derecho a una simple réplica, era cautivo del tiempo, de su propio tiempo, debía ser sincero, mientras contemplaba embelesado ese fino cutis lampiño del normando que era capaz de atrapar el corazón de más bizarro guerrero y al mismo Aquiles en persona.
―Algo muy sencillo, atraer a Harold a mi terreno, sé de su viaje clandestino en bajel por aguas del Canal para sobornar en alianza a Guy, conde de Ponthieu, pagaré rescate por su cabeza, y lo obligaré a firmar su capitulación, aunque jamás cumplirá con su palabra me allanará la confianza papal y, en infausto juramento de lealtad, apelaré y lograré su beneplácito y bendición para la conquista, con el pendón canónico sobre mí cabeza, ahuyentará de toda duda a sus potenciales aliados y dará sustento y legitimidad a la empresa, aquí dispongo de Lanfranco, abad de Bec, el que será fiel testigo en ratificar la veracidad de tales hechos. Solo ello bastará para convencer a Su Santidad.
Lanfranco, abad de Bec, llevaba un simple bliaut con pliegues acuchillados de seda, una caperuza de terciopelo verde le caía encasquetada hasta los ojos. Iba en simples babuchas orientales y mantenía una posición cabizbaja, escuchando, aunque no entrometiéndose en asuntos de Estado. Era un hombre mayor, recio y bastante bajo, cara regordeta y mofletes sonrosados, algo encorvado y nariz ganchuda. Sus ojos negros fulguraban rijosos y picarescos pareciendo anhelar la codiciosa opción que le deparaban los tiempos, la de alzarse como arzobispo de Canterbury tan pronto como Stigand fuera canónicamente depuesto. Siendo aún prior de la abadía de Bec, ya en su día se encargó de mediar entre el santo pontífice y el duque de Normandía para dar validez a la unión con Matilde de Flandes.
―Ello sería perjuro y os condenaría, milord ―enfatizó Rufus―, es altamente arriesgado, desdeñar el destino de vuestra propia alma en detrimento de otros menesteres podría mortificaros de por vida.
Se hizo un profundo silencio entre todos los allí congregados, Tostig sintió una quemazón en todo su cuerpo, he hizo un gesto de aseveración forzado a Guillermo que no le quitaba ojo de encima, ella aquella Venus Fatale le mandó una sonrisa malévola, luego se posó tras las espaldas del grandullón Olaf, este se volvió tratando de averiguar qué se traía entre manos o qué artimaña de distracción urdía aquella diablesa, cuando el noruego volvió la cabeza con ironía, suponiendo que solo eran fanfarronadas.
―Más con el don del propósito, aunque convincente, noble bretón, siempre he detentado sentimientos ambivalentes para ciertos juicios prematuros, dejad eso de mi cuenta, mas entrando en consecuencia, si todo surge según lo prefijado, el sajón arribará sin más dilación a Ponthieu de aquí a tres noches, me he anticipado a su llegada. El conde ya sabe de mis propósitos y lo he doblegado a conciencia, sus lloros cuajarán cual carámbanos en el limbo de la eterna espera, pues juro desterrar a ese entrometido sajón de esa vida placentera, mas ¡ay, de aquel que se desligue de cualquier clase de malicia e iniquidad!, y quede libre de mácula sin gratitud ni potestad ―les respondió Guillermo.
―Esa ávida avaricia guarda un secreto que consume vuestras entrañas, milady, aplacad ese ánimo desenfrenado, pues insaciable es como una fiera o al enemigo infundirá recelo. Acogeos al abrigo de la cautelosa noche, pues los movimientos más contradictorios se diluyen a veces, en pura ilusión a ojos inocentes, que no os perciban ni intuyan, el golpe más certero no es siempre el que llega primero, sino del que el enemigo no se guarda ni percata. Penetrad a través de los más inermes y laxos intersticios del sajón, con la agudeza del misio1 y la daga del sagastio,2 sin andar en reparos, pergeñad la idea con esmerada maestría, mas con la continencia de un buen espartano,3 desatad vuestra cólera en el día más pudiente, alejando a quimeras y a brujas hechiceras ―la alentó su consejero, William, señor de Breteuil.
―Bien remarcado, sir William, una vez abierta la veda, todo recaerá en puertas ajenas, pagarán justos por pecadores el costo de tan ilegítimo reino; al abrigo de las más solapadas nodrizas ya se gesta e incuba este fermentado anfitrión que tejen las lóbregas entrañas a las sombras, los dispendios en oro que ya financian esta contienda son difíciles de sostener, no eternizaré ni postergaré a meras monsergas estos mis preceptos capitales, ni en onerosos montos manifiestos daré rienda a esta maniaca pasión, mas no cejaré en mi empeño para que las mismas recaigan en fuero ajeno, las agrias disputas conllevan a sacrificios inderogables y marginales. Sabed que tan severo litigio es tildado de injerencia en labios del sajón, tan solo un sabio pretexto para recapitular en lo concerniente, sin caer en la redundancia de lo inacabado y de lo meramente fútil y trivial, ante estos lindes incongruentes es aquí donde se perpetúa la razón y se forja la pasión a golpe de espada. No olvidad vuestro linaje, venerable William, debéis vuestra más consagrada reverencia a este que os habla desde lo alto de su solio ―le recordó Guillermo.
Su consejero William inclinó la cabeza dándose por aludido, y aquello era una severa advertencia, mientras Tostig y los noruegos aguardaban sin abrir boca ante lo que allí se platicaba entre el consejero y aquel áspid, de la que trataban de mantener distancia y eludir su presencia.
―En efecto que no lo olvido, milord, pero el sajón ya articula su modus operandi y disuadiros es mi deber, para que no sembréis berzas sin antes reservar el retoño de antiguos alfalfares, si no cejáis en vuestro empeño ante lo irracional, he de ser voz y conciencia en mi consejo, que no un afásico bufón al que todo se le antoja, ante unas fuerzas que ya conspiran junto a nobles normandos para aventajaros en su oficio burlón ―le recordó su consejero real sir William.
―Dad por seguro, sir William, que a esos puros hediondos y resentidos sajones, que tanto confabulan con el bruñido lenguaje de la inimitable pasión, sucumbirán en su empecinado afán, pues viéndome dueño de este placentero tesoro, bien que servís al virtuoso, sin añadiduras ni monsergas, desahogado en refranes apesadumbrados, y siempre directo en su oficio, relegando las más ralas ideas y acotando el camino, para llegar pronto a su destino, pues como la arcilla que enriquece la linaza dais luz y trasfondo en vuestro cometido ―le agradeció Guillermo.
―Aterradoras como un ineluctable castigo se alzan los escabrosos acantilados del inglés, como brozna y áspera hilaza. Mucho habréis de confiar de vuestro instinto para cruzar y sortear la siempre gris marejada del brioso Canal ―la advirtió Tostig. Tostig junto a Olaf y Sigurd se mantenían yertos escuchando lo concerniente a los planes a llevar en la invasión, y el sajón no dudó un instante en hacerle ver su visión de los hechos y ser merecedor de su apoyo incondicional, un silencio prolongado podría considerarse como un acto de irreverencia.
―Con el apoyo del pontificado me ganaré la confianza de Enrique IV, el Sacro Emperador Romano y el rey Sweyn II de Dinamarca, nada podría perturbar más al sajón que este hermoso condescender de la realeza, ello le hará empalidecer y quedar en un aislamiento tal, que lo sumiría en un sueño de amargura, su ingente fatiga quedará sellada cual estrella naufragada ante tal ineludible refutación. En sus gargantas ya se atora como una tarasca o cual espectro que descubre la ennegrecida pátina del tiempo, este prolegómeno de aislados pretextos y deslices siniestros, mas hendiendo pica en Essex, todo se reducirá a una simple y prolongada maceración derivando en una pulpa sanguinolenta que, bajo tutela y protección de su señor, entre inveterados housecarls y esos ineptos milicianos de reserva apodados fyrd retozarán como patos empantanados en tierras de York, mientras tanto yo atracaré cruzando el canal por la bahía de Pevensey, aprovechando el otoño con la bandera papal ondeando al viento, entre normandos y bretones, huestes venidas de Anjou, Poitou y Maine, y valido del diligente y valeroso Rufus al que designaré conde de Richmond, como decía, todo ello bastará para hacerme con el mando de la isla y ese erial tan ahuecado y contraído como plomizo y frívolo es su cielo, hasta los más valerosos nobles rehusarán de sus más consabidos criterios, y el desagravio añadido quedará saldado con esta invasión ―sentenció Guillermo.
―Bien ponderado, mi señor, ante la pávida y absorta mirada de la desconsiderada amargura, con todo se procederá bajo la diligente ventura ―lo alentó Rufus―, la intrínseca necesidad de paliar con la afinada coyuntura, una entente juiciosa con la ingente cordura, no nos hará languidecer ante lóbrego duelo del infortunio.
1 De Misia, Anatolia
2 Tribu persa según Heródoto.
3 (Herod. I, 138)