Sir Walter Elliot, señor de Kellynch Hall, en el condado de Somerset, era un hombre que jamás leía para entretenerse otro libro que la Crónica de los baronets; en él hallaba ocupación para sus horas de ocio y consuelo en las de abatimiento; allí se llenaba su alma de admiración y respeto al considerar el limitado resto de los antiguos privilegios; cualquier desazón originada en asuntos domésticos se convertía fácilmente en piadoso desdén cuando su vista recorría la serie casi interminable de los títulos concedidos en el último siglo y, por fin, ya que otras páginas no le resultaban lo bastante atractivas, allí podía leer su propia historia con renovado interés. La página por la que siempre abría su libro favorito comenzaba así:
ELLIOT DE KELLYNCH HALL
Walter Elliot, nacido el 1 de marzo de 1760, se casó el 15 de julio de 1784 con Elizabeth, hija de James Stevenson, señor de South Park, en el condado de Gloucester; de esta mujer —que murió en 1830— tuvo a Elizabeth, nacida el 1 de junio de 1785; a Anne, nacida el 9 de agosto de 1787; un hijo, nacido muerto, el 5 de noviembre de 1789, y a Mary, que vio la luz el 20 de noviembre de 1791.
Esto era lo que explicaba el texto, tal y como había salido de las manos del impresor. Pero sir Walter lo modificó añadiendo, para su conocimiento y el de su familia, después de la fecha del nacimiento de Mary, las palabras siguientes: «El 16 de diciembre de 1810 contrajo matrimonio con Charles Musgrove, señor de Uppercross, en el condado de Somerset», y anotó con toda exactitud el día del mes en que perdió a su esposa.
Seguía después, en estilo llano, la historia del encumbramiento de la antigua y respetable familia; cómo se estableció primeramente en Cheashire; la honrosa mención que se hacía de ella en la genealogía de Dugdale; el desempeño a las órdenes del sheriff; la representación de la ciudad ostentada en tres Parlamentos sucesivos; méritos de lealtad y acceso a la dignidad de baronet en el primer año del reinado de Carlos II, con todas las Marys y Elizabeths con quienes los Elliot se unieron en matrimonio: todo ello, que llenaba dos hermosas páginas, concluía con las armas y la divisa; luego decía: «Casa solariega, Kellynch Hall, en el condado de Somerset», y debajo figuraban estas palabras, escritas de puño y letra de sir Walter: «Presunto heredero, William Walter Elliot, biznieto del segundo sir Walter.»
La vanidad lo era todo en el carácter de sir Walter Elliot, tanto en lo referente a su persona como a su rango. En su juventud había sido muy bien parecido, y a los cincuenta y cuatro años aún era todavía un hombre apuesto. Pocas mujeres estimarían su propia figura más que él la suya, y no habría ayuda de cámara de un lord que se mostrase más satisfecho del lugar que le correspondía en la sociedad. En su opinión, el don de la belleza sólo era inferior a la suerte de ser baronet, de modo pues que su persona, que reunía ambas ventajas, era el objeto constante de su devoción y respeto más fervientes.
Su presencia y su linaje requerían un amor acorde a ellas, y aun una esposa de condición superior a la que él mismo merecía. Mrs. Elliot había sido una mujer excelente, delicada y tierna, a quien, después de acceder al honor y la vanagloria de ser la esposa de sir Elliot, nada hubo que reprocharle. A fuerza de ser dulce y complaciente y de disimular los defectos de su esposo, conservó el respeto de éste durante diecisiete años, y aunque no puede decirse que fuera completamente feliz, halló en el cumplimiento de sus deberes, en sus amigos y en sus hijos motivo suficiente para amar la vida y para que no le fuera indiferente el separarse de ellos al perderla. Tres hijas —las dos mayores, de dieciséis y catorce años respectivamente— eran un legado demasiado querido para abandonarlo al cuidado de un padre engreído y necio. Tenía una amiga íntima, a quien el profundo afecto que le profesaba la había llevado a vivir cerca de ella, en el pueblo de Kellynch, y era en la discreción y ternura de esta amiga en lo que Mrs. Elliot había confiado para que sus hijas adelantaran en su instrucción y persistieran en las virtudes que había procurado inculcarles.
Esta amiga no se casó con sir Walter, aunque lo anterior haya inducido a pensarlo. Habían transcurrido trece años desde la muerte de Mrs. Elliot, y siendo vecinos y allegados, si viuda era una, viudo era el otro.
El que Mrs. Russell, mujer de carácter firme y circunstancias sumamente apropiadas, no hubiese pensado en volver a casarse a pesar de tener aún edad para ello no es tema para hablar en público, pues la gente suele, sin razones serias, mostrar más su descontento cuando una mujer se casa otra vez, que cuando no lo hace. Lo que sí requiere explicación es la permanencia en la viudez de sir Walter. Sépase, pues, que, como buen padre, después de fracasar en uno o dos intentos desatinados, se enorgullecía de continuar viudo por amor a sus hijas. Por una de ellas, la mayor, habría renunciado a cualquier cosa, aunque, a decir verdad, todavía nada lo había puesto a prueba. Elizabeth había asumido, a sus diecinueve años, todos los derechos de su madre así como lo que esto implicaba. Como era muy bonita y moralmente parecida a su padre, siempre ejerció gran influencia en la casa, y ambos se entendieron a las mil maravillas. Las otras dos muchachas gozaban de menor predicamento. Mary había adquirido una importancia ficticia por haberse convertido en esposa de Mr. Charles Musgrove; pero Anne, dotada de un espíritu sensible y de un carácter dulce, lo que la habría hecho admirable para todo el que supiera apreciar la realidad, no representaba nada para su padre ni para su hermana mayor; su consejo no pesaba, sus solicitudes siempre eran desatendidas. En una palabra, no era más que Anne.
Para Mrs. Russell, sin embargo, era la más querida y estimada, la favorita. Aunque amaba a las tres hermanas como si fuesen sus hijas, sólo Anne le recordaba a la amiga muerta.
Pocos años antes Anne Elliot había sido una muchacha agraciada, pero su belleza se marchitó pronto, y si en el apogeo de ésta era muy poco lo que el padre encontraba en ella digno de admiración —los delicados rasgos y los ojos negros de la muchacha eran muy distintos de los de él—, menos había de hallarlo ahora que estaba delgada y melancólica. Nunca había abrigado grandes esperanzas de leer alguna vez el nombre de ella en otra página de su obra predilecta, pero ahora ya no tenía ninguna. Todas las ilusiones de una unión matrimonial adecuada estaban depositadas en Elizabeth, ya que la de Mary no pasó de ser un enlace con una antigua familia rural, respetable y de considerable fortuna, pero a la que claro está ella había llevado todo el honor, sin recibir ninguno a cambio. Sólo Elizabeth se casaría, tarde o temprano, ventajosamente.
No es poco frecuente que una mujer luzca a los veintinueve años más hermosura que a los veinte, y puede decirse que, salvo en el caso de mala salud o de que se padezca alguna clase de ansiedad, en esa época de la vida apenas si se ha perdido encanto. Esto ocurría con Elizabeth, que aún era la hermosa miss Elliot de trece años antes; y bien merecía ser disculpado sir Walter al olvidar su edad, o, por lo menos, no debía juzgársele como chiflado por considerar que él y Elizabeth eran tan juveniles como siempre, al contemplarse en medio de la ruina de fisonomías que lo rodeaba, porque, en realidad, a las claras se veía que todos sus parientes y conocidos se iban haciendo viejos. El rostro huraño de Anne; el de Mary, áspero; los de sus vecinos, que iban de mal en peor, y las patas de gallo que invadían las comisuras de los ojos de Mrs. Russell fueron durante mucho tiempo causa de desaliento para él.
Elizabeth igualaba a su padre en lo que a vanidad se refiere. Trece años la vieron como señora de Kellynch Hall, presidiendo y dirigiéndolo todo, con un dominio de sí misma y una decisión que no correspondían a su temprana edad. Durante trece años ella había hecho los honores, organizado las tareas de la servidumbre, ocupado el puesto preferente en la carroza y marchado inmediatamente detrás de Mrs. Russell al abandonar todos los salones y comedores de la comarca. Los hielos de trece inviernos sucesivos la habían visto presidir todos los bailes de cierta importancia que se habían celebrado en la vecindad; y los retoños de trece primaveras habían brotado al marchar ella a Londres con su padre, por unas cuantas semanas, a disfrutar, como hacían todos los años, del gran mundo. Todo esto lo recordaba; a sus veintinueve años no deseaba sufrir inquietudes ni recelos, y se consideraba tan hermosa como siempre, pero sentía que el tiempo pasaba peligrosamente, y hubiera dado cualquier cosa por que en el término de uno o dos años algún baronet solicitara debidamente su mano. Sólo en ese caso podría tomar de nuevo el libro de los libros con el mismo regocijo que en su juventud; pero ahora no le hacía gracia. Eso de tener siempre ante los ojos la fecha de su nacimiento, sin acariciar otro proyecto de matrimonio que el de su hermana menor, hacía del libro un tormento, y más de una vez, al dejarlo su padre abierto sobre la mesa, ella lo había cerrado, alejándolo de sí de un empujón.
Había sufrido, además, un desencanto, del que aquel dichoso libro y especialmente la historia familiar eran su recordatorio permanente. El presunto heredero, el mismo William Walter Elliot, cuyos derechos el padre había reconocido de manera tan generosa, la había desdeñado.
Persuadida desde muy niña de que, en el caso de no tener ningún hermano, William sería el futuro baronet, se había hecho a la idea de que se casaría con él, y tal era el proyecto de su padre. No lo habían conocido en la infancia, y sólo al poco tiempo de morir Mrs. Elliot sir Walter empezó a relacionarse con él. Los primeros avances fueron acogidos con cierta frialdad, pero aun así el padre persistió en su propósito, atribuyendo la actitud del muchacho a la inexperiencia propia de la juventud. Por fin, en una de las excursiones primaverales a Londres logró que se hiciera la presentación. Por entonces el joven se hallaba estudiando leyes; Elizabeth lo encontró muy agradable, y se confirmaron los planes primitivos. Fue invitado a Kellynch Hall, y se habló de él y se lo esperó durante todo el año, pero no se presentó. En la primavera siguiente se lo vio otra vez en la ciudad; se lo animó, se lo invitó nuevamente, se lo esperó, pero tampoco vino. Las primeras noticias que hubo de él fueron que se había casado. En lugar de conducir su suerte por el camino que le marcaba su condición de heredero de la casa de Elliot, había comprado su independencia uniéndose a una mujer rica que le era inferior en nacimiento.
Esto contrarió a sir Walter, quien en su calidad de jefe de la casa, juzgaba que debería haber sido consultado; tanto más cuanto que le había tendido la mano de un modo notorio. «Porque por fuerza debió de vérselos juntos una vez en Tattersal y dos en la tribuna de la Cámara de los Comunes», observaba sir Walter. Manifestó, en fin, su reprobación, sin querer confesarse profundamente ofendido. Elliot, por su parte, ni siquiera se molestó en explicar su conducta, y se mostró tan poco deseoso de que la familia volviera a ocuparse de él como indigno de ello era considerado por sir Walter; de este modo cesó entre ellos toda relación.
Aun después de pasados algunos años Elizabeth se sentía molesta por aquel desdichado episodio con Elliot, ya que lo había amado por sí mismo, por ser heredero de su padre y porque, para el orgullo familiar, era el único partido digno de la primogénita de sir Walter Elliot. De la A a la Z, no existía baronet a quien con tanta complacencia pudiera reconocer como un igual. Así pues, tan despreciable había sido el comportamiento de él, que aunque a la sazón—verano de 1814—vestía ella luto por su esposa, no lo consideró merecedor de ocupar de nuevo sus pensamientos. Y si no hubiera sido más que aquel matrimonio, que por no haber dejado descendencia podía considerarse como fugaz contratiempo, las cosas no habrían pasado de ahí, pero el caso era que algunos buenos amigos les habían referido el modo irrespetuoso en que hablaba de ellos y el desprecio que sentía no sólo hacia sus orígenes, sino hacia todos los honores que por derecho le correspondían, lo cual era imperdonable.
Tales eran las preocupaciones de miss Elliot, las inquietudes que amenazaban su vida, la monotonía y la elegancia, las alegrías y naderías que constituían toda su vida. Tales eran los atractivos de una existencia campesina desprovista de incidentes, y que llenaban las horas de ocio, ya que ni siquiera en su casa realizaba actividad alguna, y no por falta de habilidad e ingenio.
Y ahora, otra preocupación venía a sumarse a las demás. Los asuntos de dinero tenían muy preocupado a su padre. Ella comprendía que para que sir Walter pudiese obtener dinero de sus propiedades era preciso que ahuyentase de su mente las abultadas cuentas de sus proveedores y los amargos presagios de Mr. Shepherd, que era su agente. La posesión de Kellynch era productiva, pero también insuficiente para mantener el régimen de vida que imponían los prejuicios del propietario.
En vida de Mrs. Elliot hubo moderación, orden y economía, gracias a los cuales no se gastaba más de lo que la renta daba de sí; pero con aquélla se había marchado el buen sentido, y desde entonces los desembolsos superaban los ingresos. No podía gastar menos, sostenía sir Walter, de lo que su posición y su buen nombre le exigían. Pero si bien no se creía merecedor de reproche, debía tener en cuenta, por fuerza, que no sólo crecían sus deudas, sino que oía tanto hablar de ellas, que ni aun parcialmente podía evitar que su hija estuviese al corriente de la situación económica por la que atravesaban. Durante la última estancia en la ciudad algo había hablado del asunto con ella, e incluso llegó a decirle: «¿Podemos reducir nuestros gastos? ¿Se te ocurre algo que podamos suprimir?» Y Elizabeth, justo es decirlo, en los primeros momentos de alarma femenina se puso a meditar acerca de qué hacer al respecto, y mencionó la conveniencia de economizar en dos aspectos: cortar algunos gastos innecesarios de caridad y renunciar a cambiar el mobiliario del salón; a esto se agregó luego la absurda ocurrencia de suprimir el regalo que se hacía a Anne todos los años. Estas medidas, sin embargo, fueron insuficientes para atajar el mal, y finalmente sir Walter hubo de confesar a su hija a cuánto ascendía la deuda. En esta ocasión a Elizabeth no se le ocurrió nada eficaz para hacer frente a la misma. Tanto ella como su padre se sentían agobiados, desgraciados, y no atinaban con el medio de reducir sus gastos sin rebajar su dignidad ni prescindir de comodidades que tenían por indispensables. Sir Walter sólo disponía ya de una parte muy pequeña de sus propiedades, y aunque estaba dispuesto a hipotecar cuanto fuera necesario, jamás accedería a vender. No. Nunca ultrajaría hasta ese punto su honor y su buen nombre. La propiedad de Kellynch constituiría un legado tan completo e íntegro como él lo había recibido. Los dos confidentes, Mr. Shepherd, que vivía en la ciudad inmediata, y Mrs. Russell, fueron llamados para solicitar su consejo, y padre e hija confiaban en que a alguno de los dos tal vez se le ocurriese un modo de sacarlos del atolladero y limitar los gastos sin afectar con ello el tren de vida que llevaban.