A la misma hora en que el almirante Croft se paseaba en compañía de Anne y declaraba su deseo de convencer al capitán Wentworth de viajar a Bath, éste se había puesto ya en camino. Antes de que Mrs. Croft se dispusiera a escribirle, había llegado, y la primera vez que Anne salió a dar un paseo, tuvo ocasión de verlo.
Mr. Elliot acompañaba a sus primas y Mrs. Clay por Milson Street. Empezaba a llover, y aunque no era mucha el agua que caía, bastaba para imponer la necesidad de buscar un lugar en que las señoras pudieran guarecerse, y mucha más de la que hacía falta para que miss Elliot concibiese el capricho de regresar a su casa en el coche de Mrs. Dalrymple, que se hallaba no lejos de allí. Anne, Elizabeth y Mrs. Clay entraron de nuevo en casa de Molland, mientras Mr. Elliot se dirigía a transmitir el pedido a Mrs. Dalrymple. Regresó pronto, triunfante, por supuesto, pues Mrs. Dalrymple tendría mucho gusto en llevarlos a casa, y pasaría a recogerlos en unos minutos.
El coche de la señora era una carretela en la que no cabían cómodamente más de cuatro personas. Como ya venían en ella miss Carteret y su madre, no era lógico pensar que pudieran subir las tres señoras de Camden Place. Sobre Elizabeth no podía haber duda. Si alguien había de molestarse, no iba a ser ella; de modo que se empleó algún tiempo en resolver la cuestión de etiqueta que entre las otras dos se suscitaba. La lluvia era insignificante, y Anne prefería regresar a su casa a pie, acompañada de Mr. Elliot. Pero también a Mrs. Clay la lluvia le parecía poco digna de consideración, y, por otra parte, las botas que llevaba eran tan fuertes..., mucho más que las de Anne... En fin, que su amabilidad parecía impulsarla tanto como a ésta a desear que se le permitiera volver con Mr. Elliot, y las dos discutieron sobre ello con abnegación y empeño tales que no hubo más remedio que fuese un tercero quien impusiera la solución. Miss Elliot esgrimió el argumento de que Mrs. Clay se hallaba constipada, y Mr. Elliot decidió en última instancia que las botas de su prima Anne eran, sin duda, más fuertes que las de la buena señora.
Mr. Clay iría, por lo tanto, en el coche, y en este punto se hallaban de la discusión cuando, al asomarse Anne a una de las ventanas, divisó al capitán Wentworth, que venía por la calle.
Nadie más que ella percibió el estremecimiento que conmovió todo su ser; pero se repuso de inmediato, persuadida de que aquello había sido una tontería incomprensible y absurda.
No volvió a verlo en varios minutos; se trataba sin duda de una confusión. Estaba ofuscada, y cuando logró recobrar sus sentidos vio a los otros, que aún se hallaban esperando al carruaje, y a Mr. Elliot, quien, siempre amable, había salido para hacer un encargo de Mrs. Clay en Union Street.
Anne experimentó un deseo incontenible de asomarse a la otra puerta para comprobar si aún llovía. ¿Por qué había de suponerse que el motivo fuera otro? El capitán Wentworth ya debía de haberse perdido de vista. Se puso de pie y se acercó a la puerta. Las dos mitades de su ser debían de poseer distintos grados de cordura, o tal vez desconfiaran excesivamente la una de la otra. Ella quería, sencillamente, enterarse de si llovía o no. Pero se quedó a mitad del camino, inmovilizada por la entrada del capitán Wentworth, que llegaba en compañía de varios caballeros y varias señoras, a quienes debía de haber encontrado poco antes en Milson Street. La confusión que Wentworth demostró al verla fue más intensa de la que parecía haber demostrado en otras ocasiones. Se puso como la grana. Por primera vez en la segunda etapa de su trato con él, Anne era la que se mostraba menos turbada, diferencia que debía atribuirse a aquellos breves instantes que le llevaba de ventaja. Los primeros efectos de sorpresa y confusión ya habían pasado para ella. Pero aun así, no podía decirse que estuviera serena. De hecho, se hallaba sobrecogida por una impresión a la vez dulce e inquietante, que fluctuaba entre la dicha y la amargura.
Frederick se acercó a ella para hablarle, pero el diálogo fue breve. Sus ademanes denotaban que estaba profundamente alterado. Anne no podía considerarlo frialdad o confianza; era, lisa y llanamente, confusión.
Volvió a acercarse a ella, y reanudó el diálogo. Cambiaron varias frases de cortesía, con tono perfectamente amable, cuyo sentimiento pasaba completamente inadvertido para ambos, y Anne observó que su turbación aumentaba por momentos. Se hallaban tan cerca el uno del otro, que parecía natural que la charla se desarrollase en la más completa calma, cosa que a él le costaba mucho fingir.
El tiempo o Louisa habían hecho que cambiase. Su actitud era la de quien no sabe a ciencia cierta si es inocente o culpable. Por otra parte, tenía un aspecto inmejorable, sin que fuera posible adivinar en él huella de enfermedad o sufrimiento espiritual. Hablaba de Uppercross, de los Musgrove y hasta de Louisa con la mayor naturalidad, y aun al mencionar a ésta esbozó una sonrisa maliciosa. Sin embargo, no estaba tranquilo ni lograba, por más que lo intentaba, dar la impresión de que lo estuviera.
Anne no se mostró sorprendida, pero sí le desagradó el que Elizabeth simulara no haberlo reconocido. Sabía que ambos habían advertido la presencia del otro, y no se le escapaba que el capitán esperaba que Elizabeth lo saludase como a un antiguo conocido; pero con dolor la vio desviar su mirada con glacial indiferencia. Llegó, al fin, el coche de Mrs. Dalrymple, que Elizabeth esperaba con impaciencia; un lacayo entró para anunciarlo. Empezaba a llover de nuevo, pero aún hubo retraso, alboroto y charla suficientes para que la escasa concurrencia que había en la tienda se enterase de que Mrs. Dalrymple venía a recoger a miss Elliot. Por fin, ésta y su amiga, con la única escolta del lacayo —pues Mr. Elliot aún no había regresado—, salieron de la tienda. Después de mirarlas fijamente, el capitán Wentworth se volvió hacia Anne y se ofreció cortésmente con un gesto, si no con palabras, a acompañarla.
—Se lo agradezco mucho —respondió ella—, pero no iré en el coche. No hay sitio para todas. Regresaré a pie; prefiero pasear.
—¡Pero si está diluviando!
—No es más que una llovizna sin importancia.
Al cabo de una breve pausa, el capitán le enseñó el paraguas y dijo:
—Aunque llegué ayer, ya ve usted que estoy perfectamente equipado para Bath. Le suplico que haga uso de él si desea ir a pie. Pero creo que sería mejor que me permitiera ir en busca de un coche.
Ella le expresó de nuevo su gratitud, y rechazó el ofrecimiento, repitiéndole que apenas llovía. Por último, añadió:
—Además, estoy esperando a Mr. Elliot, que no tardará en llegar.
No había acabado de pronunciar estas palabras cuando hacía su aparición el aludido. El capitán Wentworth lo recordó de inmediato. No encontraba diferencia alguna entre él y el caballero que se había detenido en la escalera de Lyme a ver pasar a Anne; sólo se advertía, como nuevo rasgo, el aspecto y la actitud que le otorgaban su afortunada posición de amigo y pariente privilegiado de Anne. Entraba solícito y afanoso; parecía tener ojos sólo para ella. Se deshizo en excusas por su tardanza, se mostró enfadado consigo mismo por haberla hecho esperar, y le suplicó con vehemencia que se pusiera en movimiento sin perder un instante, antes de que arreciase la lluvia. A los pocos segundos Anne abandonaba la tienda del brazo de Mr. Elliot, y al pasar por delante del capitán sólo pudo decirle «Buenos días» y dirigirle una mirada dulce y furtiva.
Al alejarse la pareja, las mujeres que venían en el grupo del capitán Wentworth empezaron a hablar de ella.
—Parece que a Mr. Elliot no le disgusta su prima.
—Eso está bien claro. No cuesta imaginar en qué terminará. Prácticamente vive en la casa de los Elliot. ¡Qué buen tipo tiene él, por cierto!
—Sí; y miss Atkinson, que ha comido con él una vez en casa de Wallis, asegura que es el hombre más simpático que existe.
—Pues ella, Anne Elliot, es muy bonita, salta a la vista. Sé que ésta no es la opinión general, pero a mí me gusta más que su hermana.
—¡Y a mí!
—Y a mí también. No hay comparación posible. Pero los hombres andan locos detrás de miss Elliot. Anne es muy delicada para ellos.
Anne habría quedado sumamente agradecida a su primo si, al marchar hacia Camden Place, se hubiese limitado a acompañarla sin pronunciar palabra. Nunca tuvo que hacer mayor esfuerzo para escucharlo, y eso que no decaía un instante su galantería y que las cosas que decía eran siempre interesantes..., alabanzas a las virtudes y el buen criterio de Mrs. Russell y discretísimas insinuaciones acerca de Mrs. Clay. Pero en aquellos momentos Anne no podía pensar en otra cosa que en el capitán Wentworth. Le resultaba imposible descubrir la verdadera naturaleza de sus actuales sentimientos, ni averiguar si sufría o no los rigores de un desengaño. Y hasta que su incertidumbre sobre el particular se hubiera desvanecido, no volvería a sentirse tranquila. Confiaba en que con el tiempo esa sensación pasaría, por el momento tenía que confesar que era prisionera de ella.
Otra incertidumbre que le importaba resolver era el tiempo que el capitán Wentworth se proponía pasar en Bath. O no se lo había dicho o ella lo había olvidado. Tal vez sólo estuviera de paso. Pero lo más probable era que hubiese venido para quedarse un tiempo; y, en tal caso, siendo tan fácil encontrarse en Bath, nada tendría de extraño que Mrs. Russell tropezase con él. ¿Lo recordaría? ¿Qué ocurriría entonces?
Anne ya se había visto obligada a informar a su antigua amiga del proyectado matrimonio de Louisa Musgrove con el capitán Benwick, y no era poco lo que había tenido que luchar para moderar la sorpresa causada por la noticia; si ahora la casualidad hacía que la viese en compañía de Wentworth, podía caer sobre él, por conocer el asunto sólo a medias, la sombra de un nuevo prejuicio.
A la mañana siguiente salieron juntas Anne y Mrs. Russell, y durante la primera hora de paseo no dejó aquélla de mirar alrededor, temerosa de descubrirlo. Por fin, al bajar por Pulteney lo distinguió en la acera de la derecha, y lo bastante cerca para tenerlo delante de los ojos al dar unos cuantos pasos más. Iba él en medio de un grupo numeroso, de los muchos que pasaban por ahí, pero no había error posible. Miró instintivamente a Mrs. Russell, pero ésta no dio muestras de reconocerlo; era de suponer que no advertiría su presencia hasta el momento en que se cruzaran. Sin embargo, no dejaba de acecharla con el rabillo del ojo, y al acercarse el instante preciso, sin atreverse a volver la cabeza —pues su rostro no estaba para exhibiciones—, se cercioró de que Mrs. Russell dirigía la mirada hacia Frederick, y que lo hacía de manera intencional. Anne imaginó la poderosa fascinación que en esos momentos ejercería el capitán sobre su antigua amiga, la imposibilidad de que ésta no lo distinguiese, y el asombro que le causaría el que, después de transcurridos ocho o nueve años durante los cuales él vivió en climas lejanos e inclementes, conservase intacto su atractivo personal.
De pronto Mrs. Russell volvió la cabeza y dijo:
—Te preguntarás qué estaba mirando con tanto interés; pues miraba unos visillos de los que me hablaron anoche lady Alicia y Mrs. Frankland. Elogiaron los de una ventana que hay en una casa de esta calle como los más bonitos de todo Bath, pero no me acuerdo bien del número, y he estado buscándolos atentamente. Debo confesar que no he visto ninguno que responda a la descripción.
Anne se ruborizó y suspiró aliviada, esbozando una sonrisa de compasión y desdén. Lo que más le molestaba era que por mostrarse tan cautelosa había perdido la ocasión de comprobar si él había advertido su presencia.
El círculo de amistades que frecuentaba el capitán Wentworth no era bastante distinguido para los Elliot, que consumían las tardes en reuniones verdaderamente estúpidas, que cada vez los absorbían más. Anne estaba cansada de aquella situación incierta, y le dolía el no saber a qué atenerse, y sintiéndose animosa quizá porque las circunstancias no habían puesto a prueba sus energías, aguardaba impaciente la tarde del concierto. Éste se celebraba a beneficio de una persona que era protegida de Mrs. Dalrymple. Ni que decir tiene que los Elliot asistirían a él. Prometía ser un buen concierto, y el capitán Wentworth era amante de la música. Si pudiera hablarle otra vez, aunque sólo fuese por unos minutos, confiaba en sacar partido de ello; y en cuanto a la presencia de ánimo necesaria para dirigirse a él, estaba segura de que sabría sobrellevar el momento cuando éste llegase. El que Elizabeth le hubiese vuelto la espalda y Mrs. Russell no lo hubiera reconocido, le infundía valor y hacía que se considerase obligada a prestarle más atención.
En días anteriores había dicho a Mrs. Smith que pasaría la tarde con ella, pero pasó un momento por su casa para rogarle que la dispensara, prometiéndole que la visitaría sin falta al día siguiente. Mrs. Smith aceptó sin problemas sus excusas y dijo:
—Lo único que deseo es que cuando vengas me lo cuentes todo. ¿Quiénes vais?
Anne le hizo una completa enumeración, que no suscitó comentario alguno en su interlocutora, pero al despedirse agregó, entre seria y maliciosa:
—Bien, confío en que el concierto responda a tus expectativas, y si puedes no dejes de venir mañana, porque empiezo a presentir que en lo sucesivo me harás pocas visitas.
Estas palabras intrigaron a Anne y le produjeron cierta confusión; pero tenía prisa, y con esta disculpa, después de vacilar por un instante, se marchó.