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LA TRAICIÓN DE BEAURAIN

En ese momento era un área dominada por dunas de arena salvajes y frondosos bosques, el bajel de Harold a través la desembocadura de Le Touquet arribó navegando por las someras aguas del río Canche al embarcadero del castillo de Guy I, conde de Ponthieu, en Beaurain, allí a pie del mismo le aguardaba con una guarnición de hombres armados el propio conde en persona, iba vestido con una garnacha de espelta, zapatos puntiagudos y una barba rizosa y prolijamente recortada, era un hombre entrado en años muy delgado y bastante alto, de nariz ganchuda y dolicocéfalo en su facciones, de pequeños ojos de tono grisáceo, ojeras remarcadas por el cansancio y el paso de los años y algunas arrugas en su faz, de hirsutas cejas y cabello encanecido, algunos clérigos con ropas de hábito y capucha también le secundaban, las plateadas armaduras y alabardas de los soldados del conde se reflectaron en la noche tupida, donde la niebla dispensaba su manto sibilino produciendo ovillos en las rompientes de la quilla del barco. Los dos grupos presentes se estudiaban a fondo y ninguno se atrevía a dar un primer paso, se extremaban las medidas y todo parecía ir según lo planeado, sobre el horario previsto, ninguna contingencia había acontecido frente a los fuertes ensamblajes y maderos del muelle. Nadie, ningún ser mortal sabía de esa reunión. Harold escrutaba su alrededor con un rigor mortis de aquel que no espera nada halagüeño en tierras foráneas.

La incertidumbre, sin embargo, fue en crescendo, aunque se trataba de disimular y tapar de alguna forma, no hacía mucho que por aquellos lares ya el duque Guillermo había plantado cara al mismo rey Enrique de Francia bajo el asedio de Arques. Dando muerte a Enguerrand frente a sus muros y poniendo en fuga al vacilante Enrique a través de la frontera normanda, después de ello Guillermo de Talou se vio obligado a entregar el castillo de Arques siendo desterrado de por vida. La desconfianza se llevaba por dentro, aunque la sonrisa artificiosa que esbozaba el conde Guy no engañaba a los presentes ni a los reales propósitos de los sajones. Sus nacáreos rostros emergieron como una aurora bajo los hachones de los soldados picardos, con esos ojos ardientes más que mil velas de blanca cera sobre llameantes candeleros de plata. Harold acudía a completar su destino, el que en corta senda o en perpetua sombra debía de concluir, el estigma del Bastardo se hacía notar en el nocivo ambiente.

―¡Brusca es la partida en pos de la conciliación!, bienvenido seáis a mi palacio, estimado Harold, e hijo de Godwin, conde de Wessex, voluble es la inmediata disposición y receptividad ante lo nuevo, recobrad el resuello porque tras este mar bravío de tempestuosa oquedad, se alza un piélago tan difícil de sortear cual escabrosa Mimante1 y las crecidas cumbres del Córico,2 mas advertiros con voz complaciente que: esta mi humilde morada adolece de la virtud fecunda de la frondosa Lelanto,3 oíd sus mares los que arrastran su oda tañendo la ahuecada forminge sobre esta nutrida gleba de infaustos y premonitorios reveses y, advertiros, buen señor, que el maligno acucia a cada rincón de estas paredes, prestad vista y oído a este hipocrática alianza, antaño firmada y por ende rubricada en tierras del inglés ―le dio la bienvenida Guy I, conde de Ponthieu.

Harold iba envuelto con una túnica que llegaba hasta las rodillas con bordados y un cuello escotado, y un cinturón ceñido a su cintura con hebilla metálica con adornos de oro y plata. En su mano portaba el sello real y bajó por la rampa con parsimonia seguida de su séquito, el picardo medía sus pasos y el de su cortejo hasta que llegó a su altura e hizo un gesto de reverencia ante el conde.

―Agudo y sagaz es el diente de la ingratitud, conde de Ponthieu, así sucumben con generosa virtud los que impregnan sus dadivosos dones con los labios del querer, pues si a vuestro castillo acudí a parlamentar, no sería prudente otorgar al diablo el beneficio de la duda, quebradizo es este entorno de ineludible refutación, postergar las horas pudientes al reino de lo marginal no sería del todo aconsejable ―terminó con la reverencia Harold, levantando su cabeza.

El ánimo afable del rey hizo aplacar los ánimos del conde y a los suyos, sabía que aquello facilitaría mucho las cosas cuando llegara el momento que nadie esperaba, y del que ni el propio sajón se pudo percatar, la acogida fue cándida y fraternal por parte del picardo; sonriendo algo artificioso y forzado, mascó una mueca un tanto perturbadora, a la que el propio Harold no le pasó desapercibida.

―En efecto, en efecto, majestad, las advertencias ilegítimas del normando se hacen cada vez más incisivas y tendenciosas, hasta el punto que incluso temo por mi cuello en estos días de aciaga y oscura pesadumbre, mas no con jerga en desuso y lenguaje vulgar he de platicar con desvarío, sino con retórica elocuente y perspicaz, y no con la carencia del verbo antes que el atributo, la rigurosa teología acrecienta con entera gravedad los pormenores de aquellos que se aferran al abrigo de las sombras y la ignominia, mas dar por consumada tan persuasiva certidumbre es anteponernos al mismo diablo. Os exhorto con jerga positiva que nunca impositiva a que, sobre estas tierras en litigio cual severo reclamo a cambio de absolveros por parte del normando, en pos de evitar una prematura capitulación, nos adentremos en palacio ―lo invitó el conde.

Una torre de vigilancia entre los altos muros de piedra se levantaba en la noche, una poterna se abrió rechinando sobre su madera al ser movida por la guardia, era tan pesada que el propio Harold y la delegación sajona tembló ante su crujido y mórbido sonido, la disposición de las cámaras estaban distribuidas y ubicadas antes de llegar a un largo pasillo arqueado que daba a la sala de presencia, donde se alzaba la torre central de aquella fortaleza, su bóveda era angustiosa y amedrentadora, las antorchas colgaban de las paredes y no habían excesivos lujos a lo largo de ella, el conde llegó al trono, pero no optó por sentarse sino que permaneció algo nervioso en pie, algo que dejó perplejo a Harold, tampoco ofreció asiento alguno al sajón ante su aparente cansancio, su séquito quedó mirando cómo eran rodeados sigilosamente y en círculo por soldados con apariencia normanda por la forma de sus armaduras y de sus cascos, les pareció algo similares, pero algo prematuro de enjuiciar, ya que las huestes de ambos y sus territorios no quedaban lejos, y la vestimenta militar guardaban cierta analogía por aquellos lares, pero esas miradas ceñudas y ojos escatimosos no les auguraron nada bueno de un principio. Harold se puso al corriente de aquello girando y dándole la espalda al conde, luego se volvió para proseguir la charla con el mismo.

―Estimado conde, un temor me abruma, pues un pasaje dantesco ha abierto brecha el normando entre ambos y altivos frentes colindante, las que surcan el Canal cual la misma Estigia, pues como un ciclópeo corredor ya apuntala a punta de daga mi desvalido y débil corazón, la de mi reino y su gente, pues soterrado surge como el mismo Aqueronte y a pie de mi castillo, la gravedad del delito es tal que, no ahorra en dispendios precisamente, si no obramos con diligencia mi reino sucumbirá al igual que los cananeos, y nuestros bríos y arrestos quedarán relegados a meras enjundias y vacilaciones, y dispersos en agua de borrajas ―le comunicó Harold en referencia al túnel excavado por los normandos que cruzaba el Canal de punta a punta.

―Si ello es verdad, debéis ser más juicioso que el prudente Quirón4 ante Peleo, pues el normando ya busca purificar el arma de su delito, pergeñando alianzas de dudosa procedencia a espaldas vuestras y a ojos del mundo, con la añagaza y la ardid que tanto le profesan, mas busca enterraros en la deshonra e ignominia, y sobre la nutricia y bendita tierra que tanto os pertenece y alberga ―lo alertó el conde de Ponthieu.

Unos cofres fueron depositados con alhajas y oro sobre el suelo marmóreo de palacio por siervos y pajes sajones, que lo venían transportando desde el barco y el embarcadero, dado su peso necesitaron de un pequeño carro el que empujaron algunos de los soldados picardos que estrechaban en círculo a la embajada de Harold. El conde Guy de Ponthieu, mascó una sonrisa diabólica y se frotó las manos al igual que un avaro malicioso, aquel porte no le reconfortó mucho al sajón, pues lo encontró grosero y deshonesto. Se preguntaba a qué esperaba para tomar asiento u ofrecerles vitualla después de la azarosa travesía por el Canal, pero nada de esto pasó, se dilató la velada, como si fuera el preámbulo de un acto de terror aun por venir, esa fue la sensación que tuvo Harold. ¿Qué tramaba el conde realmente para ir con aquella parsimonia en sus actos, como a la espera de alguien en especial?, necesitado de tiempo para algún propósito aún sin desvelar. Aquella era su percepción, aunque no podía demostrarlo en su exacta magnitud.

―Zozobra y perdición, ante estas adúlteras cenizas que prenden mi hirviente sangre cual casto y presto crédito que siempre es de fiar, os solicito que os afiancéis a vuestra palabra, fortificad mi linaje bajo este oráculo de inconsistencia e irresolución, dad paso firme en pos de mi defensa, estimado conde, mas seréis recompensado con tierras desde Suffolk a York y más oro del que podáis jamás imaginar, ya la cámara Pyx de Westminster almacena sus caudales y los más preciados tesoros que no del corrupto delito, despojando la vanidad de los vaporosos tules del grisáceo presagio. Ya la bestia aporrea mis sacras puertas en pos de su objetivo, ¿quién se apiadará de mí ante esas horas marginales y de vigilia? ―le expuso un nervioso y atemorizado Harold.

El ambiente iba volviéndose más tenso y macabro a medida que el tiempo avanzaba. El conde de Ponthieu se le aproximó de cerca, mientras a su espalda se levantaba una robusta puerta de acceso a la cámara, custodiada por la guardia y que permanecía cerrada, estaba labrada en parte en su panel central, con sus trancas y cerrojos echados y tachonada con ricas ornamentaciones y clavos de oro semicirculares. Era de una madera barnizada y brillante de roble. El mobiliario de palacio era muy rico, compuesto por el friso de la sillería, coros y arcas, algún que otro elegante y vistoso buffet que constaba de gavetas y puertas, y junto al trono un atril donde se amontonaban pergaminos, el mismo estaba encendido por las mechas de un candelabro. Pero aquello le trastocó los sentidos al sajón, no entendía por qué aquel acceso o puerta se encontraba custodiada, y el conde Guy de Ponthieu había elegido ese preciso rincón tan alejado del estrado y el trono central de la cámara principal de palacio. Tal vez estuviera siendo demasiado perspicaz, pero la apariencia normanda de los guardas le trastocó los sentidos y su corazón comenzó a latir a golpe de gong, tanto que le iba a estallar si no optaba por relajarse y aspirar algo de aquel rancio aire que desprendían los fuegos ardientes del castillo y sus ceras. Hacía realmente un frío espeluznante y la cámara no había sido acondicionada a tal fin, otra seria razón a tomar en cuenta, la cúpula central del castillo estructurada con doble tambor y pechinas interiores, entre pilares estriados que ascendían hacia las alturas cual signo inequívoco del gusto por la suntuosidad de su anfitrión, daban un toque distintivo y, a la vez, de hegemonía y riqueza. Se preguntó para qué tanta obcecación por parte del conde por obtener más fortuna de la que ya, al parecer, se reflejaba en su palacio. Algo no encajaba en su pensamiento y reflexión, no era muy normal y las trazas de aquella alianza no auspiciaban nada halagüeño que dijéramos, hasta sus propios miembros se percataron, pues no había carestía ni falta de oro como tanto había recalcado en sus viajes el picardo a Westminster y en sus charlas a puerta cerrada durante largas e interminables sesiones sumidas en el más absoluto secretismo. Londres estaba infectado de espías normandos, y Harold sabía que controlaban las zonas de los muelles y riberas. Debía ser precavido aquella extraña velada, algo no marchaba según lo estipulado, podía olerlo e intuirlo en la conducta de su guardia y su forma de parlamentar, carente de carisma y lleno de frialdad, nunca se había mostrado así el conde en sus reuniones anteriores.

―Tan cohibido y sobresaltado os noto, estimado sajón, tendréis que cargar con ese estigma que impone el devenir, porque es la noche y sus hados la que cual fatídica profetisa vaticina el descalabro aun sin descubrir, mas ved que solo el normando es capaz de tornar el oro impoluto en puro y corrupto delito, sed consecuente con lo que os dicten vuestros luceros y no pecad de ingenuo, pues groso como el infundio tendencioso, así se presta al soborno y la corrupción, con solo su presencia levanta hostilidades y vacilación allá por donde suspira y resopla, este reparto armónico de mutua oposición solo enfatiza con criterio las bajezas de este instigador de la locura, el que obstruye y ahoga en irreverencias y deslealtades, haciéndoos cómplice de tan deshonestos actos, limad de asperezas vuestro más locuaz ingenio, pues el normando, arduo es de encasillar en hábitos y de muy solvente prosodia, dado a escabullirse con cola de galgo y ojos de gato, toda estas variaciones derivan de una misma raíz tan falaz como engañosa ―lo advirtió el conde de Ponthieu.

―No pecaré de equívocos y ni me postraré a la bajezas del Bastardo, las que en lenguaje cabalístico y sustancial trata de ocultar a ojos del penitente, derruyendo torreones cual simple masa de alfeñique en su propio gozo y deleite, sometiendo a reinos y ducados al yugo impenitente de su dicha; partitivo como un sintagma se describe su iniquidad y, bajo puntos cardinales, recompone el contorno esférico de su orbe celestial, sobre el que ha de regir y comandar todo lo ajeno y universal ―rezongó Harold.

―Materializar esta temática encontradiza en simple retórica partidista, no es fácil de sobrellevar y menos conjeturar, estimado sajón, el normando se descubre cual ente híbrido desviando el orden natural de las cosas, mas sed cauto y no con lenguaje mordaz, porque hasta las más altas atalayas y empalizadas escuchan un simple desliz en boca de labios imprudentes, los que solo bastarían para destapar balbucientes leísmos y consabidas confusiones a la hora postrera y traicionera, de la que solo el diablo dispone ―lo censuró el conde.

―¿Dispone? ―Harold fue presa de un acceso de escalofrío que recorrió todo su cuerpo―, ¿acaso alguien más supo de mi arribada?, esta solapada inquietud que os atenaza no es propia ni va pareja o en consonancia con lo previamente fijado, pues tan solo acudí con meros súbditos serviles a entregaros el tributo acordado, cargados de fardos de ligeros bajeles ―sus caballeros depositaron dos arcones más cargados de oro y joyas―, lasciva es la mirada que os delata ante tan insigne perlería, milord de Ponthieu, mas esto es en arras de lo que os pretendo entregar si os avenís a mi noble causa.

―Y noble es sin duda, excelencia, y afortunado y honrado en recibirlo, pero hay algo que me perturba y me gustaría mostraros tras estas sacras puertas ―le hizo saber el conde de Ponthieu.

―¿Qué es lo que tanto os perturba, milord?, os noto palidecer más que un muerto ―le respondió Harold.

―Quiero presentaros a alguien que no es proclive al conformismo por potestad, ni a la fácil indulgencia como yo, juzgad por vos mismo ―el conde alzó su mano a la guardia armada que custodiaba la puerta de acceso de la cámara.

Las puertas se abrieron y fueron corridas pesadamente por una guarnición de hombres, con aquellas jambas y macizos dinteles, Harold y todo su séquito hizo de tripas corazón, el crujir de las mismas al ser movidas hizo temblar toda la cámara, el sajón trató de guardar la serenidad y la entereza sin venirse abajo, pero fue un golpe duro y prematuro, jamás imaginado, se abrió como una cámara funeraria dispuesta a sacrificar su vida en pos de algo aun sin constatar, con su techo abovedado adornado con rosetas de metal y sus lisas paredes de pórfido y mármol blanco, las antorchas y sus tapices colgaban de su flanco sur, y unas pilastras ascendían hasta su pequeña bóveda. Allí halló a una figura espantadiza, lampiña y pálida como la muerte con porte fijo, mirándole con cara de muy pocos amigos, era esa diablesa, el mismo duque Guillermo en persona, acompañado de una embajada normanda entre ellos un miembro de la Iglesia. Aquella bruja vestía de bruno, mangas drapeadas y holgada capa, enaguas pronunciadas y una gargantilla con camafeo en marfil, la guardia rodeó rápidamente con espadas en mano al pequeño y reducido séquito sajón. Se destacaban varios archiveros de un mueble librería, un bargueño repleto de alhajas, y una mesa secretaire, junto a algunas sillas dispersas en el recinto, el fuego caldeaba la cámara proveniente de una chimenea ubicada al fondo, de forma arbitraria surgían una cómoda de cedro, banquetas estilo árabe y biombos.

―No pude hacer nada, se anticiparon a vuestra llegada ―se justificó con tristeza y compungido el conde de Ponthieu ante Harold, agachando su cabeza y tratando de evitar la figura aterradora del duque.

―¡Vaya, vaya!, ególatra es la condición de esa alma excelsa y tornadiza por la que rezuma el cobarde. Maldito sajón, arrestos no os faltaron para acudir a esta mi morada, sustancioso es de sufragar tanto agravio por prestar, pero no temáis que el irrefrenable peso del clero recaerá sobre vos con la abyecta e inmisericorde excomulgación ―exclamó el duque Guillermo.

―¡Maldita diablesa!, ¿quién sino?, lo suponía, algo lo hacía inevitable, la leyenda ya os atribuye y con razón ese oscuro reverso del que sois partícipe por tradición y descendencia, mas no sois menos merecedora de ese atributo, siempre cubierta de esa égida vanidosa e indecorosa que tanto desconcierta desde reyes a príncipes, no hay oro lo bastante sustancioso en todo el reino, que logre saciar ese áurea de corporeidad que tanto centellea con famélico ahínco por vuestra grácil y despreciable boca, pues al igual que la que arrastra un pendenciero, trémula es como la luz de una vela y, en su traidora modorra, otea el vasto horizonte en sus recelos ―la reprochó el sajón.

―¿Y esos presentes qué son?, ¿para dispensar arrumacos o simples afrodisiacos con que gratificar cierto cargo conyugal?, ¿me tomáis por gilipollas? ―la dama abofeteó al sajón en presencia de todos―, estos quebrantos no son menos merecedores de una justa reprimenda, mas a sabiendas de vuestra alevosa intención, en pos de socavar al contrincante, a merced del legítimo heredero y tan preso de este instante, el corvo yugo del desaliento solo os sirve para sobornar y otorgar de preciado y oneroso tributo a todo aquello que os es ajeno por voluntad, desde condes a príncipes, incluso más allá de vuestras fronteras, porque tras esa retahíla de equívocos que solo sacralizan su propósito, con anhelos inconexos de sorda fermentación solo hollan en tierras baldías.

Le reprochó aquella diablesa que se le echó encima después de cruzarle la cara con ambos guantes, aquello dejó perplejo a la delegación sajona y Harold se tocó dolorido sus mejillas, totalmente ruborizado y enrabietado ante aquella humillación. ¿Cómo resarcirse de tan severo correctivo?, el rey estaba totalmente acobardado y herido en su orgullo, como una quemazón que le ardió por todo su cuerpo en un acceso de náuseas y repudio hacia su persona. ¿Cómo se podía haber dejado engañar tan fácilmente?, ¿tan ciego estaba y tan inocente era en su causa que nadie de su propia corte pudo advertirle de aquella encerrona?

―Creo que divagáis como un crédulo y viejo diablo, jamás abdicaré a la sombra de un reino escindido por el filo de un tirano, nunca os rendiré lealtad, solo vuestra impronta es capaz de opacar en negra y profana vileza a la misma luna, vuestra ambición se desvanece como un lánguido epitafio antaño auspiciado y por muchos denostado ―le refutó Harold.

―Vuestro lamento resulta tan mustio y lacónico como el arpegio de una lira desgastada por el tiempo. Acuciado estáis por el temor, cotejad bien vuestras ofensas y vituperios, estimado sajón, cuestionando lo que por derecho y rango no os pertenece, las disentidas perversidades de los que plasman su vocación con suposiciones inconexas y absurdas, no pueden dar luz y voto a esta contienda que esquematiza sus valores y defectos en meros retazos contrahechos y de escasa valía para el pudiente. Tan altivo y palpitante es vuestro ánimo que aquí os presento a Lanfranco, abad de Bec, el que oficiará y rubricará con su firma de vuestro solemne juramento y lealtad, mas sobre estas reliquias sagradas que veis cubiertas de lienzo, poned vuestra diestra y jurad. O por mi vida que os rebano el pescuezo, y os chamusco de las greñas a los pies ―se le echó encima como una sierpe el duque al cual amedrentó, Harold no osó ni mirarla a los ojos.

Era hermosa, y su albina piel la hacían ser presa fácil de encantos y hechizos, por tanto, el sajón optó por mantener la mirada oblicua y apartada de su faz.

Aquel monje de ascendencia lombarda, un hombre anciano algo tosco y no muy alto, rostro redondeado y mofletes sonrosados, con su típica característica dada su encorvada espalda y nariz ganchuda, dio vario pasos al frente desde un atril próximo portando un pergamino en latín, de barbas canas y envuelto en hábito con un escapulario negro, un ceñido cinturón llevaba por debajo, se mantenía yerto al amparo de la luz de un candil y la sofocante leña crepitante de la cercana chimenea, este repasaba con unas lentes de aumento y con atención la carta que le debía entregar en mano al sajón, un pliego de rugoso pergamino y emborronada tinta negra, redactada y firmada de puño y letra por el mismo duque de Normandía.

―Haced, milord, lo que os dice, acatad su dictamen, no tenéis salida ―le confesó Lanfranco, abad de Bec―, pues ya se rebelan con aviesas intenciones desde las pestíferas latitudes del Averno incomprendido y con el pórfido borboteo de sus azufrados afluentes, los preceptos de alguien que tras tortuoso periplo ha de entregaros en mano un memorando el que después de leído y ratificado por reverendos padres y doctos obispos, deberéis rubricar con vuestro puño y letra.

Aquello se convirtió en un signo de perversión, donde los temores más atávicos lo atenazaron de pies a cabeza, Harold no podía dar crédito a lo que escuchaba de labios del abad, y aquel buitre, el duque, frente a él, a la espera de su capitulación. Exigua era la salida a aquel galimatías, a aquella encerrona de muerte y premeditación, sopesó los pros y los contras, y comprendió que si no firmaba sellaría su sentencia de muerte, aquella bruja estaba dispuesta a todo, y su poder alcanzaba límites imprevisible. Por tanto, no pudo dilatar más la espera de su anfitrión y aquella repelente presencia, ese huésped e invitado inoportuno que había llegado antes que él, tal vez de haberlo llevado a cabo con anterioridad y haber hecho caso a sus consejeros aquello no estaría pasando, pero el caso es que era la realidad imperante la que dictaminaba entre la luz y la sombra, el bien y el mal, lo fáctico o imposible. No dilapidaría el resto de sus días purgando a la sombra de la sórdida muerte recluido en una celda normanda, no sería justo para el porvenir de su pueblo, pasara lo que pasase entre aquellos muros del castillo de Beaurain, debería de seguir los dictados del duque a pie juntillas, guardarse y comerse su orgullo y abdicar ante lo ineludible, una fuerzas que lo sobrepasaban en poder y agudeza.

―Vos, conde de Ponthieu, vuestros más impolutos atributos se hallan mancillados por esta mácula que jamás podréis limpiar ni borrar de vuestra conciencia ―le reprendió Harold, observando su expresión desencajada.

―No tuve opción, milord, no hay apelación posible ante este alegato de poderosa grandilocuencia, este repertorio de ineludible zozobra, donde el verbo imperante responde al vigoroso acero del implacable invasor. Pues ese que veis ahí plantado no es otro que Guillermo el Bastardo, el mil veces forjado en leyenda, y jamás erradicado por obra y gracia de reyes, ni por las más bizarras huestes, ni en lides libradas, ni crónicas referenciadas ―respondió pusilánime el conde.

―Hacéis bien en ser prudente y comedido, milord de Ponthieu, ante este conglomerado que a manera de anecdotario pasará a la posteridad por cautivar la imaginación de los más incrédulos que, aferrados a ese neutro plural, vigoriza en sentido proverbial lo que por sucesión y linaje ha de ser mío, esa díscola isla que atesora más legados fratricidas y estrategias narrativas que Majencio5 el homicida. Así que disponed vuestra diestra y jurad ―le ordenó Guillermo al sajón, sosteniendo entre sus guantes un cofre de nogal forrado de terciopelo y piedras preciosas.

El sajón quedó estático y remiso a acercarse hacia el duque que portaba aquel recipiente venido de algún extraño ajuar, el duque percibiendo la negativa de Harold a acatar sus órdenes, levantó su mano izquierda a la guardia dando una señal. Los soldados lo obligaron forzándolo y arrastrándolo a presencia del duque mientras el abad de Bec se aproximó hacia la posición de Guillermo, y recitó unas palabras en latín que se oyeron fluir de su boca. Después de ello el duque, una vez dado el beneplácito del abad cogió la mano derecha de Harold posándola sobre la caja.

―Repetid conmigo: «lo que aquí por sangre quede unido, será el legado de su destino». ¡Jurad, maldito sajón! ―lo amenazó Guillermo.

Ante el porte serio y amenazador del normando, Harold no tuvo más remedio que resignarse y aceptar el mandato de aquella bestia con porte hombruno, esa mirada cadavérica y orejas puntiagudas, bajo ese capacete plateado que se ajustaba a su cabeza y que plasmaban la imagen macabra de una Venus Fatale portadora de infortunios y mensajera del miedo y la destrucción. Sabía que de no acceder sería ejecutado por sus propias manos allí mismo, o tal vez torturado hasta la saciedad hasta finalmente someterse igualmente a sus pretensiones, no existía salida ante aquel acto de terror en tierras de Ponthieu, pudo cerciorarse que la invasión estaba concienzudamente calculada por aquel ente demoníaco que dominaba Normandía y usurpaba ahora su corona sin ningún tipo de pudor o remordimiento, su pequeña escolta estaba aterrorizada ante aquella encerrona a puerta cerrada en Ponthieu, y hasta al mismo abad le temblaba el pulso en presencia de aquella tenebrosa presencia, el duque se mantenía recto de pie sosteniendo la mano pegada sobre la tapa del cofre del mismo Harold, notó una fuerza inusitada en su brazo, algo que asustó al sajón, pensó que incluso podría romperle los dedos y destrozarle la mano con solo un simple estrujón. Sabía a lo que se enfrentaba, a un ser extraterrenal, no humano, con un vigor y energía que ningún hombre podría equipararse, luego los mitos traídos cual cantares de gesta que relataban actos heroicos por parte del normando eran verdad, aunque él ya fuera testigo en el pasado de estas reyertas en campo abierto, por suerte había salvado el pescuezo cuando fue testigo junto al ya difunto sir Geoffrey en los lindes de Sand Hills contra el invasor danés, y donde el normando tomó parte, aquella batalla fue terrorífica, jamás había presenciado algo similar en combate, aun así trató de mantenerlo en secreto, ni el propio Eduardo el Confesor supo de aquello, aunque sí de oídas; aunque vagas, parte de la corte conocía de su existencia y la ambigüedad siempre vertida hacia su figura la que siempre flotó en torno a ese enigma. En cuanto a la leyenda forjada sobre el astro y su fuerte vínculo, cada vez tomaba más fuerza y veracidad. Trató de dejarse llevar por esa inercia y fuerza incontrolable del normando y no opuso resistencia al mismo.

―«Lo que aquí por sangre quede unido, será el legado de su destino». Lo juro. Ante esta casta de guerreros que guardan sus guarniciones con la recelosa e impúdica pasión de contribuir a una causa tan infausta como imprudente, ¿qué traen esas manos tan displicentes? ―le replicó el sajón.

Guillermo abrió la tapa del cofre e introdujo su diestra rebuscando algo en su interior, todos los presentes contuvieron la respiración, la imagen de aquella dama era fantasmagórica, algo removió en la caja y el normando trató como de atraparlo, de repente emergió entre sus guantes, se trataba de una serpiente que se contorneaba tratando de escapar de entre sus manos. Las pupilas de Guillermo se dilataron como observando algo inesperado, ¿o tal vez fuera puro teatro de aquel acto premeditado y preparado con antelación? Era una cobra negra y escamosa lo que sostenía, Harold supo de inmediato que había sido víctima de un complot, aquella artimaña era para desprestigiarlo en público y ante un miembro de la Iglesia, lo cual ya se hizo relevante y obvio, ese era el motivo y no otro, ganarse la gracia papal y con ello solventar su causa para cubrirse las espaldas ante la invasión, y él quedar tocado por blasfemo y sacrílego y a un paso de la excomulgación. Lo tuvo claro en aquel preciso instante y la sonrisa sarcástica que trató de contener Guillermo y que no pudo reprimir en su semblante, era un acto peyorativo y de desprecio absoluto a hacia su reino, si salía indemne no renunciaría al reto de defender sus tierras y su isla, aunque esto ya lo supiera el propio duque, era solo una excusa lo que necesitaba, y allí quedaba acreditada por testigos comprados y sobornados, todo un acto de vejación y conjuro, las malas artes de aquella bruja y su férrea convicción la hacían ser un enemigo temible y no había la menor duda de ello.

Harold trató de mantener aquella pugna y, aunque con el rostro desencajado, y a punto de desmoronarse luchó por mantenerse despabilado y en pie, como muestra de pujanza y entereza ante aquel usurpador que trataba de involucrarle en su propio juego y ardid insidiosa, de la que luchaba enconadamente en poder salir en buena lid y enfrentarse en campo abierto a aquella impostora llegado su momento, mas aquello no sería fácil, pues si quedaba en evidencia ante la Iglesia cortaría lazos de unión y posibles alianzas en ulteriores esfuerzos por consolidarse en el poder en Britania. Sus días estaban contados y aquel acto lo marcaría cual animal yeguarizo para la posteridad, tendría que lidiar con aquella anatema tan difícil de sobrellevar a su espalda, cual fardo traicionero e impregnado de sierpes fétidas y sedientas de sangre. Guillermo alzó aquel bicho cual trofeo, blasonándolo como un triunfo más que una desgracia, todos se percataron de aquella pantomima, esa puesta en escena demencial e impregnada de falsedad, la Iglesia se pondría del lado del más fuerte, en este caso recaerían sus gracias y favores en aquel diablo con cuerpo de mujer, el cual regentaba un ducado inexpugnable y, a la vez, sumido en una tiranía sin precedentes, tanto de miedo como extorsión a sus propios barones y terratenientes.

―Pero ¿qué es esto? ―Guillermo introdujo su brazo desquitando el lienzo y sacó una serpiente entre sus manos―, una maldición, estigmatizado quedaréis por este oprobio.

―¡Cielo santo!, ¡sacrilegio! ―se persignó el abad, asustado.

―Oh, no ―exclamó ahora el conde de Ponthieu.

―¿Qué es lo que he de advertir?, solo una estratagema urdida por vos, fementido y alevoso normando, ¿me tomáis por ingenuo? ¿He de descolgar los más viejos tapices de Westminster para con ello poder contentar vuestra irrefrenable ambición? ―le replicó Harold con cierto aire de sarcasmo.

Dicho aquello, Guillermo, haciendo oídos sordos, introdujo nuevamente a la cobra en el interior del cofre y lo cerró de inmediato.

―Abad de Bec, tomad nota y rubricad de lo aquí acontecido entre estos contritos muros del castillo de Beaurain. Dad parte de inmediato al nuncio de este sacrilegio, desconfiad de obispos y barones, porque de esta inequívoca y filial matriz del maligno, a todos nos toca de lleno por lo más taimado y ladino de su seno. Partid a uña de caballo y dad parte de lo relatado. ¡Lleváoslos! ―exclamó Guillermo, alzando su mano y dando orden de que echaran dando escolta hacia el embarcadero al sajón.

Harold fue sacado por la guardia de castillo de la cámara de acceso con dirección al exterior de palacio, no opuso resistencia ni vaciló a la hora de salir con vida de aquella fatídica incursión. Esta vez había salvado el cuello, pero la próxima sería distinta.


1 Mimante: (Hom. Hymn Apoll. 40-45)

2 Cumbres de Córico: Ibid.

3 Lelanto: (Hom. Hymn Apoll. 220-225)

4 Prudente Quirón: En la mitología griega fue un centauro sabio y de buen carácter.

5 Majencio el homicida: Emperador romano.