Sobre el trono en Westminster reposaba el cuerpo de Guillermo, esa pose femenina de cutis blanco y cetrino como el marfil, a la luz de las antorchas bajo la cámara de presencia parecía y se asemejaba a una fría princesa, tan fría como una espada templada en Ferrara, con sus arqueadas cejas, ojos rasgados y felinos como los de una pantera, iba embozada en una amplia gorguera y un vestido de gasa negro con corpiño, le caía una larga capa a su espalda de terciopelo, con guantes calados y altas botas, y rematada por un casco plateado sobre su cabeza. La guardia penetró escoltando a Stigand, arzobispo de Canterbury, entre casulla, mitre y estolas, con sus inconfundibles cejas pilosas de tono gris que le daban un porte poco sajón, sus facciones angulosas y rectilíneas se remarcaron aún más ante la luz proveniente de la cámara y las antorchas que portaban en sus manos los soldados normandos, sus diminutos ojos negros se posaron en los de Guillermo con un miedo atroz, pues había sido arrastrado en la noche a horas intempestivas y no sabía la razón, temía por su vida y no acertaba a comprender qué es lo que aquella bruja llevaba entre manos. Ella lo observó con petulancia y agria mirada, irónica y desdeñable, igual que a un moribundo que arrastraba su anciano cuerpo cerca del estrado, era completamente un ser insensible sin concesiones ni perdón ante lo opuesto a sus pretensiones y enemigos. En este caso todo el peso recaía en los desdichados sajones, una raza desplazada por el poder visceral de un invasor insaciable.
Tanto el normando como los daneses y noruegos habían mantenido su dura pugna y reclamo al igual que Guillermo sobre la isla, pero los nórdicos carecían de la legitimidad que había sabido tejer como una compleja tela de araña el astuto duque, no había que olvidar que la isla ya había sido conquistada décadas antes por los daneses y Cnut, gobernando ambos reinos, solo los postreros aconteceres y el devenir pusieron en bandeja de plata la desprotegida isla a manos de Guillermo.
Hay que recordar que el tío de Eduardo el Confesor era Ricardo II, duque de la Normandía francesa y que durante la dominación danesa se había exiliado a la corte normanda, una vez regresado a Britania trajo con él parientes normandos, los que recibieron a modo de reciprocidad feudos en la isla, aquello molestó ya de por sí a los nobles sajones de aquel tiempo, hay que subrayar que el padre de Harold llamado Godwin, conde de Wessex, en realidad había allanado la vuelta de Eduardo y su elección, no hay que olvidar que era la familia más poderosa del reino, pero odiaba todo lo normando de igual medida. Mas por aquel entonces Guillermo el Bastardo, ya maquinaba y ansiaba el trono, después de unificar su ducado entre escaramuzas intestinas, puso su mira en su primo lejano Eduardo el Confesor, y promovió un complot para desprestigiar a Godwin y de esa forma romper el lazo de unión que lo ligaba férreamente con el rey, y fue con respecto al castigo a los asaltantes de Wessex que habían atacado a algunos normandos que vivían en Inglaterra, por lo que Godwin y sus hijos fueron exiliados por un tiempo fuera del reino, ocasión que aprovechó Guillermo para visitar al rey en persona, y al poco de volver alegó haberle prometido la sucesión.
Desde el trono levantó sus ojos de felina observando la llegada del arzobispo a sus dependencias palaciegas y su expresión no era muy alentadora que digamos, se la notaba enojada y nerviosa, con una mueca forzada de oreja a oreja, que aterrorizó al arzobispo, era la cara de un difunto, pálida como la luna y esos ojos penetrantes, la guardia paró y Stigand hizo una reverencia algo confuso hacia el estrado desde abajo del que separaban varios metros, el arzobispo ya fue antaño consejero de Eduardo el Confesor, privado de su obispado de Elmham en la Anglia Oriental, ya sabía lo que era tomar el pulso a asuntos políticos y de relevancia, no era ningún pardillo en esos menesteres, y Guillermo lo sabía, conocía su pasado, Stigand siempre trató de mantener al difunto Eduardo a buen recaudo fuera de la órbita e influencia de la mano larga y poderosa del cruel duque, pues conocía sus tretas y conspiraciones, de sus carnicerías en el campo de batalla, y temía que el mismo pretendiera la corona una vez hubiera fenecido, aprovechando ese vacío de poder tan latente en el reino, para doblegarlo a su santo antojo e invadirlo a la menor oportunidad, las fuerzas sajonas de aquel entonces estaban ya diezmadas por las incursiones danesas, alentadas incluso por el propio duque a sus espaldas, pues aquello también llegó a sus oídos por voces ajenas a la corona, pero su amo y señor entonces hizo oídos sordos, más por miedo y precaución que otra cosa.
―¡Stigand, arzobispo de Canterbury!, bienvenido a estas horas placenteras de severo acertijo, supongo que podréis figuraros el motivo por el que en apariencia os he hecho acudir a horas tan intempestivas como articulados son los resortes del impedimento y su duda procedencia. ¡Los que conturban a mi reino! ―Guillermo rezongó sobre el trono señalándole con su diestra.
El arzobispo agachó su cabeza e inclinó su mirada atemorizado, no sabía a ciencia cierta a qué se estaba refiriendo aquella bicha adúltera vestida de luto, un escalofrío recorrió todo su cuerpo, no podía soportar esa presencia tan escrutadora y pertinaz, parecía leer la mente y penetrar como un bisturí invisible en los pensamientos ajenos. Mas trató de guardar la entereza y se volvió a estirar con su tronco ya erguido y observando el trono ante él. No supo ni qué musitar de sus labios. Se sentía fuera de lugar y completamente atenazado, razones mayores eran las que realmente movían al normando a actuar así y pronto lo descubriría. De momento trató de mostrar serenidad, aunque era harto difícil dada la extrema situación de la escena.
―No os entiendo, milord ―respondió Stigand con la voz trémula.
―¿No entendéis?, ¿me tomáis por gilipollas?, os hablo de ese levantamiento en Mercia, el cual fue sofocado y por esta mi diestra todos sus miembros ajusticiados.
―¿Qué tintes de fementida deslealtad percibisteis en mi semblante llevándoos a actuar con semejante nocturnidad? ―le replicó, enojado, el arzobispo sin moverse de su posición frente al trono.
―¿Nocturnidad?, ¡no sermoneadme, anciano!, de mera palabrería no se vale el diablo a horas tan someras e intempestivas al amparo de las teas, si harto es de figurar tan severo dislate, ¡qué es lo que escondéis, tonto de remate! Embelesado y en pleno éxtasis contradictorio, tendéis antes por la abstinencia que por el denodado incordio, reticente sois a mis demandas. Decidme el paradero de esos díscolos sajones, los que en su hojaldrada disección, reverdecieron impregnados de brotes silvestres en la siempre incipiente pubertad. Os hablo de Edgar de Wessex y el exiliado Harold, ¡qué es lo que traman! ―le inquirió un avaro Guillermo.
―Hasta donde sé, milord, Edwin y Morcar intentaron levantar una rebelión en Mercia, mas barruntando tempestad, no os puedo dar fe de lo acontecido, pues si sopesamos malicia e iniquidad, nadie perdura libre de la mácula del pecado. El Witenagemot se reunió a puerta cerrada y erigió sucesor real a Edgar, todo rubricado por miembros poderosos de la clase dominante: Yo, Stigand, arzobispo de Canterbury, allí presente, los hermanos Edwin, conde de Mercia y Morcar, de Northumbria, el compromiso de todos fue filial e íntegro. Edgar huyó a tierras del norte en auxilio de Malcolm el escocés, que casó con su hermana Margaret, y acordó apoyarlo en su intento por recuperar el trono inglés, concedió asilo a Harold el sajón, y un grupo de exiliados más, entre los que destacaban Agatha, viuda de Eduardo el Exiliado, el sobrino de Eduardo el Confesor, y demás herederos. Edgar planea a fines del verano el arribo de una flota de invasión por parte del danés, el rey Sweyn de Dinamarca, navegarán hacia el Humber, donde se unirán a los rebeldes, para atormentar y fomentar el desorden en vuestras tropas y apoderarse de York, retomando el control de Northumbria ―lo puso al corriente Stigand, inclinando su cabeza.
El rostro de aquella bruja se iluminó por completo, esbozando un gozo de satisfacción difícil de describir, era una hiena a la espera de su presa, juntó sus guantes y los apretó en una señal de poderío e intimidación cual carnada apetecible, sabía que los tenía a su merced. El arzobispo tuvo sentimientos encontrados, pues sabía que de no haber desembuchado lo habría ejecutado allí mismo con sus propias manos, estaba dolido por dentro, supuso que aquello sería el final de su raza y la extinción definitiva de su reino a manos de un tirano.
―Vaya, qué interesante, ya me doy por aludido y satisfecho ante esta prolija disertación, reverendo padre, conque buscando cobijo a manos de ese adúltero y timorato hijo de Duncan, ¡Malcolm, presuntuoso engreído!, ¿quién lo diría?, el homicida de Lulach que, al desquite se resarció del desagravio y por traición, antaño auspiciado por el viejo Rí Deircc, honrando a toda su real parentela cerca de Huntly. Pues bien, que sea, saldré al encuentro del danés en tierras del Humber y, aunque sea más arduo que hallar el Santo Prepucio en un cenagal, juro sobornarlo para dar la espalda a ese inmisericorde sajón, mas sin desechar los indecorosos substratos con este alegato, esos jactanciosos moradores de tierras lejanas ya mudan su espíritu áspero y contraído, a la espera de un acto conciliador por parte del normando, me valdré de una consabida artimaña, esa maraña de impíos maullidos moralmente ambivalentes, ya siembran el desconcierto con voz en grito y en propio tormento. Vos, Robert Curthose, conde de Maine, dad orden que se personen Edwin de Mercia y Morcar de Northumbria ―decretó Guillermo.
El primogénito de Guillermo, sir Robert, era joven y robusto, vestía un brial adornado con bordados y botones de oro, con sus calzas y zapatos de punta, se movía con aire solemne e hizo un ademán a los soldados que partieron en busca de los reos en dirección hacia las mazmorras. Era de tez blanca, y ojos saltones, aunque en nada se pareciese en parentesco a aquella bruja, esto estaba en duda y muchos siempre lo vieron como algo irreal y como una simple tapadera, para ocultar el verdadero origen y linaje de Guillermo el Bastardo, algo que lo hacía más humano, el hecho de advertir que poseía descendencia, ya fuera legítima o ilegítima daba igual, el caso es que aquel varón asumía un role difícil de digerir, como un precursor moral que cubría con un velo de incertidumbre lo que para un extraño o alguien ajeno a la corte no podía discernir con certitud.
―Advertid, buen Guillermo, entre los mudos pasos salientes estas acechanzas que, con la más alevosa invención, cual vestigios acaecidos en lugares perdidos, ya dictamináis desdeñando los pros y los contras, pues si arduo es de pergeñar tan severo hostigamiento en campos del escocés, maliciosa y repugnante es su morada, con una princesa en su destierro, ahora presa de su vil encierro, esta raza de sajones que agoniza en su sempiterno desvelo, con ese montaraz incapaz de anticiparse ante lo que toca y que tan fácil presa ya se antoja, he de advertiros: guardaos de esas sus arenas y gravas ácidas de grueso grano que consolidan su encaramado reino y castillo, al abrigo de eriales de pesado níquel y cobalto, pues lánguidos ya sonaron los ecos de la desesperanza con aquella misiva aterradora, supliendo vuestro brazo de sierpe por la de simple mensajero, mas con las aldabas del danés llamando a sus puertas, no sería muy prudente dejaros llevar por alisios ni la alta corriente ―lo aplacó sir Robert.
Sir Robert dio varios pasos en círculo alrededor del arzobispo que se inclinó ante la presencia del normando y, luego, ascendió el estrado para ponerse a la diestra de su ama y señora. Era imperativo mostrar el rostro del dragón ante la cara de Stigand, ser sometido era el propósito, al fin y al cabo, por aquella villana infame, astuta e inclemente, nunca tenía piedad sobre el enemigo y esta vez no iba a hacer una excepción, quería exterminar de una vez por todas toda oposición a su figura en la isla, y lo lograría solo con la lucidez e ingenio que siempre la habían caracterizado y encumbrado. Era una gran estratega, y de ello se percató un atemorizado Stigand, que no sabía cómo reaccionar cuando conoció la noticia de la reclusión de Morcar y Edwin. «¿Tan poderosa era?», se preguntó, pero levantar un imperio sin unos cimientos bien consolidados era una temeridad y de ello podía dar constancia, pues la historia ya relata en lo concerniente a Cnut el danés, sucedido a su muerte por Harthacnut con una guerra de desgaste contra Magnus I de Noruega, dejó desguarnecida toda Britania; a su muerte cayendo Dinamarca en un período de desorden, guerras intestinas y en una encarnizada lucha por el poder entre el pretendiente al trono Sweyn Estridsson, hijo de Ulf, y el rey noruego, hasta la muerte de Magnus, fue cuando la casa de Wessex reinó nuevamente, y Eduardo el Confesor fue sacado del exilio en Normandía regresando a la isla. Por ello, ya que la historia siempre mostraba las fallas y flaquezas de reinados pretéritos acaecidos en un tiempo diferente al presente, sabía aprender sabiamente de las crónicas y sus propios consejeros, aparte de tener una mente tan suspicaz que era fácil y discernible qué camino seguir, el más juicioso a aquellas alturas, pero su mera presencia hacía amedrentar al más valiente, esa mirada y ese porte inmutable y frío como una esfinge era imponente, hasta el arzobispo temió por su vida en un principio y no sabía si saldría con vida finalmente de las garras de aquella bestia, de ese engendro venido de otro mundo, ¿a tal humillación y escarnio había llegado?, no pudo contener su temblor en las manos, y sus rodillas parecían doblarse, tuvo que enderezarse nuevamente ante el trono, pues su espalda curva y en posición de genuflexión era difícil de mantener por más tiempo y más para un anciano como era su caso. Sabía que con aquella revelación sellaría la perdición de su reino y las leves esperanzas de traer de nuevo al trono a Harold el exiliado y sus acólitos. Guillermo ya levantaba fortalezas de hierro y piedra por doquier, asentando sus pilares al igual que los de un templo, hasta la Torre se podía discernir en la distancia y era tremebunda, construyó una poderosa torre de piedra en el centro de la fortaleza londinense allí se erigía sobresaliendo como un vigía con esa aura de fascinar y horrorizar a la misma vez, como un método rápido de disuasión ante futuros enemigos al reino, algo que ya de hecho se había producido como era el caso de los ya nombrados Morcar y Edwin, aunque ahora sus ojos apuntaban al castillo de Alnwick, a Escocia y al propio Malcolm, sin duda eso sería el fin de la isla, con mayor premura aún que los mismos romanos que no lograron traspasar más allá de muro de Adriano, el que lograba extenderse entre zanjas y muros de piedra desde las orillas del río Tyne cerca del Mar del Norte hasta el Fiordo de Solway en el Mar de Irlanda; un hedor asfixiante se apoderó del ambiente, la cera de los cirios que soportaban los candelabros y las antorchas de sebo requemado se esparcía al igual que un incienso en una iglesia, era trascendental para los sajones sobrevivir a aquella bestia inhumana, pero sus artes eran tan taimadas que se anticipaba siempre a todo, jamás pensó ni por asomo en los días más aciagos de Eduardo el Confesor cuando ejercía de consejero, que el duque fuese tan capaz de levantar semejante contienda, ni los romanos lograron hacerlo mejor, y aquello no tenía parangón en la historia, ¿qué escribirían los cronistas a partir de ahora?
―Dejad eso de mi cuenta, sir Robert ―le replicó Guillermo―, recordad que bajo esta forma escéptica y nihilista, se cimienta una cruda moraleja, la alerta premonitoria de un reino exangüe y contrito que se alza unánime con el agonizante eco del abatimiento y la desesperanza; dad muestras de mi afecto y haced llamar a esos dos reos amotinados que purgan a la sombra en la Torre. ¡Traedlos a mi presencia! Bajo este somero pretexto así exuda el sajón los dolientes achaques del arrepentimiento, tras este acto de lóbrego advenimiento y rechinar de dientes, ¿a qué acude el danés si no es a consumar su tributario designio y a despojarme de mis heredades? Decidme, arzobispo.
Sir Robert dio orden a la guardia y alguaciles para que se apresuraran en subir a la cámara de presencia a los reos sajones, hubo movimiento y carreras improvisadas bajando por los accesos adyacentes de la nave principal portando sus antorchas.
―Estas tribulaciones que derivan en los más hondos y sediciosos derroteros de lo incomprendido, hartas son de dilucidar, tan parejo como un alma que se regenera y desliga de cualquier clase de malicia e iniquidad, tan solo advertiros que el danés suspira por vuestras tierras incluso antes que vos ya en tiempos de Eduardo el Confesor, siempre fue un fiero reclamante, fraguando vuestra zozobra y así zaherir vuestro vanidoso espíritu ―le contestó el arzobispo.
―Locuaz, venerable padre, ser condescendiente con tales aseveraciones no han de precisar bajeza alguna, sino todo lo contrario, me hará despertar a su pertinaz reclamo, mas con su libido exacerbada fijará su infeliz tropiezo, y resarciré los preceptos y decretos que me fueron otorgados con este cetro y mi mano, en detrimento de este ateo maltrecho y exacerbado, al que haré plegar su fierra robustez a meras lisonjas y a la misma sensatez, pues no hay prudente equidad ante semejante doblez de vicios. Tenedlo presente, reverendo padre ―le replicó Guillermo.
La guardia irrumpió trayendo encadenados a los dos reos Edwin y Morcar, iban maltrechos y desarrapados, con simples túnicas y mirada baja y tribulada. Sir Robert se adelantó bajando desde el escalafón del estrado y los condujo tirando de sus cadenas hacia presencia de Guillermo, apartando a un lado al arzobispo que los contempló horrorizado. Arrastraban sueño en sus caras de noches en vela atrasadas, con sus barbas largas y haraposas, sus grandes ojeras lo decían todo, iban totalmente famélicos y sedientos, habían sido torturados de aquello no cabía la menor duda, moratones aparecieron en parte por sus miembros. Tenían grave dificultad para mantener el equilibrio y mantenerse erguidos y en pie, mientras esperaban la palabra en boca de Guillermo, tal vez su sentencia, o liberación. La escena fue dramática y cruda de digerir.
―Aquí os traigo, milord, a estos reos encadenados, los dos condes sajones: Edwin de Mercia y Morcar de Northumbria, los que con ojos codiciosos tanto ponderaron por la reciprocidad de sus fueros, y por la que a entrambos, a hierro y espada, ahora yacen inciertos y apesadumbrados ante tan castos pensamientos, los que una vez extirpados de raíz ahora os suplican en su hora más feliz, tal es la turbación acarreada, que no atinan a distinguir el carácter surrealista de su sombra a contraluz, esas prolijas y fútiles alianzas hendieron su espada en la cimera equivocada, milores ―se adelantó Robert Curthose, conde de Maine, arrastrando a los presos con ajorcas a sus cuellos y cadenas.
El arzobispo quedó estremecido ante la escena que estaba presenciando ante sus ojos.
―Cuidado, anciano, que esta gloriosa paradoja no colapse vuestros más agudos sentidos con el inderogable poder de la sugestión, ello os podría matar. ¡Conque los condes Edwin y Morcar!, aflojad adargas, sir Robert ―Guillermo le mandó que no tensara más de las cadenas, ya que casi no podían respirar―, es suficiente. Bien, vos, Morcar, conde de Northumbria, me allanaréis el camino hacia Malcolm Canmore, no tengo en ánimo postergar tan severa citación, mas ante este preámbulo tan suplido de aflicción y congoja, seré fiel a quien me acoja. Vos, conde, me serviréis de salvoconducto hacia el castillo de Alnwick, el mismo que protege entre sus muros el cruce del río Aln colindando con la frontera escocesa, el ascenso al poder de Malcolm se me antoja contradictorio y sombrío a mi entender, lo obligaré a firmar un tratado1 y, a cambio de jurarme lealtad, recibirá posesiones en Cumbria o perderá su feudo. ―Se puso en pie con gesto decidido.
Los señaló desde el trono con su diestra aquella presencia femenina de brunos atuendos, el arzobispo sabía que no comulgaba con su credo y que solo utilizaba a la Iglesia como mero instrumento de sus viles intenciones de conquista, nada más, después era fría como el ónice, sin sentimientos ni remordimientos, le iba a ser difícil dar parte de aquello al sumo pontífice, pues este, aunque lo supiera, quería y suspiraba por mantener lo más lejos posible la figura poderosa del normando, entrar en una guerra en ciernes junto a Francia podría envalentonarlo aún más, y presentarse y decapitarle con sus propias manos. Es por lo que tuvo que acallar con discreción de todo lo allí presenciado, como si un tupido velo hubieran interpuesto ante sus ojos, jamás estuvo allí, y aquello no le traería consecuencias, Guillermo era demasiado astuto a ese respecto y le seguiría allá donde fuese, sabría de inmediato de su chivatazo y lo ejecutaría, no quería verse reducido a mero desecho en esas pobres condiciones al igual que los condes.
Ahora ese demonio se despejaba desde el arco ojival tras el estrado con esa llama sutil que despedían los cirios y candelabros de palacio que iban tejiendo un lienzo tan delgado y sutil que era capaz de romperse y hacer ovillos en aquel enrarecido y viciado aire, su expresión era la de una calavera centelleante, un corazón latente, entre su parpadeante y serpenteante vagabundeo que se confundía como una trashumante criatura de oro encantado, lleno de joyas y de alhajas, con esa capa estrambótica y mística, aunque bella cual pétalo de rosa, se alzó de su trono con porte jactancioso en esa esencia de jazmín, bajando las escalinatas y llegando a la presencia de los dos reos a los cuales husmeó de arriba abajo con mucho detalle, era un demonio que giraba ante sus sudorosos y lacerados cuerpos, entre aquella voz quebradiza y asmática que despedían de sus bocas. Destilaba una esencia tan sensual en su mirada, con sus rasgadas pupilas de felino cual zafiro engarzado en cavernas tétricas y fantasmales, y la blancura desvaída de su piel resplandecía a la luz de las teas y de esa noche infecta y maldita. Se sacudió la capa en su presencia con señal de poderío, con la grácil soltura de una ninfa, pero capaz de atemorizar al más bizarro. Deambuló entre viejos muebles medievales de palacio al igual que un espectro, la mayoría de ellos desgastados y pulverulentos a causa de una especie de erosión, carcomidos por la polilla, algo que no encajaba en la lógica del arzobispo, extraños utensilios adornaban cual figuras decorativas parte de la cámara, entre ese aire rancio de una corte impregnada de orgías báquicas y saturada de aire pagano, se preguntó de dónde provenían aquellos pintorescos suvenires traídos de algún erial extra terreno, o de un mundo ignoto el cual desconocían los cartógrafos actuales, aquel raro e intangible mundo del que tanto relataba la profecía referente a Guillermo, pero todo en su conjunto estaba desvencijado y corroído, sus terminaciones y siluetas mostraban sombras deslucidas sobre el mármol blanco, Guillermo aguardó en silencio a unos metros del estrado, meditabundo e inhibido en el centro dejando llevar su mente, jurarían que maquinaba algo perverso en su retorcida mente, de eso no cabía duda, el normando solo notaba una presencia especial que no se manifestaba, pero sabía que algo fuera de aquel mundo de la realidad le había estado observando sin haberse percatado, aun le atormentaba la escena sufrida y su imagen refleja tras el espejo oval y en presencia de su corte, tuvo un presentimiento y un escalofrío que le hizo estar en silencio largo tiempo, hasta la guardia tuvo que mantenerse firme y a la espera de lo que iba a decir o desentrañar de sus labios. Todo hacía indicar que aquella bruja guardaba una escrupulosa lógica a sus presentimientos, tratando de interpretarlos como si pudiera leer los signos que marcaban el futuro cercano, aquel que siempre se palpa o logra desentrañarse con la especulación y el raciocinio, los enseres no guardaban un orden o estilo lógico, eran de un gótico oscuro guardando unas formas que se asemejaban a figuras protervas, un extraño artilugio se asemejaba a un potente climatizador a forma de cilindro, con entrantes y salientes de aire y tubos de refrigerio, estaba perforado en los muros de palacio y el arzobispo no tuvo idea de su significado, supuso que algún ingenio para airear y mantener la atmósfera a una temperatura estacionaria y fija, Guillermo aún no se habían movido de su emplazamiento ni un milímetro. El aire exterior se infiltraba por las estancias tenebrosas de Westminster, entre corredores arqueados sin luz y mal ventilados, supervisados por la guardia entre sus arcos conopiales, tragaluces y troneras. Guillermo continuó haciendo un minucioso examen de su conciencia con las manos ceñidas a la cintura de donde sobresalía el pomo de su espada. Entre las escalinatas que ascendían al piso superior y pasadizos que unían a otras estancias, la guardia y vigías observaban la escena, el mecanismo de cierre de todas los accesos y dependencias a menudo chirriaba al ser movidas por los andares propios de las guarniciones y sus pesadas cotas de malla y armaduras, eran puertas pesadas y antiguas, su madera estaba ya podrida en parte y los quicios herrumbrosos. El porte de Guillermo despertó la curiosidad de sir Robert, pero no se atrevió a interrumpirla, sabía que cavilaba algún plan en su mente obstinada y codiciosa.
El pórtico de acceso a la nave principal no paraba lejos y era una compuerta metálica tachonada con grandes remaches de aleación, acondicionada en un zaguán de piedra maciza, se había reforzado desde la llegada del normando al igual que una fortaleza, con cerrojos y hendiduras de ensamblaje nuevos, luego optó por regresar al estrado y tratar un poco de aplacar su ansiedad.
Era una identidad indetectable con sus andares de gata, y capaz al igual que un fantasma de entrar y salir sin dejar el más mínimo rastro en sus estancias. Al arzobispo aquella representación escénica le dio qué pensar, y fue inundado por un ansia y una nube de interrogantes y temores hacia lo inescrutable e inaudito.
―Él no cederá tan fácil, bruja, tratáis de solventar con imberbe epitafio una capitulación tan ignominiosa como nefanda, ¿puede un simple vituperio contradecir la locura de aquello que la pura cordura no tarde en censurar ante el más taimado?, el escollo que afrontáis despeña la ambición del más bizarro, envueltos en ritos y extrañas fábulas colmadas de una épica que abstraen al más valiente, así es el linaje de Malcolm ―le recordó Morcar.
Guillermo se fue hacia los dos reos y los apuntó con su índice en señal desafiante.
―Vuestro eufemismo pesa más que vuestra indiscreción, sajón, solo a la Iglesia otorgo exenciones de tributo, mas Mercia solo ha sido un subversivo flujo de proscritos buscando recompensa y trayendo desventura y menoscabo, solo hay una manera con qué lidiar y no es otra que con medios coercitivos, desdén y desafío, sin embargo, seréis sometido a nueva expiación si no cooperáis. Tenedlo muy presente. En cuanto a vos, Edwind de Mercia, vuestros feudos en Gilling West pasarán a manos de Alan Rufus, mas como simple cebo también compareceréis y os uniréis tomando parte de esta argüida trama, pues juro me ocultaré cual fiel sierva de esta redentora embajada, escurriendo el bulto sin levantar sospecha, solo necesitaré dar con esos dos díscolos oponentes a mi corona: Edgar de Wessex y Harold Godwinson ―los puso al corriente.
Aquello dejó por unos segundos con cara desencajada tanto al arzobispo como a los dos sajones pues ya se figuraron sus intenciones.
―No será tan fácil, ante este cumplido festín amarrad bien ese pendón ruin, el cual no os saldrá de balde, tan inverosímil es a oídos de un mortal, pues no hay consonancia ni tomáis prestancia a tales acechanzas, sin verisimilitud alguna ante lo artero e ilusorio, reclamáis y reivindicáis lo ajeno, desdeñando la veracidad de esas palabras que, carentes de franqueza, solo destilan necedad e incongruencia ―la respondió Edwin de Mercia con menosprecio.
―Estimado conde, rebuscad en el sepulcro de vuestros ancestros y limad de asperezas el duro caparazón que os aflige porque, muy a mi pesar, impenetrable se manifiesta ante toda credulidad ajena, mas sin socavar la codicia del que busca prima a cambio de nada, así fija sus pilares y preceptos el sajón, forzando en ripios y alabanzas esa jerga particular y mundana, las que sodomizan sus horas de lobreguez y circundan limitando su subconsciente ―enfatizó Guillermo.
―Pero quedaréis expuesta, majestad ―le salió al encuentro ahora el consejero William Fitz Osbern, señor de Breteuil―. Al amparo de horas tardías, y, dejándoos llevar por los desacompasados pasos que solo conducen a obtusos entuertos, que nunca a la cobardía, una vez a merced del enemigo nadie se brindará en socorreros, aislada y acorralada intentaréis resarciros de un hostigamiento impredecible, sacaréis del caldero las patas aun sin consagrar, mas duro habréis de obrar para rehuir las dagas del enemigo, aciaga vigilia os puede reservar el devenir, con tanto sueño aún sin cumplir.
Sir William vestía un brial de rico cendal, siempre con ese cabello desgreñado y grisáceo con esa barbilla prominente y enjutas facciones, tan flaco en carnes que apenas conseguía dar sombra a su figura sobre el suelo de palacio. Guillermo aludido se volvió mirando a su consejero que se había presentado a la reunión en la cámara.
―Me subestimáis, sir William, aunque contradictorio este acto os suponga, sobrada ya me valgo para estos albures ―mostró los guantes de sus manos―, para aprehender a esos prófugos traidores, los que sufren el colapso cual febril bebedizo; en cuanto a lo demás, brindadme, milores, de vuestro beneplácito que, cual corceles de veloz pezuña, mas inquiriendo de auspicios y evitando transgresiones por los males sufridos, allanaremos su morada en Alnwick. Sir Robert, fijad rumbo al despuntar el alba, preparad albardas y ensillad a esos sucios jamelgos sobre sus alforjas, haced acopio de la armería, luego, no vengáis con habladurías.
1 Tratado de Abernethy.