Los soldados y una hueste muy mermada de caballeros sajones penetraban ante las puertas de la nave principal de Westminster, Harold venía extenuado después de haberse apeado de sus caballos, tras una lucha en ciernes en los lejanos campos de York contra Hardrada en Stamford Bridge. Harold había derrotado a Hardrada y Tostig, quienes fueron pasados a cuchillo sin merecer ningún tipo de misericordia, la travesía hasta Londres había resultado agotadora y fatigosa, pero algo extraño encontraron a las puertas de palacio, ascendió torpemente los escalones que franqueaban el murete mientras una monstruosa gárgola de la abadía sobresalía como un mal presagio, ante lo que le aguardaba en su interior, acompañado de sus hombres un silencio impertérrito y fúnebre corría en los semblantes de los miembros de palacio, caras largas y cabizbajas; tras la puerta flanqueada por las dos torres con los contrafuertes calados por sendos arcos, se descubrió la nave principal en una lobreguez y un silencio absoluto, todo plagado de soldados normandos y nobles sajones de las tierras bajas con atuendos suntuosos y gestos decaídos en señal de duelo y luto más que de alegría por la victoria, pero lo peor fue encontrar su trono usurpado por aquella ramera asentada observándolo fijamente, la fuerza normanda se fue echando a un lado dándole paso libre hacia el estrado, las teas colgaban muy tenues y los candelabros casi extintos por sus llamas, el cielo plomizo en Londres aquella tarde lo cubría de tal manera que parecía un anochecer, tal era la animosidad en sus caras que fue atenazado por un miedo que le subió por todo su cuerpo como un escalofrío, sobre todo al presenciar la sorna y risa de aquella bruja aposentada en su lecho con negra vestimenta, y rodeada de rostros adjuntos a su círculo de poder y que pudo reconocer de inmediato: Alan Rufus, el noble bretón, su consejero William Fitz Osbern, señor de Breteuil, Lanfranco, abad de Bec, William de Poitiers, y su propio hijo con arnés y casco, Robert Curthose. La armadura de Harold iba embarrada en su totalidad desde las grebas, sus escarpes manchaban el suelo de fango a cada paso que daba sobre la alfombra roja de palacio.
―¡Quiénes sois!, ¡oh, usurpador de la noche!, que osáis ocupar un trono vacante, aprovechando la ausencia de un rey que, tras lides encarnizadas en tierras de York, regresa al cándido abrigo y al merecido reposo de la que es franco merecedor. Despejad vuestra insignia y bandera y esa faz solapada de enjuta y magra curandera, la que subrepticia se asienta en mi estrado ―proclamó Harold.
El sajón se veía forzado por un oponente venido de ultramar, en la obligación tácita de renunciar a su identidad y su vida personal a cambio de aquella burda y ficticia representación sobre el escenario. Así que la improvisación se volvió en el mejor catalizador a la hora de encauzar su rabia incontenida para hacer cara a aquel antagonista, ambos habitaban un espacio dual, fusionando simbólicamente una sola escena con el único y mero propósito de consolidar sus intereses.
―¡Y quiénes sois vos!, que sin motivo ni aflicción, perdiendo la cordura y la quietud, acudís a proclamar lo que por derecho y linaje os fue denegado en su día, tachado de ilegítimo en tiempos del ya difunto Eduardo. Consagrado a un hecho que os fue conferido a espaldas del mundo y tildado de espurio y adúltero, ¿he de recordaros el juramento solemne de lealtad contraído en Ponthieu y ante Dios por testigo?, aquí el abad Lanfranco, abad de Bec, nuevo arzobispo de Canterbury, puede dar fe de ello. ¡No sellad esos labios que refutan la verdad, imbécil, decid algo! ―amonestó a Lanfranco― Oh, desdichado sajón, los aciagos clamores ya inspiran resignación y abdicación, ¡inclinaos ante mi presencia! ―se alzó del trono Guillermo con porte maquiavélico.
Lanfranco pegó un brinco del susto y el correctivo recibido por parte de su señor. Guillermo portaba un adiposo vestuario gótico el que exudaba un profundo tono bruno, de voluptuosas hombreras, envuelta en una grotesca gorguera, era un rostro dantesco y blanco como la nieve, a todos les heló la sangre. Se estiró su capa con sus guanteletes de cuero, y anduvo bajando del estrado hasta el cuerpo encorvado y extenuado del sajón, que no podía dar crédito a sus ojos, la dama de pálido cutis, cejas arqueadas y finas le traspasó con la mirada, con unos ojos de gata verdosos, como un zafiro en la cargada atmósfera de palacio. Vestía un extraño traje de satén, de enjoyada gargantilla y unas enaguas de encaje de tul, su corto y lacio cabello oscuro, lo llevaba sujeto bajo una peculiar cofia militar acabada en pico. De su cintura colgaba un ceñido talabarte del que pendía una vaina forrada de badana y plata, el pomo de su espada bruñido en oro reluciente era deslumbrante.
―En efecto, majestad, doy prueba fehaciente de que este malhechor y usurpador, cometió perjuro ante ojos de Cristo, una bula de excomunión ya fue dictada, cual frío rescaldo de su imperial figura ―le contestó desde el estrado Lanfranco, abad de Bec, vestido con una toga blanca y sandalias.
―¡Pero henos aquí, cual simples mortales!, ante esta indocta e indócil mansedumbre, la de este irreverente sajón, el que con el filo aprieta, cual gregario con su treta ―exclamó Guillermo―. Estériles ya se auspician tus heredades, desdichado sajón, cual sombra turbadora de lo extraño.
La figura de Guillermo lo señaló con su índice sobre su rostro, amedrentándole y ridiculizándole delante de su séquito y corte, la cual ahora era prisionera del normando. Harold trató de no mirarla fijamente y no caer en ese hipnotismo y belleza que su cuerpo realmente emitía. Aquella encerrona fue tan inesperada que jamás pensó que el normando pudiera atraerlo a aquel matadero de forma tan intempestiva, era obvio que había utilizado el túnel que comunicaba el Canal y derruido a golpe de maza las medidas de contingencia impuestas por su corte. Fueron derruidas y reutilizado para la invasión. Todos los nobles de Kent a Sussex habían sido apresados y llevados a la fuerza a Westminster para presenciar aquel acto de humillación y cómo se postraba a sus pies su propio rey, era un acto tan reprobable y vergonzoso que hasta el nuncio papal allí presente sintió pena ajena ante la alevosía y perversidad en manos de aquel demonio con cuerpo de mujer. El conde Eustaquio, conde de Boulogne, con pesada armadura y casco, portaba el Estandarte de San Jorge y un edicto del clero cual prueba irrefutable que la Iglesia apoyaba a Guillermo a cambio de tributos y favores, Harold sabía que aquella víbora había sabido mover muy bien sus hilos, el conde recibiría a cambio de sus servicios concesiones de tierras en la isla, era de suponer que los barones normandos pasarían a ser los nuevos señores de los feudos sajones y los nuevos terratenientes del reino, algo inevitable dada la característica de la contienda y las trazas que iba tomando aquel plan antaño urdido y medido en todas sus formas y porqués, la mano de rapaz y la mente perspicaz del duque solo eran capaces de conciliar semejante afrenta a un pueblo que, desde los Romanos, se había mantenido inaccesible e intocable, alejando a todas la invasiones danesas de sus frentes colindantes hasta la fecha, o al menos, en suma medida.
―De aviesas intenciones es aquel que ejecuta tan riguroso castigo, ligado a una progenie y ralea que ya derivan de una estirpe réproba y execrable, la que sirve y dispensa con fatuidades y actos banales, y no con la dicha de cosas leales. Ese proscenio de atributos guerreros solo arrastran el penetrante hedor a azufre de las candentes y hediondas entrañas de una Estigia, tan densa y ponzoñosa como los ígneos hornos de Abisso.1 Los rasgos invertidos de vuestros sobresaltos son preámbulo de esa presunción o vanidad infundada, la que con dialecto vulgar se vale de su oficio e inculca a sus más allegados, con ese ejercicio ecléctico de tejes y manejes, y la concisa alusión del rasgo pintoresco y sublime que tan impúdico demuestra la promiscuidad de vuestras acciones y aseveraciones ―le replicó Harold.
Guillermo frente a él se volvió sobre sus pasos dando un tirón a su capa en señal de sentirse ofendido por lo relatado en boca del rey sajón, y de nuevo se le aproximó dando un rodeo a su cuerpo y a su grupo de hombres, examinándolos de cerca igual que una presa a la que echar su garra una fiera hambrienta, sus andares de gata perturbaron a más de un varón allí presente, sus altas botas repercutían sobre el suelo percibiéndose su nerviosismo.
―¿De qué habláis, sajón?, los esquivos propósitos de la desfachatez se cauterizan en una sola apariencia, y no es otra que la que con tanto ornato y encono en vuestras manos se prestan, ya tuve que enmendar y restañar las yagas del acerado filo y la mano severa por castigo, la de vuestras arrogantes beligerancias, ahora acatad el castigo que fija el devenir, pues no hay alegato ni súplica que aplaque esta sanguaza de obligado cumplimiento ―rezongó Guillermo.
Harold estaba consumido por sus fuerzas, demacrado y sentía que iba a desmoronarse sobre el mármol de palacio, no soportaría tan severo castigo a sus espaldas, la que aquella bruja malparida se atrevía a imponer sobre él, era como un mazo de acero con el que le aporrearan una y mil veces, así sintió cada palabra sobre su cuerpo. Tuvo que respirar profundo y tomar aire para seguir platicando con aquella víbora incestuosa que solo buscaba desacreditarle en público, delante de lores y súbditos, todo aquel acto le pareció como venido de una pesadilla, ni en sus peores sueños podría haberse figurado semejante allanamiento a su reino y a su causa.
―Dad cándida luz a vuestra soflama e indecorosa demanda, maldita, en ejercicio del cual usurpáis bajo este latrocinio fraudulento y adúltero en el nombre de Dios, algo ajeno y en clara transgresión con toda ley canónica y clerical ―le refutó Edwin, conde de Mercia.
Edwin permanecía en el grupo de varones que acompañaban a Harold y que tuvo que sostenerlo por la espalda para que no desfalleciera, ya que sintió cómo su cuerpo se tambaleaba. Iba en armadura cubierto igualmente por el barro de la ardua travesía desde York, y de la misma forma justo de fuerzas después de la dura batalla sostenida en el norte.
―Aflojad bridas y ronzal, imberbe montaraz, convirtiendo las disensiones en un mero hecho trivial y especulativo, con este indecoroso señuelo con el que a todos crece el miedo. Con la alcuza colgada al gaznate, vuestra ávida apariencia resucita a los más ínfimos beodos, no cejaré en mi empeño de ejercitar con puño de hierro esta demanda de la que antaño fui apartado y defenestrado por el moribundo Eduardo, arrancando de su lecho de muerte tan insigne privilegio, el que en cuerpo y vida me juró y otorgó, y este imbécil me usurpó ―Guillermo señaló a un Harold, tembloroso―, el de regir este reino tan plagado de grajos y cabras, como yermo y baldío a la sombra de su hastío. El que no haya surgido rey que lo haya hecho resucitar de su estado de ebriedad, ni con un mínimo o exiguo brillo de esplendor a su edad, no es de extrañar, mas anquilosado e impedido por inútiles bien tullidos, erigiré bajo mota castral esas mis defensas por doquier, ante cada encrucijada y desnivel, de Canterbury a Rochester cual regia prerrogativa antaño cimentada y bajo esta mi mano auspiciada.
Aquella Venus Fatale les mostró su puño como una señal de poderío, y todos acallaron por unos minutos su respuesta.
―Ya en mis días aciagos, salí moribundo con medio pie en el otro mundo, no dadme monsergas, bruja, la corrupta bravuconada de la que sois detentora, solo es portadora de ese rencor capaz de hacer tronar el ronco y sonoro cuerno del desamor, diluyendo las ansiadas pretensiones de poder, en reiteradas transgresiones al santo trono de mis fueros y dominios, la aportación precisa que confecciona los mimbres de la voluntad no es profesa en recibir dote alguno hereditario, sino la de ser vilipendiado y depuesto como simple bufón, hacia esta apertura o alteridad manifiesta que se bifurca en el simple hecho de detentar el cetro ajeno, la de un legado que no os pertenece, y ahora replegado a esta empírica residual que solo es consecuencia de lo marginal y existencial. Atestiguados por simples buhoneros avenidos a su causa, tergiversáis verdades a vuestra propia conveniencia y fin, y a espaldas de la fe católica y toda la cristiandad. Mas cual simple decoro os valéis de reverendos padres y dudosos abades que, en su desempeño, desdeñan los amargos desengaños que contraen las pugnas y desavenencias ―rezongó Harold.
Aquello caló muy hondo y se oyó un clamor y abucheo por parte de los normandos allí reunidos. Guillermo sonrió sarcásticamente y no de muy buena gana.
―Acatad mis directrices, maldito sajón, vos solo incentiváis la incertidumbre, es por ello que ante esta costosa afrenta no puede haber absolución, aún olvidáis que ante Dios por testigo cometisteis perjuro, con una aberración a ojos de este quien os habla y de la Iglesia, al parecer, el sacrilegio ha de ser algo práctico bajo esa tarda y limitada estrechez de vuestras reales cualidades, aquellas que no conllevan a certidumbres ni a cosas reales, ni simbolizan o fructifican de resoluciones morales y doctrinales, no es nada circunstancial el que yo haya ocupado este trono vacante en detrimento de meros impedimentos, los que contrajisteis con ese exiliado de Tostig y el malogrado Hardrada, ante esta rebuscada versificación de encontrados pareceres, los rigores del gélido invierno os arrebatan con indelebles ligazones, disgregando esos laxos miembros que os mantenían aferrado a la corona. No sois merecedor de tales pretensiones, la cresta cenicienta de una luna muerta y las profanas voces que reivindican en cadencia sublime vuestras falsas afirmaciones, nos llevan a la impura causa de este disloque, y no del nefando amor, sino enturbiando el prudente raciocinio ―proclamó Guillermo, cayendo como una lápida sobre Harold.
Aquello desanimó a Harold viendo que no había apertura posible contra los egos de aquella lacaya del diablo, era incapaz de llegar a una entente cordiale y, a la postre, resolver esa suma de cuestiones controvertidas y de esa forma poner punto y final al encarnizado antagonismo entre ambos reinos, pero allanar el camino a la esperanza al sajón era lo último que pasaba por la retorcida mente de Guillermo, lo que ninguno de sus embajadores lo había conseguido en el pasado ahora lo iba a ser mucho menos en el irrevocable presente, ese sentido de alianza no estaba en sus fines y ni argot precisamente y ningún compromiso filial lo ataba a las peticiones del sajón.
―¡Oh, qué será de mí, ya sin reino ni corona!, a merced de esta bicha indecorosa que, con el descaro de la misma medusa, petrificante es como ninguna, la que ahora ciñe con la saña recalcitrante de un desalmado, ante este aflictivo escenario, estos son los pesares que circundan a las horas marginales con severo desdén. Ahora yazco postrado ante esta semilla turbadora cual diosa inmisericorde e irreverente sin nada que musitar por mis quedos y entumecidos labios. ¡Y vos, Ealdred de York, sucio desleal!, ungido por la misma mano que una vez consagró la corona sobre mis sienes, ahora al servicio de este bastardo normando, ¿desde cuándo el gran obispo de York pliega su inmaculada potestad y dobla el espinazo, confabulando y vertiendo su ánimo, dispuesto en agraciar al embrutecido y mayor antagonista natural desde Eduardo el Confesor?, abocando al fuego y al azufre la ferviente animosidad de anglos y sajones, a esa mortificante alquimia donde se acrisolan los gritos más exasperantes y execrables de la condenación eterna ―declamó, compungido, Harold.
Edwin tuvo que reconfortarlo por la espalda poniendo su cabeza en su regazo, pues notaba que el rey se desmoronaba de un momento a otro, tuvo que enderezarlo junto con varios miembros más de la realeza y pudiera mantenerse en pie. El obispo de York era un hombre anciano, envuelto en una cogulla y tapado por su capucha, aun así no escapó de ser reconocido por Harold, de arrugado cutis y rechoncho, de piernas y zancada cortas, su silueta se reflejada frente a las antorchas era inconfundible, el obispo se le quedó observando con cara de pánico a través de sus enjutos ojos grises, el que fuera en su día obispo y consejero real y asesor del rey Eduardo el Confesor, trató de contener el aliento entre aquella atmósfera sofocante y rancia de respirar, el olor hediondo de cuerpos putrefactos a través de las refriegas y últimas escaramuzas perpetradas a golpe de espada en los flancos de palacio y en el asedio a Londres, aún impregnaban el ambiente del interior de Westminster penetrando como el aliento y el resuello de un dragón. Se mantuvo en lo alto del estrado sin atreverse a bajar las escalinatas hacia la figura de Guillermo y los sajones.
―¡Vuestras sañas y actos sacrílegos no os valdrán conmigo! ―exclamó el obispo de York―. Vos que abogasteis con artimañas subversivas solo propias del maligno. No me opondré a lo aquí dictado, ni a lo acontecido sobre tierras normandas, pues una bula de excomunión pende ya sobre vos.
―Purificad esa superstición, e invertid suplencia en porvenir, la de vuestro desdeñado pueblo, rodeado de prelados y cofrades que hacen acopio de oro corrupto, abadías de Bec, Saint Michel y Jumieges, en detrimento del sajón y a merced de la Curia real normanda y «tenentes» del rey, flaco favor el que antaño ofrecisteis a vuestro amado pueblo ―le refutó Harold.
―Con la misma catadura moral que tanto os concierne, es la que yo siento por vos, pues no hay demagogia ante esta coyuntura tan prolija en su exacto discernimiento, mas no habiendo dudas ni ataduras, tampoco habrán nudos ni desenlaces que necesiten de verosimilitud ante tan arraigado y prosaico verso, que ya habrá tiempo de litigar con esa genealogía de guerreros ancestrales que, en su voluble ánimo y ante tal acto sublime, cimiente bien su crimen ―le reprendió Guillermo, señalando a Harold aún inclinado ante su presencia.
El príncipe anglosajón Edgar de Wessex, más joven que Harold, dio un paso al frente entre el grupo de hombres que acompañaban al rey, iba embozado en un pellizón holgado de cuello redondo y mangas ajustadas. Era rubio y de ojos garzos, delgado, casi escuálido, y de mediana estatura. Guillermo se volvió al reconocerle de inmediato sacudiéndose la capa nuevamente, ya que supo de quién se trataba.
―Milord, desoíd las palabras de esta bicha adúltera, las que desglosa de tan inherente oscuridad ―lo aplacó Edgar Aetheling, de la casa real de Cerdic de Wessex―, pues desvalida de legitimidad, suple con honras mundanas y afables resoluciones de semejante atrocidad, ya habrá tiempo para el desquite y castigar su iniquidad. Pues profética en su afán de usurparos y desalentaros con tan harto cumplimiento, os da motivo para el remordimiento, mas que os sirva de acicate de superación, las tercas vicisitudes no han de postergar tan anhelada resolución.
Guillermo esbozó una sonrisa sarcástica al apercibirse de aquel enclenque varón que con arrojo se había atrevido a sacar toda su verborrea y escupirle a la cara delante de toda la corte tanto normanda como sajona, se le aproximó con mirada y gesto intimidatorio, no le llegaba a la altura de los hombros y Edward quedó totalmente cohibido de expresividad y atenazado por un escalofrío que le corrió por todas sus venas. Aquella víbora era capaz de ensartarlo allí mismo por lo dicho a través de sus labios, la cara de Guillermo era de sorpresa y lo observó con cierto garbo en sus ademanes femíneos, como aceptándole su arrojo y valentía, pero a la vez con cierto descaro al percatarse de su fragilidad y su escasa corpulencia varonil, incluso el príncipe tuvo que inclinar la mirada hacia el suelo, pues se temió lo peor. Mientras tanto el consejero del normando William Fitz Osbern, señor de Breteuil, envuelto en una saya bajó del estrado y se puso al lado de Guillermo, tal vez con algo íntimo e importante que referirle al oído.
―¡Vaya, el hijo de Eduardo el Exiliado!, despotricando con ese lenguaje tan estéril como fatuo. ¡Pero quién te ha dado vela en este entierro! Ensartando en figuraciones contradictorias que si sabio sois en sojuzgar, bien que os hacéis de rogar, maldito sajón ―Guillermo con esos ojos adustos y mirada frívola, alzaba su cuello manteniendo un impecable porte marcial, era enjuto y estirado, su labio superior vibró, síntoma inequívoco de un irrefrenable acceso de hilaridad, apartó la mirada a Edgar de Wessex y puso sus ojos en el cuerpo contrahecho de Harold― ¡Porque fuisteis, vos, solo, vos, el que en plenitud y en el lúcido ejercicio de sus actos dio lugar a esta debacle!
―¿Qué hacemos con ellos, milord, los ejecutamos? ―preguntó al oído de Guillermo su consejero William Fitz Osbern, señor de Breteuil.
―No, seamos condescendientes, William ―tosió Guillermo para disimular― ¡Vos, Harold Godwinson, así como toda tu ralea y real parentela, desde hoy quedáis sujeto al destierro y os condeno al exilio eterno! Llevaos esta escoria de mi presencia ―alzó sus manos con altivez.
En ese preciso momento Guillermo dio un rodeo al estrado acompañado de su consejero sir William, pasando ante un espejo oblongo de palacio de origen normando donde quedó refleja por unos instantes. Presa de un grácil imprevisto, su rostro quedó velado por las tinieblas y las vaporosas candelas de una vieja noche, unos tenues escalofríos recorrieron su epidermis, los de aquella bruja, Harold no podía creerlo. Hubo un grito gutural que heló la sangre a todos, hasta la misma guardia normanda tuvo que subir airosa hacia el lugar para cerciorarse de que no había ocurrido ningún imprevisto, aquel espejo de marco de bronce bastante vetusto y empañado en parte, había reflejado un rostro macabro ante sus ojos, su cara apareció desfigurada ante el mismo, como la de una dama de avanzada edad, rostro arrugado y demacrado, la visión que presenció aquella diablesa fue tan fuerte de soportar que alzó su capa cubriéndose ante el mismo despareciendo de las dependencias como un alma furtiva llevada por el diablo. Esto dejo perplejo a más de un miembro, aunque dada la oscuridad y la tenebrosidad del ambiente no fue percibido por muchos, la imagen se reflejó en apenas unos segundos los suficientes para que el normando se cubriera y saliera a toda prisa envuelto en una furia interna y a punto de explotar como un volcán. Harold fue de los pocos allí presentes que pudo darse cuenta y percibir su verdadera imagen. Luego fueron escoltados y expulsados de la abadía y la gran nave, desalojada por orden directa del consejero sir William ante la gravedad del asunto.
1 Infierno clásico.