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EL CASTILLO DE ALNWICK

Entraron en la nave principal del castillo de Alnwick en plena noche, era una delegación compuesta por Morcar y Edwin, escoltados por la guardia armada de Malcolm y demás miembros y heraldos que portaban cofres y pesados arcones con bisagras de hierro. Entre los súbditos, el rey Malcolm desde el trono, pudo distinguir a una figura fémina cubierta por una capucha y su cuerpo tapado con una holgada toga oscura. Sus largos guantes negros le daban un porte algo altanero para ser un simple heraldo, así que aquello no le dio buenos augurios de un principio. Aquella embajada arribó al estrado a unos metros tan solo del trono custodiado por los guardias de la corte.

―¿A qué esta extemporánea embajada que no atiende a horas de recogimiento ni reposo?, los condes de Mercia y Northumbria por fin liberados, ¿a qué esta dulce gentileza que a la luz de las candelas se descubre despojada de sus velos, así como de otros muchos miedos?, otorgad credulidad a vuestro cortejo, si no acudís del disputado reino de los Cumbrianos y de parte de Tostig el resucitado, ¿quién es esa bella ninfa que esculpe la noche con solapado regazo?, decidme ―proclamó Malcolm con voz altisonante.

Los sátiros y bufones que amenizaban la velada danzando con traje de ninfas al son de pífanos y flautas de Pan se apartaron abandonando las estancias.

―¡Oh, poderoso Malcolm!, aquí acudimos con esta ofrenda, no con el afán de importunaros, ni con el agrio libertinaje de la doliente carnaza, sino para que así en los resabios y desahogos del corazón, sepamos advertir qué os depara la razón ―exclamó Morcar adelantándose con varios pajes con cofres cargados de oro y alhajas que fueron depositados ante su trono―, acoged este sabio tributo por homenaje y dad paso al portador de este mensaje.

Morcar vestía un simple bliaut con pliegues acuchillados de seda, las polainas de tela o chausses le ceñían las piernas muy ajustadas con zapatos puntiagudos, una caperuza de terciopelo verde le cubría la cabeza.

―¿Mensaje decís?, desechad esas soeces y arteras palabras de vuestra boca, los furtivos cuchicheos de la corrupción ya percibo ante esta pérfida tutela testamentaria, y vos, sierpe viscosa, que funesta se retuerce sobre su fiera pelambrera, ¿quiénes sois? ―Malcolm señaló a Guillermo.

Guillermo apartó con su mano a Morcar, y aquel heraldo encapuchado se abrió camino hacia el trono, su mirada la clavó en el rey que estaba aterrado al contemplar su pálida faz y esos ojos rasgados que lo traspasaron. Supuso de quién se trataba, aunque no se atrevió y ni se precipitó a dar su dictamen.

Malcolm había conocido los horrores pretéritos y ante esa viva imagen su espíritu languideció y el mal emergió ante él, renaciendo de esas profundas catacumbas como un espíritu maligno de aquellos a los que una vez dio sepultura hacía una eternidad en viejas y encarnizadas contiendas, como si hubiera sobrellevado algún punzante trauma colmado de espantos y éxtasis mezclados; trataba de dar esquinazo a tantos malos recuerdos, a esas imágenes que inopinadamente se revelaron ante él, parecían poseer deformaciones congénitas, desplazando a través de su subconsciente los inertes restos de su mordacidad, sin la menor ceremonia, como si de un rincón de su mente se le revelaran de nuevo, pero aquella figura era insoportable de aguantar ante sus retinas, su aspecto hipnotizaba a cualquier varón, tan andrógina y a la vez bella, ese porte hombruno, pero era un bulto escurridizo y se movía lenta como una gata, enseguida le vino a la mente las descripciones del normando y encajaba plenamente en su facha, hasta los soldados que guardaban el perímetro del trono contuvieron el aliento. Las antorchas en la noche daban un aspecto fúnebre a las estancias, ya que la iluminación era muy tenue en aquel castillo. Pero Guillermo trataba de avizorar a los dos personajes que iba buscando entre la corte y que se aposentaban de pie tras el rey, eran Harold y Edgar de Wessex, sus ojos de fiera rastreaban hasta los últimos rincones sin lograr localizarlos. Guillermo rompió exacerbado su silencio, esbozando una mueca de soberbia y de enfado, estaba perdiendo la paciencia y eso se le notó, apretó las comisuras de sus labios y apuntó con su diestra al rey, en una señal claramente desafiante, los soldados desenfundaron sus espadas como forma de disuasión. Malcolm sentía su paladar reseco y su interior estaba completamente confuso, ante aquella fémina que había surgido como una posesión infernal, sus sombras se movían de un lado a otro de la cámara empujadas por la corriente de viento imperante en el exterior que batía a conciencia las teas y las llamas de las antorchas colgantes en los muros y nichos de piedra, era una figura tan dura de esquivar que no lograba hallar un punto de referencia y de orientación claro. Malcolm iba a la deriva, como siempre lo estuvo en sus guerras interminables contra los invasores daneses, se tropezó con un extraño en su propia morada de la que era regente, pero era de esperar y sabía que aquel momento llegaría, con sabor agridulce como lo era en un principio, pues siempre fue un rey solitario y aislado, empujado por la propia inercia de la espada, de la cual fue víctima y ejecutor, pero que intentó asentarse en esa Escocia dividida y fragmentada, pero Guillermo era harina de otro costal, jamás había presenciado un ente tan pérfido y con tanta tendencia al engaño, le tocaba lidiar con la más fea en el panorama actual, alguien egocéntrico e irreverente queriendo hacer propio todo aquello que no era suyo.

―Escuchad, regio escocés, no prolongad más el suplicio de vuestro pueblo, no hay luenga espera ante tan sinuosa vereda, capitulad y rendid pleitesía al normando, o quedaréis más extinto que los cráneos de Jericó; a cambio os agasajaré con presentes revistiendo de oro vuestro retribuido trono, todos aquellos que se regocijen de mi magnánimo corazón, y se jacten de este fragante incienso que porto y llevo por dentro, acuciados y a la espera de su último responso, os lo agradecerán, mas aquellos que se valgan de sabios arpegios y turbios nigromantes, que sepan que este silo de alacranes ahora convertido en lugar de exilio, como el ya depuesto Tostig, conde de Northumbria, Edgar de Wessex y Harold Godwinson, sucumbirá ante el yugo de Guillermo, el que no cejará en su empeño a obligaros a rubricar este tratado; a cambio de jurarme lealtad y fidelidad recibiréis propiedades en Cumbria. Aparcad esas diferencias que, cual piélago obtuso, interpone su hirviente marejada ante nos, y desechad ese ego y vanidosa preponderancia ante este sacrificio que sazona en insípidos trances la dicha que os separa; si hacéis oídos sordos e ignoráis mis preceptos, rastrillaré sobre la llaga purulenta que tanto os atormenta, hasta someteros y doblegaros a mi santa voluntad. Vos, elegid bien. ¡Dónde paran esos dos díscolos sajones!, ¡contestad! ¡Edgar y Harold! ―exclamó Guillermo.

Su grito se propagó como una exhalación haciendo retumbar con un eco dantesco todas las dependencias, Malcolm trató de mantener el temple pues los dejó helados, pero nivelar la balanza a esas alturas era poco razonable y bastante irrealizable, las piezas de aquel galimatías eran tarea inútil, poder encajarlas en un patrón locuaz y racional ante aquella figura imponente que ya hurgaba en sus pensamientos rastreando como una alimaña, era algo aterrador, era la apariencia de un ser frío, la de un exterminador, un ser carente de sensibilidad e incapaz de transmitir clemencia.

―¿De dónde provienen estos alados Mercurios que consagran con aire resuelto y sumido libertinaje ese espíritu tan arraigado y emprendedor? ¡Cómo osáis, engendro demoníaco, a penetrar con esa presuntuosa perspicacia en esta mi humilde morada!, exigiendo consagrar mi cuadriga, sin menosprecio a esos impronunciables méritos y valores, mas sin riesgo de oposición ni vocaciones, que no van en concordancia con la simple gratitud, pues censurarla de indigna ya es poco a ojos de la ley, porque nunca hay carga en beneficio que se abstenga del brumoso ponto, ni del sacrificio más denodado ―le refutó Malcolm―. ¡Responded os digo!

―¿Arriesgaréis la pérdida de Lothian y Fife?, perseveráis con pujanza ante estos bajamares de la inspiración, los que ya cobran intensidad con los alisios del Norte, empujando su bochornosa sanguaza hacia aguas lacustres ―le replicó Guillermo.

―No tentad, buen Malcolm, a lo inevitable ―le habló Edwin de Mercia―, vertida quedó la inquietud en vuestro sólido solio, mas cual frígido éter que tiende a turbar las razones en severo anverso, ya de ilícitas saetas se vale el normando para daros jaque, no demorad el sufrimiento de vuestro estimado reino, el que convulso y confinado ya padece ante tan graves clamores, los que suscitan sus hierros forjados, rechinando sin cesar desde armerías fronterizas bajo el aguerrido arte del blasón.

Tomó pulso a la conversación Edwin, iba tocado por un capiello de franela y envuelto en una larga saya con medias y zapatos lustrosos. Malcolm se vio contra la espada y la pared, sumido en un mundo de tinieblas y sus propios temores, y aquello con solo recordarlo ya sobrecogía. Todo un mundo y un paradigma desolador se le abrían aún sin desvelar, pestañeó nervioso y, con la copa de bronce entre sus manos, sorbía un jugo de frutas la cual depositó a un lado de su asiento. Sopesaba los pros y los contras como una mente tozuda y perseverante, pero también fría y despierta, pues el mañana se trazaba ante él con una impronta carmesí, teñido de sangre y horror. El devenir sacaba a la luz sus aberraciones, era algo premonitorio como una visión espantosa y difícil de apartar, pero sustentando cierta verosimilitud con un futuro plagado y anegado de desgracias y dolor. No encontraba su paz interior, el reclamo estaba allí con todos sus síntomas de corrupción y putridez. Su propia ética y preceptos asentados a bases morales y sólidas topaban con una inmensa mordaza que le impedía y le privaba de toda iniciativa.

―Como un recién domado recobra de su resuello, así os veo, Edwind, encomendado a este artífice del desengaño, de corvas hoces y hoscos fundamentos, pues una vez sumido en sus insalubres lodazales, aflojáis adargas con argumentos locuaces, bien que os dejáis llevar a la postre, por ese grasiento aliento y la grácil aura del sometimiento ―le replicó Malcolm.

Guillermo se movió varios pasos hacia el trono desde su asentada posición observando de cerca al escocés que no le quitaba vista de encima, los guardas medían cada oscilación de aquel heraldo misterioso, aunque revelada de su verdadera identidad por Malcolm, dados sus fines y diatribas hacia el trono que presidía.

―Bien declamado, buen Malcolm, mas ello no os salvará el pescuezo, ni de hidras, ni quimeras; carente de ricas libreas y valientes bizarros, se pierde más por lucio que por gamo, tenedlo muy presente. Vaticinando el incorregible semblante de lo deshonesto el que tan altanero ya ostentáis, dado al recato, como ánima de sastre y pregonando drupas por lombardas, os advierto, en qué derivan las discrepancias. Mas no estoy de humor para dar rienda al que se ciñe a los cimientos del mismo Febo,1 macerando esta afrentosa injuria, sin privarme de albricias y ligazones, no daré por perdidas mis pretensiones ―lo amenazó Guillermo.

―No atended a sus reclamos, milord ―saltó Gospatric―, este fiel testamentario detentor de tan sombrío y solapado pasado, tan obtuso como olvidado, ha de lidiar con la estoica raigambre de vuestra casta, sus orgías carentes de vástagos y engendros son como la exaltación de un novicio entre miríadas de enemigos, bien que se curte en vigilias y en ayunos, porque privado de sutilezas, el normando tiende puentes ante yermos eriales tan cerriles y evidentes, interminable es el suplicio que ha de conllevar sin la savia de sus rigores, mas si esto son amores, estigmatizado quedaréis ante esta prevaricación cual purga de sinsabores.

Gospatric iba ataviado con una sobrevesta morada llena de bordados y distintivos reales, tocado con un chaperón de lana sobre su cabeza a forma de cornette, se había inmiscuido en aquella conversación saliendo de entre aquel tumulto de miembros de la corte que rodeaban parte del estrado y el trono, e hizo acto de presencia ante el normando que quedó impasible ante sus palabras, aunque no muy contento por sus halagos, pero ya sabía la clase de persona que Gospatric, conde de Northumbria, era en realidad, de sus lazos de unión con el escocés, sus defectos, flaquezas y virtudes.

―¿Tan exiguo e indeleble os mostráis que no hay zapato certero que os calce? Rendíos a los reclamos de este portador, buen Malcolm, validad y legitimad con vuestra rúbrica esta mi solicitud, mas viendo que el tiempo es tardo en amores y meramente trivial como señalaba Heráclito,2 bajo esta condición intangible y desatada de las cosas, con esas moradas de ilegítimos dueños que tratan de granjearse toda clase de apelativos no menos agraciados que el de otros sajones, remendad vuestro defecto, pues con reclamaciones perentorias y con este porte erguido como siniestro, os lo haré pagar con mi diestra, si capaz sois de concebir o siquiera musitar lo que por costumbre yo odio en revelar, y no con heraldos o aldabonazos, sino con el acerado espolón de la pesadumbre; como os decía, confiad el reposo de vuestro pueblo y de sus más añejos días a esta mi demanda. Entregadme sin demora a esos díscolos sajones y claudicad ―lo amenazó una vez más Guillermo.

Malcolm cogió con pulso tembloroso la copa mientras un vasallo le sirvió de una jarra, al parecer, vino, levantó sus dedos en señal de gratitud y bebió un sorbo con la boca aún reseca y maloliente del mal trago que estaba sufriendo en sus dependencias. Miró hacia atrás por si se presentaba alguien no afín a su círculo interno, pero la cámara estaba completamente despejada de extraños o merodeadores. El rey se mostraba algo confuso y desorientado, entre ese crisol cultural devastador, no atinaba dónde acabaría ese pulso con el normando, era rivalidad en ciernes. Mientras sopesaba su respuesta, las sombras de las columnas de palacio le tapaban eclipsando la luz proveniente de las vidrieras y celosías de yeso, con el paso continuo de la guardia que emitían ese sonido a metálico a medida que iba rebasando cada arcada.

Su rostro no irradiaba excesivo conformismo con su entorno y ni con aquel trato de palabra que le imponía sin ningún tipo de tapujos el normando, era desalentador que una simple dama lo abochornara y lo denigrara de esa forma delante de su propia corte, un escarnio en toda regla, pero era mejor pactar con el mismo diablo en aquellos tiempos, que ser pasto de la mano inmisericorde de su azote, ese acoso y derribo de torres y castillos del que era por todos conocido, toda su vida se reduciría a la mera esclavitud y servidumbre de aquella ramera. Era un hecho bastante evidente y cruento de digerir, ningún rey en su sano juicio debía aceptar semejante humillación y siempre evitar en todas sus maneras, pero el poder de Guillermo el Bastardo era demasiado fuerte para poder ser encarado, carecía de fuerzas para ello, y sus energías ya no eran las de antaño.

Sus manos entrañaban inseguridad, sentía con todo su aplomo la azarosa presencia de aquella bestia, soportando una tremenda carga imaginaria, la cual podía percibir. Todo era mental, un problema psicológico que le hacía deambular como un ente en pena por ese limbo de los miedos y tribulaciones, con la esperanza de recapitular y ordenar todo aquel rompecabezas en su fría mente, sorbía de su copa intentando recomponer la compostura. Sus pasos le llevaban hacia unos umbrales inciertos, a tierras de ultratumba los cuales no acertaba a dilucidar. Pero nada es eterno, ni siquiera el mal, y por experiencia lo sabía. Aquella malhechora no era ya una desconocida, su sola presencia había trastocado y helado los corazones de los allí reunidos, inquisitiva y misteriosa al igual que una fría y gris neblina que había penetrado un instante en su vida, perturbando su sosiego se manifestó ante él como si de un lapso hierático en el tiempo se tratara, solo eso, pero que con el mismo atrevimiento que había entrado también era portadora de malas nuevas. Las voces de su consejo se percibían y producían un eco que se estiraba por las estancias y portones, donde algunos grupos de la guardia se agrupaban en silenciosos corros, discutiendo de asuntos delicados, relacionados con aquella visita.

Aquel elenco de personajes y miembros de su corte le echaron una mirada furtiva, evitando que se diera por aludida para no provocar la menor sospecha, no entrar en contacto con aquel personaje de ninguna de las maneras era lo más razonable, su poder místico ya era relatado en las crónicas como temible y sangriento, con esa abundante disparidad de epítetos trataron de evitarla, pero la guardia con espadas en mano trazaba un perímetro de seguridad frente al rey. No comprendían cómo aquel personaje no había sido identificado por los vigías de palacio y hubiera traspasado sus puertas sin levantar la menor sospecha, realmente aquello los frustró.

Nada alentador en un mundo en el que no imperaba la cordura y ni la buena camaradería, ni los propios reyes eran propensos a guardar y sostener sus juramentos, fácilmente quebradizos y perecederos, vendiéndose al mejor postor y en alianzas ceñidas solamente a intereses y egolatría personal.

―Grandilocuentes sean tus palabras, princesa, vos que pregonáis la humildad sembrando con medios coercitivos la semilla de la discordia, ocultando más ponzoña que la misma cicuta ―exclamó el rey Malcolm―. Ya sabéis cual es mi respuesta, solo os recuerdo que estáis en clara desventaja para aventurar y proclamar con ese convencimiento y grueso volumen de truncada sustancia, lo que claro perderíais con ese hedor a cuervo y de mísero parloteo, que si agrio es de advertir en el justo, extinguirse bajo el ufano pliego de la arrebatadora y rizosa tempestad, vuestras advenedizas cóleras cual tumba del propio Aliates3 su destino sepultarán, hollando sobre unas tierras que os saldrán baldías y subversivas, no hallarán mansedumbre en las gentes del lugar, ni lograréis domeñar, a este mi reino que tan libre es de gobernar.

Guillermo se estiró en todas sus hechuras y erguido le cambió el ánimo perdiendo ese temple y paciencia que trataba de encubrir, los ojos de aquel heraldo se dilataron como los de un puma tornándose seductores observándolo con zafio menosprecio. Tenía el porte de una mortaja hechizante, mientras sus labios y cejas estaban retocadas de un negro basáltico, resaltaban sus verdes ojos penetrantes como cavernas sin descubrir, aunque cubierta por sus guantes sus uñas eran largas y tiznadas de oscuro, poseía perspicaz mirada y, su piel albina y pálida, la hacía ser esplendorosamente bella ante los atisbos y la atención de la concurrencia.

―¡No sermoneadme, anciano!, de igual manera muda la siempre encontradiza raigambre maniquea su más sincrético principio, deviniendo lo moral en licencioso con ese dualismo dispar y contradictorio. Sé que dais cobijo a esos míseros ratonzuelos bajo este techo incestuoso, aparcad esa absurda retórica para otros menesteres, porque eximido no quedaréis de falta si esos exiliados no muestran pronto su bocudo; bien que os habéis valido de mostrarles el camino de la razón afianzándoos cual numen tutelar ante tanta acechanza, porque tan cerúleo y en arrebol es la solapada lontananza, que bien que sortea los antepechos dando caza tanto a Tostig como Hardrada ―lo amenazó Guillermo.

Pero una gran mentira se ocultaba bajo sus negros ropajes, aquella dama de la muerte era tan habilidosamente bella como letal. En las paredes y columnas de granito y en los sitiales revestidos de caoba, su sombra se reflejaba igual que un ave de malagüero, su lánguida figura se estiraba perdiéndose entre las esculpidas pilastras, mientras la guardia y sus guarniciones que daban giros y giros e iban recorriendo la zona adyacente a la cámara central se sobrecogió ante una corriente exterior que soplaba gélida entre el aire cálido y manso que se mantenía y ubicaba dentro de palacio proveniente de sus caldeadas chimeneas y calderas, las cuales daban vistosidad y confort siempre al recinto. Formas extrañas se volvían vigilantes con ojos circunspectos desde los fondos, con voces graves la nombraban por su nombre entre los miembros de la corte y en distintas lenguas era aludida con sumo respeto y reserva. Pero en aquel mundo de hombres hasta aquello resultaba una afrenta, entre ellos Guillermo atinó a reconocer a Margaret la hermana de Edgar que, como dote, había sido entregada al rey Malcolm y esposado hacía poco, a cambio de apoyarlo en su intento de recuperar el trono inglés. Margaret vestía un chemise de lino con una túnica que le llegaba hasta los tobillos. Allí despejó su semblante, de ojos garzos y mejillas prominentes, sonrosadas y lozanas como una manzana, de silueta algo rolliza. Al fondo distinguió también a su otra hermana que también estaba presente, Cristina.

―Jamás tomé partido sobre el puente de Stamford, ni daré testimonio de algo ajeno a mi voluntad acaecido fuera de mis heredades, esta decrépita estrechez que oprime el palpitante alma de los bienaventurados, no es del todo favorable, mas si una vez di cobijo a la viuda del sobrino de Eduardo el Confesor y sus hijos, entre ellos Edgar de Wessex y Margaret, y al propio Harold, exiliados todos en compañía de Gospatric aquí presente, siempre fue en pos de limar con dócil remedio tan severa causa, y no por ir saltando a la gresca, ni buscar fácil encono o en afianzar feudos e ilegítimas alianzas ―contestó, explícito, Malcolm.

―Evitad doblegaros, milord, ante este impostor, el que certifica vuestra desgracia, si condescendientes somos con esta indecorosa sierpe, que suple con argucia el origen de su ralea y de su casta, y que se aferra a prerrogativas ajenas a su majestad y de su casa, socavaréis y nos sumiréis en una era de tinieblas ya carentes de esperanza, el normando clama venganza, con más celo y ardor que los turdetanos4 y, ante esta turbia catarsis que solo busca la sublimación de meros afectos pasionales, no caigáis en su pedante erudición, ni a su encanto o maleficio, los mejores halcones gerifaltes de su reino ya hacen acopio de cada presa y de su causa, y hasta los astros palidecen por cada hurto y cabalgada, entre cientos de excesos y tropelías, no demoréis en vuestro cumplido, ni forzaos en escucharla en la lontananza ―lo alertó Gospatric.

Gospatric, conde de Northumbria, constató la reacción de Malcolm a sus palabras que tomó como una seria advertencia ante el devenir inminente prefijado por el normando, aunque atemorizado y con una quemazón interior que le enervaba toda su sangre. Tuvo cuidado de asegurarse bien de su respuesta, eligiendo los apelativos adecuados, pero no a la ligera sino con suma delicadeza, pues aquella bruja estaba encima midiendo en todo momento y sopesando cualquier detalle.

―Y, así procederé, Gospatric, descuidad, con certero dardo me cundió y enervó el pundonor, remontar los sucesivos eslabones que concatenan esta carga tan grávida de soportar, no barruntan buen comienzo, mas no dejaré exenta de valoraciones vuestras agudas especulaciones, la veracidad tiende a plegar sus alas como los grifos, siempre ligada al sucinto compendio de lo fáctico, mas en detrimento de lo meramente ficticio, es al menos, más arduo de remendar que aquel a quien le llaga su final. ¡Oh, figura mal fraguada de velado encono!, ¿qué pretendéis? ―le replicó Malcolm.

La figura de Guillermo se fue aproximando al trono de Malcolm al igual que un gato, la cara de aquella dama de negro era la de alguien enrabietado, con el ceño fruncido, se le notó realmente enojada como si hubiera perdido toda la paciencia respecto a su imperativo reclamo. Malcolm pudo verificar su cólera y la misma guardia trató de proteger al rey con tres miembros a cada lado y espadas en alto. Al parecer, aquello no amedrentaba lo más mínimo a Guillermo, pero intuía el miedo en sus caras, se mordió los labios en señal de frustración.

―¿Qué pretendo?, ¿sois gilipollas, anciano?, ¿acaso no discernís el garbo que envuelve a esta aciaga y pretenciosa silueta que personifica entre su holgado y enlutado atavío la imagen más dantesca de las consabidas? ―Guillermo alargó y estiró su brazo el cual le creció alcanzando una longitud de dos metros ahogándolo por el cuello con su guante diestro―, ¿hacéis oídos sordos, anciano?, decidme su paradero, o juro que os saco la nuez del gaznate como hueso de un albergero. Pero ¿qué es aquello que logra escurrir el bulto ante este vil y vano empeño?

La guardia trató de liberar en un forcejeo en vano de aquella mano siniestra al rey Malcolm que era ahogado sin contemplaciones por el normando, aquel engendro esbozó una sonrisa espantosa, mientras el escocés gemía sin poder respirar con los ojos en blanco y desparramándose el vino por la comisura de sus labios, echando espumarajos por la boca. Era la mano más fría que hubiera sentido jamás sobre su cuello. Eran las manos de un difunto, de alguien que hubiera vendido su alma al diablo, que no perteneciera ya al mundo de los vivos. Guillermo percibió huir al príncipe Edgar de Wessex y Harold en la distancia tras un muro de palacio que daba a un pasadizo secreto, se desembarazó de aquella jauría de guardas reales y propinó sendas bofetadas a dos de ellos que salieron despedidos en volandas a varios metros, todos quedaron paralizados y nadie se atrevió a pararla ni interponerse en su camino, se fue directa hacia aquel muro o pasadizo de granito, esa Venus Fatale se desplazó danzando en giros como si de una exótica danza se tratara provocando espirales y ovillos entre el aire y el humo espeso como en busca de un amor platónico, retozando entre la corte y los soldados a los cuales esquivaba a una velocidad vertiginosa, en una macabra danza sui géneris volteando su cuerpo y estirando sus holgadas prendas llegó hasta el muro, su aspecto era pálido y mortuorio bajo una capucha negra, intento forzar su apertura con sus manos, con sus puños comenzó a perforarla al igual que un martillo punzante, los pedazos saltaban por los aires, pero dado el grosor de la misma le fue imposible, pegó un alarido de histeria e impotencia revolviéndose como una pantera, ante su frustración alargó su diestra varios metros hasta llegar y aprehender por la espalda a Margaret, de la cual tiró y arrastró hasta su ubicación atrapándola entre sus manos al igual que un pulpo. Con ella como rehén nadie interfirió en su salida de la cámara real, abriéndose camino con una fuerza e ímpetu, que apartaba a los guardias custodios como simples plumas, llevándose a la princesa presa entre sus garras y secundada por su séquito de hombres y Morcar y Edwin en la distancia.

El muro se abrió con un manotazo por parte de Edgar escapando por un viejo pasadizo del castillo de Alnwick, era angosto en sus paredes y quebradizo, con goteras que caían de su techumbre enladrillada la que surgió ante sus retinas, las antorchas ubicadas en las postrimerías alumbraban buenamente aquel corredor verdaderamente claustrofóbico. Ambos comenzaron a correr abandonando el escenario, logrando infiltrarse por aquellos subterráneos como en un profundo Tártaro, o un ladronzuelo entre los palacios de Bagdad cabalgando en un veloz Arión.5 Con extremo cuidado lograron desenroscar también un pesado y circular desagüe ubicado bajo sus pies, se podía escuchar el alborozo y los gritos en la cámara real de palacio.

El interior era opresor y las cloacas de castillo y sus sumideros de adobe y barro se hicieron intransitables. Encendieron dando claridad mediante una antorcha y comenzaron a avanzar por el interior de esas profundas catacumbas. Nuevamente Edgar se encontró ante una disyuntiva. ¿Cómo ella no podía conocer esas escapatorias tan inverosímiles ubicadas bajo palacio? A no ser que aquellos conductos realmente condujeran hacia algún destino en particular.

Las pisadas de su rival se percibían en la distancia como un eco que envolvía aquellas nauseabundas y tubulares entrañas de la tierra. Su recorrido se hizo insistente y comenzaron a sentir terribles escalofríos, tenían una sensación extraña, como si a su vez fuera poseídos por una fuerza exterior que les percibía, era un presencia cautivadora y horripilante, de alguien que los conocía y leyera sus pensamientos, sabiendo cuáles eran sus intimidades, las que nunca y rara vez se logran confesar a tu enemigo.

Los resquicios de luz eran muy pobres y la llama de la antorcha de hediondo y negro sebo no daba para mucho. Las cavidades de aquel sumidero se iluminaban tramo por tramo a través de sus retinas, escapando entre grupos de ratas que pululaban sus entrañas, chasqueaban el agua a través de la misma a cada zancada, entre esas cavidades de piedra y ladrillo, la luz hizo rejuvenecer las viejas paredes y su desgastada y estropeada roca a causa del humo y el hollín, eran vestigios pretéritos que mostraron sus más crueles cicatrices y entresijos, pues los roedores hicieron su aparición entre amplios orificios y grietas, y nidos de murciélagos se desplegaron con vampírica burla aleteando por el aire como iconos deslizantes de maldad y malicia, entre aquel asombroso laberinto de ladrillos de adobe.

Las paredes comenzaron a ensancharse y desembocaron en una cámara o vestíbulo con dos pilares de estatuas ecuestres a forma de hipogrifo, las que reposaban cual esfinges pétreas y guardianes que se levantaban flanqueando un amplio umbral con forma de arco por el que se infiltraron.

Aquellas dos esfinges eran impresionantes y no sabían qué podían estar haciendo allí, el camino se estrechó como un tortuoso desfiladero, más adelante toparon con una antecámara sepulcral dominada por dos cobras con coronas de sol en la cabeza, parecía una evocación satánica, esas dos estatuas de grandes dimensiones fueron corridas mediante un intrincado mecanismo y era evidente que unas ruecas dentadas llevadas por gruesas y enrobinadas cadenas, tiraron de las mismas despejando una abertura ante sus retinas y rostros perplejos, sus paredes estaban excavadas en pura roca de montaña.

Aquel bloque se desplazó a un lado, al final de un pasadizo llegaron a un embarcadero clandestino, pisaron su suelo granítico y uniforme bajo el interior de una bóveda acondicionada con la iluminación de varios vigías de Malcolm que les señalaron el camino a seguir desde sus garitas de guardia, ambos se percataron que estaban en un pequeño dique y que a un lado discurría un riachuelo que iba a desembocar al río, como un estanque artificial, así que destacaba un largo bloque de hormigón hecho por las manos del hombre a manera de espigón donde una barcaza a remos los estaba aguardando. Alguien les hizo una seña mediante un candil y no era otro que el propio fray Umberto de Mercia.


1 Apolo

2 Uno de los cuatro principios materiales de la realidad

3 Aliates: cerca de Sardes (las mil colinas), necrópolis de enormes tumbas de túmulos donde Heródoto identifica la más imponente como la tumba de Aliates.

4 Turdetanos: (Estrabón, Geografía III, cap. 2, 9).

5 Caballo de Yolao (Esc. 120)