La casa que sir Walter había tomado en Camden Place era soberbia y majestuosa, como correspondía a una persona de su importancia, y tanto él como Elizabeth estaban muy satisfechos de ella.
Anne entró en la mansión con el corazón sobrecogido por la tristeza. Presentía una reclusión de muchos meses y se decía: «¡Oh, cuándo saldré de aquí!» Sin embargo, en la bienvenida que le dieron observó una cordialidad inesperada, que le hizo mucho bien. Tanto Elisabeth como su padre se mostraron contentos de volver a verla, aunque no fuera más que por el gusto de enseñarle la casa, el mobiliario y la decoración. Además, siempre era preferible ser cuatro en la mesa.
Mrs. Clay se mostraba muy complaciente y pródiga en sonrisas, aunque, a decir verdad, sus cumplidos y sonrisas eran cosa descontada. Anne adivinó lo que encontraría a su llegada, de modo que aquella conducta no la impresionó en absoluto. Reinaba entre todos un humor excelente, cuyas causas no tardaría en descubrir. No se advertía en ellos la menor curiosidad por escucharla, y, después de esperar inútilmente que se les rindiese el homenaje de saber que todos en Kellynch habían lamentado su ausencia, hicieron algunas preguntas indiferentes y empezaron a hablar entre sí. No mostraban ningún interés por Uppercross, y apenas por Kellynch; para ellos no existía otro lugar que Bath.
Le hicieron saber, con la mayor alegría, que Bath colmaba todas sus ilusiones. Aquella casa era sin duda la mejor de Camden Place; sus salones eran más bellos que los mejores de cuantos habían visto, y la superioridad de la espléndida mansión se debía tanto al estilo de la construcción como al gusto con que había sido decorada. Todo el mundo quería visitarlos, su amistad era solicitada con ansia. Habían rechazado numerosas invitaciones, y aun dejaban en la casa sus tarjetas muchas personas a quienes no conocían.
En todo esto encontraban ellos un inagotable manantial de satisfacción. ¿Podía Anne dudar de que Elizabeth y su padre fueran dichosos? No lo dudaba, pero no dejaba de sospechar que su padre padeciese ante la degradación que aquel cambio suponía, que echase de menos la autoridad y los quehaceres de un propietario, que se le antojase vana e insignificante la existencia en aquella ciudad tan pequeña. También la entristecía y preocupaba el ver a Elizabeth pasearse con soberbia de salón en salón, contemplando con mirada satisfecha el amplio espacio que ante sí tenía; ¡ella, la señora de Kellynch Hall, orgullosa de verse entre cuatro paredes apenas separadas por treinta pasos!
Pero no era esto lo único que justificaba su actual estado de dicha. Tenían también a Mr. Elliot. Anne tuvo que resignarse a oír hablar largo y tendido de su primo. No sólo había obtenido el perdón, sino que estaban encantados con él. De camino para Londres en noviembre, se había detenido en Bath sólo veinticuatro horas, bastantes para que llegara a sus oídos que sir Walter se había establecido allí, pero insuficientes para darle ocasión de proceder según lo que sabía. Después había estado quince días en la ciudad, y lo primero que hizo fue dejar su tarjeta en Camden Place. A esta atención siguieron repetidas y empeñadas gestiones encaminadas a ponerse en contacto con ellos, y una vez conseguido esto, se mostró tan sinceramente decidido a ofrecer sus excusas por lo pasado y dio pruebas tan inequívocas de desear que se lo tratase como a un miembro más de la familia, que la buena impresión que sus intentos en este sentido habían producido quedó definitivamente consolidada.
No había nada que objetarle. Las explicaciones ofrecidas en descargo de las culpables apariencias de su desprecio no pudieron ser más satisfactorias. Todo se debía a un malentendido. Jamás había pasado por su mente el distanciarse, pero le pareció advertir cierto rechazo cuya causa ignoraba, y por delicadeza había callado. Se rebelaba contra la acusación de que había menospreciado a la familia. ¡Cómo era posible semejante cosa en él, que nunca había dejado de ufanarse de ser un Elliot, y cuyas convicciones en lo que a linaje se refería eran tan estrictas que llegaban a hacerlo incompatible con las formas democráticas en boga...! ¡Aquello lo asombraba! Pero confiaba en que su carácter y su conducta bastarían para acabar con tan indignas suposiciones. Sometía a sir Walter el ejemplo de su vida, y, realmente, la contrariedad que revelaba y su anhelo manifiesto, demostrado en la primera oportunidad que se le ofrecía, de alcanzar una reconciliación y lograr que se lo considerase de nuevo como pariente y posible heredero, probaba la sinceridad de sus afirmaciones.
Los detalles referentes a su matrimonio, por otra parte, merecían ahora una crítica más benévola. Este asunto no se había discutido con él, pero un amigo íntimo suyo, cierto coronel Wallis, persona muy respetable e intachable caballero —«y hombre de aspecto nada enfermizo», añadía sir Walter—, que vivía de modo más que decoroso en Marlborough Buildings, y que había pedido a Mr. Elliot que se los presentase, había relatado algunos pormenores relacionados con el matrimonio que permitían abrir juicios mucho menos desfavorables al respecto.
El coronel Wallis, que conocía desde hacía mucho tiempo tanto a Mr. Elliot como a su difunta esposa, estaba al corriente de aquel episodio. No era ella una mujer de categoría, pero había recibido una excelente educación, era rica y se había enamorado locamente. Había sido un caso claro de seducción. Ella era quien lo había incitado. De otro modo, de nada le habría valido todo su dinero para conquistar a Mr. Elliot, y sir Walter estaba seguro de que había sido una hermosa mujer. Estas consideraciones lo disculpaban. ¡Una mujer espléndida, de fortuna y enamorada de él! Sir Walter parecía aceptar aquellas aclaraciones, y Elizabeth, aunque, por supuesto, no podía juzgar el asunto de modo tan favorable, acertó finalmente la atenuante.
Mr. Elliot los había visto varias veces. Había comido una vez con ellos y se mostraba encantado de frecuentar su compañía, porque ellos no solían tener invitados. Parecía, en suma, muy complacido de que se le dieran pruebas de que era admitido en calidad de primo, y cifraba sus aspiraciones en merecer la intimidad de Camden Place.
Anne escuchaba todo aquello sin llegar a explicárselo bien. Era forzoso, bien lo sabía, acoger con grandes reservas semejantes comentarios. Sabía que Elizabeth y su padre exageraban. Lo que había de irracional y extravagante en aquella reconciliación debía atribuirse, tal vez, al estilo de los narradores. Sin embargo, ella tenía la impresión de que debía de haber algo más de lo que a primera vista aparecía en el afán de aquel hombre por congraciarse con ellos después de tanto tiempo.
A poco que se reflexionase en ello, era evidente que aquel hombre no ganaba nada con volver al seno de la familia, ni arriesgaba nada al cambiar de actitud. Según todas las probabilidades, Mr. Elliot era el más rico de los dos, y la posesión de Kellynch, así como el título, serían suyos tarde o temprano, y sin disputa. Por fin, un hombre sensible como él, pues bien lo parecía, ¿cómo era posible que pusiese su empeño en tal cosa?
A Anne se le ocurrió que la única explicación era que debía de sentirse atraído por Elizabeth.
Era probable que en otro tiempo le hubiese gustado, pero habiéndolo llevado las circunstancias por distinto derrotero, ahora que era dueño de seguir su propio camino, quizá se propusiera solicitar su atención.
Elizabeth era verdaderamente bonita, elegante y distinguida, y en cuanto a su modo de ser, él no había tenido ocasión de conocerla a fondo, pues sólo la había tratado en público y cuando aún era muy joven. Ahora bien, ¿hasta qué punto podría el temperamento de Elizabeth resistir el análisis de un hombre ya maduro? Este era, sin duda, otro extremo a tener en cuenta, y no poco, por cierto. Anne deseaba con vehemencia que si Elizabeth era la meta de sus anhelos, él no fuese tan delicado ni observador. Y que Elizabeth se lo había llegado a creer, así como que su amiga, Mrs. Clay, fomentaba tales ilusiones, estaba más que comprobado por las miradas significativas que cambiaron cuando hablaban de las frecuentes visitas de Mr. Elliot.
Anne refirió las visiones fugaces que había tenido de él en Lyme, pero apenas si se le hizo caso.
—¡Oh, sí, tal vez se tratara de Mr. Elliot!
No podían asegurarlo. Puede que fuera él... Pero no la dejaban describirlo siquiera. Ellos mismos lo hacían, sobre todo sir Walter. Mencionaba su porte caballeresco, su elegancia, su buen ver y su dulce mirada.
Por supuesto, no podía dejar de deplorar el que estuviera tan pálido, defecto que el tiempo parecía haber acentuado, y era innegable que los diez años transcurridos se reflejaban en su rostro. Mr. Elliot parecía haber afirmado que él, sir Walter, no había cambiado desde que habían dejado de verse, cumplido que sir Walter no pudo devolverle, muy a su pesar. Pero aun así, en general Mr. Elliot no estaba mal; de hecho, tenía mejor aspecto que la mayoría de los hombres, y a sir Walter no lo avergonzaba el que lo viesen en su compañía.
Tanto Mr. Elliot como su amigo de Marlborough Buildings, dieron tema de conversación para toda la tarde. ¡Era tan sincero el empeño manifestado por el coronel Wallis de conocerlos y tan vivo el afán que en ello había tenido Mr. Elliot! Hablaron también de Mrs. Wallis, a quien de momento sólo conocían por referencias, pues, a causa de una indisposición, se hallaba recluida en casa. Mr. Elliot la presentaba como una mujer encantadora y digna de figurar entre las amistades de Camden Place. Sólo esperaban que se restableciera para conocerla personalmente. Sir Walter imaginaba que debía de tratarse de una mujer verdaderamente hermosa. Deseaba conocerla, y daba por sentado que superaría en belleza a las insulsas mujeres con que se cruzaba en las calles de Bath. Lo peor de esta población era el sinnúmero de caras insignificantes. No quería decir con ello que no hubiese allí mujeres agraciadas, pero sí que el número de las feas era desproporcionado. En sus paseos siempre observaba que a una cara hermosa seguían treinta o treinta y cinco adefesios, y recordaba que hallándose una vez en una tienda de Bond Street, habían desfilado ante su vista, unas tras otra, ochenta y siete mujeres, sin que entre ellas pudiera registrar un rostro pasable. Claro que era una mañana muy fría, y con un tiempo semejante de mil mujeres sólo una se arriesgaba a salir; pero, de todos modos, en Bath había una cantidad exagerada de mujeres feas. ¿Y qué decir de los hombres? Eran infinitamente peores. ¡Qué espantajos se veían por las calles! La poca costumbre que tenían las mujeres de ver hombres de aspecto medianamente aceptable hacía que reaccionasen exageradamente ante uno de apostura sólo regular. Como que no paseaba una vez del brazo del coronel Wallis, hombre de porte marcial aunque sus cabellos dejaban bastante que desear, sin notar que los ojos de todas las mujeres se iban tras él; nada, todas estaban obsesionadas con el coronel Wallis. ¡Oh, modesto sir Walter! No se le dejó pasar, claro está, semejante alarde de humildad. Su hija y Mrs. Clay insinuaron que el acompañante del coronel Wallis podía ufanarse de poseer un rostro tan perfecto como el de éste, y una cabellera muy superior, desde luego.
—Y Mary, ¿cómo está? —preguntó sir Walter, ya en las cumbres del júbilo—. La última vez que la vi tenía la nariz algo enrojecida, pero supongo que ya se le habrá pasado.
—Eso fue una cosa pasajera. Puede decirse que desde septiembre tiene un aspecto inmejorable.
—Si yo supiera que la tentaría a salir en días ventosos tan perjudiciales para el cutis, le enviaría un sombrero y un abrigo nuevos.
Anne estaba a punto de decirle si de verdad creía que una gorra y un gabán recibirían un trato tan poco cuidadoso, cuando sonó la campanilla de la puerta. ¿De quién podía tratarse a esas horas? ¡Eran las diez! Debía de ser Mr. Elliot, claro; sabían que seguramente cenaría en Lausdown Crescent. No tendría nada de particular que en el camino de regreso a su casa llamara a la puerta para averiguar cómo estaban. Mrs. Clay tenía la certeza de que sin duda se trataba de él; y estaba en lo cierto, pues con toda la ceremonia que podía esperarse de un criado que era a la vez lacayo y mayordomo, Mr. Elliot fue introducido en la estancia. Era él mismo, la misma persona, con otra indumentaria. Anne permaneció en un segundo plano, mientras el caballero prodigaba sus atenciones a los otros y presentaba a Elizabeth sus más sinceras excusas por visitarlos a una hora tan intempestiva; pero no podía pasar por allí sin experimentar el invencible deseo de entrar a cerciorarse de si ella o su amiga habían cogido un catarro el día anterior, etcétera; todo lo cual fue tan amablemente dicho como escuchado y agradecido. Y ahora le tocaba a ella entrar en escena. Sir Walter habló de su hija menor:
—Mr. Elliot, me va a permitir que le presente a la segunda de mis hijas...
No hizo mención alguna de Mary, y Anne, sonrojada y sonriente, apareció ante Mr. Elliot. Aún no se había desvanecido en la memoria de éste la fisonomía de la joven, quien advirtió con regocijo, por el gesto de extrañeza de él, que en los anteriores no la había reconocido. No salía él de su asombro, aunque debe agregarse que no parecía tan sorprendido como encantado; le brillaban los ojos, y, con la más viva satisfacción dibujada en el semblante, saludó a su prima, aludió al pasado y solicitó que, desde luego, se le considerase un amigo. Mr. Elliot tenía el mismo aspecto que en Lyme; su atractivo aumentaba con la animación de la charla, y sus modales eran tan corteses, naturales y sugestivos, que Anne sólo podía compararlos con los de cierta persona. Claro que no eran los mismos, pero sí equiparables en gracia y finura.
Se sentó entre ellos, y pronto infundió una nueva vida a la conversación. Era, indudablemente, un hombre de gran sensibilidad. Diez minutos bastaban para convencerse de ello. El tono, la manera de hablar, los temas que trataba y su acierto respecto al límite que debía imponerse, revelaban a la persona delicada y reflexiva. No tardó en hablar de Lyme, mostrando el deseo de contrastar sus opiniones con las de ella respecto de aquellos parajes. Mencionó la extraña coincidencia de haberse alojado en la misma posada, hizo alguna referencia a su viaje, y escuchó con agrado las noticias que ella le daba de su excursión, deplorando haber perdido aquella oportunidad de ofrecerle sus respetos. Anne le hizo un breve relato de su estancia y correrías en Lyme, lo que contribuyó a que Mr. Elliot se mostrase aún más contrariado, pues aquella tarde había permanecido solo en la habitación contigua mientras llegaba a sus oídos el sonido de las voces y el alegre bullicio. Supuso que debía de tratarse de un grupo de personas distinguidas y agradables..., y aunque su deseo hubiera sido estar en su compañía, no halló pretexto aceptable para relacionarse con ellos. ¡Si se le hubiera ocurrido siquiera preguntar quiénes eran los excursionistas! El nombre de Musgrove le habría dado la clave. Bien, al menos la experiencia le serviría para corregir su absurda manía de no preguntar nada en las posadas, necia costumbre que tenía desde muchacho, inspirada en el principio de que no está bien ser curioso.
—Las cosas que piensa un hombre de veinte o veintidós años —decía— respecto a lo que debe hacerse para que piensen bien de uno, son, a mi juicio, las más absurdas que se puedan concebir. La mayor parte de sus hábitos y prácticas son tan insustanciales como sus designios y propósitos.
Pero al comprender que no era discreto dirigirse en particular a Anne, pronto incluyó a los demás en la conversación, y sólo de vez en cuando mencionaba la estancia en Lyme. Sus preguntas, sin embargo, acabaron por obligar a Anne a referir el suceso en que le había visto involucrada poco después de marcharse él, pues como Mr. Elliot había oído hablar de un «accidente», sintió deseos de oír la narración completa.
Cuando el primo empezó a interrogarla, Elizabeth y sir Walter lo secundaron; pero en el tono y la forma del interrogatorio existía una diferencia que no podía pasar inadvertida. El interés de Mr. Elliot por conocer los pormenores de lo ocurrido y su amable condolencia por lo que ella había padecido al presenciar el trágico suceso, sólo podían compararse a los de Mrs. Russell.
Una hora duró la visita. El reloj de la chimenea había ya marcado «las once con sus ecos de plata», y se oía la voz del sereno a lo lejos, antes de que Mr. Elliot se diese cuenta de que llevaba allí demasiado tiempo.
Anne nunca hubiera sospechado que su primera velada en Camden Place transcurriría de modo tan agradable.