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Mientras Elizabeth y sir Walter se entregaban a la asidua labor de asegurar su buena fortuna en Laura Place, Anne renovaba una amistad de calidad bien distinta.

Cierto día que visitó a su antigua niñera, se enteró de que se hallaba en Bath una compañera de colegio que era doblemente acreedora a sus atenciones, por las pruebas de cariño que de ella había recibido y por las amarguras que ahora padecía. Miss Hamilton, convertida en Mrs. Smith, le había dado sobradas muestras de afecto en uno de esos períodos de la vida en que tanto se agradece el consuelo de un apoyo moral.

Anne, a la sazón una niña de catorce años sensible y débil de espíritu, había sufrido mucho al llegar al colegio, tanto por la reciente muerte de su madre como por encontrarse lejos del hogar. Miss Hamilton, que era tres años mayor que ella pero aún permanecía en el colegio por no tener hogar fijo ni parientes cercanos, la había ayudado a soportar sus penas con abnegación tan sincera y desinteresada que Anne no podía recordarla con indiferencia. Pero después de abandonar el colegio miss Hamilton se había casado con un hombre de fortuna, y eso era todo lo que de ella sabía Anne hasta el momento en que, por boca de su antigua niñera, obtuvo detalles que le permitieron conocer de un modo más exacto la actual situación de la amiga.

Miss Hamilton había caído en la pobreza al morir su marido, un hombre extravagante, que, al perder la vida dos años antes, había dejado sus asuntos terriblemente embrollados. La pobre mujer tuvo que vencer grandes dificultades para poner un poco de orden en su embarazosa situación, y a ellas vino a sumarse la desdicha de padecer una fiebre reumática que le afectó las piernas dejándola prácticamente inválida. Por este motivo había venido a Bath y buscado alojamiento cerca de los baños termales, donde vivía humildemente, sin medios que le permitieran tomar una criada y alejada, por supuesto, de todo trato social.

Persuadida Anne por la común amiga de la satisfacción que produciría su visita a la infortunada mujer, decidió ir a su casa sin pérdida de tiempo. Omitió mencionar a los suyos nada de lo que había sabido ni de lo que pensaba hacer, convencida de que se trataba de un asunto que no les interesaría. Sólo informó de ello a Mrs. Russell, cuya coincidencia de sentimientos le constaba de antemano, quien se ofreció a acompañarla hasta un punto cercano a la vivienda de Mrs. Smith, en Westgate Buildings.

En cuanto las antiguas compañeras se vieron, quedó sellada la amistad y renació el mutuo afecto. Los primeros diez minutos fueron de confusión y ternura. Doce años habían pasado desde su separación, y ambas se encontraban muy cambiadas. Aquellos doce años habían transformado a Anne de la bonita y callada muchacha de quince, mujer en ciernes, en la preciosa señorita de veintisiete años, favorecida con todas las bellezas, excepto, claro está, aquella fresca y lozana tonalidad de la juventud primera; pero siempre elegante y distinguida; y a la hermosa, optimista y saludable miss Hamilton en una viuda enferma y desvalida, que ahora recibía como don de caridad la visita de su antigua «protegida». Pero no tardó en desvanecerse aquella triste impresión, y las viejas amigas comenzaron a hablar del pasado con inocultable emoción. Anne advirtió que Mrs. Smith conservaba sus proverbiales cualidades y se mostraba más proclive a la charla alegre de lo que había supuesto. Ni la azarosa e intensa vida que había llevado, ni las estrecheces por las que ahora pasaba, ni las dolencias, ni las penas, habían logrado aniquilar las energías de su espíritu.

En la segunda entrevista que tuvieron Mrs. Smith se expresó con tanta franqueza que llegó a producir el asombro de Anne. No era posible concebir situación más infortunada que la suya. Amaba entrañablemente a su marido, y lo había perdido; habituada al trato de personas de calidad y de fortuna, se encontraba ahora totalmente aislada. No tenía hijos que alegrasen sus días ni la ayudaran a forjarse la esperanza de una nueva dicha, ni parientes que la ayudaran a llevar adelante sus inciertos negocios, ni siquiera gozaba de buena salud, lo único que habría hecho soportable aquella serie de infortunios. Su vivienda consistía en un ruidoso gabinete contiguo a un oscuro dormitorio. Necesitaba apoyo para moverse de un lado a otro, y tenía que manejarse sola por no haber más que una criada en la casa, de la que ella sólo salía para que la llevasen a tomar las aguas.

Pero a pesar de todo, Anne observaba que eran muy contados los momentos de depresión y melancolía, comparados con las horas de labor y entretenimiento que pasaba. ¿Cómo era posible aquello? Tras reflexionar acerca de ello, acabó por convencerse de que no era lógico interpretar aquel estado de ánimo como un caso de fortaleza basada en la resignación. Un alma dócil se habitúa a la paciencia, un intelecto vigoroso y fuerte puede suplir la falta de resolución, pero aquí había algo más. Se adivinaba una mentalidad flexible, dispuesta a asimilar cualquier influencia que le diese alivio y consuelo, y una predisposición innata a apartarse del infortunio buscando el optimismo, y a emplear su actividad en objetivos que la obligasen a no mirar atrás. Todo ello constituía, sin duda, un don del Cielo, y Anne contemplaba a su amiga como a un ser predestinado a vencer toda dificultad.

Hubo un tiempo, le explicó Mrs. Smith, en que estuvo a punto de desfallecer. Si se comparaba su estado físico con el que tenía al llegar a Bath, no podía considerarse inválida. Entonces sí que había sido digna de compasión, pues como había contraído un fuerte catarro durante el viaje, se vio obligada a guardar cama a poco de instalarse en sus habitaciones. Aquejada de dolores constantes, se encontraba sola entre personas extrañas; necesitaba una alimentación cuidada y especial, y se veía privada de la posibilidad de hacer gestos extraordinarios. Pero logró vencer también aquellas dificultades, y aún podía decir que aquellos momentos desesperados le habían servido para comprobar con satisfacción que se hallaba en buenas manos. Tenía suficiente experiencia como para confiar en afectos repentinos y desinteresados, pero su enfermedad le dio ocasión de cerciorarse de que la dueña de la casa era una buena mujer, que siempre se preocuparía por ella, y tampoco debía olvidarse la suerte que había tenido al contar con el cuidado de una hermana de la patrona, que era enfermera y se alojaba allí cuando estaba desocupada, como había ocurrido aquellos días, en que se había ocupado de atenderla.

—Y además de cuidarme admirablemente —añadió Mrs. Smith—, ha sido para mí una amistad inapreciable. En cuanto pude valerme de las manos me enseñó a hacer ganchillo, lo que me sirvió de agradable distracción, pues me entretuve en hacer esos tapetes y antimacasares en que me has encontrado atareada. Así he podido ser útil en cierto modo a dos o tres familias pobres de la vecindad. Por razón de su profesión esta mujer conoce a muchas personas, y se las ingenia para venderles mis pequeños trabajos, eligiendo para ello el motivo oportuno. La enfermera, que se llama Mrs. Rook, aprovecha esa disposición optimista y afable en que se encuentra todo el que se ve libre de una molestia o recobra la salud a fin de proponer la compra de mis labores. Es una mujer inteligente, despierta y de buen corazón. Su posición es muy apropiada para conocer la naturaleza humana, y su buen criterio, así como su instinto observador hacen que su compañía sea infinitamente más atractiva que la de otras personas que nunca dicen nada interesante por muy buena educación que hayan recibido. Llámalo chismorreo, si quieres, pero el caso es que cuando Mrs. Rook dispone de media hora de ocio que dedicarme, siempre me cuenta algo que rae entretiene o me ayuda a conocer mejor la vida. A una le gusta estar un poco al corriente de las modas nuevas, ya sabes. Para mí, que vivo tan sola, su conversación es un verdadero tesoro, te lo aseguro.

Anne, lejos de poner en duda aquello, dijo:

—Lo comprendo muy bien. A las mujeres como ésa les sobran las ocasiones, y, si son despiertas, merecen que se las escuche. ¡Pueden observar tantos modos de ser distintos! Y no sólo conocen las rarezas y manías de la gente, sino que a veces son testigos presenciales de situaciones interesantes y conmovedoras. ¡Qué ejemplos no verán de ardientes y abnegadas afecciones, de heroísmos, de muestras de fortaleza, paciencia, resignación, de todas las acciones y sacrificios que ennoblecen a los seres humanos! La habitación de un enfermo puede dar materia para llenar muchos volúmenes.

—Sí... —convino Mrs. Smith con tono vacilante—, es posible; pero, desgraciadamente, las enseñanzas de sus narraciones no son siempre tan edificantes como tú las pintas. De vez en cuando aparece la naturaleza humana enfrentándose a pruebas terribles, pero por lo general no es tanto la fortaleza como la flaqueza lo que se contempla en la habitación de un enfermo; oigo más a menudo hablar de impaciencias y de egoísmos que de generosidad y elevación moral. ¡Hay tan pocas amistades verdaderas en el mundo y son tantos los que aguardan a convencerse de ello cuando es ya tarde...!

Anne comprendió la profunda amargura que encerraban aquellas observaciones. Después de estar casada con un hombre irresponsable, su amiga había quedado abandonada en medio de un círculo de personas cuya conducta habíala inducido a pensar mal de la humanidad entera. Pero fue breve aquel período de melancolía. Mrs. Smith supo disiparla muy pronto, y prosiguió con tono más animado:

—No creo que en estos días Mrs. Rook pueda contarme nada que me interese o conmueva. Ahora está cuidando de Mrs. Wallis, en Marlborough Buildings, una guapa tontuela, manirrota y esclava de la moda, según tengo entendido... No creo que con ella pueda hablarse de otra cosa que de ropa y lencería... Sin embargo, he de sacar alguna utilidad de ella, porque tiene mucho dinero y comprará mis creaciones más valiosas.

Fueron varias las visitas que Anne hizo a su amiga antes de que se enterasen de ello en Camden Place. Volvían cierta mañana de Laura Place sir Walter, Elizabeth y Mrs. Clay, pues habían sido invitados por Mrs. Dalrymple; Anne ya se había comprometido a pasar la tarde en Westgate Buildings. No la contrarió en absoluto alegar aquella excusa, pues sabía muy bien que Mrs. Dalrymple, obligada a permanecer encerrada a causa de un fuerte resfriado, se aprovechaba de la amistad tan ansiada por parte de los Elliot..., y declinó la invitación con satisfacción apenas disimulada. Se había ofrecido aquella tarde a hacer compañía a una antigua compañera de colegio. Aunque no solían mostrarse interesados en los asuntos relacionados con Anne, esta vez hicieron bastantes preguntas, deseosos de saber quién era aquella antigua compañera, y al decirles ella de quién se trataba, Elizabeth se mostró desdeñosa y sir Walter contrariado y ceñudo.

—¡Westgate Buildings! —exclamó—. ¿A quién debe visitar miss Elliot en Westgate Buildings? A una tal Mrs. Smith... Y ¿quién había sido el marido de ésta? Uno de los cinco mil Smith cuyo nombre se encuentra por todas partes. Y ¿cuál es el atractivo de semejante amiga? El de ser una vieja enferma. ¡A fe mía que miss Anne Elliot tiene gustos bien raros! Todo aquello que repugna a cualquiera, gente baja, viviendas horribles, aire viciado, compañías desagradables, a ti te encanta. Pero bueno, me parece que podrás dejar a esa anciana señora hasta mañana. Supongo que no estará tan en las últimas que no pueda esperar un día más. ¿Qué edad tiene? ¿Cuarenta?

—No, aún no ha cumplido los treinta y uno. Pero me es imposible aplazar la visita, pues ésta es la única tarde de que tanto ella como yo disponemos hasta dentro de un tiempo. Mañana ella empieza a tomar las aguas, y ya sabes que nosotros tenemos comprometida toda la semana próxima.

—¿Y qué piensa Mrs. Russell de semejante amistad? —preguntó Elizabeth.

—No ve nada malo en ella —respondió Anne—; por el contrario, la aprueba, y casi siempre que he ido a casa de Mrs. Smith, ella misma ha pasado a recogerme.

—Pues por fuerza ha tenido que maravillarse Westgate Buildings de que vaya un coche por allí —observó sir Walter—. Cierto que la viuda de sir Henry Russell no tiene escudo honorífico, pero viaja en un suntuoso carruaje, que, como es sabido, suele llevar también a una Elliot. ¡Una tal Mrs. Smith que vive en Westgate Buildings! ¡Una pobre viuda medio muerta, entre treinta y cuarenta años...! ¡Una mujer vulgar y corriente, ser la amiga elegida por miss Elliot entre todas y ser preferida a una relación familiar perteneciente a la nobleza más alta de Inglaterra e Irlanda! ¡Mrs. Smith, vaya un nombre...!

Mrs. Clay, que había presenciado este diálogo, consideró prudente abandonar la estancia. Anne habría tenido mucho que decir en defensa de los derechos de su amiga, no muy distintos de los que pudiera alegar quien acababa de marcharse, pero el respeto debido a su padre bastó para impedírselo. No puso la menor objeción. Dejó al criterio de sir Walter la cuestión de decidir si Mrs. Smith era la única viuda que había en Bath, de treinta a cuarenta años de edad, pobre y sin nombre ilustre que ostentar.

Anne cumplió su promesa, del mismo modo que los otros cumplieron la suya, y, como era de esperar, al día siguiente los oyó hablar encantados de la tarde que habían pasado. De quienes vivían en Camden Place, había sido la única en ausentarse, porque Elizabeth y sir Walter no sólo se habían honrado acudiendo a casa de Mrs. Dalrymple, sino que les había cabido la suerte de que ésta les encargase el que avisaran a los demás, lo cual los obligó a tomarse el trabajo de transmitir la invitación a Mrs. Russell y a Mr. Elliot, y aquélla se había apresurado a disponerlo todo para estar en condiciones de asistir aquella tarde. Anne recibió de Mrs. Russell todas las noticias que podían interesarle respecto a la recepción en Laura Place. Se enteró así de que Mr. Elliot habló de ella largo y tendido, que había lamentado su ausencia y que había encontrado encomiable la causa que le impedía encontrarse allí. Aquellas compasivas y afectuosas visitas a la antigua compañera enferma y necesitada habían conmovido a Mr. Elliot. La consideraba por ello una muchacha extraordinaria, y por su carácter, costumbres y entendimiento, un dechado de perfección femenina. Llegó incluso a discutir vehementemente con Mrs. Russell acerca de las cualidades de Arme, y era natural que ésta, al oír semejantes elogios de labios de su amiga y al saberse tan favorecida por el concepto de un hombre de inteligencia y sensibilidad unánimemente reconocidas, experimentase las gratas sensaciones que su amiga deseaba sugerirle.

Mrs. Russell ya se había formado una opinión respecto de los designios de Mr. Elliot. Estaba tan convencida de que éste se proponía lograr, con el tiempo, el cariño de Arme, como de que era merecedor de él; y ya se entretenía en calcular las semanas que transcurrirían para que, considerándose libre de los respetos debidos a su estado de viudez, comenzara a hacerle la corte. Claro está que a Anne no le decía nada de esto; sólo se permitía vagos comentarios sobre las posibles inclinaciones de Mr. Elliot, y apuntaba lo venturoso de tal alianza en el caso de que los sentimientos de ambos coincidiesen. Anne escuchábala sin soltar exclamaciones ni hacer aspavientos, limitándose a sonreír, un poco azorada, y a sacudir grácilmente la cabeza.

—Bien sabes que no soy casamentera —le dijo Mrs. Russell—, por los muchos recelos que me inspira toda previsión humana. Lo único que me atrevo a asegurar es que si Mr. Elliot se decide a proponerte matrimonio y tú lo aceptas, no podría concertarse otra unión con mayores garantías de felicidad. Alguien tal vez no lo estime conveniente, pero en mi opinión no puede concebirse otro más dichoso.

—Mr. Elliot es, en efecto, un hombre muy simpático y me merece la mejor opinión, pero no creo que estemos hechos el uno para el otro.

Mrs. Russell dejó pasar sin comentario estas frases, y sólo respondió:

—Confieso que la perspectiva de que te conviertas en la futura dueña de Kellynch, así como en la futura Mrs. Elliot, ocupando el puesto de tu adorada madre y heredando su popularidad y sus virtudes, me produce una satisfacción indescriptible. Tú eres igual a tu madre en discreción e idéntica en el dominio que ejerces sobre tus sentimientos e instintos; ¡si yo lograra verte en camino de obtener una fama y una posición semejantes a las de ella, reinando en aquel hogar, bendiciéndolo con tu presencia y sólo aventajándola en ser más fervorosamente estimada, tendría una satisfacción de las que rara vez puede gozar una mujer a mi edad!

Anne no pudo evitar desviar la mirada; levantándose, se dirigió hacia una mesa situada al otro extremo de la estancia, y, simulando que hacía algo, trató de reprimir la profunda emoción que la había embargado a causa de aquella conversación. Por unos instantes, el grato pensamiento de llegar a emular las virtudes de su madre, merecer la dicha de que reviviera en ella el noble título de «Mrs. Elliot», el ser restituida a la propiedad de Kellynch con el derecho de hallar aquí su hogar definitivo, le producía una felicidad casi insoportable. Mrs. Russell decidió guardar silencio, con la intención de dejar que aquellas impresiones hicieran su efecto en el espíritu y la fantasía de Anne, y sólo deploraba el que Mr. Elliot no aprovechase esos momentos favorables al éxito de su intento, porque presumía lo que Anne ni siquiera aceptaba como posible. Sólo el figurarse a Mr. Elliot declarándole su amor bastó para que la joven volviera a la realidad. Los encantos de Kellynch y el sueño de ascender a la categoría de Mrs. Elliot se desvanecieron en un instante. Ella nunca lo aceptaría. Y no fundaba su resolución solamente en la imposibilidad de apartar sus anhelos del hombre en que se habían fijado de una vez y para siempre, sino que al pensar en ello su juicio le rebelaba contra Mr. Elliot.

No le bastaba el mes que llevaba tratándolo para estar segura de conocerlo a fondo. No le cabía duda de que era un hombre afectuoso y agradable, que sabía llevar una conversación, que profesaba ideas sanas y que su moral se fundamentaba en principios firmes. Distinguía con agudo discernimiento el bien y el mal, no era posible atribuirle un solo defecto, pero aun así a Anne le espantaba la mera posibilidad de que le exigieran que respondiese de la conducta del caballero. El pasado de aquel hombre hacía que desconfiase de él. Algunos nombres que había dejado escapar de antiguas amistades, ciertas alusiones a tales o cuales actos de su vida, daban pábulo a sospechas poco favorables acerca de sus años de juventud. Era indudable que había tenido malas costumbres, que aquello de viajar en domingo era práctica corriente en él, y que durante un largo período de su vida había descuidado, cuando menos, cualquier asunto que pudiera definirse como serio y formal. Cierto que no debía considerarse imposible el que hubiera cambiado de modo de pensar; pero ¿quién se atrevería a garantizar los sentimientos de un hombre listo y cauteloso, ya bastante maduro para apreciar las ventajas de fingir un carácter agradable? ¿Cómo podría uno cerciorarse de la claridad y limpieza de su espíritu?

Mr. Elliot era razonable, discreto y educado, pero no era franco. Jamás se advertía en él una explosión de sensibilidad ni el fogoso comentario de indignación o agrado suscitados por el espectáculo de las buenas o malas acciones. Esto era una grave imperfección en opinión de Anne, que estimaba la franqueza, la sinceridad y la espontaneidad sobre todas las cosas. El fervor y el entusiasmo la cautivaban. Y sabía que podía fiar mucho más en la sincera condición de los que a veces se descuidan y precipitan, que en la de aquellos que, cautos y mesurados, jamás dan un paso en falso.

Por otra parte, Mr. Elliot caía bien a todo el mundo. Personas de personalidad tan distinta como las que había en casa de su padre, coincidían en la simpatía hacia él. Se acomodaba en exceso, no había nadie con quien se llevase mal. Le había hablado espontáneamente de Mrs. Clay, dando evidentes señales de haber adivinado sus propósitos; acompañaba a Anne en el desprecio hacia ella, y sin embargo aquélla también lo encontraba simpático.

Mrs. Russell, tal vez por ser menos perspicaz que su joven amiga, no experimentaba el menor recelo. No podía imaginar otro hombre tan cabal como Mr. Elliot, ni acariciaba otra esperanza que la de verlo recibir, el próximo otoño, la mano de su adorada Anne en la iglesia de Kellynch.