Se acercaba el día del regreso de Mrs. Russell; hasta se había fijado la fecha, y Anne, que iría a verla tan pronto como llegara, imaginaba ya su pronto traslado a Kellynch y empezaba a pensar en las impresiones que con ello habría de sufrir.
Aquello la llevaría al pueblo en que vivía el capitán Wentworth; tendrían que frecuentar la misma iglesia y se establecería el trato entre ambas familias, lo cual no le convenía. Pero como, por otra parte, el capitán visitaba Uppercross muy a menudo, al marcharse de allí tendría, de hecho, menos ocasiones de verlo; de modo, pues, Anne creía que ganaría con ello tanto como por el cambio de ambiente doméstico al dejar a Mary para volver al lado de Mrs. Russell.
Anne deseaba que le fuese dado evitar ver al capitán Wentworth en su propia casa, cuyas estancias eran testigos de las primeras entrevistas y le traían un recuerdo excesivamente doloroso; pero más la inquietaba la posibilidad de que Mrs. Russell y el capitán llegaran a encontrarse, pues se estimaban poco mutuamente, además de que aquélla podría verlos juntos y apreciar la diferencia entre el dominio de sí mismo que tenía Wentworth y el escaso que ella había de demostrar.
Tales eran los deseos de Anne al anticipar su marcha de Uppercross, donde ya se le hacía larga la estancia, pues si bien los cuidados que prestaba al pequeño Charles bastaban para endulzar el recuerdo de los dos meses que había pasado allí, el niño recobraba poco a poco sus fuerzas y no había razón para que ella permaneciese por más tiempo.
Durante los últimos días en Uppercross, sin embargo, sucedió algo que ella no podía haber imaginado. Habían transcurrido dos días sin que se supiera nada del capitán, cuando éste apareció de nuevo y explicó la causa de su ausencia.
Su amigo el capitán Harville le había enviado una carta en la que le informaba que se había instalado con su familia en Lyme para pasar el invierno, y se hallaban, por tanto, a veinte millas uno de otro. El capitán Harville aún no se había restablecido de una grave herida que había recibido dos años antes, y la ansiedad que tenía Wentworth por verlo hizo que se decidiese a partir de inmediato hacia Lyme. Sólo pasó veinticuatro horas allí. La excusa pareció plausible; sus sentimientos de amistad fueron calurosamente elogiados y todos se interesaron en el estado del convaleciente amigo. Por fin, los reunidos escucharon con tal curiosidad la descripción de los hermosos campos que rodean Lyme, que se mostraron sumamente interesados en conocer el lugar, a consecuencia de ello surgió el proyecto de hacer una excursión a tal efecto.
Los más jóvenes parecían impacientes por hacerlo. El capitán Wentworth dijo que tenía la intención de ir una vez más, ya que estaba muy cerca de Uppercross. Aunque corría noviembre, el clima no era desapacible, y Louisa, contrariando los deseos de su padre en el sentido de que lo mejor sería aplazar el viaje hasta el verano, decidió que iría a Lyme cuanto antes, y que Charles, Mary, Anne, Henrietta y, por supuesto, el capitán Wentworth, irían con ella.
El plan, concebido a la ligera en un primer momento, consistía en ir por la mañana y volver por la noche; pero Mrs. Musgrove, por consideración a sus caballos, no lo consintió; y, bien mirado, en un día de mediados de noviembre no había tiempo suficiente para visitar un paraje nuevo, contando con las siete horas que para ir y volver exigía el estado de los caminos.
Era necesario que pasaran allí la noche, y no estarían de regreso hasta el día siguiente a la hora de comer, lo cual era una modificación de importancia en el plan. Aunque todos se reunieron temprano en la Casa Grande para el desayuno y partieron con gran puntualidad, ya era pasado el mediodía cuando los dos carruajes, el coche que conducía a las cuatro mujeres y el calerín de Charles, en que iba éste con el capitán, bajaban por la cuesta de Lyme, y al desembocar en una calle del pueblo, más empinada aún, apenas tuvieron tiempo para echar un vistazo alrededor antes de que huyeran la luz y el calor del día.
Después de buscar alojamiento y encargar la cena en una de las fondas, se imponía ir a contemplar el mar. La época del año no era la más indicada para encontrar diversión o espectáculos en Lyme; casi todas las casas estaban cerradas y sus moradores ausentes, y de las familias que allí residían sólo quedaban unas pocas. Pero si nada había digno de verse en cuestión de edificios, la curiosa situación del pueblo, cuya calle principal llega a la orilla misma del mar, el paseo al Cobb, que bordea la hermosa y pequeña bahía que tanto se anima en verano, el Cobb mismo, con sus viejas maravillas y sus espléndidas novedades, con su cima pintoresca de escarpadas rocas que se extiende por el este de la población, son espectáculos que el visitante busca ávidamente, y muy insensible ha de ser si no halla en los alrededores de Lyme encantos bastantes para desear conocerlo mejor. Las perspectivas de las cercanías, entre las que destaca Charmont, con sus elevadas mesetas y sus extensos prados, ofrecen vistas bellísimas, y más aún, si cabe, la hermosa y apartada bahía, coronada de negros peñascos, con su playa de ensueño, en la que los fragmentos de roca que salpican la arena hacen de aquel paraje el lugar más apropiado para sentarse a contemplar la subida de la marea. Los bosques que rodean el pueblo, y, sobre todo, Pirmy, con sus verdes fallas entre las rocas de aspecto romántico, en las que los árboles seculares y su exuberante vegetación evidencian el paso de las eras, descubren cuadros tan maravillosos como los de la isla de Wight. Sólo visitando una y otra vez esos parajes se llega a apreciar lo que vale Lyme.
Los excursionistas de Uppercross anduvieron por calles flanqueadas por casas de aspecto melancólico, y pronto llegaron a la orilla del agua. Allí se detuvieron, como siempre se detiene, extático, quien llega de nuevo al mar para disfrutar de su belleza, y siguieron al Cobb, tanto para admirar el lugar como para cumplir el objeto del capitán Wentworth, pues allí mismo, junto a un muelle muy antiguo, tenían su morada los Harville. El capitán se separó para entrar en casa de su amigo, mientras los demás seguían hasta el Cobb, donde Wentworth se les uniría más tarde.
No se cansaban de observar y admirar; ni siquiera Louisa parecía darse cuenta del tiempo que llevaban separados del capitán, cuando lo vieron venir acompañado de otras tres personas, a quienes ya conocían por referencias de Wentworth, y que eran Mrs. Harville, su marido y el capitán Benwick, que vivía con ellos.
Tiempo atrás el capitán Benwick había sido teniente de navío del Laconia, y las noticias que de él había dado Wentworth a su regreso de Lyme, los calurosos elogios que de él hiciera como excelente muchacho y como oficial siempre merecedor de su más alta estima, que ya le habían granjeado el aprecio de todos, tuvieron un sugestivo remate con cierta narración acerca de su vida privada, que lo hizo singularmente interesante a los ojos de las damas. Había sido prometido de una hermana del capitán Harville, cuya pérdida lloraban ahora. Uno o dos años pasaron los novios en espera de la fortuna o del ascenso. Vino la fortuna, pues los ingresos como primer teniente fueron grandes; llegó también el ascenso, pero ella no vivió para saberlo. Había muerto el verano anterior, mientras su novio se hallaba embarcado. Wentworth no creía que existiese un hombre más enamorado de lo que Benwick había estado de Fanny Harville, ni que se sintiese más abatido por la triste muerte de la amada. Frederick veía en él, en suma, a uno de esos hombres que sufren amargamente y que, dotados de gran sensibilidad, tienen costumbres pacíficas, severas y retraídas, afición decidida a la lectura e inclinación a las ocupaciones sedentarias. Acabó el dramático relato diciendo que la amistad de aquel hombre con los Harville se había hecho más íntima a partir del doloroso suceso que había roto las esperanzas de contraer parentesco, y que Benwick vivía desde hacía un tiempo con ellos. Harville había alquilado aquella casa por medio año, pues sus gustos, su salud y sus medios lo llevaban a tomar una residencia que fuese económica y estuviera situada junto al mar; esto sin contar con que la belleza de la región y el recogimiento propio de Lyme durante el invierno parecían perfectamente adecuados al estado de ánimo de Benwick. La simpatía y el sentimiento de afecto que despertó en Benwick fueron extraordinarios.
«Y sin embargo —se dijo Anne al echar a andar para salir al encuentro de los otros—, tal vez no tenga el corazón tan dolorido como yo. No puedo creer que haya perdido para siempre las esperanzas. Es más joven que yo, si no por edad, a efectos del sentimiento; es más joven porque es hombre. Él puede rectificar su destino y ser feliz con otra.»
Los dos grupos se encontraron e hiciéronse las presentaciones. El capitán Harville era un hombre de elevada estatura, cetrino, de carácter afectuoso y dulce; estaba algo enfermo, y su rostro demacrado así como su falta de salud hacían que pareciese mucho mayor que el capitán Wentworth. Benwick era el más joven de los tres y el más bajo también. Sus facciones eran agradables y poseía cierto aire de melancolía, que le cuadraba, y participaba poco de la conversación.
El capitán Harville, aunque no igualaba a Wentworth en porte ni modales, era un caballero distinguido, natural, efusivo y amable.
En cuanto a Mrs. Harville, aunque no tan fina como su marido, poseía, al parecer, el mismo carácter bondadoso. No podía ser más agradable aquel afán de considerar a todos como amigos propios, por serlo del capitán Wentworth, ni había nada más grato que la amable hospitalidad con que los invitaron a comer con ellos. La excusa, fundada en haber encargado la cena en la posada, fue aceptada al fin, aunque a regañadientes, y se mostraron ofendidos con el capitán Wentworth, porque el que los llevara allí suponía que no había estimado como cosa descontada el que fueran a comer con ellos a su casa.
Tal era el afecto que demostraban hacia el capitán Wentworth, y tan halagüeña y encantadora aquella singular hospitalidad, que desdecía de modo tan gallardo del hábito corriente de hacer y recibir invitaciones, que Anne comenzó a pensar que en modo alguno le convendría estrechar el trato con los Harville, porque no podía evitar pensar: «Todos estos habrían sido mis amigos.» Y esta breve reflexión la obligaba a luchar contra la amargura y el desaliento.
Al volver del Cobb entraron en casa de los Harville, cuyas habitaciones eran tan pequeñas que sólo un empeño de verdadera cordialidad podría juzgarlas capaces de albergar a tanta gente. Anne misma se mostró sorprendida por un instante, pero su sorpresa se desvaneció pronto con el examen de las graciosas artimañas y los ingeniosos recursos desplegados por el capitán Harville para sacar de aquel espacio todo el partido posible, subsanar las deficiencias del mobiliario y proteger puertas y ventanas contra las borrascas invernales que eran de esperar. La contemplación de aquella rica variedad de objetos que constituían el menaje, en los que contrastaban los enseres de uso corriente, dispuestos por el propietario, con algunos trabajos en maderas de raras especies y con buen número de valiosas curiosidades procedentes de los apartados países que Harville había visitado, divertía mucho a Anne. La íntima relación de todo aquello con la profesión del dueño de la casa, el ser fruto de su laboriosa vida, la influencia que denotaba en sus hábitos y el ambiente de paz y armonía domésticas que se respiraba, despertaban en ella sensaciones de satisfacción y alegría.
El capitán Harville no era aficionado a la lectura, pero había dispuesto la instalación de elegantes estanterías, que contenían una buena colección de volúmenes lujosamente encuadernados, pertenecientes a Benwick. La delicada salud de Harville le impedía hacer ejercicio, pero su condición sencilla y laboriosa parecía ofrecerle ocupaciones constantes en la casa. Dibujaba, barnizaba, hacía trabajos de carpintería, encolaba, fabricaba juguetes para los niños, moldeaba anzuelos de formas originales, y cuando no encontraba nada mejor que hacer, se sentaba en un rincón a arreglar sus grandes redes de pesca con las agujas que él mismo había hecho.
Al abandonar Anne aquella casa meditaba sobre la felicidad de que gozaban sus moradores. Louisa, que marchaba a su lado, prorrumpió en exclamaciones de admiración inspiradas en el carácter de los marinos, en su culto a la amistad, su condición fraternal, afable, sencilla y correcta; pregonaba su convicción de que eran los hombres de mayor valía y pujanza de Inglaterra, y sostenía que nadie comprendía la vida mejor que ellos ni existía casta de hombres más dignos de respeto y amor.
Se encaminaron hacia la posada para acicalarse y cenar. Tan bien les habían salido las cosas hasta ese momento, que todo lo encontraron perfectamente; si bien los posaderos se deshicieron en excusas, que hubo que aceptar, pues se hallaban fuera de temporada y por Lyme no pasaba casi nadie, de modo que no esperaban viajeros.
La pesadumbre que Anne experimentaba por encontrarse junto al capitán Wentworth excedía tanto sus previsiones, que el hallarse ahora sentada a la misma mesa que él y todo aquel cambio de cortesías superficiales —nunca iban más allá— propias del caso, no le causaban el menor efecto.
La noche era demasiado oscura para que las damas volvieran a visitarse antes de la mañana, pero Harville les había prometido que iría a verlos después de cenar, y llegó, en efecto, acompañado de su amigo. Grande fue la extrañeza de las mujeres al ver entrar al capitán Benwick, pues las noticias que tenían acerca de su estado de ánimo les había hecho suponer que no debían de gustarle las reuniones numerosas.
Mientras que los capitanes Wentworth y Harville llevaban la conversación en uno de los lados de la estancia, y el recuerdo de los pasados días les daba tema de sobra para entretener a los demás, Anne permanecía algo aparte con Benwick, y su sensibilidad la llevó a platicar con él. Benwick se mostraba abstraído y taciturno, pero la dulzura y la simpatía desplegadas por ella surtieron efecto muy pronto, y los esfuerzos de ésta se vieron recompensados.
Benwick era, evidentemente, un hombre muy aficionado a la lectura, de poesía sobre todo, y ella unía a su convicción de prestarle un favor al proporcionarle ocasión de discutir acerca de cuestiones que probablemente no interesaban a los habituales contertulios de él, la esperanza de ser de verdadera utilidad al darle algunos consejos acerca del deber y la conveniencia de luchar contra el dolor, tema que surgió, naturalmente, en el transcurso de la conversación.
Aunque Benwick estaba triste, no parecía reservado, y daba más bien la impresión de un hombre a quien agradaba explayarse. Al hablar de poesía, de su actual período de florecimiento, y contrastar ambos la opinión del otro sobre sus poetas preferidos; al discutir acerca de si debería preferirse Marmion a La dama del lago o del lugar que correspondía al Giaour y a La novia de Abydos; al insistir respecto a la prosodia de Giaour, Benwick se mostró tan familiarizado con los tiernos cantos del autor de la primera y con las patéticas descripciones de agonías desesperadas del de la segunda, recitó con tan apasionado acento algunos versos en los que se mostraba un corazón deshecho o un alma destrozada por el infortunio, y se condujo dando a entender de tal manera que sus sentimientos eran claramente interpretados, que Anne se aventuró a aconsejarle que se entregara a la poesía, al tiempo que lamentaba el que tan pocas personas fuesen capaces de comprenderla a fondo, y que las únicas pasiones profundas que la poesía llegaba a describir con exactitud eran aquellas que trataba en términos sobrios.
Como las alusiones a la situación de Benwick, lejos de aumentar la angustia de éste, parecían agradarle, se sintió ella más confiada para seguir hablando y se atrevió incluso a recomendarle que leyese a diario algunas páginas de prosa. Él le suplicó que le recomendara alguna obra, y ella señaló las de nuestros mejores moralistas y las memorias de personajes ejemplares, en la esperanza de que el ejemplo de éstos ayudase a fortalecer la moral de Benwick.
Él escuchaba atentamente, complacido con el interés que Anne mostraba, y aunque dio a entender, sacudiendo la cabeza, la escasa fe que tenía en la eficacia de aquellos libros para una pena como la suya, apuntó dos títulos de las obras que ella le indicaba, prometiendo adquirirlos y leerlos.
Al acabar la velada Anne no podía por menos de sonreír ante la idea de haber ido a Lyme a predicar resignación y paciencia a un hombre a quien nunca había visto; pero le sugería más serias reflexiones el hecho de que ella, como tantos otros moralistas y predicadores, desplegara su elocuencia sobre un punto en el que su propia conducta no podría resistir un examen demasiado severo.