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Anne regresó a su casa sin dejar de pensar en lo que ahora sabía. El haberse enterado de cómo era en realidad Mr. Elliot había disipado, al menos en parte, sus inquietudes. Ya no tenía respecto a él ninguna obligación de afecto y ternura. Como rival del capitán Wentworth, no merecía otra consideración que la que hubiera de otorgarse a cualquier contrincante inoportuno, y sus inconvenientes atenciones de la noche anterior, con las fatales consecuencias que hubiese podido ocasionar, sólo debían mirarse con desagrado y aun hostilidad. Ya no sentía la menor compasión por él. Pero ahí terminaban las ventajas de la nueva situación. Por muchos motivos, al mirar alrededor o meditar sobre el porvenir, no veía nada que no le produjese desconfianza o recelo. Experimentaba una enorme tristeza al pensar en la cruel desilusión que se llevaría Mrs. Russell y en la humillación a que se verían sometidos su padre y su hermana. Preveía muchos y serios disgustos, y no sabía de qué manera evitarlos. Le alegraba, no obstante, haberse enterado de la verdad. Nunca como en ese momento juzgó tan meritorio el que hubiese conservado la amistad de una mujer como Mrs. Smith, y la recompensa se había hecho esperar. Mrs. Smith había procedido con ella como nadie lo hubiera hecho. ¡Ah, si pudiera encontrar el modo de comunicar a su familia aquellas importantes revelaciones! Pero esta ilusión era vana. Le contaría a Mrs. Russell cuanto sabía, la consultaría al respecto, y, habiendo hecho cuanto estaba de su parte, se limitaría a esperar la marcha de los acontecimientos con toda la serenidad posible; aunque, a decir verdad, era preciso que todas las precauciones y reservas se concentrasen en aquel rincón de su alma que no podía descubrir a su antigua amiga, guardándose para sí todas las ansiedades y zozobras.

Cuando llegó a su casa se enteró de que, como esperaba, había conseguido burlar a Mr. Elliot y de que éste había hecho aquella mañana una larga visita, pero apenas comenzaba a alegrarse de ver aplazado el peligro hasta el día siguiente, cuando le comunicaron que el caballero regresaría por la tarde.

—Yo no tenía la menor intención de decirle que viniera —comentó Elizabeth con afectada indiferencia—, pero se insinuó de tal modo...; al menos eso dice Mrs. Clay.

—Lo digo y lo sostengo. Nunca he visto a nadie solicitar una invitación con mayor empeño. ¡Pobre hombre! Sentí lástima, porque Elizabeth parece disfrutar mostrándose cruel con él.

—Estoy demasiado habituada a estos juegos para sucumbir ante los manejos de un hombre —replicó Elizabeth—. Sin embargo, al notar lo sinceramente que lamentaba no haber encontrado a mi padre esta mañana, me apresuré a complacer sus deseos, porque no quiero dejar pasar la ocasión de que él y sir Walter se encuentren. ¡Disfrutan tanto con la mutua compañía! ¡Se los ve tan encantados! ¡Mr. Elliot respeta y admira tanto a mi padre...!

—¡Ya lo creo! —exclamó Mrs. Clay sin osar dirigir la mirada hacia Anne—. Parecen padre e hijo. Querida miss Elliot, ¿puedo llamarlos padre e hijo?

—Ése es su problema —respondió Anne con cierta aspereza—. Pero yo apenas si encuentro diferencia entre sus atenciones y las de otro cualquiera.

—¡Mi querida miss Elliot! —exclamó Mrs. Clay alzando las manos con expresión de asombro.

—No te preocupes más por él —intervino Elizabeth—. Ya has visto que lo he invitado y que lo he despedido con una sonrisa. Al enterarme de que pensaba ir mañana a ver a sus amigos de Thurnberry Park y que pasará el día allí, le expresé mis más sinceros sentimientos de compasión.

Anne admiraba el disimulo de Mrs. Clay al fingir esperar con placer la llegada de una persona cuya presencia constituía un obstáculo para su objetivo esencial. Era imposible que dejase de odiar con toda su alma a Mr. Elliot, y sin embargo adoptaba un aire de complacencia y había en su mirada tal amabilidad que parecía satisfecha de la escasa libertad con que contaba para dedicar a sir Walter la mitad del tiempo que antes solía dedicarle.

Para la misma Anne era inquietante ver entrar a Mr. Elliot en la casa y le irritaba el observar cómo se acercaba para hablarle. Siempre había sospechado que no era sincero, pero ahora estaba completamente segura de su hipocresía. Las amables diferencias que prodigaba a su padre contrastaban enormemente con el lenguaje utilizado en la carta; cuando recordaba el modo en que se había comportado con Mrs. Smith, tenía que hacer un gran esfuerzo para contemplar con calma su expresión dulce y risueña y escuchar sus expresiones de bondad ficticia. Pero ella se proponía evitar todo cambio en su modo de tratarlo, a fin de no despertar sospechas. Debía alejar a toda costa cualquier motivo de extrañeza, aunque estaba decidida a conducirse con la mayor frialdad que le permitiese un trato meramente cortés. Además, se proponía poner fin poco a poco a aquella ociosa confianza que se había establecido entre ellos. En consecuencia, se mantuvo más reservada y distante que la noche precedente.

Mr. Elliot intentó reavivar el interés de Anne acerca de cómo y dónde podía haber oído hablar de ella anteriormente en términos elogiosos, y esperaba con impaciencia que ella se mostrase intrigada al respecto; pero fue en vano. Imaginaba él que tal vez fuera necesaria la animación de un lugar público para vencer la vanidad de su modesta prima, o al menos creía que nada podría conseguir ahora, ya que las insistentes preguntas de los otros presentes sólo le permitían dirigirle la palabra en raras ocasiones. No podía sospechar que actuase en contra de sus proyectos el que Anne estuviese al corriente de ciertos episodios de su vida pasada y que los considerase reprobables e imperdonables.

No fue poca la satisfacción que Anne experimentó al enterarse de que Mr. Elliot saldría de Bath al día siguiente, temprano por la mañana, y que su ausencia duraría casi dos días. Fue invitado a Camden Place para la tarde de su regreso, pero desde el jueves hasta el sábado no había necesidad de pensar en él. Bastante molestaba a Anne la presencia inevitable de Mrs. Clay, pero la adición de otro hipócrita redomado al círculo familiar hacía imposible toda ilusión de paz y tranquilidad. Era muy amargo para ella pensar en los ultrajes que Elizabeth y su padre habían recibido y aún más triste considerar las mil mortificaciones que los amenazaban. Pero el egoísmo de Mrs. Clay no era tan indignante como el de aquel hombre, y Anne habría aceptado de buen grado el matrimonio de la señora con su padre si de ese modo éste se veía libre de las sutiles maquinaciones de Mr. Elliot para impedirlo.

El viernes por la mañana a Anne se le ocurrió ir temprano a casa de Mrs. Russell a fin de comunicarle cuanto sabía, y habría partido inmediatamente después de tomar el desayuno si no hubiera observado que en aquel momento Mrs. Clay se disponía a salir para cumplir un encargo de Elizabeth, lo que hizo que demorase su proyecto hasta hallarse segura de evitar la compañía de la viuda. Una vez que ésta se hubo marchado, Arme informó a Elizabeth y a su padre de su intención de visitar a su antigua amiga.

—Muy bien —dijo Elizabeth—, exprésale mis más sinceros deseos. ¡Ah!, y devuélvele ese libro soporífero que me ha prestado, pero dile, por supuesto, que lo he leído. Esos poemas me han parecido insoportables. Mrs. Russell parece empeñada en fastidiarme con sus nuevos libros. No le digas nada, pero el vestido que llevaba la otra noche me pareció espantoso. Yo creí que tenía cierto gusto para vestir, pero no pude creerlo al verla en el concierto. ¡Tenía un aspecto tan anticuado y solemne! Además, se sienta tan derecha... En fin, no se te olvide darle mis afectos.

—Y los míos —intervino sir Walter—. Dile que me propongo visitarla muy pronto, aunque sólo pienso dejar mi tarjeta. No está bien visto visitar por la mañana a una mujer de su edad. Además, la última vez que estuve en su casa observé que bajaban los visillos a toda prisa.

Mientras sir Walter hablaba, llamaron a la puerta. ¿Quién podía ser? Anne recordó que Mr. Elliot solía presentarse de manera inesperada, de modo que no le habría extrañado verlo entrar, si no le supiera a siete millas de distancia. Oyeron a continuación el ruido que al llegar hacían algunas personas, y de inmediato entraron en la estancia Mr. Charles Musgrove y su esposa.

La primera reacción que produjo aquella presencia fue de sorpresa, pero Anne se alegró muchísimo de verlos, y la contrariedad de Elizabeth y sir Walter no fue tan profunda que les impidiese adoptar un aire de relativa satisfacción al verlos. Tan pronto como se aseguraron de que aquellos parientes tan cercanos no tenían intención de alojarse en la casa, sir Walter y Elizabeth se mostraron más cordiales y empezaron a hacerles los honores de rigor. Venían a Bath por algunos días con Mrs. Musgrove y se hospedaban en White Hart. Esto lo dijeron enseguida; pero hasta que los dueños de la casa no condujeron a Mary al otro salón para charlar con ella animadamente, Anne no pudo conseguir de Charles una explicación satisfactoria del motivo del viaje o la aclaración de ciertas sonrisas significativas que Mary había esbozado al hablar de negocios particulares, así como de la confusión que en ellos se advertía al referirse a la identidad de quienes los acompañaban.

Anne se enteró entonces de que estos eran, además de Mrs. Musgrove, Henrietta y el capitán Harville. Charles le dio cuenta clara y detallada de todo, y en aquella narración Anne tuvo ocasión de advertir muchos rasgos característicos de las costumbres familiares. La primera idea del proyecto había surgido del capitán Harville, a quien unos asuntos reclamaban en Bath. Una semana antes había empezado a hablar de su proyecto, y, por hacer algo, ya que cazar no se podía, Charles se ofreció a acompañarlo, lo que agradó extraordinariamente a Mrs. Harville por considerarlo muy ventajoso para su marido, pero Mary, que no soportaba la idea de quedarse sola, se deprimió tanto que por uno o dos días el proyecto pareció suspendido o casi abandonado. Mr. y Mrs. Musgrove encontraron una solución. La madre deseaba visitar a unos antiguos amigos que tenía en Bath, y se ofrecía una buena oportunidad para que Henrietta fuese a encargar los vestidos de boda para ella y su hermana. Acabó por decidirse que su madre los acompañase, lo que al capitán Harville pareció muy bien. Como medida prudente se acordó que Mary también los acompañaría. Habían llegado la noche anterior, ya tarde. Mrs. Harville, sus hijos y el capitán Benwick se quedaban en Uppercross con Mr. Musgrove y Louisa.

Lo único que Anne encontraba sorprendente en todo aquello era que las cosas estuviesen adelantadas hasta el punto de que ya se hablara de vestidos de boda, pues suponía la existencia de ciertas dificultades económicas que impedían que el matrimonio se celebrase tan pronto. Pero Charles le informó de que muy recientemente —después de la última carta de Mary—, un amigo de Charles Hayter le había proporcionado una plaza que pertenecía a un muchacho que no tomaría posesión de ella hasta que pasasen algunos años. Con esta colocación y la firme promesa de un destino más permanente y mejor remunerado, del que había de entrar en posesión antes de extinguirse el plazo correspondiente al primero, las dos familias habían accedido a complacer los deseos de los novios, y por lo tanto el matrimonio se celebraría dentro de muy pocos meses, casi al mismo tiempo que el de Louisa.

—Es un gran destino —añadió Charles—; sólo dista veinticinco millas de Uppercross, y está en una comarca deliciosa, la más hermosa de Dorsetshire. Se encuentra en el centro de uno de los mejores parajes del reino y lo rodean tres grandes propietarios, a cual más celoso. Para dos de ellos al menos, Charles Hayter cuenta con magníficas recomendaciones. Sin embargo, no aprecia su suerte debidamente; ya sabes que es poco aficionado a los deportes, lamentablemente.

—¡Qué buena noticia! —exclamó Anne—. Me alegra muchísimo el que las cosas se hayan arreglado así y que las perspectivas halagüeñas de una hermana no ensombrezcan las de la otra y ambas disfruten de la misma prosperidad e idéntico bienestar. Supongo que tu padre y tu madre estarán contentos con los yernos que les ha tocado en suerte.

—Sí. Mi madre habría preferido que los dos muchachos estuvieran en mejor posición económica, pero aparte de eso no tiene otro reparo que ponerles. Económicamente hablando, casar a dos hijas a un tiempo no es cuestión baladí, y a mi padre le preocupa por muchos aspectos. Sin embargo, yo no pienso poner ninguna objeción. Es natural que las dos hijas tengan su dote, y todo cuanto puedo decir es que mi padre siempre ha sido conmigo sumamente cariñoso y liberal. A Mary el que Henrietta se case le tiene sin cuidado. Ya sabes que siempre ha pensado de la misma manera. Pero lo que ocurre es que no hace justicia a Charles ni piensa bastante en Winthrop. No puedo hacerle entender el valor de esa posición. Para los tiempos que corren es una magnífica alianza; siempre he estimado a Charles Hayter y no voy a cambiar ahora de opinión.

—Unos padres tan excelentes como Mr. y Mrs. Musgrove —dijo Anne— se merecen casar bien a sus hijos. Hacen cuanto pueden por su felicidad. No es poca suerte para una muchacha tener progenitores tan generosos. Tu padre y tu madre nunca abrigaron esos delirios de grandeza que a menudo causan la desdicha de jóvenes y viejos. Imagino que Louisa estará completamente repuesta.

—Sí, creo que sí... —respondió él con tono vacilante—. Está mucho mejor, pero ha cambiado bastante. Ya no corre de un lado a otro, ni salta, ni ríe, ni baila; es otra muchacha. Si alguien casualmente cierra una puerta de golpe, se sobresalta. Benwick se pasa el día a su lado murmurándole al oído y leyéndole versos.

—Ya sé yo que eso no te agrada mucho —dijo Anne sin poder contener la risa—, pero no se puede negar que es un muchacho excelente.

—Eso nadie lo pone en duda. Supongo que no me juzgarás tan intolerante que deje de conceder a todo hombre el derecho a entregarse a la afición que crea más conveniente. Siento bastante aprecio por Benwick y sé que cuando se consigue hacerle hablar siempre tiene muchas cosas que decir. Sus lecturas no le han hecho el menor daño, porque ha combatido tanto como ha leído. Es un muchacho valiente. El lunes pasado tuve ocasión de conocerlo mejor. Estuvimos toda la mañana cazando conejos en el coto de mi padre, y él lo hizo tan bien que desde entonces me cae doblemente simpático.

La conversación se vio interrumpida pues Charles tenía que ir con los demás a admirar los espejos y el juego de loza, pero Anne no necesitaba oír más para imaginar la actual situación de sus parientes de Uppercross y alegrarse por ellos. Suspiraba al tiempo que experimentaba una íntima satisfacción, pero no había en aquellos suspiros señal alguna de envidia. Ciertamente, habría dado cualquier cosa por encontrarse en la misma situación, pero ese lícito anhelo no empañaba la felicidad que sentía por los otros.

La visita transcurrió en un clima de alegría. Mary estaba de un humor excelente, compartía el júbilo con los demás y se hallaba encantada con el cambio. Le satisfacía tanto haber hecho el viaje en el coche de su suegra, tirado por cuatro caballos, y el verse libre de Camden Place, que estaba dispuesta a admirar el suntuoso mobiliario y la exquisita decoración de la casa a medida que le enseñaban las estancias de ésta.

Hubo momentos en que Elizabeth se sintió extrañamente inquieta. Comprendía que no había más remedio que invitar a comer a Mrs. Musgrove y sus acompañantes, pero le aterraba la idea de que todos aquellos que estaban acostumbrados al lujo desplegado por los Elliot de Kellynch conociesen la modestia con que vivían y el reducido número de criados con que contaban, lo cual habría quedado de manifiesto en el caso de tener que ofrecer un banquete. La cortesía y la vanidad libraron en su interior una dura batalla, pero triunfó la vanidad, y Elizabeth recobró la calma. Sus reflexiones fueron de este tenor:

—No solemos dar comidas. De hecho, pocos lo hacen en Bath, ni siquiera lady Alice, que se ha abstenido de invitar a la familia de su propia hermana, no obstante haber estado aquí casi un mes. Además, sería incómodo para Mrs. Musgrove... Estoy segura de que preferirá no venir, pues no creo que entre nosotros se encontrara a sus anchas. ¿Verdad que no suelen verse salones como estos? Les encantará venir mañana por la tarde. Será una reunión íntima, pero elegante y selecta.

Con esto, Elizabeth vio desvanecidas sus preocupaciones. Invitó a los presentes y prometió hacerlo a los que faltaban. Mary experimentó una gran satisfacción; se la invitaba para que conociera a Mr. Elliot, a Mrs. Dalrymple y a miss Carteret, que por fortuna también asistirían. La atención que les dispensaba no podía ser más halagüeña. Miss Elliot tendría el honor de visitar aquella misma mañana a Mrs. Musgrove; Anne saldría con Charles y con Mary e irían a saludar de inmediato a dicha señora y a Henrietta.

Todo esto hizo que Anne tuviese que aplazar su proyecto de reunirse con Mrs. Russell. Charles, Mary y ella se dirigieron hacia Rivers Street, donde sólo permanecieron un par de minutos; pero Anne, convencida de que la dilación no habría de traer consecuencias, marchó a White Hart, deseosa de ver cuanto antes a sus amigas y compañeras del último otoño.

Cuando llegaron a White Hart, Mrs. Musgrove y Henrietta, que se hallaban a solas, le dieron una cariñosa bienvenida. En el rostro de la última se reflejaba, embelleciéndola, su nueva felicidad, que la movía a interesarse por cosas y personas que antes le pasaban completamente inadvertidas. El sincero afecto de Mrs. Musgrove hacia Anne había aumentado considerablemente por lo mucho que ésta había ayudado en momentos tristes y difíciles. Aquella cordialidad efusiva y sincera encantaba a la joven, tanto más cuanto que en su casa no estaba habituada a disfrutar de esa clase de conductas. Le rogaron encarecidamente que las acompañase siempre que le fuera posible, la invitaron todos los días, en una palabra, se la trató como a un miembro más de la familia. Ella prometió, a cambio, su ayuda incondicional, y cuando tras marcharse Charles se quedaron a solas, escuchó de labios de Mrs. Musgrove la historia referente a Louisa y luego Henrietta le contó la suya propia. De vez en cuando hacía indicaciones acerca de alguna tienda o de prendas que les convendría comprar. Todo esto en los escasos momentos en que Mary no monopolizaba la conversación o la atención de todos, pues había que ocuparse de arreglar los detalles de su vestido, responder a sus mil preguntas, buscarle las llaves, ordenar las joyas que llevaba encima y convencerla de que nadie pretendía ofenderla, porque, no obstante hallarse en aquellos momentos asomada a la ventana y entretenida mirando entrar a la gente en el Pump Room, no dejaba de importunar a su hermana.

Todo indicaba que se trataría de una mañana agitada. Una familia numerosa no puede alojarse en un hotel sin dar lugar a escenas por demás variadas. Cada cinco minutos llegaba una cuenta, los criados no acababan de entrar con paquetes y encargos, y Anne todavía no llevaba media hora en la habitación que servía de comedor cuando ya se hallaba ocupada por multitud de objetos de formas diversas. Alrededor de Mrs. Musgrove se sentaban algunos viejos amigos, y al rato apareció Charles acompañado de los capitanes Harville y Wentworth. La sorpresa ocasionada por la entrada de este último debía ser pasajera para Anne, porque no era posible que hubiera dejado de pensar en que la llegada de aquellos amigos comunes tenía que ponerlos de nuevo frente a frente. La última entrevista con Frederick había sido de la mayor importancia, pues el capitán había revelado la naturaleza de sus verdaderos sentimientos. A pesar de las cosas gratas que había deducido, el semblante de Wentworth reflejaba, o al menos eso temía ella, que aún persistía en su ánimo aquella desagradable impresión que le había hecho abandonar rápidamente la sala de concierto. No daba señales de desear acercarse a la joven para entablar conversación.

Anne se propuso conservar la calma y dejar que los acontecimientos siguieran su curso natural. Para aumentar su confianza y su tranquilidad, no paraba de repetirse: «No hay duda de que si en ambos todavía persiste el afecto, nuestros corazones no tardarán en entenderse. No somos niños para irritarnos caprichosamente, para dejarnos llevar de interpretaciones hechas a la ligera, ni para entregarnos a juegos que pongan en peligro nuestra felicidad.» Pero a pesar de esto, en pocos minutos comenzó a temer que el hallarse juntos en tales circunstancias los expusiera seriamente a que se alzara entre ellos una barrera de suposiciones infundadas, sumamente difícil de destruir.

—¡Anne! —la llamó Mary desde la ventana—, allí, junto a aquellas columnas, creo haber visto a Mrs. Clay acompañada de un caballero. Acaban de doblar en Bath Street. Conversan muy animadamente. ¿Quién es él? Ven a decírmelo. ¡Santo cielo, ya lo recuerdo! ¡Se trata del mismísimo Mr. Elliot!

—No —exclamó Anne—, estoy segura de que no puede ser Mr. Elliot. Pensaba salir de Bath a las nueve de hoy y no volvería hasta mañana.

Al decir esto observó que el capitán Wentworth la miraba, lo cual aumentó su inquietud y su amargura, y la hizo deplorar profundamente el haber hablado tanto, a pesar de lo poco que significaban sus palabras.

Mary, decidida a que todos supiesen que reconocía a su primo, comenzó a charlar con entusiasmo, haciendo mil comentarios acerca de los rasgos familiares, insistiendo firmemente en que aquél era Mr. Elliot, y llamando a su hermana para que lo comprobase por sí misma. Anne no se movió y procuró aparentar frialdad e indiferencia, pero no tardó en sentirse nuevamente angustiada al sorprender a algunos de los presentes cambiando miradas significativas, como dando a entender que estaban al corriente del secreto. Estaba claro que circulaba un rumor concerniente a ella, y la breve pausa que siguió le dio la seguridad de que seguiría extendiéndose.

—Ven, Anne —insistió Mary—; ven y mira por ti misma. Si no te das prisa te lo perderás. En este momento se despiden, se estrechan la mano. Él ya se vuelve. ¡Parece mentira que no reconozcas a Mr. Elliot! ¡Cualquiera diría que has olvidado que te cruzaste con él en Lyme!

Tanto por apaciguar a su hermana como para disimular su propia turbación, Anne se acercó lentamente a la ventana. Llegó a tiempo de comprobar que aquel caballero era, en efecto, Mr. Elliot —nunca lo hubiera creído—, y que se marchaba por un lado mientras Mrs. Clay se dirigía a toda prisa en dirección opuesta. Tratando de ocultar la extrañeza que le producía sorprender aquel misterioso encuentro entre dos personas a quienes animaban intereses tan opuestos, dijo tranquilamente:

—Sí, no hay duda de que es Mr. Elliot. Por lo visto ha cambiado la hora de salida, cosa que no me esperaba.

Y fingiendo la calma más absoluta, volvió a sentarse, con la secreta esperanza de haberse mostrado lo bastante indiferente.

La visita se despidió y Charles, después de acompañarlos cortésmente hasta la puerta, hizo un jocoso ademán dando a entender lo inoportunos que habían sido, y dijo:

—Bien, mamá, he hecho algo que te gustará. Vengo del teatro, y he reservado un palco para mañana por la tarde. ¿Soy o no soy un buen chico? Sé lo mucho que te gustan las comedias. Caben nueve, de modo que hay sitio para todos nosotros. He invitado al capitán Wentworth. Creo que a Anne no le molestará acompañarnos. A todos nos gusta el teatro. ¿No he hecho bien, mamá?

Mrs. Musgrove ya empezaba a expresar su alegría, mostrándose dispuesta a presenciar la función si Henrietta y los demás lo deseaban, cuando Mary los interrumpió bruscamente exclamando:

—¡Charles, por Dios! ¡Cómo se te ha ocurrido semejante cosa! ¡Reservar un palco para mañana! ¿Ya te has olvidado de que estamos invitados en Camden Place para mañana por la tarde, y que el motivo es presentarnos a Mrs. Dalrymple, a su hija y a Mr. Elliot..., miembros importantísimos de nuestra familia? ¿Cómo puedes ser tan olvidadizo?

—¡Bah, bah! —replicó Charles—. ¿Quién hace caso de una reunión vespertina? No tiene nada de particular que se le olvide a uno. Si tu padre deseaba vernos, podía habernos convidado a comer. Tú puedes hacer lo que quieras, pero yo iré al teatro.

—¡Eso sería imperdonable! ¡Después de haber prometido ir...!

—Yo no he prometido nada; me he limitado a sonreír, a hacer una reverencia y a decir: «Encantado.» En eso no hubo la menor promesa.

—Pero tienes que ir, Charles. Tu ausencia sería inexcusable. Hemos sido invitados especialmente para hacer las presentaciones. Siempre hemos estado en buenas relaciones con los Dalrymple. Cualquier cosa que ocurriera en una de las casas se informará de inmediato a la otra. Has de saber que somos parientes muy cercanos, y además, estará Mr. Elliot, a quien tantos deseos tenías de conocer. Mr. Elliot merece toda clase de atenciones. Piensa que es el heredero de mi padre..., el futuro jefe de la familia.

—No me hables de herederos ni de jefes de familia —la atajó Charles—. No soy de los que abandonan el poder reinante para adorar el nuevo sol. Si no voy por consideración a tu padre, sería infame que modificara mi resolución por acatamiento al heredero. ¿A mí qué me importa Mr. Elliot?

Aquella frase desdeñosa pareció dar alas a Anne. Advertía que el capitán Wentworth seguía con profunda atención el curso del diálogo. Al escuchar las últimas palabras sus ojos pasaban alternativamente de ella a Charles.

El matrimonio aún continuó hablando un rato en el mismo tono; él, entre grave y festivo, mantenía su decisión de ir al teatro, mientras ella, completamente seria, discutía obstinadamente; y aunque declaraba su propósito de acudir a Camden Place, no ocultaba su opinión de que si ella no asistía a la representación se sentiría muy ofendida.

—Lo que debemos hacer es aplazarlo —terció Mrs. Musgrove—. Tú, Charles, vuelve y cambia la reserva por otra para el martes. Sería una pena el que nos dividiésemos y nos privásemos de Anne, ya que no puede faltar a la reunión en casa de su padre; y ni Henrietta ni yo disfrutaremos tanto de la obra si ella no viene con nosotros.

Anne le agradeció sinceramente el cumplido, tanto por la delicada amabilidad que entrañaba, como porque le ofrecía la oportunidad de decir con tono decidido:

—Si sólo debiera atenerme a mi propia inclinación, señora, le advierto que la reunión en mi casa, aparte de lo que a Mary pueda importarle, no sería obstáculo alguno. Confieso que no me atraen esas reuniones, y renunciaría muy gustosa a la de mañana a cambio de presenciar en su compañía una función de teatro; pero tal vez sea mejor no hacerlo.

Ya lo había soltado; pero al instante se echó a temblar, consciente de la gravedad de sus palabras, y ni se atrevió a observar el efecto que producían.

Se decidió de inmediato que irían al teatro el martes, lo cual no impidió que Charles zahiriese a su mujer declarando que, aunque nadie lo acompañara, él pensaba ir al día siguiente a ver la función.

El capitán se puso de pie y se acercó a la chimenea, pero no tardó en cambiar de sitio para colocarse al lado de Anne, revelando ya mayor soltura y desenfado.

—No lleva usted tanto tiempo en Bath —dijo— como para conocer los encantos de las reuniones que aquí se celebran.

—Claro que no. Pero el modo en que suelen desarrollarse no va conmigo.

—Pues a mí me ocurre otro tanto. Además, no sé jugar a las cartas. Ya sé que usted tampoco, pero la gente cambia con el tiempo.

—No creo haber cambiado hasta ese punto —exclamó Anne, y se detuvo bruscamente por miedo a que sus palabras fueran interpretadas erróneamente.

Después de un breve silencio, y como obedeciendo a una inspiración repentina, dijo Wentworth:

—Ocho años y medio no son poco tiempo, ciertamente.

Dejemos que Anne, en momentos de mayor tranquilidad, se entregue a dilucidar el arduo problema de imaginar si el capitán habría seguido avanzando por aquel resbaladizo sendero. En la presente ocasión se vio obligada a volver a la realidad apenas se desvaneció en sus oídos el eco de las últimas palabras de Wentworth, ya que Henrietta, aprovechando la oportunidad, quería salir a la calle antes de que llegasen nuevas visitas, y le pidió que la acompañase.

No había más remedio que separarse. Anne declaró que lo haría encantada, y trató de aparentarlo, pero no dejó de pensar que si Henrietta se hubiera dado cuenta del esfuerzo que tenía que hacer para levantarse de aquella silla y abandonar la estancia, seguramente habría encontrado en el amor a su primo y en la certeza del cariño de éste sobradas razones para compadecerla.

Los preparativos quedaron bruscamente suspendidos. Se oyeron ruidos alarmantes; llegaba una nueva visita. Se abrió la puerta y aparecieron sir Walter y Elizabeth, lo que produjo en los presentes un estremecimiento, e impuso a todos una actitud cortés pero reservada. Anne no pudo evitar sentirse inquieta, y al mirar a los demás advirtió que les pasaba lo mismo. La alegría, el bienestar y la franca libertad que reinaban desaparecieron como por ensalmo, y se adoptó, sin previo acuerdo, un silencio forzado, apenas interrumpido por breves frases insustanciales, que no era otra la forma de corresponder a la actitud soberbia del padre y de la hija. ¡Cuánto mortificaba a Anne observar todos aquellos detalles! Sin embargo, lo que vio le proporcionó una grata impresión. Elizabeth había dado otra vez señales de reconocer al capitán Wentworth, y en esta ocasión lo saludó con mayor gracia y soltura. Incluso llegó a dirigirse a él en una ocasión y a mirarlo en más de una. La actitud de Elizabeth para con el capitán había experimentado un cambio importante, según testimoniaron claramente ciertos hechos posteriores. Después de consumir algunos minutos, cambiaron los presentes los comentarios banales propios de la situación, y a continuación Elizabeth procedió a repartir las invitaciones a Mrs. Musgrove y a los demás presentes.

—Mañana por la tarde nos reuniremos unos cuantos amigos; nada muy formal, por supuesto.

Dijo esto con tono casual, al tiempo que dejaba sobre la mesa las tarjetas, que rezaban: «Miss Elliot recibe en casa», y distribuía amables y significativas sonrisas. Al capitán Wentworth le cupo la suerte de recibir una sonrisa y una tarjeta. Para explicar la modificación de la conducta de Elizabeth, basta recordar que llevaba en Bath suficiente tiempo como para haberse percatado que un hombre de la figura y el aspecto del capitán merecía otra cosa muy distinta de aquel altivo desdén. No había que pensar en el pasado. Y el presente era que aquel apuesto caballero contribuía espléndidamente al decorado de un salón elegante. Un momento después sir Walter y Elizabeth se marcharon.

Fue una visita breve, pero dejó a todos azorados, y al cerrarse la puerta tras ellos, de nuevo volvió la animación a la estancia, con excepción de Anne. No podía ésta dejar de pensar en la invitación de que había sido testigo y en la forma vacilante con que había sido recibida, que dejaba traslucir más sorpresa que agradecimiento, más cortesía que propósito de utilizarla. Ella lo conocía perfectamente; vio el desdén en sus ojos, y no se atrevía a creer que Wentworth la hubiese aceptado como señal de que perdonaba a Elizabeth las pasadas insolencias. Se hallaba extraordinariamente confusa, y al marcharse su padre y su hermana observó que el capitán miraba la tarjeta con aire meditabundo.

—¡Vaya que ha sido generosa Elizabeth con las invitaciones! —murmuró Mary, aunque lo bastante fuerte como para que todos la oyesen—. No me extraña que el capitán Wentworth esté maravillado. Ya ves que no sabe qué hacer con la tarjeta.

Anne observó que a Frederick se le encendían las mejillas y que una expresión de desprecio ensombrecía su semblante por unos segundos; no pudo evitar volver la cabeza, pues lo que veía y oía le resultaba humillante.

La reunión tocaba a su fin. Caballeros y damas iban cada uno a sus asuntos, con lo cual se alejaba la posibilidad de una nueva entrevista. Anne fue invitada con insistencia a comer en el hotel y a pasar en compañía de ellos el resto del día; pero se sentía tan atribulada por las profundas emociones que había sufrido, que no se encontraba con ánimo de ir a ninguna parte más que a su casa, donde podría encerrarse a meditar en la quietud y el silencio de su habitación.

Tras prometer a sus amigos que los acompañaría durante todo el día siguiente, marchó a Camden Place. Allí consumió la tarde casi exclusivamente en oír los apresurados preparativos de Elizabeth y Mrs. Clay para la reunión del día siguiente. A cada paso una u otra repetían la lista de los invitados y a cada momento se les ocurría algún nuevo detalle con que hacer más espectacular la decoración de la casa. Estaban decididas a que la reunión superase en distinción y elegancia a todas las que se hubieran celebrado en Bath. Todo esto sin que Anne lograra verse libre de la preocupación que suscitaba en ella la duda de si el capitán Wentworth asistiría o no. Elizabeth y Mrs. Clay lo contaban como seguro, pero ella distaba mucho de hacerlo, y eso le inquietaba. A primera vista juzgaba que vendría, porque, también a primera vista, pensaba que debía venir; pero no podía resolver la duda dirigiendo sus reflexiones ora por el lado del deber, ora por el de la discreción y la conveniencia, sin provocar al mismo tiempo en su espíritu una vorágine de suposiciones contradictorias.

Despertó de sus fatigosas meditaciones para comentarle a Mrs. Clay que la había visto en compañía de Mr. Elliot tres horas después de aquella en que se suponía que éste había salido de Bath; porque, tras esperar inútilmente que la señora hiciera por sí misma alguna referencia al hecho, decidió plantear la cuestión directamente. Al escucharla, Mrs. Clay la miró con una expresión que podría considerarse de culpabilidad. Pero Anne creyó ver en ella la prueba segura de que a causa de alguna complicada estratagema urdida de común acuerdo, o por obedecer servilmente a una imposición tiránica de Elliot, la viuda se había visto obligada a escuchar —tal vez por espacio de media hora— sus órdenes y prohibiciones concernientes a los proyectos que ella meditaba en relación con sir Walter. Fuera cual fuere el motivo, Mrs. Clay exclamó con una naturalidad bastante bien fingida:

—¡Oh, querida, es verdad! Imagínese lo mucho que me sorprendió topar con Mr. Elliot en Bath Street... En cuanto me vio se acercó a mí y me acompañó hasta Pump Yard. Parece ser que esta mañana le avisaron de que aplazara su viaje a Thornberry, no recuerdo por qué, y es que llevaba tanta prisa que apenas tuve tiempo de escucharlo. Lo único que puedo asegurar es que, a pesar del aplazamiento, no piensa demorar su regreso, e iba a enterarse de la hora más temprana a que podían recibirlo mañana sus amigos de Thornberry. No piensa más que en «mañana»; por supuesto que tampoco yo pienso más que en eso desde que he entrado en casa y me he enterado de la importancia de lo que aquí se prepara. Sólo así se comprende que se me haya olvidado dar a ustedes cuenta de tan inesperado encuentro.