El vocerío del rey Harold sobre su trono repercutía en toda la nave de Westminster, rodeado de todo su consejo y corte, ante la severa acometida del normando en plena abadía, burlando a toda la tropa y escapando y escurriendo el bulto entre los presentes. Pero era esa fuerza que demostró y determinación lo que asustó a Harold, tuvo bien cómodo desembarazarse sola de toda la guardia custodia de palacio, cerrar los postigos y adentrarse por ese túnel que, en la clandestinidad, había mantenido oculto todo ese tiempo el normando. ¿Cómo disuadir a una fuerza como aquella?, es lo que lo atormentaba una y otra vez, arrojos tuvo de sobra con ese porte embaucador de ninfa, y ese vigor arrollador capaz de zafarse de más de diez hombres a la vez y trabar como si nada las puertas de palacio. Esa convicción y falta de agallas era lo que faltaba en sus tropas, se encontraba abochornado por semejante afrenta, como un simple y bufonesco rey que ya olía a excremento.
―¡Oh, arzobispo!, por orden divina y nunca aciaga, ¿no saben las sabias escrituras e ilustres luceros de las impías infidelidades que conlleva el incesto de ese Bastardo?, y ¿aun pende sobre mi conciencia una bula de excomunión?, ¿acaso me tomáis por estúpido?, ni siquiera la abolición de la distancia servirían cual pretexto para no apercibirme de la verdad, la cara real de esa quimera del exterminio, ya los astros se consagran en desorden y litigio coaccionando mi trono y mi reino, ¡como una sarna corroe mi interior!, ¡oh, poderes divinos!, libradme de este hecho irresoluto, ¿qué hice yo para merecer del desprecio divino, el que ahora se alza y solivianta a mi trono y mi causa al igual que una aguzada hoz?, afine yo mis siete sentidos, pues privado de los graciosos dones de la virtud que siempre han de ocupar una mente juiciosa, nada me hace libre de prejuicios ni presunciones, caracteres más límpidos y elocuentes que el cristal componen esta vasta retórica cargada de la veracidad más recalcitrante y ancestral, la de esta hija del Averno que, con la animosidad de mil dragones, no malgasta la ocasión para hacer de tripas corazones ―Harold se maldecía compungido, recapitulando en su mente la visita de aquel heraldo.
El arzobispo Stigand envuelto entre casulla, mitre y estolas, trataba de apaciguar el ánimo de su señor, Harold se comportaba como un viejo errático y sin conciencia, perdiendo toda su virilidad ante una mera mujer, su contendiente del otro lado del Canal; circundado por todos los allí concurrentes sintieron vergüenza ajena ante las flaquezas de Harold y sus lloriqueos, secándose una y otra vez sus lágrimas con un paño de seda y sorbiendo tembloroso vino de la copa que los vasallos de palacio le ofrecían. Cualquiera con sentido común podía entender lo que realmente lo atormentaba y no era para menos, después de la brutal acometida perpetrada a manos del normando, sacudiendo todos los cimientos de palacio y Westminster, sumido en aquel pozo sin fondo, en esa histeria contagiosa que había que poner en cuarentena y de la que trataba de sobreponerse ante sus súbditos y allegados.
―Pero ¿quién es, de quién se trata?, maldita sea, ¡dad nombre y calificativo a lo que se aferra a vuestros más atávicos temores!, describidlo sin pelos en la lengua, sed consecuente y visceral, pues inaccesible como el monte Oeta1 se alza ante nos como un fantasma, no dejad a merced de la indecisión las fatales aberturas a este oscuro dilema, esas verdades que han de guiarnos con la luz esclarecedora de un lucero, para así ser refutadas y las mismas solventadas, si tan prolija es la agonía que tanto os perturba la razón ―le recalcó el arzobispo Stigand.
―Dad luz y voto a este entuerto, mi soberano, el que surge aherrojado sobre un profundo dolor acaecido en el pasado. Trazadlo en la línea real que conlleva al convencimiento, con francas palabras y circunscrito a ese léxico de dorado brocado y oro torzal que ha de llevar consigo siempre un rey, abundante en epítetos, concatenando rima con dilema, por si aún merodeara entre ambages y vivencias, para que los hados se apacigüen y los miedos se extravíen ―le suplicó el conde Gyrth Godwinson.
Gyrth era el hermano menor de Harold Godwinson y el cuarto hijo del conde Godwin, ahora investido conde de East Anglia, Cambridgeshire y Oxfordshire. Portaba una garnacha con interior de piel y unas altas medias ajustadas a sus piernas. Era flacucho como Harold, aunque algo más alto y joven, pelo rizado castaño y ojos claros, de faz enjuta y prominente, muy angulosa en pómulos y barbilla. Aunque muchos decían que era muy diestro con la espada y valiente a la hora de la afrenta con el enemigo, no pudo contener su disgusto al contemplar el mal estado de su rey al cual debía obediencia y lealtad, sabía que el normando había calado hondo en su ser, y esa herida sería difícil de restañar. Pero lo importante de todo era que estaba predispuesto para la guerra, y era aquello por lo que aun mostraba algo de respeto tanto la nobleza y el Consejo de Estado. Si Harold no revelaba una catadura segura y bravía podría ser incluso destronado por los suyos, aunque él siempre lo impediría interponiéndose ante cualquier intento de rebeldía intestina, algo de lo que no estaba libre ningún soberano en todo el continente y ni en la misma Francia. Mantuvo la rectitud y un semblante serio para disuadir toda duda y vacilación en aquel acto protocolario en Westminster, ya que era imperativo por necesidad.
―¡Oh!, ¡si he de ser franco ante ese grotesco cuervo de famélica condición! ―exclamó Harold―, escuchad de mis labios estos aconteceres provenientes de los lejanos campos de Sand Hills, pues son el vestigio certero de su impronta, desde allí remontan, refulgiendo con reto impúdico, cual desecho de una vaga y tupida beodez o un menesteroso espejismo a mis pies, el que aun circundase mi mente como una pesadilla inenarrable. Ante esta variedad de sublimes adversidades y contradicciones sobre el firme y sobrio terreno, donde todo fundamento a de circunscribirse a las más santas virtudes cardinales, allí fui testigo, pues con retadora faz se mostró, acompañado del ya difunto sir Geoffrey, mas siendo por entonces conde y en guerra en ciernes contra el invasor danés, Magnus el ilegítimo de Olaf, como decía, por el flanco derecho se presentó barriendo toda adversidad en su camino y con una vileza y vigor, que ni diez hombres pudieron domeñar, a todos los empaló, de uno en uno, cortando, cercenando, como el que siega a golpe de hoz un simple rastrojo, y era ella, nívea y blanca como la cera que brilla, esa despreciable ramera, esa emisaria normanda que a todos aterró, la misma en cuerpo y alma, el Bastardo en persona.
La voz narrativa corroboraba en un principio con una impronta sopesada y aguda la de evocar las actividades acaecidas, no desde una perspectiva engañosa o imaginaria, sino la de algo real, de un hecho dramático que enmarcaba y encerraba una historia incrustada en un pasado ignoto e indiscernible, brindando esa información adicional un argumentó aderezado al gusto de ese paradigma de teatralidad, tomando los páramos y arenales de Sand Hills como un épico escenario digno de reseñar.
―¿Qué abyectas e impías incoherencias profieren vuestros labios, mi señor? ¿Teobaldo el heraldo era el duque?, ¿estáis seguros, milord, de que no os nublan los sentidos o andáis impedido de lucidez, ni sois víctima del agrio brebaje de alguna curandera? ―le preguntó, alarmado, Edwin, conde de Mercia.
Edwind lucía una sobrevesta lujosamente forrada y borceguíes y se le aproximó al trono tratando de analizar bien el estado de salud del monarca, pues demacrado y sudoroso, no parecía estar en su sano juicio, lo reconfortó con su presencia cogiendo con su mano su diestra en señal de lealtad. Ante todo fue una señal de sinceridad y respeto, pues hasta la misma corte comenzaba a tener ciertas dudas sobre su entereza e integridad en aquellos momentos de hecatombe y crisis de Estado, aun así se hizo un silencio prolongado mientras el monarca intentaba sobreponerse ante la cuestión lanzada por el conde Edwind, mas no daría su brazo a torcer tan fácilmente ante el poderoso invasor, reclutaría levas frescas por todo el reino e intentaría tender alianzas hasta con el mismo diablo si hiciera falta antes que ver a su reino caer en manos de esa pécora incestuosa. Alzó su cabeza después de sorber sobre la copa de vino y reconoció a Edwin reunido entre el séquito en aquella noche a la luz de los cirios y teas de palacio.
―¡Oh, santos querubines, Edwin, tengo miedo!, ¡estoy aterrado! ―Harold se abrazó lloriqueando a sus brazos, mientras el arzobispo le retiraba la copa de vino.
―¡Sobreponeos os digo! ―exclamó Edwin.
―Las fuerzas me flaquean y los ánimos ya descubren mi exánime alma fragmentada, ¿qué será de mí?, ¡tapiad, malditos, ese infecto agujero!, no os quedéis ahí mirando ―amonestó a sus soldados allí presentes, refiriéndose al túnel abierto por los normandos el que atravesaba todo el Canal―, levantad muros de hormigón, para que nada ni nadie pueda horadar ni penetrar sus macilentas entrañas. Ciegos hemos de andar, si es el mal quien enturbia la mar, y cuando en tierras del normando, el delito carece de gravamen y honestidad, porque es aquí donde se conciben los vínculos indisolubles ante la impía presencia de la madurez.
―Milord, desechad lo ingenuo e indocto sobre esa gruta soterrada que, cual tumba lo es de sangre y euforbio en almirez, os apuntala y atraviesa como a punta de ballesta desde Dover a Calais, para el que ha de ser piadoso cual porte libertino y jactancioso, descubrid vuestro pendón, sin dudarlo ni una vez ―le aconsejó el arzobispo, ayudando a que levantara el ánimo del que carecía en aquellos momentos de duda y exasperación.
―Bien declamado, reverendo padre, pero romperé mis gentilezas cual lanza en pos de la obediencia, acometiendo diligencias contra ese diablo de la perversión, no fruncid el ceño ante lo advenedizo e inusual, que infecunda como luna muerta se escribe esta obra demencial ―sentenció Harold.
Ante aquel golpe de espíritu todos acallaron la respuesta, pues comprobando el ánimo enaltecido de su rey, el optimismo comenzó a resucitar en aquel ambiente sepulcral y lúgubre. Algo que agradecieron los miembros allí congregados desde el primero hasta el último, pues de él dependían sus vidas y heredades, al fin y al cabo, si el trono caía, todo el reino sucumbiría como frágil castillo de naipes.
―Majestad, debemos anticiparnos y embarcar raudos rumbo a Ponthieu, encomendad auxilio al conde Guy, para que de esta manera traicione las aspiraciones del duque y postergue esa invasión que se cierne sobre nos, pues como escollo que se ha de vadear, ya olisquea y tantea con antojo prematuro, cual gloriosa deidad y la imperiosa necesidad de paliar con la afinada coyuntura, ponderando su agudeza en lejanos limes aún sin conquistar, pues como dintel que se apoya en las jambas, dispuestas se alzan sus jarcias, las de este reino sin igual al amparo de un rey desahuciado y la honrosa contrición del penitente ―le aconsejó Morcar, conde de Northumbria.
Morcar con saya y capa, y ese inconfundible pelo grisáceo, con tibiales y espuelas en los bajos, mostraba algo de cordura, pero su instinto ante la defensa y el ataque, lo hacían ser un guerrero temible para el enemigo que se preciara a retarlo en campo abierto. Enseguida mostró su disposición sacando de dentro su dolido orgullo entre ese ardor consumado y beligerante.
―Las díscolas semillas de la destrucción ya urden su secreto bajo las escocias y basamentos de los viejos pilares que sostienen mi alicaído reino, como un sueño premonitorio, ya veis qué dispuso a hurtadillas bajo el Canal el demonio, todo se auspicia inversamente proporcional al quebranto y la fragmentación, nadie está a salvo, desde la alta nobleza al alto clero todos los que integran el Consejo del Rey, por cada thegns o earldormen ya la sombra de la Curia ducal normanda logra empalidecer su regia casta. Lejos quedaron los días de libre albedrío para el sajón retozando en su dicha sobre los frondosos campos de York, relatos colmados de una épica que abstraen al más valiente, bajo esta triste letanía así se entiende esta alma durmiente, para los que hoy luchamos contracorriente; nada contribuirá a limar las asperezas del duro caparazón y el impenetrable e imperturbable ánimo que destila siempre el normando, esos feudos se postulan a ser gobernados por esa masa abigarrada de abyectos barones, de flamencos a bretones ―los puso al tanto Harold.
Aquellas palabras dejaron descolocado y en aprietos a un desencajado arzobispo, que ya daba por perdido su preponderante cargo eclesiástico en el panorama de aquella isla y su futuro inminente, como un arma arrojadiza sintió esa advertencia y auspicios del rey, pero aun así había lugar para la esperanza que, aunque limitada y mermada, podría darse si Harold conseguía alianzar con reinos periféricos afines a su causa, pero tan contradictorio se presentaba todo aquella perspectiva, era un laberinto de muy difícil salida.
―De bruna turmalina y pálido cuarzo son los vaivenes de la fortuna, milord, cual luces y sombras la propia existencia, paladeáis tan altivo y palpitante, con esa retahíla de oraciones y descarriado en ocasiones, mas sed consecuente sin pecar de indulgente, así que si sufrir en las propias carnes la dentellada artificiosa y corrompida de este anfitrión de la podredumbre es tan singular como esa manifiesta virilidad que denotan sus cualidades tan míticas como sobrehumanas, no es ser consecuente con lo que macera su mente: «la argucia y el engaño», urdiendo y forjando tan soterrado pozo y faraónica construcción, pues es el mismo que, roído por cuervos y grajos y al abrigo de lechuzas y la mala simiente, os tiende celada desde Oriente a poniente ―sentenció ahora el arzobispo.
El rey desde su trono se volvió observando al arzobispo tratando de desgranar lo que sus labios habían proferido en defensa del reino y contra esa bestia visceral, sin principios ni escrúpulos, todos los congregados aguardaban su veredicto y dictamen, si el de la guerra o la espera, aunque proclive ya a lo inevitable debía mantenerse brioso y, a la vez, con temple de acero, ante el germen incontenido y propagador del normando en toda la isla. Prematuro era de enjuiciar aun tales acechanzas, pero Harold se hallaba entre la espada y la pared, ante la pura reencarnación de un demonio perverso venido de otro mundo, estos hechos ya habían sido sopesados por sus teólogos y eruditos, el linaje del normando era desconocido, parecía venido de ultratumba, con un poder místico y extraterreno, algo sobrehumano que repercutía como un yunque sobre sus cabezas. Guillermo ostentaba un poder divino que escapaba a toda lógica y conocimiento y a todo lo visto anteriormente en otros reyes, era un poder muy intrincado y arduo de discernir, era el enigma de otro mundo. Harold se sentía agarrotado y desbordado por completo, con una gran presión, una pesada carga, una fastidiosa picazón que le escociera y trepara por todo el cuerpo, igual que una sierpe. Luego era verdad lo que las leyendas referían a esta sediciosa historia y los legados de los antiguos cronistas. Lo que relataban era cierto. No era ninguna fábula absurda ni ningún fraude. La relación entre ese astro y el normando era un vínculo evidente. Al principio parecía una locura, pero fue tomando forma esa abominación a ojos de los hombres. Fray Umberto estaba en lo cierto, y después de tanto tiempo, tenía que caer ante la inevitable evidencia. Cuántas veladas perdidas y en vano discutiendo asuntos burdos y mundanos sin percatarse de lo indiscutible.
―Majestad, tendríais que haber sido testigo de esa maldita oquedad horadada bajo estos grumosos cimientos, las raíces rastreras que arraigan sus entrañas cohabitan con vuestra soberana y casta tierra socavando su integridad, ¿os ceñís con certitud a la extraña afinidad de ese mensajero normando con la del mismo duque?, aseguraos pues, porque vilipendiado con oprobio y la apariencia más hostil, lo que no repara en recelo, ni en ovejas de mal redil, como decía: esta incursión da potestad y licencia para doblegaros bajo esos ojos envilecidos que destilan de la más abyecta y bizarra soez, porque no hay preces lastimeras que puedan sufragar semejante desaguisado a ojos de una áspid ―lo puso al corriente Edwin, conde de Mercia.
―¿Áspid?, ¡valiente porvenir! ―exclamó Harold―, lo que nos acerca a un juicio de valor y a la parte más arcana de este trasfondo de tipo esotérico y oculto que representa el normando. He asentado con Guy, conde de Ponthieu, una alianza en pos de la salvaguarda de nuestro reino; que el duque nos quiere muertos es un hecho fehaciente y consumado, cual recalcitrante su veracidad y solapada su rudeza, y no es sonar trivial entre charadas y acertijos, ni con la sagrada erudición y elocuencia de un poeta, sino con el fatigoso y rudo lastre que nos mueve hacia tierras de ultramar, mas si harto es de solventar y su dicha escarmentar, el rédito resultante de esta justa tan pretenciosa entre equilibrio y agilidad, no ha de dar lugar a distracción, ni al vano y reprensible devaneo, porque en la plenitud de la mocedad solo el imberbe la pifia en su lugar. Desterremos los miedos y temores, estas reiteradas y veladas transgresiones a mi santo panteón, serán inversamente proporcionales a su afrenta y agravio, consagremos nuestros fines a esta misión.
―Milord, ¿no habéis sopesado que esos alardes de erudición que tanto enaltecen el espíritu oprimido, vulnerando en su arrojo y osadía esos límites tan vetados como ignotos, pueden haber sido ya atajados por el duque? ―le inquirió su hermano el conde Leofwine.
Leofwine vestía una túnica de lana y bajo las rodillas cenefas, tocado sobre su cabeza con un capiello de cuero, fue nombrado conde de Kent, Essex, y Surrey, era el quinto hijo del conde Godwin, muy flaco y zanquilargo, rubio y muy blanco de piel, era de los más jóvenes de los allí reunidos. Trató de hacer ver que el duque se adelantaría a sus pretendidas alianzas si no lo habría hecho ya, pero los miembros de la corte hicieron oídos sordos a su puntualización. Dio varias vueltas en torno al trono para esperar la reflexión de Harold que se mantuvo en un lapsus de sopesar sus palabras. Subestimar las ardides del normando era algo poco recomendable, aun así no fue puesto en tela de juicio su hilado argumento.
―¿A un soborno os referís? ―respondió Harold, pellizcándose la barbilla muy nervioso―, suelen decir que las frases ampulosas y altisonantes solo sirven cual pretexto para entorpecer los armoniosos concilios que subyacen en los más pudientes remedios y favores del hombre. Si al endrino lecho fangoso he de consagrarme por intuición de rey, allí me encomendaré sin pretexto ni palabrería, aunque derive en mera rebeldía.
―Asombrosa combinación de pareceres, mi señor, que así se cumpla y así se escriba ―subrayó el arzobispo, postulándose el primero.
―¡Que preparen mi bajel!, zarparemos a la medianoche ―ordenó Harold.
1 Monte Oeta: junto al mismo surge una garganta estrecha y natural que sirve como paso de Tesalia a la Helada.