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AUDIENCIA EN ROMA

Guillermo penetraba en el palacio de Letrán acompañado de la guardia pontificia, rebasaron el triclinio y arribaron a la cámara del concilio, era de forma estirada y espaciosa con mosaicos en sus ábsides y varios nichos ornamentados, evocaba en cierta forma en su línea arquitectónica a los templos imperiales bizantinos. De las altas vidrieras llegaba la luz de las antorchas y las teas, el papa Alejandro II y un séquito eclesiástico lo rodeaba plagado de consejeros y miembros elevados de la Iglesia. El eco de las pisadas repercutieron en las estancias en medio de la noche, fuera hacía un frío pavoroso y una niebla pestilente amagaba con entrar tras la estela de aquel demonio de negra vestimenta, vestía una saya y un holgado pellote que le llegaba hasta los pies, con un alto cuello con morados ribetes en las puntas y un ceñido corsé, hasta el papa Alejandro empalideció al verlo, no lo podía creer, estaba ante una auténtica obra demoníaca, una abominación a ojos del cielo, miró a sus allegados desde su trono sin poder musitar palabra y estos también quedaron sin saber qué decir al respecto. Alrededor del sitial pontificio no figuraban aposentos ostentosos de mencionar sino simples taburetes y escabeles entre banquetas de diferentes estilos concebidos.

Alejandro era un hombre anciano, cobijado en una nebulosa de barba senil, era algo bajo, vestía una dalmática de mangas anchas más propia de un diácono y que le llegaba hasta las rodillas, su rostro era barbudo con un pelo gris desgreñado, de grandes orejas y lóbulos, de ojos grises y lacrimosos, era muy delgado y su estado de salud muy delicado, se apoyaba en un báculo que le servía para ayudarlo a reincorporarse del estrado y en sus torpes andares, y desde allí fue testigo del contoneo de gato de aquella diablesa, de la que jamás pensó tuviera semejante apariencia, y que realmente trastocó los sentidos de los allí reunidos, con un cuchicheo y un murmullo de perplejidad. Aquellas orejas y ese rostro cetrino y pulido con esas mejillas lampiñas y tersas como la cera, ojos rasgados y ese tremendo color garzo, era bella y amedrentadora, pero con el porte de un hombre, luego cundió la ambigüedad entre los testigos, esa androginia era latente en su físico, con ese cabello corto, pero esas cejas oblicuas y picudas negras como el carbón los hacía presenciar a un ser de formas que rompían con los moldes de lo natural, supusieron que era de descendencia nórdica o albina, así que trataron de no rastrillar y cotillear más a cerca de su apariencia, ya que la embajada normanda estaba casi a sus pies, y aquel engendro escucharía sus desavenencias poco protocolarias y su acritud hacia su persona, por lo que el sumo pontífice alzó la mano para que acallaran el chismorreo, pues Guillermo ya estaba encima y les traspasaba con la mirada.

Así, pues, allí se plantó la guardia pontificia escoltando al normando que hizo una reverencia al papa y miembros de la cámara, el porte de Guillermo los hizo amilanarse, era alto y sacaba media cabeza a cada miembro de la escolta que lo había llevado a su presencia. Los ahuyentó con solo un mero atisbo, estiró su larga capa haciéndola a un lado con sus guanteletes. Su gesto se hizo severo cuando observó a Su Santidad, logró percibir hasta el latido de su corazón acelerarse por momentos. Luego pensó que sabía o estaba al tanto de su mala reputación y el sanguinario linaje que le precedía, parecía leerle la mente, supo que el sumo pontífice ya había apuntalado los pilares de su invasión al alianzar con el emperador Enrique IV y Svend el danés, aunque Enrique fuera menor de edad sabía que no pondría impedimentos para la misma. Ya Guillermo había reclutado levas de Maine, Bretaña y Flandes, y una fuerza puesta a la espera para embarcar en Saint-Valery-sur-Somme.

―¡Oh, eminencia, a vuestro regazo recalo en vos! ―Guillermo se inclinó ante la figura de Alejandro II que extendió su mano mostrando su ensortijada diestra y la cual besó ascendiendo los peldaños de madera del estrado―, pues he de traeros malas nuevas procedentes de Britania, ya que desde Rouen a Caen ese bastardo e ilegítimo sajón tiende alianzas no menos menesterosas e indecorosas con traidores a la corte y a espaldas de la cristiandad, porque el que tan alto se vanagloria y autoproclama sucesor del Confesor, es el mismo que ahora es alabado bajo títulos honoríficos cual rey supremo y soberano, desde esa isla díscola y fría, el claro contendiente de la Santa Iglesia, se ha hecho merecedor de tan intempestiva visita, pues vengo a disponer de vuestro beneplácito y bendición para la conquista, y así atajar esta brecha tan dispar como artificiosa, mas con ello haceros participe de un hecho atroz perpetrado bajo los muros del castillo de Beaurain, la de un juramento profano y sacrílego, de ello os puede dar fe este monje de ascendencia lombarda, el bueno de Lanfranco, abad de Bec, el que testigo fue de semejante artificio y aberración a ojos de Dios.

Lanfranco dio varios pasos al frente desde la guarnición de soldados, haciendo una reverencia, iba vestido con una sobrevesta forrada toda de armiños.

―Conque aberración. Hecho preocupante el que relatáis, hijo mío, si digno de crédito y sin demérito de sus verdades, nos llevan a creer estas realidades, ese exiliado hijo de Godwin, conde de Wessex, tan dado a la poligamia como a la sinrazón, no llegará muy lejos. Pero decidme lo acontecido en Beaurain, reverendo padre ―respondió el papa Alejandro II, preguntando a Lanfranco.

―Como bien os indicó, Guillermo, eminencia, no hace mucho en Ponthieu, el sajón juró lealtad sobre reliquias sagradas posando su diestra, mas sin cadenas ni ataduras, del paño emergió una sierpe en manos del duque allí presente, tornando el crucifijo en puro maleficio, señal inequívoca de un sacrílego acto del que no hay puntos fortificados que se plieguen a engaños o extravíos, sino a lo meramente protervo y satánico. Creedme si os digo que: el ilegítimo rey sajón debe ser ajusticiado y sacrificado en pos de la cristiandad. Dad paso franco al normando, eminencia, él os lo recompensará con creces ―le relató sin tapujos Lanfranco, abad de Bec.

El sumo pontífice quedó perplejo dudando mucho de que aquello fuera cierto y constatable, pero el miedo a Guillermo era atroz, y no dudó ni vaciló un solo instante en otorgar su gracia y favor a aquella bruja venida de los confines del Averno, con tal de quitársela de en medio, pues de no acatar sus dictados su fuerza sería capaz de derrocarlo y su puesto de sumo pontífice ser transferido a su más férreo antagonista Honorio, el obispo de Parma, el que fue depuesto ya en su día y en consejo en Mantua. Así que no quería ver su cetro pasar de mano y menos a aquel conspirador de Honorio que esperaba cual cuervo la menor oportunidad para arrebatarle su posición como pontífice, eran riesgos innecesarios y no estaba en facultad ni de salud ni de ganas en verse inmerso en otra guerra intestina de la que esta vez saldría con toda probabilidad escaldado, todo estaba sujeto con mimbres muy sutiles y al menor paso en falso su sueño de ostentar el cetro de sumo pontífice y pastor, caería en un abrir y cerrar de ojos, no se atrevió ni a tomarse la molestia de contrariarle o refutarle nada. Pero sabía que eran pruebas inventadas y falsas.

―Esto acrecienta mis dudas y temores, mas si no ha de ser pura acechanza, un simple hecho o mera discrepancia, no dudaré de vuestras palabras, sabéis que contáis de mi beneplácito, pues bien que cuidáis de mis caudales en vuestros Estados y sé de vuestra inquebrantable fidelidad, accederé de buena gana a cambio de otorgar al abad de Bec, el Arzobispado de Canterbury, y el conde Eustaquio aquí presente portará la insignia papal, un gonfalón con la cruz bordada que William de Poitiers os la otorgará en su preciso momento ―le puso al corriente Alejandro II.

Eustaquio, conde de Boulogne, vestía tabardo, el cual estaba cortado como un poncho, pero con los lados cerrados por costuras, y con su cabeza cubierta por una cofia de lino decorada con diseños bordados que la sujetaba hasta la barbilla, dio vario pasos al frente saliendo del grupo de acólitos del sumo pontífice, era un hombre también mayor, larga barba canosa, nariz chata, y ojos voluptuosos, era tan gordo como un tonel y de gruesas piernas, a cada paso parecía que se balanceaba de izquierda a derecha con dificultad para mantener el equilibrio, no era muy alto, y pasó frente a la figura del duque allí presente, que interpuso una mirada superficial y de desprecio ante semejante y bufonesca apariencia. Sin duda que aquella fealdad contrastaba con la de aquella hermosa femme que había hecho acto de presencia en aquellas estancias palaciegas, donde el simple hecho de ser mujer era un insulto en toda regla, todos los acólitos y círculo próximo al pontífice se sentían ofendidos ante ese porte tan ambiguo en su género y difícil de discernir, pero era claro que tales rasgos eran de brocha fina, la belleza estaba impresa en ella, y su semblante, aunque esquivo, no dejaba lugar a dudas, si había que apostar por un género u otro. Cualquiera de los allí reunidos se detentaría porque Guillermo, el duque de Normandía, era la pura reencarnación de una femme terrible en realidad. Esa figura legendaria que causaba estragos en los campos de batalla y al que todos temían, nadie tuvo arrojos de hacer frente a aquella impostora con tan sangrienta casta y linaje, toda la Iglesia sabía de las leyendas que corrían y que la sombra de la duda y la sospecha se cernía sobre su persona. Pero ese capacete de metal sobre su cabeza y su semblante pálido como la luna, esa espada colgando sobre su cintura igual que una terrible cimitarra, causaban terror y congoja, esos ojos vidriosos y sin vida, salvajes como los de un felino, vacantes de sentimientos o humanidad conocida, eran las de un ser de otro mundo, de aquello sí que se cercioraron y pudieron constatarlo, pero no se atrevieron a levantar boca en presencia del duque que los examinaba y escrutaba igual que una pantera, era un gesto de reto y capaz de amilanar al más heroico y brioso de los hombres, daba la impresión que estuviera a la espera de saltar sobre ellos y despedazarlos de uno en uno. Muchos esquivaron la mirada, esa mirada intimidatoria que no se atenía al protocolo, venía a imponer sus preceptos con anuencia o sin ella por parte del sumo pontífice.

―Bajo el velo de la humildad, purifico este signo de la realidad, sin hacer distinción de modestia, pues sintiendo gran devoción por la mansedumbre que ha de inflamar y prender la mecha del que, desvalido de su seno, mortifica sus quehaceres en pos de una cruzada, a vos me encomiendo, eminencia, con mi duda solventada ―Eustaquio, conde de Boulogne, se arrodilló ante Alejandro.

―¿Estáis seguros, milord, que fuisteis testigo de magia negra y profana y no víctima de un incomprensible madrigal tan vacuo como impreciso?, el versado arte de la guerra suele anular el juicio y la razón más perspicaces, desde el viento favonio hasta el primer equinoccio, vuestros irrelevantes desvelos y las refutadas perversidades de lo maligno son un contrapeso justificable para el que confronta su sabiduría con el carácter descriptivo de la consolación cimentada, y no solo en etéreas y diáfanas quimeras, las que tienden a volatilizarse cual sueño liviano y transitorio, el brazo secular de la ley no goza de amparo ante estas alteraciones al orden lógico de las cosas, las que dan pábulo al ingenio de lo pérfido y lo inicuo ―le advirtió William de Poitiers, capellán del duque Guillermo de Normandía.

William era un sacerdote franco de origen normando, y confesor privado de Guillermo, se había adelantado haciendo una genuflexión mirando hacia el estrado, era un hombre mayor, calvo, con hábito religioso de lana, escapulario que cubría su cabeza y el cíngulo a la cintura, sus ojos claros y piel lampiña mostraban signos de fatiga por la edad, arrugado cutis y manos contraídas, se movía con dificultad ante la presencia del sumo pontífice, era extremadamente delgado y de estatura mediana. Estaba claro que William de Poitiers estaba tratando de seguirle el juego a su amo y señor Guillermo de Normandía, que no le quitó ojo de encima, como midiendo bien sus palabras, las que parecían estudiadas previamente o ensayadas ante aquella audiencia, todo era una farsa ante el rechazo interior del sumo pontífice, sentía repudio hacia aquella historia inventada y una quemazón en su cuerpo, sus tripas se le revolvieron, pero sabía que no había salida, ganarse la enemistad de Guillermo de Normandía era como firmar su propia sentencia de muerte, nadie en su sano juicio podría oponerse a sus anhelos y deseos de preponderancia ante todo lo que abarcaba su mano sobre el pliego y el mapa del mundo. A Guillermo se le enarcaron las cejas al percatarse del gesto por parte de su eminencia de incredulidad ante sus palabras, supo de inmediato que no tragaba aquella historia que argumentaba, pero percibió desasosiego en su rostro y constató que no se atrevería a retarle o negarse a su imposición.

―Dudo mucho que los que gocen de ignominiosos parentescos logren diferenciar entre una simple piara de cerdos y perros sedientos, de aviesa malicia el sañudo invierno de dementada pasión, se vale con holgura de esa airosa soflama con la que ilustrar a la loca muerte con cabal desenvoltura. Si acudí a tierras pontificias a ser escarnio y censura de mis propios recelos y desde el reino de los cielos, a la Santa Cruz ponéis contra mí, cual anatema de lo sórdido y cicatero y lo meramente altanero. No tomadme por estúpido, reverendo padre, de agrias disyuntivas se vale ya el porvenir, para siempre confundir en su provecho al que parece atribuirse lo factible y ventajoso, lo que da vigor a esa estirpe de soberbios que se adentran sin dudarlo en la desventurada y arenosa Pilos,1 perdición ineluctable de bizarros espartanos, donde aflojaron con sus jarcias, sucumbiendo en sus desgracias, poned con encarecida diligencia la afinada consonancia de vuestros dientes, tan libidinosa os cuelga la lengua con el filo ficticio de la sinrazón, que el juicio ya se os pierde con denuestos incoherentes y carentes de razón ―lo amenazó Guillermo, todos contuvieron el aliento, hasta el propio papa.

Todo estaba ensayado de antemano, para tratar de encubrir las verdaderas intenciones de Guillermo, la de recibir el consentimiento del sumo pontífice para la invasión de Britania.

―Haya paz, estas absurdas trivialidades no vienen a cuento ―interrumpió el pontífice―, contumaz en vuestro reclamo sois sin duda, poderoso normando, el escenario que tanto nos compete y anheláis mengua imposibilitado en sus fines, y esa isla díscola, se agita convulsa, tan temerosa como timorata, hendid el pendón pontificio en tierras del inglés, despejad sus heredades de falsos y reputados obispos, allanad el camino de todo lo execrable y confiad del auxilio de San Pedro, la facinerosa presunción de sus nobles ya os confiere derecho legítimo, porque endurecida es su cerviz y los rigores de la imprudencia.

Guillermo acató el mandato de Alejandro, inclinando su cabeza en señal de reverencia y respeto, y mirando de reojo a William de Poitiers, aunque ya sabía que el beneplácito del papa estaba ya asegurado, esbozó una sonrisa maquiavélica que puso los pelos de punta a los presentes, hasta el propio Alejandro quería dar carpetazo a aquel asunto para que aquella abominación abandonara sus dependencias, solo su presencia le daba náuseas y angustia, era tal el pavor que sentía que comenzó a temblequearle el báculo en el que se apoyaba, esto fue un signo claro de que lo estaba haciendo por miedo y no con el corazón propio de una figura de su alto cargo, un cargo tan eminente y elevado como el que representaba, alguien con más arrojo y valentía se hubiera opuesto a sus pretensiones, pero aquellos macabros tiempos no estaban para muchos vericuetos, sino la de otorgar dispensas a quien le causara respeto y no problemas a largo plazo, solo de esa forma inteligente podría mantenerse en el cargo extendiendo su longevidad y su brazo secular en tierras inglesas, donde sacaría provecho igualmente de manos de aquella femme terrible, inhibirse de responsabilidades ante hechos como aquellos era lo más aconsejable, y dar paso libre al normando como punto de apoyo era un pilar fuerte en qué apoyarse, por lo tanto, hizo lo que su conciencia le dictó en ese preciso instante, aunque jamás pensó ni imaginó la verdadera identidad y cara de aquel ser macabro y abominable, ¿quién sabría realmente la raíz exacta de su linaje?, era algo que intimidaba nada más imaginarlo. Procuró no levantar mucha sospecha ante los ojos felinos de aquella Venus Fatale que sacudía sus aposentos con el mazo de un gigante tronando ante sus puertas.

―Sin más dilación, así obraré, eminencia, siguiendo el derrotero de este abrupto mundo artero, tediosas y fatigosas serán de litigar tan estériles tierras, mas no temáis, al amparo de grandes nobles normandos, ya en Dives-sur-Mer se ultiman preparativos. Y, con esa premisa, combinado valor con astucia, pues los mejores hábitos son aquellos que minimizan el tiempo y la incertidumbre y maximizan la coherencia, una vez socavada y mermada su integridad, acometeré su retaguardia, mientras ese estúpido sajón se bate en ciega riña y a la gresca contra Hardrada y Tostig en tierras de York; envuelto en una neurosis fratricida, como decía: una vez debilitado y consumido en su disputa quedará expuesto a la vuelta, ocasión que aprovecharé para tenderle celada, sin clemencia ni morada ―les explicó Guillermo.

―Vuestras argucias parecen producir un flujo inagotable de ideas y conjuros, poderoso normando, tan curtido en el arte de la sutileza como desapegado de la vía del vicio e ilegítimos engendros; que gozáis de mi beneplácito y admiración es sobradamente conocido, a fin de evitar futuras disensiones, que vuestra largueza y pundonor se prodiguen con virtud y decoro, sin condimentar vanidad con ego, mas no plegaos a las lisonjas de estas pudientes palabras con las que Dios no invoca en vano, y sed consecuente en hechos y no en soflamas, mas el tiempo apremia, así que aligerados de tan onerosa carga, disipad vuestros fantasmas y prejuicios, la fumígena vaporosa que trasiega murallas y veredas a altas horas de recogimiento, reserva su valiosa y nutrida savia para fines más lucrativos y egocéntricos ―le indicó Alejandro II.

―De enaltecidas veladas donde la ortodoxia brilla por su ausencia se vale siempre el impostor, para adulterar la evidencia de quien no deja nada al albur, el veleidoso socavón que, como el frío acero, aún pende hendido de su cielo, el corvo yugo del desaliento lo atenaza, mas esto será solo un cumplido, y en virtud del lodo2 que ha de purificar la vista vaga y divergente, así he de actuar a través de la angostura de la tortuosa vereda en pos de la conquista y capitulación del sajón ―manifestó Guillermo.

―La crítica tenaz de esos empedernidos detractores hacia vuestro legítimo reclamo, quedará mermada con eco desvaído y agónico, el monto hereditario de las vastas porciones y heredades del inglés, ante el sentir postrero os serán conferidas en virtud del rango que ostentáis ―le contestó remarcándole, Lanfranco, abad de Bec.

Lanfranco ponderó a favor de Guillermo por lo allí platicado y expuesto, como una cruzada se presentaban aquellos aconteceres en los márgenes del tiempo, en aquellos años tremebundos y aciagos, donde el mundo de los hombres bregaba por aires de conquista y en busca de una religión que buscaba arraigo y enraizar al igual que los del tronco de un árbol en los distintos reinos que conformaba Occidente bajo el cetro de la cristiandad.

―Los artejos mal zurcidos y alterados de su flaca franqueza, quedarán mermados ante la imperiosa arremetida de mi puño, la potestad no está ceñida únicamente a leyes instruidas por ese vocabulario azaroso e impuro que sacraliza su propósito a expensas de los defenestrados e indefensos, sino que se postula con hoz y martillo con pie consciente y resoluto, el que ahora dormita sobre modesto jergón, y se deslinda del deber de contraponer el peso del acero y de su espada, delegando en simples levas de futilidad, porque no es sabio regente y ni es coherente con la realidad ―remarcó un brioso Guillermo.

―Inquisitivo es de citar, si tan arduo reclamo se presume difícil de figurar, que el sajón afloje en adargas con tanta mezquindad, no será algo fácil ni visceral, tras fijar el pendón pontificio, milord, perseveráis en demasía para que esa lengua no os delate y os cuelgue fría, sabed que el sinsabor se desvirtúa en los lindes de lo incógnito y en los confines de lo paradigmático, ¿qué innominados tormentos os guardarán una vez ungido y entronizado, del que siempre deriva en desagravio y resarcimiento? ―le inquirió su capellán, William de Poitiers.

―Dejad eso de mi cuenta, venerable padre, hasta las más revalorizadas apreciaciones herodoteas tienden a caer en mera fábula y especulación, los míticos esquemas de antaño solo entroncan en rango y parentesco con los lejanos confines de la deducción y la incertidumbre, caótica es la distinción del severo andamiaje que yuxtapone fatalidad con perseverancia, implementad vuestros fundamentos y valores ante el arte de lo asertivo que no de lo fingido, la inverosímil y la incredibilidad ―le corrigió Guillermo.

―Que así quede rubricada esta alianza, así se cumpla y así culmine a sangre y espada ―concluyó el pontífice―. Podéis retiraros.

El papa Alejandro II, extendió su mano dando aprobación a lo allí parlamentado, para que aquella embajada normanda se perdiera lo antes posible de su presencia. El sudor perlaba su frente, secándoselo con un fino paño, pues la plática con aquella acólita del diablo fue un acto difícil de aguantar.


1 Arenosa Pilos: (Hom. Hymn Apoll. 400)

2 Jesús cura a Ezequías con lodo.