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LA FORTALEZA DE HARSTAD

Fray Umberto se aproximó hacia la piedra monolítica para intentar cerciorarse de lo que acontecía tras aquel umbral y si estaban los aledaños despejados, dicho esto justo al alcanzar a hurtadillas el frontón que abarcaba aquella negra piedra, se dio la vuelta e hizo una señal a Harold para que se escondiera y agachara la cabeza desde el musgoso roquedal. De repente fue traspasado al igual que un puñal por una mano negra envuelta en un guantelete que horadó su pecho, surgiendo como un estilete por toda su caja torácica y a la altura de su corazón en un chasquido de sangre mugriento, la imagen fue espantosa, allí emergió el bruno cuerpo de Guillermo el Bastardo envuelto en aquellos mortuorios ropajes pisando con sus botas el cuerpo deforme y las prendas encharcadas y teñidas de rojo carmesí de lo que había quedado del pobre ermitaño.

―¡No! ―exclamó, Harold, horrorizado.

Se ocultó entre las arenas movedizas del Lacus Somniorum, y sus lodazales, tratando de escurrir el bulto de aquella presencia que avanzaba a pie tratando de localizarlo, pues al parecer había percibido su presencia al igual que un lejano quejido. Animales extraños se retorcían y zambullían en las aguas a su alrededor, tenían la forma de serpientes de mar, negras como el tizón, sus pasos se oían cada vez más cerca y la figura de aquella diablesa envuelta en capa se desplazaba ahora tanteando el terreno tramo a tramo, Harold tuvo que enterrar bajo la arena el espejo embalado e introducir su cuerpo en el propio barro y, mediante un cáñamo que arrancó improvisando con su daga, le sirvió a forma de cánula de respiradero, allí se sumergió y aguantó la respiración introduciéndoselo en su boca y tratando de no moverse para no ser descubierto por aquella astuta perra que no tardó en hacer acto de presencia rebasando su ubicación justo por la orilla lacustre, pues percibió su silueta bruna pasar por su lateral derecho, con aquellos andares de gata, sus pulsaciones y la adrenalina alcanzaron límites inimaginables, creía que se iba a desmayar, no soportaría por mucho tiempo aquella posición, la figura había parado en seco revisando el panorama en busca de un segundo acompañante, pero no pudo hallar el cuerpo difuminado y su bulto camuflado entre todo aquel charco maloliente, de tono ambarino y mandarina, Harold observaba con los ojos entreabiertos aquella silueta cerciorándose de su posición, al cabo de varios minutos la figura de Guillermo se difuminó de sus retinas. Cuando emergió a la superficie no podía casi ni respirar, quedó por unos minutos tendido en la orilla tratando de recuperarse y tomar fuerzas, limpió sus ropajes de entre las aguas fecales de la zona pantanosa desquitándose de todo el barro que había quedado adherido a sus vestiduras; salió precavidamente hacia el valle para asegurarse de que todo se hallaba despejado, no había rastro de aquella bruja, luego trató de restregarse su atuendo con parte de la arena del valle para desechar todo rastro de mugre, pues al suponer que era una embajada sajona su plan era llegar a hurtadillas a la fortaleza y alcanzar cuanto antes a la misma, tal vez haciéndose pasar por miembro de la misma y, con un poco de suerte, poder encontrar ayuda por parte de algún sajón rezagado y usar el espejo como un arma para destruir a aquella bestia del Averno. Harto arriesgado era su propósito, pero no imposible, solo necesitaría dar con alguien allegado a su corte que pudiera cortejarlo y que le acercará lo más próximo a Guillermo.

La fortaleza de Harstad iba haciéndose cada vez más grande y su pico más alto, estaba localizada y erigida sobre un alto cerro, se convirtió en un monstruo plagado de torres y cúpulas que estuvieran a punto de desmoronarse sobre él, fijado sobre las gráciles arenas del valle cubierto de blancas pedrezuelas allá en los confines del mundo, sus muros parecían de maciza plata y sus almenas de irrompible diamante, sus poternas de un hierro acerado de más de cuatro palmos, toda aquella mole y fortificación se extendía como una amplia frontera o cordillera de huesos secos fosilizados.

Sus agujas y pináculos se dilucidaron como afiligranadas torres de vigía, y en el centro su torre mayor, el sonido vehemente de esa vaharada del desierto en su flujo incansable nunca se ausentaba en aquellos páramos, ni existía fonda alguna donde descansar o buscar refugio bajo ese cielo plagado de luceros, el cual se descolgaba sobre una cara más pétrea que la desdichada Aglaura1 .

Las lámparas de su cielo desperdigadas por esa extraña constelación, daban una sensación de congoja inexplicable, ese abismo coloreado de magentas y ocre quitaba el hipo con solo mirarlo. No había profundidad mayor, ni semejante abismo comparable a aquel. Era evidente que aquel escenario o erial daba la sensación de estar repleto de incrustaciones de marfil, huesos y madreperlas que brillaban en su superficie.

A medida que avanzaba solo encontraba agrestes rocas con sus mortuorias sombras de basalto, parajes muertos sin vida, pedruscos aguzados y afilados como agujas, algunas como carámbanos o dagas de cristal de filosas aristas, destellaban plateando en una superficie saturada de ese rancio polvo del pasado, en el que un mortero redujo una vez el mismo a mera harina, su planicie parecía estar impregnada de dádivas perdidas y dispersas por advenedizos vientos pretéritos, de gemas y monedillas de oro de usurpados bolsillos. Todo aquel arenal resplandecía cubierto de gemas diminutas de luz, como velas de frágil destello, era un paisaje de ensoñación, en el que uno creyera estar soñando despierto. Todo resultaba tan lúcido y tan contrastado. Una franja violácea se curvaba en el horizonte, perecía moverse entre el paisaje calizo, tejiéndose con el crepúsculo, el desierto se derretía efectivamente con ese fondo lienzo repleto de estrellas y el purpúreo satén de su cúspide celeste, mas daba la sensación que por dicho horizonte caían las densas dunas de Harstad. En los extremos más arrumbados y lejanos, rocas solitarias emergían postradas con gentil sosiego como marmóreos monolitos. Esas rocas sedimentarias reflejaban sus lánguidas lobregueces al amparo de esa luz de candiles sulfurados y ardorosos donde siempre todo tendía a teñirse de azafrán, sus rayos incidían al igual que un halo de luz multicolor desapareciendo tras sus grandes roquedales que conformaban su orografía como hileras de pétreos sepultureros.

Se puso en marcha con su capucha puesta sobre su cabeza con esa túnica de manga larga y con destino hacia el castillo encaramado de Harstad, se despejó en el valle del Diablo ya a muy poca distancia y enfilando un puente levadizo custodiado por guardias reales normandos. Al igual que una demoniaca esfinge se había descorrido entre las tediosas cortinas de arena que siempre asolaban el desierto, y vio esa máscara labrada de aquel oro de sangre, la de su fachada principal y sus murallas y almenas, era un material tan depurado que jamás había sido testigo de nada semejante, no parecía de este mundo. Rehusó mirarlo, los ojos de los vigías se posaron en su figura mascando ese odio intrínseco en sus semblantes ante todo lo que oliera a sajón, Harold notó que le faltaba el aliento, decidió avanzar sin volver su mirada atrás. Estaba claro que tendría que atravesar la densa explanada hasta alcanzar sus cimientos escarpados. Debería dar con su entrada principal, el puente levadizo que ascendía hacia una gran poterna de acero, sus periferias estaban rodeadas por un devastador y gigantesco desierto que esbozaba ese crepúsculo inacabado, de los ladrillos y capas escalonadas de sus torreones prendían antorchas lejanas. La pared rocosa de la fortaleza empezaba a descubrir sus bultos y entrantes y hasta sus más secretas fisuras, como una inmensa caverna de rocas escarpadas. Recorrió la entallada pared montañosa, después de vagar varios minutos escudriñando algo entre sus fracturas y relieve, unas juntas incrustadas en la roca, produjeron un hondo sonido metálico el cual sonó a hueco, era el puente levadizo que estaba siendo movido por un tosco mecanismo.

No había andado ni veinte pasos cuando una luz radiante como el oro se destapó ante sus ojos cegándole de un rojo sangriento, aquel resplandor fue en aumento a medida que avanzaba por el arenal, era el de un sol abrasador que amagaba con ocultarse por su cara norte, estaba envuelto en una nebulosa incandescente desprendiendo ese fuego eterno. Fue descubriéndose una especie de viejas ruinas en granito y encima un tesoro radiante y esplendoroso, un enorme rosetón incrustado en su bóveda central, los vigías iluminaban el suelo del puente con sus hachones y se descubrió un arenal circular, bañado por una tierra ambarina que se amontonaba escondiendo unos grandes cimientos, y lo que eran columnas en un principio resultaron ser enormes estatuas con cabeza de dragón, con colmillos tallados de marfil y ceños fruncidos, eran de dimensiones colosales, Harold no había visto nada igual ni siquiera las columnas históricas de la antigua Tentiris2  se podían comparar, ni el mismo Baalbek,3  esas estatuas medían unos treinta metros desde el suelo hasta la cúspide y sus brazos se cruzaban en unas espantosas manos adosadas a sus pechos, sus hombros medían unos veinte pies, sus paredes estaban ensambladas con bloques de granito sin argamasa y algunos trozos brillaban como el oro, pero eran en realidad fragmentos desconchados de cálida arenisca. Aquellas cabezas de dragones melenudos parecían exhalar rugidos capaces de conmover las celestes bóvedas del firmamento.

―¿Quiénes sois?, dad santo y seña ―lo paró en el puente levadizo uno de los centinelas custodios cubierto con armadura y yelmo.

―Vengo con la embajada sajona, me he rezagado por el camino ―le contestó Harold.

―¿Qué lleváis ahí? ―el centinela se percató del bulto que portaba entre sus manos.

―Un presente para su alteza ―contestó Harold.

―Dejadle, viene con nosotros ―lo paró reconociéndolo Morcar, conde de Northumbria, desmontando las alforjas de su caballo―. ¿Vos aquí, Harold?

Harold no pudo contener su emoción dilucidando a los caballos de la embajada sajona ante aquel cegador poniente y, entre los mismos, la figura del mismo conde, vestía una especie de garnacha blanca con cuellos lechugados con chausses muy ceñidos y zapatos puntiagudos.

―Fray Umberto pereció atravesado a manos del normando tierra adentro, logré sortearlo entre la maleza. Lo que aquí porto es perentorio que sea entregado a esa bruja en presencia de vos, una vez desembalado, sucumbirá embelesada a su encanto. No tenemos elección ―le susurró en voz baja Harold.

―¿Y si no se aviene a tales agasajos?, ¿la creéis tan ingenua como para morder tan fácil el cebo? ―le contestó Morcar muy inquieto.

―Se avendrá, o moriremos todos. No hay alternativa.

―Esta teoría intrigante identifica un patrón en la forma en que el normando ha sabido reconciliar nuestros dos reinos sin ningún valor redentor, tan solo por mero trueque, con esos fastos que tanto ensalzan su vanidad, so pretexto de alguna urdida conspiración que os obligue en vuestro más reputado ministerio a claudicar ―le puso al corriente Morcar.

―¿De qué trueque habláis? ―le preguntó Harold.

―Os hablo de la princesa Margaret de Wessex, a quien mantiene prisionera y confinada bajo esta fortaleza de la soledad, estos cofres que veis ante vos, son en pago a su rescate, pues no hay lanzas y adargas suficientes para acometerla, más le valdría habitar una zahúrda que no reales palacios, y, con el grácil aleteo que suele otorgar la dicha en su etéreo y sincopado tránsito, entre estos luengos contornos de insufrible melancolía y térrea palidez, con esa sólida lobreguez tan mustia como marchitada, no ajena al cansancio y ni al verso que profesan esas ninfas de rancio abolengo como apocadas, como decía: el escepticismo recobra su distintiva vocación descorriendo este tupido velo; solo espero y deseo que esa bicha quede petrificada e inmortalizada sobre el lienzo imborrable a la posteridad. Mas ved, los ígneos destellos del mismo Aristilo,4  las antorchas de nuestro anfitrión resplandecen en los mismos confines, cual mar proceloso e imposible de domeñar ―le confesó Morcar.

Harold pudo constatar cómo sus pajes descargaban arcones repletos de alhajas y cofres de varios caballos, iban con destino a la cámara real y eran transportadas por soldados normandos hacia la poterna y el interior de la cámara de presencia.

―Transmutad el color de vuestras retraídas mejillas y aplacad los latidos de vuestro turbado corazón, buen Harold, pues solo aquí se postran los nefandos pecadores, donde habremos de pleitear cual reflejo de nuestra propia deshonra, cual hornaza lo es al oro y carcoma a la madera, agrio y desalentador es de considerar este disparejo e ignominioso trato con el normando ―habló ahora el hijo mayor del rey Malcolm, Duncan y al que pudo reconocer.

Iba vestido con una sobrevesta sobre una cota de mallas, era joven y rubio, algo desgarbado y bastante alto, con su espada ceñida a la cintura.

―Remendad esa lengua mendaz que solo sabe expeler verborrea cual cenagoso Volturno,5  buen Harold, y sed prudente ante esta maldad inherente, la que inoculada con agravio y abyección, toma parte bajo este gélido éter de turbadas razones, las que soliviantan las pasiones en su cruda moraleja, y que confinada en su aletargado criterio, guarda y suscita de cándidos clamores las que adoptan en su singular oficio y erige cual baluarte de la insensatez a vuestra diestra engañosa ―le alertó ahora Edwin de Mercia allí presente.

Edwin de Mercia también apareció sobre el puente a quien pudo reconocer en el acto Harold, llevaba una loriga y grabas entre su atuendo y armadura como vestimenta. Se le acercó para asegurarse de que era él.

―Si todo ha de seguir las pautas de la prudencia y la astucia, esa lengua libidinosa quedará expuesta a su propia y soterrada infalibilidad, cual triunfo ecuménico que depararan los hados; una vez frente al vidrio de la verdad y su pálido rostro yuxtapuesto, quedará delatada ante el ilusorio espejo de la tibieza, pues no exenta de impureza, hasta el mismo tiempo petrificará, cayendo presa de un arcaico encantamiento y a su propia abominación, atrapada en su reflejo, la anatema mortuoria de su sórdido y rancio linaje, hendirá su testuz en la propia oquedad de su seno, cual crudo y frío aguacero ―Harold les mostró parte del espejo envuelto en terciopelo carmesí.

Todos quedaron aterrados pues sabían lo que aquello significaba y el poder que entrañaba, si no era confiscado por la guardia, tal vez hubiera una ocasión para la esperanza.

―Si hemos de conciliar una entente con esa bestia de singular denuedo, al igual que el hálito de su fétido aliento lo embalsama para la posteridad, nada fijará el coste que podamos sobrellevar y sufrir en nuestras carnes, ¿estáis seguro que se prestará a tal acto de ingenuidad?, esa euforia y alacridad que resplandece ardorosa cual fogatas del optimismo que no del impedimento en vuestros ojos, son tan ambiguos como irresolutos. Porque a través de la inconsistencia, arduos son de aderezar ante las disposiciones que rige posteridad ―le refutó Duncan bastante escéptico.

Harold tapó enseguida y rápidamente aquel objeto de la vista de los vigías normandos que merodeaban cerca del puente, montando guardia frente a la poterna principal tachonada de clavos de oro.

―Edwind, Duncan, proveedle de capa y caperuza, pasará por mero escudero real, y cuando parlamentemos ante esa bruja manteneos al margen, que no os reconozca, pues la dentera de cobardes clamores de su propia prole arduos son de adivinar ―ordenó Morcar a sus sirvientes.

Las ropas de Harold fueron cubiertas y disfrazadas por una capa que pusieron sobre él y que le dio un aspecto más decente.

Cuando traspasaron la poterna mientras eran guiados por un grupo de la guardia de palacio, distinguieron frente a la misma la parte delantera de una mampara y una piedra a lo largo del frontal, el almenado superior de los bloques de la fortaleza disponían de arcos de herradura con vidrieras, arcadas y cenefa caligráfica, dando un cierto esplendor a ese entorno antiguo del castillo, era una especie de conglomerado de antiguos edificios monacales acondicionados a los fines de aquella áspid, eran escoltados por la guardia real a la sala del trono.

Las estrechas estancias convergieron en otra plataforma donde un puente levadizo se distinguía al final, calando su barandilla en una fina balaustrada, bajo los altos bloques de lucernas y chimeneas, las que brillaban escalonadamente en el vacío y el abismo bajo sus pies, alcanzando la rosácea y mandarina tonalidad del cielo. Todo surgía sereno y sin presencia de nada ni de nadie, el sonido del viento se filtraba y soplaba por los aledaños, a su vez absorbido por los generadores de aire y turbinas que oxigenaban el ambiente de las distintas plantas. La luz de los bloques y sus tragaluces trepaban a lo más alto de las torres circundantes.

Casetonadas bóvedas de cañón que terminaban en sendos ábsides se abrían hacia aquella cámara con su pavimento de mármoles policromos y sus paredes de pálidas rocas del lugar y piedra cristalizada o turmalina, que la delimitaban como montes y barreras fronterizas ese lugar cavernoso cavado dentro de una montaña, la luz tenue de focos de luz incolora que caían de las claraboyas exteriores daban una lúgubre atmósfera de contraste rojizo a la cámara principal, en el que se podía medio distinguir sus cavidades guturales, aquellas paredes tan pálidas como la cal. La cámara de presencia poseía forma esférica con un suelo de vidrio pulido, que surgía iluminado por bloques de luz ambarina, unas escalinatas de peldaños finos ascendían al estrado donde se ubicaba el trono y en ella estaba puesta en pie aguardando al igual que un espectro con negras vestimentas Guillermo, vestía un corpiño negro con diseño floral, a pesar de que tenía un aspecto más bien gótico, con una falda de volantes de tul finamente bordados, los rebordes del corpiño eran elegantes y regios y todo el conjunto estaba rematado con un collar de perlas sobre su cuello. Sus cuellos eran a forma de pico y llevaba un capacete de metal plateado muy fino y ligero sobre su cabeza, su capa y largos guanteletes a forma de tubo que le llegaban hasta el antebrazo le daban un porte hombruno y macabro, la embajada sajona contuvo el aliento inclinándose ante su presencia. Desde lo alto y en pie aquella bruja se estiró su capa y anduvo en derredor sobre el estrado y la plataforma oval de mármol cavilando ante su visita, luego rompió su silencio con ese hieratismo vertical dominante. La luz tibia proveniente de los tragaluces y claraboyas exteriores alumbraba sutilmente la cámara.

―Al igual que un espectro que al amparo de la oscuridad se agazapa con el juego burlón de la ocultación, así os encuentro, como un Lot6  acogiendo a sus convidados en la casa de Sodoma. ¡Oh, díscolo sajón!, ni siquiera el fluyente germen de tu esencia y el fastuoso oro que tanto ponéis tan en boga de mi enojo, sirven de acicate a semejante pretexto, con este trueque de venturosa conciliación, ¿qué os atrajo esa codicia que envuelta en su inmunda apariencia y perplejidad suplen su despojo cual sumiso rastrojo?, ¿qué es lo que os depara esa corrupta vanidad, Morcar de Northumbria? Raudo acudís cual cuervo de mal augurio, hendiendo el pico del caos y ostentando esa obcecada potestad de tergiversar la historia sin paliar sus consecuencias ―proclamó Guillermo.

―En pos de consolidar una cordial entente, acudimos en pos del canjeo acordado, milady, pues ficticios son los postigos que mueven estos quicios, no hacedme merecedor de tanta bajeza, pues forzado por Malcolm y en contra de mi voluntad aquí doy fe de este rescate que, cual trofeo en bandeja a manos de un infiel, con él os retribuyo cargado de fardos y cofres, los que han de engalanar y engrosar las arcas de vuestra vanidad y soberbia ―respondió Morcar, haciendo una genuflexión y agachando la cabeza. Los demás hicieron lo mismo.

Guillermo quedó halagado ante aquellas palabras por lo que hizo la vista gorda a los demás acompañantes de su embajada.

―Esas controvertidas raíces de varón opulento, no dan fe ni veracidad a vuestro alegato. La dura argamasa del perjuicio y menoscabo ya han sido desechados de vuestro reino, y la liberalidad distribuye riqueza y deleite con mano pródiga, mas a sabiendas de que es proferido por un resabiado sajón, haré caso omiso a vuestras objeciones, requisándoos esta dadivosa retribución en pago por la vida de la princesa Margaret de Wessex, mas cual fiel testaferro de la más profunda oquedad, y en pos de soliviantar mi ánimo, reclamando lo que por justicia tanto a mí concierne, no me daré por aludida ante tan perentoria anticipación, ¿alguna vez conocisteis la furia desatada de este servidor? Mitigad esos temores que albergáis cegado por ese tupido velo que entorpece la vanidad, tanto en angustias como en dobleces, aun a sabiendas que rara vez doy mi brazo a torcer, y aunque vuestros provechos e intereses sean devengados, ¿dais por cumplido tan infame alegato?, ante esta figura bien zurcida que, aunque tanto maldice en su celo, hasta Dios fustiga en su cielo, ¿sois consciente de que no detentáis jurisdicción alguna sobre estas potestades, vagando a la deriva al margen de la ley y solo a mi merced?, aquí donde los prolijos fantasmas nacen de su ostento, la fe se desvanece y la duda se acrecienta en su obstinada obsesión, suponiendo que haya arrendatarios que gocen de mi beneplácito, no suelo hacer distinción entre aquellos antagonistas que se oponen a mis designios y preceptos, sabed que gozo de probidad en el deber y no prodigo en sandeces en mi quehacer. Y, a todo ello, ¿sois supersticioso por naturaleza, distinguido conde, o reticente y parco para ciertos menesteres? ―le inquirió Guillermo con aire sarcástico.

―Ególatra es tu porte, maldita bruja, valedora de tanta discrepancia y tan llena de fútiles argumentos manidos, que degeneran en el simple olvido ―respondió Morcar.

Desde el piso superior en el estrado Guillermo frunció el ceño ante aquellos vituperios por parte del conde.

―¡Juez, jurado y verdugo!, vuestras censuras solo respiran su aliento espurio y contrariado, el que acogido con afectuosa cortesía, así reprende a su anfitrión con insanas razones sin ni si quiera discernir lo evidente. Inconsistente y común es todo aquello que enlaza y circunscribe en su dialéctica mundana, lo que es incapaz de remediar con el vigor y el arrojo de un buen acero, aplomado por sus tristes pesares, que no exentos de todos los males capitales, porta la jerga arrojadiza de la beligerancia, y, entre libaciones y ofrendas, cual bufón mordaz que desposeído de heredades se resguarda tras ese terno abigarrado como desencajado, se vanagloria de un pasado en el que fue amo y señor, y ahora un mero exiliado al resguardo del escocés. Mas ved que aún guardo un presente que ofreceros, sir Robert, haced que pase ―ordenó con una sacudida de su mano a su hijo sir Robert Curthose, conde de Maine.

Sir Robert que iba en armadura y loriga, alzó su voz:

―¡Guardias! ―proclamó sir Robert.

Una guarnición de soldados salió de uno de los accesos de la cámara escoltando la figura de cierto personaje envuelto en una holgada saya, era Gospatric.

―¡Sabandija!, vendiendo vuestra alma al diablo ―el conde Edwin de Mercia discernió la figura de Gospatric―, cediendo a la rapiña y al mezquino hurto del normando, el que bajo su impudencia ahora os maneja cual títere a su guiñol.

―No tuve alternativa ―Gospatric bajó la mirada ante ellos avergonzado―, fui repelido hasta el Hexham, y obligado a rendir pleitesía bajo pena de muerte.

Todos quedaron sin habla ante las palabras apocadas de Gospatric.

―Y bien que hicisteis, pobre infeliz, ahora reinstalado en tan mezquino lecho impúdico como conde de Northumbria, cual punta de lanza y dispuesto a acosar en tierras de Cumbria para desfondar a ese fogoso y terco de Canmore. Edgar de Wessex no tuvo escapatoria, pues como tasajo de ternera mechada, su cabeza fue encontrada ―Guillermo mostró una sonrisa depravada.

―¡Fuisteis vos, engendro demoniaco!, ¿quién sino? ―exclamó Duncan, gimoteando―. Transgrediendo y subyugando en su decoro con la hoz que al desnudo siega.

―Pregunta perniciosa, que por pura permisividad y a través del sendero de la sórdida y oscura existencia, se erige cual aguzadas saetas de agoreros presagios los que apresan el alma del más cabal. Medid, vuestras palabras, Duncan, hijo ilegítimo de Malcolm, concebido del vientre de una simple concubina, pues ni con Ingibiorg Finnsdottir, viuda de Thorfinn Sigurdsson, guardáis el más mínimo parentesco consanguíneo, infecundo sois como alimaña, pues de esta guisa, no brotará tierra ni reino que coaligue al amparo de la más transida alianza ―sentenció Guillermo.

―¡No escuchadla! ―se interpuso Morcar―, con ese deshonor cuajado en vuestro sacro y beato semblante, cual canon ilegítimo y jactancioso, ¿dónde para la princesa?, ¿qué hay de vuestra parte del trato?, vuestro despótico sometimiento no conoce límites, esos viles ardides arduos son de disfrazar, maldito normando, pues del yugo y al quebranto tan solo hay un paso, donde forjáis con ímprobas artes la perdición de los hombres, y vos, Gospatric, cómplice sois de esta descarada confabulación a ojos de los cielos, pues nunca hay rancia podredumbre libre de carcoma.

―¿Tan ciego andáis que aún no os habéis apercibido de su presencia? ―Guillermo esbozó una mueca mordaz, les mostró la estatua petrificada de la princesa junto al trono.

―¡Cielo y tierra! ―exclamó persignándose y arrodillándose Morcar ante ella.

La estatua de una dama petrificada surgió ante ellos en el estrado, era la viva imagen de Margaret, allí se alzaba al igual que la estatua de una musa helénica sobre un pedestal y un pequeño fuste, como ornato de ostentación al igual que una cariátide, parecía una estatua de sal, pues no era piedra normal o mármol blanco, sino de una superficie que palparon y brillaba como el diamante de una sustancia muy rara, Margaret estaba recubierta por una túnica y toga, pero su imagen era horripilante pues carecía de ojos, aquella bruja se los había arrancado de cuajo. El llanto corrió por los allí presentes. Edwin cayó de rodillas desconsolado gimoteando, mientras Duncan le tendía la mano por la espalda tratando de apaciguar su ánimo.

―¿Qué exhortan vuestras afligidas voces, buen Morcar? Podéis llevárosla cuando estiméis ―le manifestó Guillermo que pasó deambulando arrastrando su capa y regocijándose igual que un demonio.

―Llevadle los presentes, Duncan ―Morcar envuelto en lágrimas miró a Harold―. Liberadla os suplico.

―Arrancada de censuras y procelosas conjeturas, esta especulación tan perniciosa ha de consagrarse a la expiación de tus yerros y deslices, estúpido sajón, mas sabed que solo despertará del conjuro mediante un simple beso, hasta que eso suceda tiempo habrá de sojuzgar, sobre esta flor de tan añoso tallo y color ―le informó Guillermo.

―¡Liberadla del encantamiento, bruja! ―exclamó Edwin―. Esto no era lo pactado.

―Descuidad, Edwin. No hay manera de enmendar su incompetencia con este trueque allanado y adulterado, bien ligado a su incorregible condición y severa añagaza ―le salió al paso Morcar, pues también temía por sus vidas.

―¿Acaso tildáis mi causa de proscripta, atizando con indecorosa verborrea esa retahíla de improperios y mera patraña? ―se fue hecha un poseso hacia Morcar― Tal vez podáis resarcir mi curiosidad y decirme qué hacia ese sucio eremita de fray Umberto merodeando por mis contornos ―puso su guante ensangrentado en su cara todos contuvieron el aliento sabiendo lo que aquello significaba―, frívolo cortejo del que os valéis, sucio sajón, cual caldo de cultivo virulento y poco sazonado. ¡Así que vuelve las riendas o el cabestro al rucio y torne el cobarde a su morada! ―mientras deambulaba, se detuvo y añadió―: ¿A vos no os he visto en alguna parte? ―Paró con su diestra a Harold que portaba el espejo embalado en medio de los demás miembros y vasallos sajones y que cargaban sus presentes entre arcones y cofres hacia el estrado―. ¡Alguacil! ¿Cuántos has contado en el redil?, ¿os salen bien las cuentas? ―Guillermo contó a los presentes y sajones de la embajada, pero estimó que eran más de los anunciados.

―Sí, milady, que no os acucie la incertidumbre, todo surge placentero y bien atado ―el alguacil, sudoroso, ante su sorpresa no se atrevió a mencionarle de su error.

―¡Conque bien atado!, bien, proseguid, buhonero, depositadlo ahí con la mayor diligencia ―le señaló a Harold que fijó el espejo en pie a un lado del estrado, mientras Guillermo se echaba una suculenta manzana a la boca comenzando a masticarla de una bandeja que portaba un joven paje de palacio―. Ahora veamos qué nos guarda el sopor y los enhiestos sueños del abatimiento, donde la angustia brota y renace, presto todo a su desenlace.

Guillermo destapó sin previo aviso y antes de tiempo aquel presente o lo que, al menos, esperaba por alguna otra cosa, volvió su cabeza hacia el objeto y quedó encandilada por la viva imagen del espejo. Todos contuvieron el aliento, ni se atrevieron a intervenir en su ayuda o auxilio, ni siquiera su propia guardia sin saber qué le ocurría. Se oyó un grito gutural, la de una bestia que se propagó por todas las estancias.

Quedó paralizada al igual que una estatua, intentaba zafarse como a cámara lenta, pero el espejo incidía en su cuerpo con una atracción y un magnetismo, succionándola en contra de su deseo hacia su fondo, estaba imantado por ese polvo proveniente de aquel erial adherido a su marco dorado, frente a ella se pudo dilucidar un rostro demacrado la de un ser con rasgos análogos que asomara a través de una cortina que patentizara un horrible recuerdo, pero totalmente envejecido y canoso por la edad, la miró con aprensión con su boca de asquerosos dientes afilados y corroídos, desenredando una larga lengua viscosa con la que empezó a lamer el cristal, la imagen era repugnante y hasta sus propios guardias quedaron por unos instantes quietos con cierta grima y cautela ante lo que estaban presenciando, aquel cristal parecía dispuesto a engullirla, pues su propio reflejo rugía tratando de poseerla, detonando un síntoma de enconados celos por su mocedad, esa faz mugrienta de su propio yo, iba arrastrándola poco a poco sin que nada pudiera evitarlo, luchaba intentando zafarse de sus tragaderas, lanzando alaridos espeluznantes, asió el cuerpo de los condes Morcar y Edwin alargando su brazo más allá de una longitud de cinco metros y con fuerza inusitada, en un intento desesperado gritó a sus hombres para que la liberaran de las garras de aquel diabólico magnetismo, pero por más que lo intentaron fue inútil, ni con la fuerza de seis hombres bastó. Ya con parte de su cuerpo dentro aún tiraban de sus piernas sus soldados normandos, mientras con su diestra arrastraba con ella al interior de aquel agujero negro tanto a Morcar como a Edwin, que luchaban por escapar en una agonía sin fin, antes que ella fuera absorbida los introdujo en aquella dimensión desconocida, siendo succionados paulatinamente uno detrás de otro. El rostro de Harold estaba desencajado y horrorizado. Medio cuerpo de Guillermo ya era parte de su interior, pero con su diestra intentaba afianzarse tratando de agarrar tanto a Duncan como a Harold que lograron evitar aquella mano extensible la que los perseguía a lo largo del estrado como un tentáculo siniestro y mordaz, ambos se defendían con sus espadas y dagas, pero ya era demasiado tarde para aquella bruja, cuando fue a percatarse despareció de sopetón en un abrir y cerrar de ojos disipándose como un espectro de sus retinas.


1 Aglaura: hija de Cécrope, rey de Atenas, fue convertida en piedra por Mercurio, a quien quiso contrariar en sus amores con su hermana Erse.

2 Tentiris: actual Dendera.

3 Baalbek: fue un santuario fenicio al dios Baal.

4 Aristilo: (s.IV-III a. C.) fue un astrónomo griego, se sabe que compiló uno de los primeros catálogos de estrellas.

5 Volturno: río de Campania.

6 (Génesis, XIX-3).