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A partir de aquel momento el capitán Wentworth y Anne Elliot se encontraron con frecuencia en el mismo círculo de conocidos. Muy pronto comieron juntos en casa de Mr. Musgrove, pues el estado del niño ya no podía servirle a Anne de excusa, y aquella reunión fue el origen de otras y de nuevos encuentros.

Estaba por ver si los sentimientos de otro tiempo habrían de renacer. Era indudable que ninguno de los dos había olvidado el pasado; forzosamente habrían de volver hacia él la mirada, y él no pudo evitar aludir a aquel año de noviazgo en los comentarios y descripciones que se deslizaban en la conversación. Su profesión le daba motivos, su temperamento lo incitaba a hablar, y «aquello fue en el año seis» o «aquello sucedió antes de embarcarme», fueron frases que surgieron en el transcurso de la charla en la primera tarde que pasearon juntos, y aunque no le temblaba la voz ni tenía Anne motivo para suponer que al hablar la mirase de una manera significativa, conocía de sobra su modo de pensar como para juzgar imposible el que no lo acecharan los mismos recuerdos y pensamientos, pero estaba muy lejos de presumir que despertaran en él la misma pena.

No hablaron de cosas íntimas; lo que en tiempos lo había sido todo para ellos, ahora no era nada. En aquella época les habría sido imposible dejar de hablarse un solo instante, sin que pudiera señalarse otra pareja que los igualara entre todos los que estaban reunidos en la sala de Uppercross; y con excepción del almirante y su esposa, que parecían singularmente unidos y felices —mucho más que cualquier matrimonio que Anne conociese—, no era posible que existieran dos corazones más abiertos, gustos más semejantes ni rostros en que el amor se manifestase más palpablemente. Pero ahora eran extraños el uno para el otro, y aun más que extraños, porque nunca volverían a conocerse. Se trataba de un alejamiento definitivo.

Mientras él hablaba, ella escuchaba aquella misma voz y distinguía la misma sensibilidad. Casi todos los allí reunidos ignoraban las cuestiones relativas a la vida de un marino, de modo que el capitán era el centro de mil preguntas, especialmente dirigidas por las hermanas Musgrove, que no tenían ojos más que para él, acerca de las condiciones de la vida a bordo, empleo del tiempo, alimentación, etcétera, y la sorpresa que producían sus relatos le sugería ingeniosas bromas que traían al recuerdo de Anne aquellos días en que también ella, ignorante, había sido objeto de las burlas de él por suponer que los marinos vivían a bordo sin nada que comer, sin cocinero que lo preparase en caso de que lo hubiera, sin criados y aun sin cuchillos ni tenedores.

Anne se hallaba sumida en aquellas reflexiones, cuando Mrs. Musgrove, conmovida por tiernos recuerdos, exclamó sin poder contenerse:

—¡Ay, Anne! Si Dios no se hubiera llevado a mi pobre hijo, ahora sería como el capitán Wentworth.

Anne contuvo una sonrisa y escuchó bondadosamente, mientras Mrs. Musgrove se desahogaba, sin prestar por tanto atención a la conversación de los otros. Cuando ya estuvo en condiciones de hacerlo, observó que las Musgrove buscaban el catálogo de la Marina —su propio catálogo, el primero que hubo en Uppercross— y se sentaban para hojearlo con objeto de ver los barcos que el capitán Wentworth había mandado.

—El primero fue el Áspid, recuerdo; vamos a ver el Áspid.

—No lo encontrará ahí. Ya ha sido desguazado. Fui el último capitán que tuvo. Ya entonces estaba casi fuera de servicio. Fue destinado al servicio de cabotaje por un año o dos, y a mí se me envió a las Indias Occidentales.

Las muchachas se miraron asombradas.

—En el Almirantazgo —prosiguió él— a menudo se entretienen enviando al mar a unos cuantos cientos de hombres en un barco inservible. Siempre disponen de mucha gente para esto, y como hay tantos, que lo mismo da que se ahoguen o no, es imposible seleccionar a aquellos que menos importa que mueran.

—¡Vaya, vaya! —exclamó el almirante—. ¡Qué cosas dicen estos muchachos! En su tiempo no hubo mejor bergantín que el Áspid. Entre los de antigua construcción, ninguno lo igualaba. ¡Fue usted muy afortunado al servir en él! Bien sabe que en aquel tiempo se habrían presentado veinte hombres mejores que usted a disputárselo. Tenía que ser un hombre de suerte para topar con semejante barco tan pronto y sin necesidad de competir con nadie.

—Y bendije mi suerte, almirante, se lo aseguro —replicó el capitán, hablando ya en serio—. Aquel destino me satisfizo tanto como pueda usted imaginar. Ya por entonces estaba empeñado en embarcarme. Necesitaba ocuparme en algo.

—¡Y vaya si lo consiguió! ¿Qué hacía un muchacho como usted en tierra medio año? Cuando un hombre no tiene mujer, necesita volver al mar sin tardanza.

—¡Capitán Wentworth, qué ofendido se habrá sentido usted cuando llegó al Áspid y se encontró con que era un barco muy viejo!

—Ya lo sabía —contestó él con una sonrisa—. No me pilló de sorpresa, pero imagino que si en un día de mucho frío un amigo le presta un abrigo, a usted no se le ocurriría rechazarlo aunque estuviese pasado de moda. ¡Ah, éramos viejos amigos el Áspid y yo, e hizo cuanto yo necesitaba! Y eso tampoco me sorprendió. Yo tenía la certeza de que nos hundiríamos juntos o él me haría un hombre. Y, en efecto, mientras estuve a bordo del Áspid no tuve dos días de borrasca. Después de capturar suficientes piratas como para no tener tiempo de aburrirme, cuando en el siguiente otoño regresaba a la patria la fortuna quiso que topara con la fragata francesa que yo anhelaba; la traje a Plymouth, y allí tuve otro golpe de suerte. No hacía ni seis horas que habíamos fondeado en el Sound, cuando se desencadenó una galerna que duró dos días con sus noches, y que en la mitad de ese tiempo habría dado buena cuenta del pobre Áspid, sin que el estar junto a la costa hubiera valido de nada. A las veinticuatro horas yo sólo habría sido un valiente capitán Wentworth en un suelto de periódico, y por haber perecido en un simple bergantín nadie habría vuelto a acordarse de mí.

Anne se estremeció en secreto, mientras que las hermanas Musgrove dieron rienda suelta a toda clase de exclamaciones de horror y de piedad.

—Me figuro —intervino Mrs. Musgrove con tono débil, como si recapacitara en voz alta—, que entonces pasó usted al Laconia, donde conoció a nuestro pobre Dick. —Se volvió hacia Charles y agregó—: Pregunta al capitán Wentworth dónde conoció a nuestro infortunado Dick. Siempre se me olvida.

—Fue en Gibraltar, madre, lo sé. Dick se había quedado en tierra por encontrarse enfermo y su antiguo capitán lo recomendó al capitán Wentworth.

—Charles, hijo, di al capitán Wentworth que no dude en hablar del pobre Dick delante de mí, porque sería un verdadero placer oír hablar de él al mejor amigo que cualquier hombre ha tenido jamás.

Charles, más escéptico que su madre en cuanto a la conveniencia de tales narraciones, se limitó a asentir con la cabeza y se marchó.

Las muchachas buscaban el Laconia en el catálogo, y el capitán Wentworth no pudo evitar tomar el hermoso libro en sus manos, con objeto de ahorrarles la molestia y leer nuevamente en voz alta la breve reseña en que constaban el nombre y las características del barco, declarando que éste también era uno de los mejores amigos que podían hallarse.

—¡Ah, qué días tan felices los del Laconia! Qué pronto hice dinero en él. Un amigo mío y yo disfrutamos una travesía deliciosa al volver de las Hébridas. ¡Pobre Harville! Deseaba aun más que yo hacer fortuna. Se casó. ¡Qué bueno era! Jamás olvidaré su felicidad. Todo lo hacía por amor a su esposa. Mucho sentí que el siguiente verano no compartiera mi suerte en el Mediterráneo.

—Le aseguro a usted, señor —dijo Mrs. Musgrove—, que para nosotros fue una dicha el que se lo designara capitán de ese barco. Nunca olvidaremos lo que usted hizo.

Se le quebró la voz a causa de la emoción, y el capitán Wentworth, que probablemente no tenía a Dick Musgrove en su pensamiento, quedó a la expectativa, como aguardando algo más.

—Mi hermano... —murmuró una de las muchachas—, mamá piensa en el pobre Dick.

—¡Pobre muchacho! —continuó Mrs. Musgrove—. ¡Cuando estaba a sus órdenes escribía puntualmente! ¡Ah, ojalá nunca se hubiera separado de usted! Le aseguro, capitán Wentworth, que lamentamos enormemente que lo dejara.

Un gesto momentáneo del capitán Wentworth al oír estas palabras, un destello en su brillante mirada y un rictus de su hermosa boca demostraron a Anne que, lejos de coincidir con Mrs. Musgrove en lo que al hijo de ésta se refería, había hecho todo lo posible, y no sin esfuerzo, para librarse de Dick, pero fue un cambio de actitud tan fugaz, que sólo alguien que lo conociera tan íntimamente como Anne, habría podido advertirlo. Enseguida recobró su compostura y, acercándose al sofá en que se hallaban Anne y Mrs. Musgrove, se sentó al lado de ésta y empezó a hablarle en voz queda acerca de su hijo, con un interés y una naturalidad que revelaban el profundo respeto que le merecía cuanto hay de sincero y respetable en los sentimientos de una madre.

Como Mrs. Musgrove se había apartado para dejar sitio al capitán, Anne y él sólo estaban separados por aquélla, y no se trataba ciertamente de una pequeña barrera, pues el físico de Mrs. Musgrove era de tamaño más que regular, dotado por la naturaleza para representar la placidez y la alegría antes que el dolor y la ternura; y mientras que a un lado se ocultaban las inquietudes que agitaban la figura esbelta y el rostro pensativo de Anne, se veía al otro al capitán Wentworth, dando muestras de su paciencia al soportar aquellos extensos y pletóricos suspiros producidos a cuenta de la desdicha de un hijo del que nadie se había acordado en vida.

No existe relación alguna entre el volumen de una persona y la angustia del alma. Una figura obesa tiene el mismo derecho a afligirse profundamente que el ser más hermoso y delicado de la tierra. Sin embargo, justa o injustamente, se producen coincidencias impropias que, si la razón las protege, el gusto las rechaza y el ridículo las pone en evidencia.

Después de dar el almirante un par de vueltas por la estancia, con las manos a la espalda, para desentumecerse, atendiendo los ruegos de su esposa en el sentido de que dejara de hacerlo, se dirigió al capitán Wentworth y, sin preocuparle el que pudiera interrumpir, atento sólo a sus propios pensamientos, dijo:

—Le aseguro, Frederick, que si la primavera pasada hubiera estado usted una semana más en Lisboa, le habría pedido pasajes para Mrs. Mary Grierson y sus hijas.

—¿Sí? Pues me alegro de no haberme quedado una semana más.

El almirante se mostró sorprendido ante aquel comentario. Wentworth se defendió argumentado que por su gusto sólo admitiría mujeres en su barco para una visita de pocas horas o si se celebraba un baile.

—O yo no me conozco a mí mismo —dijo—, o no procedería de ese modo por falta de galantería hacia ellas. Tengo la convicción de que, por más esfuerzos que uno haga, es imposible conseguir que una mujer se sienta cómoda en un barco. Y tampoco es falta de galantería estimar que toda mujer tiene derecho a toda clase de comodidades, y eso es lo que hago yo. No quiero oír hablar de mujeres a bordo, y ningún barco que yo mande incluirá entre su pasaje a mujer alguna, mientras yo pueda impedirlo.

—¡Oh, Frederick! —intervino su hermana—. ¡No puedo creer que digas semejante disparate! Las mujeres pueden encontrarse a bordo de un barco tan confortablemente instaladas como en la mejor casa de Inglaterra. Creo haber vivido embarcada más tiempo que la mayoría de las mujeres, y no sé de nada mejor que los arreglos propios de un hombre de guerra. Confieso que no he encontrado comodidades, ni aun en Kellynch Hall —volvió la mirada hacia Anne—, comparables a las que he disfrutado en casi todos los barcos en que he vivido, y ya han sido cinco.

—Eso no quiere decir nada —replicó su hermano—, porque estabas con tu marido y no había a bordo otra mujer más que tú.

—Pero si tú mismo trajiste a Mrs. Harville, a su hermana, a su prima y a los tres chicos de Portsmouth a Plymouth. ¿Dónde fue a parar esa alambicada cortesía tuya para con las mujeres?

—Hubo una razón de amistad, Sophia. Yo atendería los requerimientos de la esposa de cualquier compañero de oficialidad siempre que estuviera en mi mano hacerlo, y a cualquier allegado de Harville lo traería desde el otro extremo del mundo si fuese necesario.

—Pues puedes estar seguro de que no echarían de menos nada.

—Lo cual no hace cambiar mis ideas. Es imposible que tantas mujeres con tantos niños se encuentren cómodos a bordo.

—Exageras, querido Frederick. Piensa en lo que sería de nosotras, pobres esposas de marinos, obligadas a ir de un puerto a otro siguiendo a nuestros maridos, si todos pensaran como tú.

—Ya ves que mis opiniones no han impedido que traiga a Plymouth a Mrs. Harville y toda su familia.

—Sin embargo, me disgusta oírte hablar así, como un petimetre, y de las mujeres como si fueran unas damas caprichosas en lugar de personas racionales. Ninguna de nosotras se figura que ha de vivir en perpetua bonanza.

—¡Ah, querida! —exclamó el almirante—. En cuanto Frederick se case cambiará de opinión. Cuando se case, y si tenemos la suerte de que haya otra guerra, ya lo veremos hacer lo que tú, yo y tantos otros han hecho. Le veremos agradecidísimo a cualquiera que le traiga a su mujer.

—¡Ah, ya lo creo!

—Es inútil —dijo el capitán Wentworth—. Cuando los que se han casado me dicen: «¡Oh, ya pensarás de modo distinto cuando contraigas matrimonio!», yo sólo puedo contestar: «No, no lo haré»; y entonces replican: «Sí, lo harás», y allí termina todo.

—Qué gran viajera debe de haber sido usted, señora —dijo Mrs. Musgrove a Mrs. Croft.

—Mucho, señora; durante los quince años que llevo de matrimonio, aunque hay muchas que han viajado más que yo. He cruzado cuatro veces el Atlántico; he ido a las Indias Orientales y he regresado una vez; además, he estado en diferentes puntos del continente: Cork, Lisboa y Gibraltar. Pero nunca pasé los estrechos, de modo que no he visitado las Indias Occidentales, porque nosotros no llamamos de esa manera a las Bermudas y las Bahamas.

Mrs. Musgrove no hizo la menor objeción. No tenía que acusarse de haberlas llamado en su vida de ninguna manera.

—Y le aseguro a usted, señora —prosiguió Mrs. Croft—, que nada supera las comodidades de un marino de guerra; claro que me refiero a los altos cargos de la Armada. Si va usted en una fragata, sufrirá más estrecheces, por supuesto, pero aun así, una mujer como debe ser ha de hallarse a gusto. Le aseguro a usted que la época más feliz de mi vida la pasé embarcada. Cuando estábamos juntos no temíamos a nada ni a nadie. Y gracias a Dios siempre disfruté de una salud excelente, a prueba de todos los climas. En las primeras veinticuatro horas notaba ciertas molestias, pero después no sabía lo que era el mareo. La única vez en que sufrí en el cuerpo y en el alma, la única en que me sentí mal y llegó a preocuparme el peligro, fue el invierno que pasé sola en Dial, mientras el almirante (entonces capitán Croft) navegaba por los mares del Norte. Vivía en continuo sobresalto, permanentemente inquieta por no saber qué hacer de mí, o me consumía siempre que esperaba noticias de él; pero mientras permanecí a su lado nada me preocupó ni encontré dificultad alguna.

—Ah, naturalmente. Desde luego. Soy de la misma opinión, señora —fue la efusiva respuesta de Mrs. Musgrove—. No hay nada peor que la separación. Coincido por completo con usted. Sé lo que es eso, porque Mr. Musgrove asiste a las sesiones de la Audiencia, en Taunton, y no estoy tranquila hasta que han terminado y lo veo regresar sano y salvo a casa.

La tarde concluyó con un baile. Ante la insistencia de todos, Anne se sentó al piano, feliz pues de ese modo pasaría inadvertida.

En aquella reunión alegre y bulliciosa ninguno parecía más animado que el capitán Wentworth; todos se mostraban amables y deferentes con él, especialmente las muchachas. Las hermanas Hayter, primas de las Musgrove, se comportaban como si también estuviesen autorizadas a enamorarse de él. Henrietta y Louisa estaban tan pendientes del capitán, que sólo la evidencia de su mutua conformidad podía alejar la sospecha de que fueran rivales encarnizadas. En suma, que si él se hubiera dejado influir por tanta efusiva admiración..., ¿quién sabe?

Por ese estilo eran los pensamientos que embargaban a Anne mientras sus dedos corrían maquinalmente, por espacio de media hora, sin tropiezo alguno ni conciencia de lo que hacía. En una ocasión se percató de que Wentworth contemplaba sus cambiadas facciones, tratando tal vez de descubrir en ellas las ruinas de aquel rostro que en un tiempo tanto lo había subyugado. Otra vez advirtió que debía de haber hablado de ella, pues oyó una respuesta que así se lo hizo sospechar, pero ya entonces estaba segura de que él había preguntado a su interlocutor si miss Elliot nunca bailaba. La contestación fue la siguiente:

—¡Oh, no, nunca! Prefiere tocar. Jamás se cansa de hacerlo.

En otro momento él se acercó y le habló. Anne acababa de levantarse del piano, por haber terminado el baile, y él se sentaba, procurando mostrar una actitud que indicase a los Musgrove su deseo de descansar. Anne se encaminó distraídamente hacia el lugar donde él estaba, y en cuanto la vio se puso de pie y dijo con estudiada cortesía:

—Perdone usted, señorita, éste era su sitio.

Y aunque ella retrocedió al instante, como negándolo, no hubo modo de que el capitán volviera a sentarse.

Anne tuvo bastante con aquellas miradas y aquellas palabras. Nada podía haber peor para ella en ese instante que tanta actitud ceremoniosa y gélida amabilidad.