20

 

 

Sir Walter, sus dos hijas y Mrs. Clay fueron los primeros en acudir aquella tarde al lugar del espectáculo, y, como tenían que esperar a Mrs. Dalrymple, se ubicaron junto a una de las chimeneas de la sala octogonal. De pronto se abrió la puerta y apareció el capitán Wentworth; venía solo. Anne, que era quien se hallaba más cerca de él, avanzó un paso y le dirigió la palabra sin perder un instante. Parecía dispuesto a hacer una mera reverencia y pasar de largo; pero un «¿Cómo está usted?» suave y dulcísimo lo hizo acercarse a ella y devolverle su amable cortesía, indiferente a la presencia de sir Walter y Elizabeth. El que éstos se encontrasen más atrás favorecía los propósitos de Anne, que no se preocupó de las miradas que pudieran dirigirle y se sintió animada y decidida a llevar a cabo lo que estimaba procedente.

Mientras ambos hablaban, llegó a oídos de la joven el eco de un murmullo entre Elizabeth y su padre, y si bien no logró distinguir las palabras, adivinó de sobra el sentido. Al ver que el capitán hacía una reverencia, Anne comprendió que su padre había juzgado oportuno dispensarle con el mismo ademán el honor de haberlo reconocido, y también mirando de soslayo, advirtió que Elizabeth se dignaba otorgarle la merced de una imperceptible cortesía. Todo esto, aunque tarde y a regañadientes, era mejor que nada, e infundió nuevas fuerzas a su espíritu.

Después de hablar del tiempo, de Bath y del concierto empezó a decaer la conversación de tal manera que Anne creyó que el capitán se despediría de un momento a otro. Sin embargo, no lo hizo; parecía no tener prisa por separarse de ella, lo cual la alegró, y esbozando una sonrisita, dijo:

—Apenas si nos hemos visto desde el día de Lyme. Yo temía que el susto le hubiese producido algún trastorno, sobre todo considerando el esfuerzo que tuvo usted que hacer para dominarse.

Anne le aseguró que no había sufrido a consecuencia de aquello.

—Fue un día aciago —comentó. Se pasó la mano por los ojos, como si aún le atormentase el recuerdo. Luego, sonriendo nuevamente, añadió—: Aquel día ha traído, no obstante, algunas consecuencias que distan mucho de ser infortunadas. Cuando usted tuvo la serenidad suficiente para concebir la iniciativa de enviar a Benwick en busca del médico no podía usted presumir que aquél fuera, con el tiempo, la persona más interesada en el restablecimiento de Louisa.

—Desde luego que no. Pero me parece... que debería haber pensado en que podían llegar a formar una pareja feliz. Los dos son buenos y tienen un carácter excelente.

—Sí —respondió Wentworth, sin mirarla directamente—; pero, en mi opinión, ahí acaba toda la semejanza entre sus temperamentos. Deseo con toda el alma su felicidad, y me alegro sinceramente de que las circunstancias los favorezcan. No tienen dificultades que vencer en su casa; ni oposición, ni prejuicios, ni dilaciones caprichosas. Los Musgrove se guían por sus propias inclinaciones, de un modo franco y cariñoso, y sólo desean, en su bondadoso corazón de padres, la dicha de sus hijas. Todo esto tal vez contribuya a su felicidad más que...

Se contuvo. Un recuerdo súbito pareció asaltarlo; se sintió invadido por la misma emoción que encendía el rostro de Anne y la obligaba a bajar la vista. Disipado el efecto de aquellas reflexiones, prosiguió Frederick:

—Confieso que me parece advertir una diferencia entre ellos, y demasiado profunda, tal vez, que afecta nada menos que a su condición intelectual. Considero a Louisa Musgrove una muchacha dulce, afectuosa y no exenta de inteligencia. Pero Benwick es algo más. Es un hombre inteligente y culto, y no he de negar que el que se enamoraran me ha sorprendido. Si esto hubiese sido consecuencia de la gratitud, si hubiera empezado a amarla impresionado por las preferencias que ella le demostraba, sería muy distinto. Pero tengo razones para suponer que no ha ocurrido así. Por el contrario, parece haber obedecido a un impulso completamente espontáneo, a un sentimiento fogoso de parte de él, y esto es lo que me asombra. ¡Un hombre como Benwick, con el corazón casi destrozado! Fanny Harville era un ser excepcional, y su amor por ella una verdadera pasión. ¿Cómo es posible que un hombre se desentienda del afecto que le inspiraba una mujer así? No debe ser..., no puede ser.

Tal vez por considerar que su amigo había olvidado a su fallecida esposa o por otro motivo que ignoramos, el capitán guardó silencio. Anne, que a pesar de lo agitado que éste se mostró al pronunciar la última parte de su monólogo, de los ruidos que se habían producido en la sala, del incesante golpear de la puerta y del murmullo de las conversaciones, había entendido perfectamente cada palabra, se sentía tan confusa que no podía dejar de experimentar un cúmulo de sensaciones contradictorias. No se encontraba bastante tranquila para discutir sobre tema tan sugestivo, pero al cabo de una breve pausa, impulsada por una necesidad de hablar, y sin sentir el menor deseo de que la conversación tomase un giro distinto, dijo:

—Usted ha permanecido en Lyme bastante tiempo, según creo.

—Unos quince días. No podía dejar a Louisa hasta que su curación estuviese asegurada. El accidente me afectó demasiado como para tranquilizarme pronto. Fue culpa mía..., sólo mía. Si no hubiese sido por mi debilidad ella no se habría obstinado. Los alrededores de Lyme son muy hermosos. He paseado muchas veces por ellos, a pie y a caballo, y cuanto más los conocía, más me gustaban.

—A mí me agradaría regresar a Lyme —dijo Anne.

—¿De verdad? Pues yo suponía que no había hallado usted allí nada que pudiera inspirarle semejante deseo. ¡El horror y las angustias que ha pasado usted, el esfuerzo que tuvo que hacer para conservar la presencia de ánimo! Yo juraría que las últimas impresiones que usted recibió en Lyme habrían sido muy desagradables.

—Las últimas horas fueron, en efecto, extraordinariamente penosas —admitió Anne—; pero una vez que han pasado los momentos de dolor, el recuerdo que dejan no es amargo. No se ama menos un lugar porque en él se haya sufrido, a menos que no se haya hecho más que padecer, y no ha sido eso lo que me ha pasado en Lyme. Allí sólo las dos últimas horas fueron de tribulación y zozobra; pero las anteriores habían sido deliciosas. ¡Había tantas cosas hermosas por conocer! Es verdad que he viajado tan poco que cualquier sitio que veo por primera vez me interesa, pero Lyme es verdaderamente muy hermoso, y, en general —se ruborizó ante ciertos recuerdos—, las impresiones que aquello me han producido han sido muy gratas para mí.

Cuando acababa de pronunciar estas últimas palabras se abrió la puerta de entrada y aparecieron las personas a quienes estaban esperando. «¡Lady Dalrymple, lady Dalrymple!», se oyó murmurar, y sir Walter, con toda solicitud compatible con una amable distinción, salió al encuentro de las señoras. Mrs. Dalrymple y miss Carteret, seguidas de Mr. Elliot y del coronel Wallis, que llegaron al mismo tiempo, hicieron su entrada en la sala. Se les unieron los otros, y formaron un grupo en el que Anne consideró necesario incluirse. No tuvo más remedio que separarse del capitán Wentworth. La interesante conversación tenía que interrumpirse por un tiempo, ¡pero la contrariedad era insignificante comparada con la dicha que inundaba su pecho! En los últimos diez minutos había sabido acerca de los sentimientos del capitán Wentworth hacia Louisa, y acerca de sus propios sentimientos en general, mucho más de lo que hubiera soñado descubrir. Anne se entregó a las exigencias de la reunión, a las atenciones propias del momento, con exquisito afán, aunque presa de una agitación que apenas si podía disimular. Todo lo veía a través del excelente humor que la animaba. Las ideas y sensaciones que la charla con Wentworth habían infundido en su espíritu hacían que se mostrase más amable y cortés que nunca, compadeciéndose de cualquiera que no fuese tan feliz como ella en ese momento.

Las tiernas emociones que la dominaban sufrieron un breve contratiempo cuando, al separarse del grupo con la intención de unirse de nuevo al capitán, advirtió que éste se había marchado. Aún llegó a tiempo de verlo dirigirse hacia donde tendría lugar el concierto. Se había ido, había desaparecido; se sintió profundamente decepcionada. Pero ya se encontrarían otra vez. Él la buscaría; ya hallaría ocasión durante la velada de acercarse a ella. Por el momento tal vez conviniera que estuviesen separados. Ella necesitaba un poco de aislamiento para ordenar sus pensamientos.

Al presentarse poco después Mrs. Russell, el grupo entró en la sala del concierto. Procuraron, como era de esperar, atraer hacia ellos las miradas, producir murmullos y molestar a todo el que hallaran a su paso.

Elizabeth y Anne Elliot se sentían dichosas de hacer su entrada en el salón. La primera, del brazo de miss Carteret y contemplando ante sí la amplia espalda de Mrs. Dalrymple, parecía haber colmado todos sus deseos, en cuanto a Anne..., pero sería ultrajante para ella comparar su felicidad con la de su hermana. La de ésta tenía su origen en una vanidad desmedida, mientras que la otra se inspiraba en un sentimiento puro de amor y generosidad.

Anne estaba como aturdida, ni siquiera fue consciente del esplendor de la sala. Su felicidad se escondía en lo más recóndito de su ser. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas, pero no se enteraba de nada. Su pensamiento se hallaba concentrado en los detalles de la última media hora, y al tomar asiento dejó volar su fantasía. El tema que había elegido el capitán, sus frases, y, sobre todo, el gesto y la mirada no podían ser interpretadas más que en un sentido bien claro y preciso. El concepto que tenía Wentworth de la inferioridad de Louisa Musgrove, y que parecía muy interesado en dejar establecido, su extrañeza por el enamoramiento de Benwick, concebido como un impulso pasional, aquellos comentarios inacabados, el modo en que lanzaba miradas por demás significativas, todo ello demostraba que sus sentimientos se volvían por fin a ella; su ira y su rencor se habían desvanecido. Y ya no había que atribuir a un simple sentimiento de amistad el abandono de su actitud hostil, sino al tierno recuerdo que guardaba del pasado. Sí, algo tenía que haber del antiguo afecto; de otro modo ella no podía explicarse tan profunda transformación. Él la amaba, sin duda.

Estos pensamientos y las visiones que la embargaban eran lo suficiente como para afectar sus facultades de observación; de modo que paseó su mirada por la sala sin descubrir la menor señal de él, sin tratar casi de descubrirlo. Cuando se distribuyeron los asientos y se hubieron acomodado definitivamente miró alrededor para ver si por casualidad el capitán se hallaba en aquel mismo sector de la sala; pero no lo divisó, y como ya empezaba el concierto, tuvo que contentarse con una dicha relativa.

El grupo se había repartido entre dos bancos contiguos; Anne ocupaba el de delante, y Mr. Elliot, con la ayuda del coronel Wallis, se las ingenió para sentarse a su lado. Miss Elliot, situada entre sus primas, estaba encantada con la galantería del coronel Wallis.

El estado de ánimo de Anne era completamente favorable al espectáculo, y no le faltaron motivos para hallarlo entretenido. Se encontraba predispuesta a reflejar la alegría de cuanto la rodeaba, e incluso a disfrutar de los secretos de la música. No agotaron su paciencia los pasajes fatigosos, y al menos la primera parte del concierto la satisfizo enormemente. Hacia el final explicó a Mr. Elliot el significado de una canción italiana que acababa de interpretarse, leyendo el original en un programa que tenía delante.

—Éste es, poco más o menos, el sentido —dijo ella—, o, mejor dicho, el significado de las palabras, porque del sentido de una canción italiana no hay que hablar...; pero debe tener usted en cuenta que el italiano no es precisamente mi fuerte.

—Sí, sí, ya lo veo. Ha quedado claro que no sabe usted nada. Su conocimiento del idioma no le permite más que traducir de corrido un trozo de italiano plagado de términos en inglés, aunque, eso sí, claro y elegante. No tiene usted que molestarse en justificar su ignorancia. La prueba no ha podido ser más patente.

—No ha sido mi intención justificarme, pero le aseguro que temería el examen de un conocedor en la materia.

—He tenido el placer de visitar Camden Place lo suficiente como para creer conocer a miss Anne Elliot —dijo él—, y la considero una mujer demasiado modesta para aceptar sus propias virtudes, e incomparablemente más modesta de lo que suelen ser las mujeres.

—¡Por Dios, no me avergüence! Su elogio es exagerado. Ya se me ha olvidado lo que viene a continuación —dijo, consultando de nuevo el programa.

—Tal vez conozca detalles de su carácter —prosiguió Mr. Elliot en voz baja— desde hace mucho más tiempo de lo que usted se figura.

—¿De verdad? ¿Cómo es eso? Sólo puede haber sido desde que llegué a Bath; a menos que haya oído hablar de mí a los miembros de mi familia.

—Ya había oído hablar de usted antes de que viniese a Bath. Hace muchos años que conozco su carácter por boca de personas que la han tratado íntimamente. Su belleza, sus aptitudes, sus méritos, sus modales, todo me lo habían descrito y no se ha apartado de mi memoria.

No desagradaba a Mr. Elliot el interés que había logrado despertar. Nadie puede resistirse al sugestivo encanto de esta clase de misterios. Haber sido retratada tiempo atrás a una persona que se acaba de conocer por otra cuyo nombre se ignora no es cosa que pueda tomarse con indiferencia, y Anne experimentaba una gran curiosidad. Le preguntó, lo instigó con vehemencia, pero todo fue en vano. Él escuchaba encantado el interrogatorio, pero no soltaba prenda.

—No, no... En otra ocasión, tal vez; pero por el momento no quiero revelar nombres. Hacía tantos años que venía oyendo hablar en términos encomiables de miss Anne Elliot que, tras formarme un concepto muy elevado de sus virtudes, ardía en deseos de conocerla.

La única persona de la que Anne podía pensar que hubiese hablado de ella en términos favorables hace años era Mr. Wentworth, de Monkflord, el hermano del capitán Wentworth. Tal vez éste hubiese tratado a Mr. Elliot, pero no se animó a insinuar semejante conjetura.

—El nombre de Anne Elliot —prosiguió él— hace tiempo que suena dulcemente en mis oídos y su hechizo llena mis fantasías, y si me atreviera, susurraría mi íntimo anhelo de que nunca tomase usted otro nombre.

Tales o parecidas fueron las palabras que Anne creyó oír, pero no bien acabó de escucharlas le llamó la atención algo que se decía a sus espaldas y cuyo sentido le intrigó hasta el punto de considerar todo lo demás como nimio y banal. Sir Walter y lady Dalrymple hablaban entre sí.

—Un hombre apuesto —decía sir Walter—; un hombre verdaderamente apuesto.

—¡Un hombre hermoso, en verdad! —exclamó Mr. Dalrymple—, de los que se ven pocos en Bath. Debe de ser irlandés.

—No; precisamente conozco su nombre. Mi relación con él es de mera cortesía. Mr. Wentworth..., el capitán Wentworth, de la Armada. Su hermana se casó con mi inquilino de Somersetshire, Mr. Croft, que habita Kellynch.

Antes de que el diálogo llegara a este punto Anne acertó a descubrir al capitán Wentworth, que se encontraba a cierta distancia, rodeado de otros caballeros. Al fijar la vista en él, el capitán pareció desviar la suya. Por mucho que Anne insistiese en mirarlo, no logró que él dirigiera los ojos hacia ella. Pero el concierto proseguía, y se vio obligada a mirar hacia adelante, en dirección a la orquesta.

Cuando Anne se volvió nuevamente hacia Frederick, éste ya había cambiado de sitio. Aunque ella lo hubiese querido, le habría resultado imposible acercarse a él debido a la cantidad de gente que había, pero al menos lo había visto.

La insinuación de Mr. Elliot le impresionó sobremanera. No sentía el menor deseo de volver a hablarle, y habría dado cualquier cosa por que no estuviese tan cerca de ella.

Había terminado el primer acto y Anne esperaba que con este motivo se produjera un cambio favorable. Después de un breve silencio, algunos espectadores decidieron ir a tomar un té. Anne fue de quienes resolvieron quedarse, y permaneció en su sitio, en compañía de Mrs. Russell. La situación había mejorado, ya que se había librado de Mr. Elliot, y cualesquiera que fuesen sus recelos, fundados en la presencia de su antigua amiga, no pensaba recatarse de hablar con el capitán Wentworth si la ocasión se presentaba. La expresión de Mrs. Russell le indicaba claramente que ya lo había visto.

Él, sin embargo, no se acercaba a Anne. El anhelado entreacto iba a concluir sin resultado alguno. Regresaron los demás, la sala volvió a llenarse y cada uno ocupó su asiento. Otra hora de placer o de martirio iba a transcurrir; otra hora de música llevaría placer o tedio a los concurrentes, según fuera su gusto sincero o fingido. Pero para Anne sería, sin duda, una hora de intensa zozobra. Comprendía que sería muy doloroso verse obligada a abandonar la sala sin cambiar con el capitán una mirada amistosa.

Al volver a sentarse quienes habían salido en el entreacto hubo algunos cambios y sustituciones que permitieron a Anne ubicarse en un lugar más favorable. El coronel Wallis renunció a sentarse, y Elizabeth y miss Carteret invitaron a Mr. Elliot a ocupar un asiento junto a ellas, y lo hicieron de modo tan apremiante que no hubo manera de desairarlas, y por haber abandonado sus puestos algunos espectadores, y valiéndose de sus propias estratagemas, Anne logró situarse más al extremo del banco que antes y más al alcance, por lo tanto, de cualquiera que pasase por el pasillo. Por supuesto, no podía llevar esto a cabo sin que su conducta pudiese ser comparada con la de miss Larolles, pero lo hizo, sin embargo, y no con mayor disimulo que la voluble dama de la obra de Burney. Como resultado de su plan, que consistía en ceder amablemente los lugares que iba ocupando, antes de que el concierto hubiera terminado llegó a encontrarse en el extremo mismo del banco.

Tal era su situación, con la ventaja de que un asiento cercano se hallaba vacío, cuando divisó al capitán Wentworth. Se acercaba a ella. La miró, pero con expresión seria y vacilante. Poco a poco fue acortando la distancia, hasta que estuvo lo bastante cerca para hablarle. Anne comprendió que algo le ocurría. El cambio de actitud era evidente. ¿Cuál podría ser la causa? Tal vez su padre, o Mrs. Russell. ¿Se habrían cruzado acaso miradas hostiles? Empezó a hablar del concierto fríamente, tanto que recordaba al capitán Wentworth de Uppercross. Se confesó defraudado, pues había esperado algo mejor, y, por fin, declaró que estaba deseando que terminase.

Anne defendió, aunque sin demasiada vehemencia, a los músicos, en todo momento se mostró tan dulce y tolerante que él incluso esbozó una sonrisa. El diálogo se prolongó todavía unos minutos, y él se mostró tan animado que llegó a mirar alrededor en busca de un asiento próximo. En aquel momento Anne se volvió, pues alguien la había tocado en el hombro. Era Mr. Elliot, que entre mil excusas venía a suplicarle que otra vez le tradujese una canción italiana, pues miss Carteret quería tener una idea de lo que iba a interpretarse a continuación. Anne no pudo negarse, pero la verdad era que jamás el ser cortés había supuesto mayor sacrificio para ella. Unos cuantos minutos, los menos posibles, se consumieron en responder a la solicitud. Cuando, libre ya de Mr. Elliot, se volvió, descubrió que el capitán Wentworth se despedía de forma precipitada y con expresión grave. Se marchaba ya, pues tenía urgencia por llegar a su casa.

—¿Es que no se quedará a escuchar la siguiente aria? —le preguntó Anne súbitamente asaltada por una sospecha, que redobló su deseo de infundirle valor y esperanza.

—¡No! —contestó él con aspereza—. No hay aquí nada que merezca el que yo me quede.

¡Estaba celoso de Mr. Elliot! No había otra explicación posible. ¡El capitán “Wentworth sentía celos! ¡Cómo podía ella haber sospechado siquiera semejante cosa hacía una semana, tres años antes! El placer que experimentó ante este hecho fue inenarrable. Pero no tardaron en asaltarle otros pensamientos de naturaleza distinta. ¿Cómo podría disipar aquellos celos? ¿De qué medios habría de valerse para que él comprendiese la verdad? ¿En qué forma, dada su difícil situación de mujer, podría revelarle sus verdaderos sentimientos? Las atenciones de Mr. Elliot constituían para ella un obstáculo muy penoso. El daño que acarreaban era incalculable.