11
LOS PÁRAMOS DE TERRES ROUGES

Fray Umberto de Mercia y Harold aguardaban en la zona pantanosa del Holderness, pero se percataron de que las fuerzas de Edgar no hacían señal alguna, rodeado por un limitado destacamento de sajones leales y un pequeño bajel para zarpar de tierra a la menor situación comprometida, nada parecía halagüeño. En el pequeño embarcadero levantaban lanza y antorchas las fuerzas de Harold, muy menguadas y extenuadas por la extensa travesía, todo el grueso había quedado a disposición de Edgar de Wessex, el caso es que llevaban más de dos jornadas sin tener contacto visual alguno, ni heraldos ni mensajeros, y sin noticias al respecto, era alto seguro que habría sido emboscado o atrapado por fuerzas normandas. No cabía la menor duda. El fango hervía cubierto de agitación, eran como tentáculos ventosos que emergieran de sus entrañas, tierras lacustres imposibles de vadear, el borboteo era incesante y las hirvientes aguas eran capaces de llegar hasta la cintura. El líquido residual se retorcía inexplicablemente con delicadas vueltas y contorsiones como si fueran movidas por una fuerza derivada del interior de la tierra al igual que un monstruo que se retorciera desde su fondo una y otra vez.

Algo burbujeó emergiendo con una sombra bajo el cercano atracadero levantado por la avanzadilla sajona, a Harold la adrenalina le corrió por toda su sangre y venas como ríos sanguinolentos surcando campos de asfódelos. Su rostro estaba transfigurado y había empalidecido por momentos después del sobresalto, oía cómo todo aquel contorno pantanoso del Holderness se contraía y convulsionaba igual que un animal famélico con tragaderas y unas ansias locas por devorarles; oía las voces que resonaban claras, eran las de un eco humano fantasmagórico, a no ser que fuerzas extrañas se aproximaran, era como si el mismo hábitat les pretendiera y se le removieran sus entrañas, sus arenas movedizas temblaban desde su famélico interior con una fuerza que crecía y crecía hasta los tuétanos como la erupción de un volcán, parecía que sus arenas les avizoraran a través de ojos ávidos de carne. Notaban una presencia allá abajo que tiraba de ellos, con una extraña atracción o gravedad que pujara por los cuerpos mal asidos y desmedrados, para ser succionados, arrastraban un murmullo que orquestaran miles de gargantas, tal vez era la llamada de los cadáveres putrefactos tiempo atrás devorados. Pero Harold levantó la vista al horizonte en medio de la noche y constató que en realidad eran fuerzas de combate que se aproximaban, pues pudo contabilizar cientos de ellas en formación y avanzando hacia su posición. Supuso que eran barcazas que navegaban bogando a gran velocidad para darles caza. No era lo acordado con Edgar de Wessex, pues se pactó mandar emisarios primeramente antes de hacer contacto. Aquello los puso en guardia inmediatamente y les heló la sangre. Sus hombres se estremecieron y tanto Harold como fray Umberto de igual medida. No lo podían creer.

―Fray Umberto, diviso antorchas en la lontananza. No hay acto ni sacrificio capaz trazar el camino que urge a escapar de esta bestia ancestral, incapaz de igualar en magnitud y fiereza, esa bruja de ceño arrugado ya nos tantea, huelo su pútrido aliento cual sabueso de raza espartana, anticipándose con premura a nuestros más sabios pensamientos y más rauda que el viento ―lo alertó Harold al constatar antorchas en el horizonte.

Fray Umberto envuelto en saya se apercibió de aquello saliendo al raso de una tienda de campaña, y bajo el cielo de la noche encapotada y con bríos de amainar tormenta, puso un gesto realmente inquieto, dando aviso a los soldados de que prepararan el bajel pues fuerzas enemigas se acercaban. Harold iba envuelto en una túnica de manga larga y aquella expresión en su rostro no le auguró nada bueno.

―Los normandos abrevan sus caballos en el Humber, debemos apresurarnos, buen Harold, y al abrigo de la noche zarpar, esa bruja ya debió dar caza al venturoso Edgar y sobornado a los daneses, ya refulge con reto impúdico despertando la mecha de la adversidad, la que nunca hiere cuando arrecia en calma, pues de angosta criba ya se valen los temores donde yace el alma, hincando su aguijón en las cervices que conllevan su arma ―le respondió fray Umberto con su candil llevándole hacia el bajel dispuesto a desatracar.

Acto seguido Harold se apartó del promontorio en el que estaba encaramado y siguió la estela del anciano, que subió por la rampa de abordaje junto con demás guardias que cargaron rápidamente sus bártulos y ajuares dando escolta a su señor. El bajel pronto desatracó del embarcadero y navegó rumbo a aguas del Canal con destino a Francia. En el interior del camarote principal ambos platicaban a la luz de un candil sobre una mesa circular de los aconteceres y la política a seguir ante aquella sorpresa de última hora, donde el normando había tomado ventaja en esa guerra sin cuartel contra su persona, era imposible ya la victoria y el regreso al trono se auspiciaba una quimera y un acto ficticio más que un hecho tangible y una realidad, las probabilidades ya eran escasas, pues Malcolm apenas era rival frente a Guillermo, y sus fuerzas escasas y mal equipadas, a las cuales pondría en jaque una vez diera por concluida aquella incursión en tierras de York.

―Con el vigoroso empeño en su reclamo yace escrito cual hondas sepulturas, lo que ha de conferir con los más insignes tributos su oscura potestad, la que con odio cerval y visceral se prodiga borboteando desde pestilentes acuíferos, destilando en una eclosión sempiterna, esa verborrea capaz de inficionar al orbe entero, haciendo replicar las vetustas aldabas de puertas milenarias y de abolengo, las de todos los reinos en su tormento ―Harold se refirió al normando al igual que lo hace alguien sobre un ser demoníaco y pervertido.

―Aplacad vuestros miedos y temores, buen sajón, los dantescos páramos de Terres Rouges, la guarida de la bestia nos aguarda, ante este manifiesto y funesto conjuro, nos hemos de valer de la más lúcida sagacidad de las consabidas, mas no como algo digresivo sino añadido, estos son los márgenes que hemos de entender, esa tierra no se atañe a patrones comunes y singulares, ni a esquemas míticos en su concepción, sino a algo surrealista que traspasa los límites de lo imaginado, y la condición liminal solo se retrae ante lo trágico y dantesco ―le relató fray Umberto.

Fray Umberto se levantó sorbiendo su copa de vino y se acercó bordeando la mesa, la cual estaba llena de mapas geográficos y cartográficos entre hojas de cálculo, parecían las de un desordenado delineante, entre arrugados pergaminos escritos a pluma y garabatos con caligrafía pequeña y prolija. Mecidos por las olas, el castillo de popa y el camarote disponía de una pequeña librería, había esparcidas sillas en caoba, mientras que las paredes y el techo estaban revestidos de tiras de madera de pino pintadas en blanco satinado. El eremita lo miró con agudeza y frialdad, con cierto aire reflexivo y calculador, mientras deambulaba rodeado de mercaderías, fardeles y serones.

―Vos conocéis sus flaquezas, ¿cómo acometeremos a esa bestia de cerril empeño?, la antítesis ante tan severo manifiesto, nos ha de conllevar a descifrar este galimatías, este escabroso acertijo que nos transporta a los límites más septentrionales de la noción humana, a ese vástago de arcaica progenie que turba el alma con solo mirarla ―le inquirió, preocupado, Harold.

―Descuidad, buen Harold, esta vacuidad tan llena de fútiles diatribas transfigura cuerpo y alma, desenterrando tan casto desempeño al que nos hemos de encomendar, mas despejando vuestras dudas y vacilaciones, limad de asperezas ese duro caparazón que os envuelve, porque esto no compensará el servilismo a su corona, falto de indulgencia y con esa dura acritud siempre predispuesta, el normando escurre el bulto de la vista de miradas abyectas, porque susceptibles rumores se acrecientan en su viciado entorno, jactándose de atizar más con el acerado hierro que con las pasiones, y subordinando al yugo de la necesidad sus propias intenciones, debo de relataros hechos de los que solo pocos saben y evitan confesar, esa bruja de lacerado cutis siempre se descubre al reflejo de un espejo, mas queda retratada en integridad como un estigma imposible de ocultar ―le respondió fray Umberto.

―En la abadía de Westminster logró zafarse después de quedar inmovilizada, ¿cómo poder contenerla y atraerla hacia el interior de esa abominación, la que coge forma succionando su vigor y consagrando el sacro orden de los más durmientes sepulcros a pura disparidad y confusión? ―le preguntó, preocupado, Harold.

―Zaherir a esa bestia de recalcitrante desvelo únicamente subyace en los ocres arenales colmados de óxido de su reino infernal, las cuales una vez espolvoreadas sobre su reflectante superficie, solo ellas detentan el poder de atraerla hacia su interior. Tan solo eso la mataría, ya que en su febril designio, hostiga y tiraniza el camino más retorcido de la creación ―le señaló fray Umberto mostrándole el espejo ondulado del camarote y del que se iba a valer en su plan.

―Si en los estratos de la incierta fortuna hemos de hacer acopio de esa arena que descoyunta entre filos rocosos y pedregosos, deberemos valernos de las amargas ironías que, en su concepción ilegítima, centellean desde el mismo éter, con este prematuro anticipo imposible de mitigar por fuerza humana concebida, la de este claro advenimiento y edad de tinieblas, porque las formas derivadas de este traumático escenario, pueden desencadenar en lo meramente visceral y ultraterreno, amparados en el Todopoderoso evitemos la extinción de nuestro reino ―lo arengó Harold desde la mesa.

Fray Umberto volvió sobre sus pasos ante el bamboleo y la inestabilidad del barco sobre la mar, y pudo coger asiento frente a él nuevamente.

―Buen Harold, atravesamos la convulsa marejada del obtuso Canal con el mascarón puesto hacia la velada depresión de Terres Rouges, donde habremos de armarnos de valor y traspasar ese díscolo umbral, ese pérfido monolito, tras el cual se levanta el ignoto y retirado reino de la bestia, donde sus insignes feudatarios son sabedores de esta creciente deslealtad que traza el normando, obcecado en los menesteres de ese reino tan profano y soliviantando el poder que, con pertinaz denuedo, ya apostillan su fuga ante pecados tan reales como capitales. Lo indecoroso se vuelve prontamente caduco, y ya arriban coaligadas cual mítica y homérica tradición de la misma Tróade1  ―le recordó fray Umberto.

―¿Y cuál será el plan a seguir, fray Umberto?, ¿cómo atraer hacia el mismo a esa pécora incestuosa sin que intuya el cebo a no más de un palmo de sus narices?, mas no siendo eufemismo a ojos de un ciego, ese intento deliberado y consensuado de socavar su integridad, no augura buen comienzo ―le consultó Harold con tono inseguro en cuanto a el espejo y la forma de que aquella bruja pudiera colocarse frente al mismo.

No era tarea fácil ni sencilla la de que tan astuta áspid pudiera caer en una trampa tan inocente, ya que por regla general medía muy bien sus pasos. Sería elegir el lugar propicio ante todo, según pudo pasar por la mente de fray Umberto que quedó meditando su respuesta por un breve espacio de tiempo. Pero necesitaban ineludiblemente de aquel polvo para esparcirlo sobre sus labradas orlas y el marco que decoraba el mismo.

―Tras ese espigado muro tan bruno como el alabastro, ese umbral de monolítico aspecto, donde se han de levantar los ruinosos sedimentos de una cultura hoy extinta, así sacrifica esa bruja sus acechanzas, en pos de pretéritas hecatombes, las que acaecidas a manos perversas como ignotas, consagran ahora sus excesos contra el sajón. ¿Qué inquino pesar os hace palidecer sobre esas conjeturas y dilemas, buen Harold?, acatar los designios litigantes con los que se vale la desdeñosa e indecorosa mano del taimado normando, nos abre tan solo una abertura muy angosta y de difícil resolución, la que bajo solidez manifiesta condimenta en colisión sempiterna la herrumbre de sus aldabas, agrio es el linaje al que fija sus ataduras y cabalgaduras. Ese rancio polvo de fina ceniza, será con la que tengamos que ungir las molduras de este lustroso espejo, el que revelará con acerados bríos y no con la diligente lenidad de los juicios, la catadura real de ese demonio, reparando el yerro y el desliz y lo que dicten los hados y el porvenir ―replicó fray Umberto.

―Insobornable es nuestro comprometido afán en pos de esta empresa, y que los áureos propósitos que circunscriben los apartados astros que absorben la noche sobre nuestras cabezas, se postulen en su ingenio a favor de la misma. ¿Quién no puede hallar voluntad ante este corazón resuelto? Ya esa bruja escudriña ávida de rapiña, tanteando el terreno esquivo, con el acervo desafío puesto en su fruncido ceño ―declamó Harold.

Jornadas después el bajel arribó a las aguas someras del sinuoso curso del Orne y no lejos de Caen, donde se apearon en las proximidades de lo que era una depresión árida e infértil, escondida entre brezales se despejaron ante sus ojos los páramos de Terres Rouges, fray Umberto acompañado de Harold deambularon sin protección alguna y muy próximo al anochecer con un candil en mano, a aquel lugar donde un cráter convertido en tierra de ceniza se ensanchó ante el firmamento cárdeno y estrellado, allí pudieron constatar el monolito que al igual que un zigurat mesopotámico se alzaba en sus hechuras negro como el ébano.

―¿Quién puede atribuir significado dogmático alguno a este reparto armónico e insustancial de unas heredades dejadas de la mano de Dios? Mas contemplad el monolito y la honda desolación de Terres Rouges. Armonizando esta síntesis y combinación de azares y contingencias, sopesemos a las horas muertas lo que depara la providencia ―le narró fray Umberto.

Ambos se internaron en el lugar citado de Terres Rouges con sus pies sobre la templada arena de aquel pétreo agujereo ancestral. Harold se sintió como un algo insignificante ante el inmenso poderío de las columnas que se levantaban dando ornato y ostentación a aquel misterioso y arcano lugar. Con sus antorchas en mano en medio del anochecer que brillaban como una débil fogata en aquella desolación. Fray Umberto se adentró por entre la zona circular volcánica descubriendo a la luz de su fuego paredes con bajorrelieves y jeroglíficos, apenas pudo interpretar nada en la oscuridad latente del lugar, iba buscando una pieza de más importancia y era el monolito, cuando arribaron a él apoyado en su cayado lo frotó cuidadosamente con la mano, estaba impregnado de polvo toda su superficie, no era liso al tacto sino lleno en su mayoría de poros indiscernibles, Harold contuvo el aliento ante una incertidumbre que lo abstrajo por completo, de súbito al igual que un portal dimensional el eremita introdujo su cuerpo desapareciendo a ojos de Harold, el sajón siguió los pasos de fray Umberto y tuvo la osadía en dar el paso decisivo.

Allí se descubrió el valle del Diablo, con la certeza de que penetraban en un páramo del horror, un paisaje desolado de arena, rocas puntiagudas y grava que abarcaba un margen bastante amplio que se perdía en la línea del horizonte, era un paisaje esculpido por una inclemente naturaleza, en una erosión eólica muy acentuada dando formas contorneadas y punzantes a sus rocas, eran macizas y monolíticas formas que rellenaban un paisaje desértico y de dunas, al fondo se discernía en la lontananza y encaramado sobre una colina recortado contra el firmamento encarnado y bermellón con ramilletes cárdenos, un castillo con sus torres y almenas, las piedras eran inmensas de, al menos, media tonelada ocupando entre la arena rojiza toda esa llanura paisajística donde despuntaban como inmensos sardios las estrellas, no habían brujos y demonios con tridentes que danzaran entre ritmos de santería sobre aquel escenario del Averno e inframundo, sino que solo hallaron el silencio y el soplido de un viento cálido sobre sus contornos. Harold quedó absorto ante semejante visión, y fray Umberto que ya había estado en el pasado en aquel lugar y que cargaba el espejo el cual llevaba cubierto entre telas, anduvo tierra adentro lejos del portal monolítico a lo largo de la llanura.

Las primeras estrellas comenzaban a relampaguear en el firmamento, eran blancas y solitarias, como siempre ocurría, puntos infinitesimales que despejaban las tinieblas del cosmos de entre su manto rojizo y violáceo, pero su tamaño era más grande de lo normal en aquel lienzo celeste del valle del Diablo, eso resultaba algo embelesador y una bella estampa para las gentes que no estaban acostumbradas a ello, solo una simbiosis semejante o algo de ese calibre podía contemplarse en Oriente y en tierras de Jerusalén, pero ni aun así ese cielo se podía hallar tan fácil en aquellos lares, sus contornos eran dispersados por las ondas de viento que corrían cortinajes como en una obra melodramática, interfiriendo en su trayecto, aunque sí que podían moverse por entre los aires impuros de aquel lugar paradisiaco, en aquel cielo eternamente plagado de cirrocúmulos, cirros y cirroestratos, ultrajado de franjas rosáceas, rojizas y mandarinas, de estelas vaporosas originadas en su mayoría por la particularidad propia de ese hábitat, las franjas violáceas eran gases que emanaban del interior de cráteres en tierra que escupían penachos de humo y gas y que manchaban de esa tonalidad su éter.

La constelación de Lyra con su forma inconfundible se describió en el firmamento con su estrella más brillante Vega refulgiendo en lo alto del cielo como distintivo y estandarte de la misma, y hogar de la fabulosa Nebulosa del Anillo, pero en los meses de estío o de verano se superponía el destacado trío de estrellas que comprendían Deneb, Vega y Altair. Su cielo de tonalidad sanguinolenta encajaba en sus dominios y en su peculiar forma paisajística, como un arte del cual cualquier pintor impresionista hubiera retratado con magnificencia, a la vez, tenía algo de abstracto, pues nada lograba tener un significado concreto y, aquella desolación tan inexpresiva, daba a entender, que era un mundo fuera de lo común, tratando de mantenerse en el olvido y en la nostalgia. Estaban en medio del ojo del huracán, en los mapas de rutas comerciales, no era un lugar transitado, era simplemente otro mundo, un mundo donde no existía motivo aparente para la indagación, porque no había nada que encontrar ni qué ocultar, donde todo cambiaba a voluntad de las corrientes de arena, su verdadero dueño y señor, su majestuoso dios que todo lo abarcaba. Era un mundo de sombras errantes, donde nadie acertaba a comprender dónde y cómo podía encajar en todo aquel desorden, entre estrellas insondables, y submundos que habitaban monstruosas formas de vida, se manejaba un intrincado hábitat sin sentido, en sus rincones más desprotegidos, a oscos desfiladeros que no llevaban a ningún paradero o quizás a una fuente de información simple y elemental, y aunque si alguien se inmiscuía por esos senderos desoladores carentes de existencia, sus propias sombras errantes eran lo único humano a destacar, algo que no cabía en el raciocinio, ni en cualquier vida que fuera mínimamente ordenada.

¿Dónde estaban localizados sus miedos en aquellas tenebrosidades y fosas del olvido, aquellos fantasmas que les perseguían venidos del inframundo? Y, de hecho, no es que estuvieran jugando con fuego, es que el fuego ya los había consumido en espíritu y alma. Eran mares dentro de océanos de dunas, que cubrían a otras dunas y, que a su vez, enterraban recuerdos bajo su hiriente frenesí, en su mayoría reinos fantasmas de los que tanto se hablaba y habían narrado los cronistas. Ese escenario ocre y arenoso le hacía poseer las dotes fantasmales de un páramo donde habitaran las almas condenadas a vagar en la eternidad. Rehuían adivinar ese futuro que le aguardaba en su mortal morada, ese castillo encaramado en lo alto y en la lejanía, era una fortaleza infernal lo que lo dominaba en su conjunto.

Era un laberinto de cañones y desfiladeros sin fondo, en los que no se advertía fin, era un escenario melodramático donde esos magentas y rojos intensificaran sus flujos para convertir aquella topografía de pesadilla en una morada donde los monstruos se cobijaran en cavernosas posadas. Divisándolo más seriamente, la uniformidad de sus formaciones brillaba por su ausencia, todo era escarpado, áspero y abrupto. Era una toponimia con malformaciones congénitas, como un hijo engendrado por un universo de imperfecciones, las que hacían ser objeto de los espantos y de los miedos más atroces. Jamás habían contemplado un lugar en el que ese rojo crepuscular dominara por entero todo su vasto conjunto, donde los sentidos se nublaran ante tan teñido firmamento, percibían el eco que escapaba de sus ahoyadas mazmorras, distorsionadas por el soplido sonoro de un viento olvidado y desesperado en el más lánguido lugar, nadie a quien despertar, nadie a quien alentar con su reflujo melodioso, donde los peñascos se desmoronaban y sus pedregosas planicies posaban desnudas en la intemperie. Sus brillos edulcoraban sus mantos crepusculares, puliéndolos en secreto, entre moldes puntiagudos y punzantes, tan afilados como cuchillos. Observaron las onduladas gibas de las dunas del desierto que eran barridas por cortinas de viento. Era como buscar una estrella solitaria en la inmensidad del espacio. No podían dar verisimilitud a aquello, no distinguieron a nada ni a nadie, los finos cortinajes que, con lánguido movimiento y con singular vigor trazaba el desierto desde sus profundidades insondables, los empujaba con su fina arenilla granulada por el amplio desierto del valle del Diablo, donde el áureo céfiro se filtraba por todas partes con su finísima vaharada de polvo molido.

―¡Cielos y tierra!, ¿qué es este erial sangriento que cuelga en su crepúsculo cual desenfrenada metáfora del recuerdo?, arraigado a esta concepción escatológica como rupestre, cual rémora de adversidades y contrariedades, rememorando un ayer incomprendido, este hediondo y basáltico páramo donde los astros cuelgan y se diluyen en la inmensidad, con su luz de candiles sulfurados, cual sutiles serpentinas remarcados, entre agrestes y mortuorias rocas a la sombra depravados, que cual pétreos sepultureros de ignotos y pretéritos aconteceres, no despejan de dudas sino en deberes. Decidme, fray Umberto ―le suplicó, acongojado, Harold.

Fray Umberto le apuntó con su cayado el castillo y la fortaleza de Guillermo el Bastardo.

―Mas ved aquella su morada y torre entrecortada, esos estribos, almenas y empalizadas que, al igual que una fuerte Sion2 ahí se alza, la fortaleza de Harstad, estos argumentos intuitivos se conjugan con las más afinadas apreciaciones herodoteas y solo ellas serían capaces de discernir la voluntad más pudiente de la fatiga anhelosa del impedimento, la que adquiere en su depravación la figura de ese engendro, que dormita cual dragón tan plagado de avidez y afán torcido, que ni en los más pretéritos periplos se hacen eco los antiguos cronistas. Ante los reclamos indómitos y embrutecidos de esa bestia que desafía toda lógica y orden natural de colmada y anonada sublimidad, así despeja esa su herencia y raíz, esa guarida colmada de aviesas intenciones que, sin digerir ni solventar sus traiciones, trata de mitigar a marchas forzadas, improvisando en tiempo y espacio, colgando el pendón del maldiciente mundo, y aleccionado a reyes y príncipes, los que han de doblegarse a la áspera singladura de ese tirano. La inderogable mentira yace grabada bajo esta potestad indefinible, trazando su propio designio tras esa osada ornamenta del despropósito y la ambición. Ungid de polvo las molduras, ¡expedito!, de estas cicatrices y fétida materia purulenta ―recogió polvo y arena de su mano fray Umberto―, pues ya percibo el aliento gualdo y el pórfido borboteo de los azufrados afluentes del Lacus Somniorum. La dañina discordia nos urge a abreviar ante esta morada de réprobos e impíos, ese mudo y arcaico lenguaje de signos que constriñen este tufo recargado de hedor en su éter.

Una laguna de aguas movedizas se extendían ante ellos y entre las rocas se llamaba Lacus Somniorum, y fray Umberto embadurnó los bordes del espejo con la arena diamantina y brillante de aquel erial, ese mundo extraterreno al amparo de las sombras, su marco estaba elaborado por ese estilo ancestral de cortado y ensamblado artesanal de mármol Travertino y madera de abedul bañada y tachonada en oro, era una auténtica reliquia.

―Ni en el Almagesto3 ni el Critias,4 se consagran al desorden sagrado y en la consunción ajena esa facultad propagadora que, tardía y en su languidez moral, a expensas de quebrantos y tropiezos, medran en desamparo, evidenciando la precoz impericia de su fuero interno. ¡Cuidado, alguien viene! ―le previno Harold, ambos esperaron agazapados tras una hilera de rocas de gran tamaño.

Ruido de caballos se percibieron y pasó ante ellos una columna de jinetes al galope con destino a la fortaleza de Harstad, apenas lograron discernir su identidad, habían traspasado el umbral del monolito y en la distancia se perdieron levantando una gran polvareda tras ellos.

―Son Normandos, junto a una embajada sajona. Mas no logré discernir su identidad. Aguardad un momento.

Fray Umberto salió expedito desde el roquedal en el que estaban agazapados, ya que a sus espaldas surgían las tierras movedizas y cenagales del Lacus Somniorum, con ese ruido donde borboteaban sin cesar sus aguas, el viejo anduvo rápidamente hacia el portal del monolito para cerciorarse de lo que podría arribar o si habrían más tropas por llegar a aquel valle de la muerte.


1 Tróade: área donde se ubican las ruinas de la antigua Troya

2 (2 Samuel 5:7)

3 Almagesto de Ptolomeo.

4 Critias de Platón.