Mr. Shepherd, que como abogado que era se mostraba siempre prudente, encomendó a otra persona la misión de proponer aquellas soluciones que a sir Walter pudieran resultarle desagradables. Se negó en redondo a expresar su parecer y pidió que se le consintiera delegar en el excelente criterio de Mrs. Russell, de cuyo proverbial buen sentido era lícito esperar una solución que, por lo acertada, sin duda acabaría adoptándose.
Mrs. Russell se preocupó profundamente del asunto y adujo muy serias consideraciones. Era una mujer que no daba respuestas inmediatas, sino que las meditaba a conciencia, y la gran dificultad con que tropezaba para indicar una solución en este caso provenía de dos principios contradictorios. Como persona íntegra y escrupulosa, tenía un alto sentido del honor, pero como era afectuosa y sensible, deseaba ahorrar disgustos a sir Walter y atender a la honorabilidad de la familia, reconociendo en sus ideas aristocráticas todo lo que en razón de su alcurnia se le debía. Era bondadosa, caritativa, afectuosa, de conducta irreprochable, de convicciones estrictas en lo que al decoro se refería y merecedora, por sus formas sociales, de ser considerada como arquetipo de buena crianza. Tenía un espíritu cultivado, era razonable y ponderada, y aunque abrigaba ciertos prejuicios respecto al linaje, otorgaba al rango y el concepto social un significado que llegaba a disimular las flaquezas de los que disfrutaban de aquéllos. Si bien su difunto esposo sólo había sido un caballero, ella reconocía sin ambages la dignidad de baronet, y aparte de las razones de amistad antigua, vecindad solícita y amable hospitalidad, y la circunstancia de ser marido de su adorada amiga y padre de Anne, compadecía a sir Walter por la sencilla razón de que se trataba de él.
No tenían más remedio que hacer economías; respecto a eso no cabía duda. Pero ella deseaba que se hicieran con el menor sacrificio para Elizabeth y su padre. Trazó planes, efectuó cálculos exactos y detallados, y llegó incluso a consultar a Anne, a quien nadie reconocía derecho a interesarse en el asunto. Y no sólo eso, sino que aceptó en cierta medida su parecer al confeccionar el proyecto de restricciones que se sometió a la aprobación de sir Walter. Todas las modificaciones que Anne proponía atendían la honorabilidad en detrimento de las meras apariencias. Ella quería medidas de rigor, un cambio radical y la cancelación rápida de las deudas, mostrando una indiferencia absoluta hacia aquello que no fuese equidad y justicia.
—Si logramos persuadir a tu padre de todo esto —decía Mrs. Russell—, será mucho lo que pueda hacerse. Si acepta estas normas, en siete años la deuda quedaría saldada por completo. Espero que podamos convencer a Elizabeth y a tu padre de que la respetabilidad de la casa de Kellynch Hall no se resentirá por estas reducciones y de que la verdadera dignidad de sir Walter Elliot estará muy lejos de sufrir detrimento a los ojos de la gente sensata por obrar como hombre de principios. Muchas familias honorables se han visto en la misma situación. El caso, por lo tanto, no es nada singular, y por ello tal vez sea tan doloroso tomar ciertas determinaciones. Tengo fe en el éxito, pero debemos obrar de manera tan firme como serena, porque, al fin, el que contrae una deuda no tiene más remedio que pagarla, y aunque mucho se debe a las convicciones de un caballero y a un jefe de familia como tu padre, se debe mucho más a la condición de un hombre honrado.
Éste era el principio que Anne quería imbuir en su padre. Estimaba como deber ineludible acabar con las demandas de los acreedores tan pronto como lo permitiera un discreto sistema de economía, y no veía en ello menoscabo de la dignidad alguno. Este criterio debía ser aceptado y considerado como una obligación. Confiaba en la influencia de Mrs. Russell, y en cuanto al grado de severa abnegación que su conciencia le dictaba, pensaba ella que una enmienda a medias supondría un esfuerzo mayor que un cambio absoluto. Conocía lo bastante a Elizabeth y a su padre para comprender que les dolería tanto privar a su carruaje de un par de caballos como de los dos, y lo mismo pensaba del resto de restricciones que componían la lista de Mrs. Russell.
La acogida que recibieron las rígidas medidas propuestas por Anne, poco importa. El caso fue que Mrs. Russell fracasó en su intento. ¡Aquello no podía ser! ¡Suprimir de un golpe todas las comodidades de la vida: viajes a Londres, caballos, criados, mesa! ¡Limitaciones y privaciones por todos lados! ¡Vivir sin el decoro que aun un caballero cualquiera se permite! No; antes abandonaría sir “Walter la residencia de Kellynch Hall que verse reducido a tan humilde estado.
¡Dejar Kellynch Hall! Tal fue la insinuación que Shepherd, a quien la situación de sir Walter afectaba directamente y que estaba convencido de que nada se conseguiría sin un cambio de morada, recogió de inmediato. Ya que la idea había partido de quien tenía derecho a sugerirla, no sentía escrúpulo en confesar que su opinión iba por ese lado. Comprendía que sir Walter no alteraría su modo de vida en una casa sobre la que pesaban antiguos fueros de linaje y deberes de hospitalidad. En cualquier otro lugar podría vivir según su propio criterio y establecer sus normas de acuerdo con la clase de existencia que quisiera llevar.
Sir Walter saldría de Kellynch Hall. Después de algunos días de vacilaciones y dudas quedó resuelto adonde iría, así como el modo en que se efectuaría este cambio tan importante.
Tres soluciones se propusieron: Londres, Bath y otra casa en la comarca. Esta última era la preferida por Anne. Tenía en mente una casita de los alrededores que le permitiese disfrutar a menudo de la compañía de Mrs. Russell, no alejarse de Mary y ver de vez en cuando los prados y bosques de Kellynch. Pero su destino había de imponerle, una vez más, algo contrario a sus deseos. Bath le disgustaba, y en su opinión no le convenía; pero viviría en Bath.
La primera idea de sir Walter había sido mudarse a Londres. Pero Shepherd, que no lo consideraba una decisión acertada, se las ingenió para convencerlo de que era preferible instalarse en Bath. Aquel era un buen sitio para una persona de su condición social, y, además, supondría un dispendio mucho menor. Por otra parte, Bath tenía sobre Londres dos ventajas importantes: no se hallaba muy distante de Kellynch, pues sólo los separaban cincuenta millas, y Mrs. Russell tenía por costumbre pasar en ella una parte del invierno. Esto complació mucho a Mrs. Russell, cuyo primer dictamen había sido favorable a Bath, y tanto sir Walter como Elizabeth llegaron a la conclusión de que nada perderían en importancia ni comodidad por establecerse en aquel lugar.
Mrs. Russell no tuvo más remedio que contrariar los deseos de Anne, que conocía perfectamente. Habría sido pedir demasiado a sir Walter que descendiera a ocupar una vivienda más humilde en las cercanías de su residencia actual. La misma Anne habría sufrido más tarde mortificaciones superiores a las que imaginaba. Además, habría sido muy de temer el profundo pesar de sir Walter, y en cuanto a la aversión de Anne hacia Bath, podía considerarse una manía cuyo origen había que buscarlo, en primer lugar, en el hecho de que tras la muerte de su madre había pasado tres años como interna en un colegio de allí, y, en segundo, en que aquel invierno que pasó con ella su ánimo era extraordinariamente melancólico. En suma, que Mrs. Russell se decidía por Bath como lo más conveniente para todos. La salud de su amiga quedaba garantizada, pues en los meses de calor se la llevaría a su casita de Kellynch. Sería un cambio favorable para el cuerpo y para el alma. Anne apenas si salía de su casa. Se la veía constantemente deprimida y era preciso animarla ensanchando el círculo de su trato social. Tenía que darse a conocer. La oposición de sir Walter a trasladarse a otra casa de las cercanías se basaba, entre otras cosas, en el hecho de que no sólo tendría que dejar su propia vivienda, sino que la vería en otras manos, lo cual constituía una prueba que morales incluso más fuertes que la de sir Walter no habrían podido soportar. Había que renunciar a Kellynch Hall, pero era un secreto que no debía salir de su círculo más íntimo.
Sir Walter no soportaba la degradación que suponía el que se supiera que dejaba su casa. Sólo una vez Shepherd había pronunciado la palabra «anuncio», pero no se atrevió a repetirla. Sir Walter aborrecía la nueva idea de ofrecer su casa, en cualquier forma que fuese; prohibía de modo terminante el que se insinuase que ésa era su intención, y sólo en el caso de ser solicitada por algún pretendiente excepcional, bajo condiciones que él impondría y como gran favor, accedería a dejarla.
¡Con qué facilidad surgen las razones para apoyar aquello que nos es agradable! Mrs. Russell encontró una excelente para alegrarse de que sir Walter Elliot y su familia abandonasen aquellas tierras. Elizabeth había trabado últimamente amistad con una persona que Mrs. Russell no veía con buenos ojos. Se trataba de una hija de Mr. Shepherd, que acababa de regresar a casa de su padre después de un funesto matrimonio, con el añadido de dos hijos. Era una joven inteligente que conocía el arte de agradar, o por lo menos de agradar en Kellynch Hall; y hasta tal punto se había ganado el afecto de Elizabeth, que más de una vez se hospedó en la casa, a pesar de que Mrs. Russell, que consideraba inconveniente aquella relación, había aconsejado precaución y reserva.
La verdad era que Mrs. Russell ejercía escasa influencia sobre Elizabeth, y que la amaba porque quería amarla más que porque lo mereciera. Nunca recibió de ella sino atenciones superficiales. Nada que fuese más allá de la mera cortesía. Jamás logró de ella la concesión de un deseo. Varias veces intentó con empeño que se incluyera a Anne en las excursiones a Londres; proclamó abiertamente la injusticia y el mal efecto de aquellos arreglos egoístas en los que se prescindía de ella; algunas veces, las menos, ofreció a Elizabeth consejo y ayuda, pero todo fue en vano. Elizabeth seguía su camino, y en nada se opuso de manera más tenaz Mrs. Russell que en lo que se refería a su amistad con Mrs. Clay, desviando su cariño de una hermana que tanto lo merecía, para depositar su afecto y su confianza en otra persona con la que no debería haber pasado de una relación formal. Mrs. Russell consideraba que esta relación era peligrosa tanto por la desigual posición de las amigas como por el carácter de Mrs. Clay, y el alejamiento de Elizabeth supondría para ésta una selección natural de las amistades apropiadas, lo que era de la mayor importancia.