10
LA MALDICIÓN DE SWEYN

Entre los hachones en plena noche de un campamento normando en Northumbria, Guillermo se abrió paso entre la tropa igual que un bulto negro envestida con ropajes de gasa y capa, apartando y avanzando sin apenas resistencia con una guarnición de escolta hacia las figuras envueltas en armadura de sir Robert y Odo. Guillermo entre varias tiendas de campaña de tela paró y se estiró ante ambos, cubriéndole un capacete de metal ligero con un protector de nariz a forma de pico.

―He de lidiar con lo que logra perturbar los vanos gozos a estas horas marginales, las que con planes arteros dan forma en su conquista a esa prole desheredada, que ya suspira inhibida y desangelada ―advirtió Guillermo a Robert Curthose, conde de Maine, y a su hermano Odo el futuro conde de Kent y obispo de Bayeux, era el medio hermano de Guillermo el Conquistador allí presente.

―Milord, los daneses acampan invernando en Lincolnshire dejando York desprotegida a los sajones ―le puso al corriente sir Robert.

―Bien, rodead a los daneses y cortad el suministro a los de York, eso obligará al ejército de Edgar a replegarse más al norte. Mientras, me uniré a parlamentar con Sveyn con un buen soborno entre manos, empujaré a ese cretino sajón hasta Hexham, y obligaré a Gospatric a rendirse, luego lo reinstalaré como conde de Northumbria y lo enviaré a hostigar Cumbria para mantener ocupado a Malcolm. Edgar de Wessex no tendrá más remedio que huir de regreso a Escocia ―le contestó Guillermo.

―Bien, argüido, milord, yo os acompañaré al reducto del danés, a pocas millas de distancia, dispensadora de engendros suele ser la arrogancia, y hasta el diablo sabe de este entuerto, del santo y seña del sajón, donde el peregrino se postula en sus doctrinas, como un cerdo en sus chacinas ―le recordó Odo.

Odo era delgado y rubio, iba cubierto con cota de malla y casco, era muy enjuto en carnes y su cara muy prominente y marcada, casi escuálida, parecía más un sajón en apariencia, con aquel armazón quién lo diría, pero era un férreo defensor de Guillermo y muy arrojado en el campo de batalla, muy bien dotado para la espada en el cuerpo a cuerpo, aunque estaba vez no se trataban de sajones sino daneses, y la cosa cambiaba, no era tan fácil de digerir, sabían lo diestros que eran los nórdicos con el hacha y la espada, su brutalidad no conocía límites, pero la figura de Guillermo era respetada hasta en aquello lares y temida igualmente, por tanto, podrían conciliar algún acuerdo y era factible.

―Bien declamado, Odo, los conflictos conyugales suelen estar reñidos y circunscritos a ese inderogable matiz de lo legítimo. Mas el sajón no solo traza planes de conquista, encima hipoteca nuestra tierra en beneficio de lo ajeno avivando las brasas del incordio, en beneficio del foráneo enemigo con esa vasta gama de poderosos contendientes, mas he de interponerme y ventear lo turbio como los mismos hórreos de Apulia. Conducidme ante él ―ordenó Guillermo.

No sabía si el danés aceptaría sus condiciones tan fácil, aunque en cuestión de sobornos ante el oro siempre hacía la vista gorda, o al menos, eso decían las malas lenguas, intentaría persuadirle, ¿por qué ocultarlo? Así eran los acertijos de la vida, esos que nunca se suscriben a las normas de la existencia y se pierden en el tiempo. En la vida había muchas cosas sin criterio ni sentido, estaban rodeados de un mundo déspota y sin escrúpulos. Cualquier persona era fácilmente sobornable y podía ser tentada en aquellos días de suma necesidad y sed de oro.

Allí en la población de Trent Falls donde confluían los ríos Ouse y Trent se levantaba aquel improvisado campamento normando, después de haber sometido a aquel puerto costero. Aquella pequeña población compuesta por mercaderes, traperos y tenderos de mercados periféricos de especias, se unían a aquella extirpe de gente retrograda y forajidos que convivían con su pobreza soportándose entre sí. Los forajidos y los bandidos se palpaban y distinguían en las cercanías entre las estrechas avenidas, entre nichos, recovecos y portones ocultos, donde se apreciaban rostros de perfil, sesgados, nunca mostraban su cara entera, en su mayoría embutidos en túnicas y chaperones, que los hacía destacar poco de entre los lugareños. Eran zonas de contrabando y de paso, eran gentes que no querían ser identificadas, pues sobrevivían al día al día con lo que podían. Entre sus pequeños hurtos y diabluras cotidianas al ciudadano de a pie normal, podían cobijarse en sucios y lúgubres antros. Desde hondos portales y tabernas los propios soldados normandos eran víctima de miradas inquisitivas e indiscretas, ojos que te avizoraban desde diferentes ángulos en velados callejones y portales, donde el pillaje era su ley. Los freeman abarcaban el comercio de cuero, entre curtidores y guarnicioneros, además del textil y la artesanía del metal, donde se podían hallar desde vajillas de peltre a armaduras y espadas forjadas por expertos herreros, aunque las principales exportaciones locales recaían en granos y lana los que iban directos hacia las rutas del Báltico. Pero a pesar de ser un enclave populoso, en Trent Falls se debía buenamente andar precavido y sin contemplaciones, una negativa tajante y firme era suficiente salvoconducto para que moradores y bandidos te dejaran libre de acoso y probaran suerte con otra víctima más propicia. Las calles estaban carentes de pavimento tan solo eran lodazales encharcados por el adverso y borrascoso clima, el comercio era habitual con el invasor danés y las incursiones nórdicas eran un constante flujo, esto era sabido desde tiempos de Eduardo el Confesor, tampoco a nadie le pillaba de sorpresa si era testigo de directos duelos y encontronazos con los rudos y embriagados daneses, sobre todo en las tabernas y posadas de alterne cercano a los muelles, o frente a algún puesto de sus concurridos mercados, todo era una mezcla explosiva de belleza y adrenalina entrelazadas, en su atmósfera de paraíso fuera de toda ley, todo mercader se escudaba en su propia convicción aun sabiendo del delito y la necesidad y la carestía eran algo insalvable, al igual que existía una ruta clandestina que enlazaba el vino de Burdeos con Galway y Waterford en Irlanda, Britania no estaba exenta de estas rutas fuera de toda jurisdicción y al margen de la ley, como en todos los enclaves desprotegidos, las trifulcas eran una constante, los despojos de los carniceros al cabo de cada jornada se podrían con un olor nauseabundo y fétido en las zanjas y las calles, eran enclaves “madriguera” por así llamarlo, de gente extraña que venían a acampar a sus anchas en ese laberinto de las mil puertas, donde las construcciones y la distribución topográfica jugaban a favor.

Aparte de los freeman y lugareños un gran porcentaje eran foráneos en su mayoría daneses y nada se asemejaba al mundo del que provenían, aquellos estrechos callejones de tanta inmundicia convertían a Trent Falls en un templo de lo privativo y lo indecente, de lo que nadie quiere y lo que todo el mundo detestaba.

Una jornada después y casi anocheciendo bajo el plúmbeo cielo de Lincolnshire, las fuerzas de Guillermo llegaron a las puertas del campamento danés del rey Sweyn. Tal como lo pactado, una delegación danesa de fornidos soldados con hachas en mano y lorigas en pecho se presentó ante aquella oscura diablesa que estiró su capa aguardando la presencia de Sweyn. Allí se adelantó Sweyn arropado por sus fuerzas emergiendo ante la misma, con una túnica blanca hecha de lino y decorada con bordados, y casco sobre su cabeza. Era barbudo, de tez blanca y pelirrojo, bastante obeso y piernas muy cortas. Salió de aquel lodazal en el que estaba situado el asentamiento danés, y muy próximo al estuario del Humber, el rey danés se arrodilló con su pierna izquierda en señal de reverencia ante el poderoso Guillermo, no sin antes constatar que se trataba más bien de una mujer entre la luz que desprendían en la oscuridad las antorchas, aquello lo dejó un tanto anonadado, pero estaba allí por una razón bien distinta, esperaba el botín normando y sus caudales a cambio de favores en pos de su causa, también algunos de sus lugartenientes quedaron petrificados ante el aspecto de Guillermo, el rey danés no la alcanzaba más allá de la barbilla, ya que era de estatura media. Sabía que la retórica normanda era lapidaría y solemne, como una sólida losa incapaz de retener o hacer frente en su camino.

―Majestad ―se inclinó el danés―, aún nos soliviantáis con el imberbe epitafio de una fe que fue digna de los más distinguidos reyes, pues no basta con ser virtuoso en estas lides, mas si dotada estáis para la prosperidad hoy habréis de fijar rumbo hacia ese exiliado de lo marginal, estos raros y arcaizantes pretextos nos sumen en este carácter meramente especulativo ante lo que tenéis que aportar, en detrimento del sajón que ahora pace y aguarda junto al estuario del Humber y el Wash mi resuelta arribada en la bajamar.

Guillermo alzó su mano y varios de sus hombres transportaron hacia su posición arcones atiborrados de alhajas y piezas de rico oro, el danés quedó nublado y encandilado ante semejante tesoro puesto a sus pies. No podía sino ser condescendiente con las pretensiones del normando, y dar paso libre a su causa. Sus propios soldados abrieron parte de los arcones para asegurarse bien de su contenido, estaban absortos ante semejante botín.

―Esto es en arras de lo acordado ―le contestó Guillermo―, mas si sabéis guardar pleitesía y no os hacéis de rogar, os entregaré el doble de lo estipulado una vez zarpado. Acondicionad uno de vuestros barcos para tender celada al sajón, siempre en busca de las horas perniciosas y de cerrazón, mas de arraigadas coyundas ya os surte la mugre que desemboca en el mismo estuario del Wash, porque cual libelos de mísera pestilencia, el sajón ya infirió con su ceño contrahecho en vuestra sapiencia, si la mugre ha de fijar ostentación, que el devenir no sopese sus estragos con premura ni al amparo de ese Malcolm que, con ceño constreñido, ya solo ocupa un regio trono vacante, pues a cada huella que allí marquemos, será lo que aquí juremos.

Ambos bebieron una copa de vino en señal de alianza la que fue servida por unos pajes de su propia corte y que portaron en bandejas de oro.

―Oh, poderoso Guillermo, figura antagonista y sin igual, esos planes nefastos solo ponen énfasis en febriles sueños aún sin ejecutar, con ese coercitivo valor de articulada vileza, no es menos el orgullo que os sopesa, sino el apurado tránsito que habréis de vadear, a cada escabroso escollo de su guarecido reposo ―le replicó el danés.

―Descuidad, regio danés, los abruptos estratos de este pestífero y bullente afluente, rompen a cada relincho sus diáfanos cendales, desprendiendo su más acerba galanura en pos de mi injuriosa cabalgadura. Ante las inveteradas lides del afrentoso disloque, daré caza con mis propias manos a ese díscolo sajón ―manifestó Guillermo.

―Convirtiendo en asertos las tradiciones de dudosa credibilidad, el carácter enrevesado de vuestra legendaria genealogía y linaje me hacen ya dudar, susceptibles y faltos de veracidad llegan a figurar los locos periplos que muchos cronistas atañen a la condición humana y, en tono triunfalista y encomiástico, os daré el beneplácito de la duda, mas seré prudente en mi lenguaje con lo aquí concertado y pactado a hurtadillas ―le contestó el danés.

―Regio danés, hirsutos páramos bañan de negro ónice mi extinto reino, sazonando cual mortaja infernal, esa pétrea fortaleza cual plácido retiro de un erial, mas constriñendo a las ánimas difuntas y dormitando solo el mal, confrontan fuerzas tan opuestas que contrarias rigen su final. Desposeído de un linaje y resarcido en lo que cabe, no alardead haciendo prédica de las aflicciones de los demás ―le contestó Guillermo, el danés quedó patidifuso.

Sabía que aquello era una agria advertencia a su irreverencia por lo allí platicado, y debía medir bien sus palabras con esa bestia de porte hombruno y rostro de mujer.

―Gravosa es la carga con la que he de zarpar, milord, ya relegado por vuestra mano a un segundo plano, mi mera presencia se hace ilógica e irrelevante como el que descorre telarañas de su ruinosa techumbre, y no demoraré más mi cometido, vuestros labios susurran un místico y ampuloso lenguaje, dilatándose y afianzándose fuera de los remiendos del espeso boscaje ―se inclinó el danés.

Guillermo extendió su mano ante el rey danés que observó su guante y no tuvo más remedio que besarlo en señal inequívoca de acuerdo y respeto hacia su figura. El normando quedó complacido al ver cómo el rey danés doblaba el espinazo hacia su causa y no se interpondría ante sus fuerzas. A parte de estar en desventaja, no tenían otra elección que la retirada.

―Remad, remad, regio danés, os doy asueto ―le soltó la mano al rey.

* * *

Acondicionaron los daneses uno de sus barcos con insignia real para que sirviera de cebo al normando contra el sajón en su llegada al estuario del Humber y el Wash, en los muelles embarcaron y cargaron pertrechos parte de las tropas de Guillermo con una simple avanzadilla, los demás siguieron el trayecto a pie rumbo hacia la ubicación del enemigo.

El barco arribó bajo las antorchas al campamento sajón amarrando en el embarcadero sin percatarse lo más mínimo de la verdadera identidad de su tripulación, allí se apearon las tropas normandas pasando a cuchillo a los ingenuos sajones, mientras figuras como Robert Curthose, conde de Maine, Alan Rufus noble bretón que envueltos en armadura se abrían paso hacia el puesto de mando del campamento. Guillermo desechaba con sendas manos a todo el que se le oponía en su camino hacia el puesto central del sajón, donde con vista de lince pudo reconocer al príncipe entre la oscuridad de la noche, los soldados saltaban por los aires con severos manotazos o puñetazos con tal fuerza que, aquella bruja, no necesitaba ni espada para poder combatir. Se vio envuelta y rodeada por una avanzadilla de housecarls que en vanguardia trató de acometerla con armas en mano, de improviso como forma disuasoria los repelió lanzando con su diestra una onda expansiva que paralizó ralentizando el ritmo en los movimientos de los soldados sajones que, a cámara lenta, en una escena delirante fue pasando a cuchillo a todo el que se le interpuso en su camino, tras dejar fuera de combate a casi una treintena de gallardos caballeros a su espalda, las tropas sajonas fueron rápidamente reducidas y puestas a su merced. Guillermo llegó ante un tembloroso Edgar de Wessex, vestido con una sobrevesta lujosamente forrada y borceguíes. El normando estiró su brazo varios metros alcanzando por el cuello a Edgar y succionándolo como un pulpo, separándolo del grupo de escuderos que lo guardaban y protegían, allí fue alzado del suelo entre gemidos por la diestra de aquella bruja que, esbozando una risa macabra y desalentadora, lo apretujó por la nuez entre sus guantes.

―Ahora decidme y desembuchad, sajón, ¿dónde se ubica el paradero de Harold y ese viejo nigromante de fray Umberto de Mercia?, mas sed escueto, las ligaduras de las que pendéis se aflojan ante el ronco epitafio de vuestro último aliento, mas sed consecuente, vuestras huestes solo son una burda paradoja, tan ingenua como temerosa, ese dimorfismo se acentúa y os anubla la percepción ante el poder ajeno. Desembuchad ―lo apretaba Guillermo sobre el gaznate.

―El poder coercitivo e intimidatorio, aun no siendo equitativo y decente a instancias de lo racional, no solventará esta contradictoria situación, bajo esta turba malparida que hace despotricar contra nos, hollando su flaqueza bajo esta transgresión y sucio libertinaje ―rezongó Edgar de Wessex.

―Sin juicio ni alegato, no os trabéis cual fácil caldo de gato, ni escurrid el bulto con tan apuesto decoro, porque ni de las brozas más impías nace siempre un tesoro. El danés ya os aventajó en agudeza, acopiándose de más caudales que las grutas de Micenas en su decoro, ya veis mi perseverancia, andad mañoso, porque sin coartada, no se nutre con tributo ni osadía a lo que siempre impone un coro ―lo puso al tanto Guillermo.

―Maldito normando, la desdicha caiga sobre él, la mentira más inderogable engarza y corona en su seno, al amparo de subterfugios y fuerzas mayores, el sulfuroso hedor de vuestro vil empeño, no conoce parangón, poniendo en boga de un terco tan oneroso excremento. Esa prestancia servil y profana, apegada a la vanidad del inquisidor normando, no lo hará más glorioso a ojos de los cielos, mas no hay bálsamo capaz de aplacar la flama de la deslealtad, ni para el que la secunde en su tarda cordura ni sensatez ―respondió entre susurros Edgar de Wessex.

―Siendo escoria del mismo remero, bien que el mismo os salió traicionero. No me haré de rogar más, decidme su paradero ―lo zarandeó en volandas Guillermo―. Las enconadas afrentas, del sórdido y lacerante destino ya os cercan, os palpan y ven, no hay drama sacro del que acatar sus designios y directrices, sellad los briosos postigos, valiente sajón, porque esos rasgos distintivos que tanto os reconfortan, serán vuestra perdición.

―Yo os maldigo, demonio.

―Bajo este lance apurado y mal jerarquizado de tanta estrechez de miras, pecáis de lerdo e imprudente con la espada, y bien nociva si es sagrada, estimado príncipe, la que agrava y perpetua bajo ese silo de males cual sarmiento que ha de brotar de la misma vid, tomándose licencia en usurpar y apropiarse de todo lo ajeno, aun sin fuero, y en mi terreno. ¡Decidme!

Ya casi agonizaba con la lengua fuera el príncipe Edgar.

―Huyeron hacia el Holderness, la zona pantanosa del Holderness ―confesó un moribundo príncipe.

El brazo lo estrujó aún más apagando su voz y escuchándose un gimoteo seguido de un chasquido de huesos. Luego sobrevino el silencio. El cuerpo sin vida de Edgar cayó a la hierba de sopetón. Guillermo se volvió hacia sir Robert que estaba al igual que sus hombres acongojado ante la escena.

―¿Lo habéis escuchado, sir Robert?, poned rumbo hacia ese infecto cenagal del Holderness. No flaquearé en el dictado de mis preceptos ni aun por los mil santos mandamientos ―proclamó Guillermo.

Toda la tropa sajona se persignó siendo testigos del cuerpo sin vida de Edgar a los pies de aquella perra de brunos ropajes y capa.

―Será como hallar una aguja en un pajar ―sopesó sir Robert.

―Para el que abdica y deserta apocadamente de su reino, sin flaquezas o ataduras, ni reparto testamentario en su andadura, no merece ser rey. Tenedlo presente, sir Robert ―le advirtió Guillermo.