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No era preciso que Anne fuese de nuevo a Uppercross para cerciorarse de que un cambio de medio, aunque sólo suponga desplazarse tres millas, puede implicar una transformación total de conversaciones, ideas y pareceres. Siempre que visitaba la Casa Grande recibía esa impresión y lamentaba que su propia familia no tomase buena nota de la poca importancia que los Musgrove daban a cuestiones que los Elliot consideraban de la mayor importancia. Pero a estas experiencias aun tenía que añadir una nueva lección al comprobar cuan insignificantes somos fuera de nuestro círculo íntimo; porque al llegar, como llegaba ella, sumida en la preocupación por lo que ocurría en las dos casas de Kellynch, había esperado alguna mayor curiosidad e interés que los que demostraba esta observación que, por separado, le hicieron Mr. y Mrs. Musgrove:

—¿De modo, Anne, que sir Walter y Elizabeth se han marchado? ¿Y en qué parte de Bath piensan ir a vivir?

Y esto lo preguntaron sin prestar la menor atención a la respuesta. Después, las muchachas añadieron lo siguiente:

—Supongo que iremos a Bath para el invierno; pero piensa, papá, que si vamos hemos de alojarnos en buen lugar; nada de tu plaza de la Reina.

Y Mary completó el cuadro diciendo:

—Pues yo me quedaré muy bien mientras todos os divertís en Bath.

Esto le sirvió para guardarse de cualquier futuro desengaño y agradecer el don de contar con una amiga tan sinceramente afectuosa como Mrs. Russell.

Mr. Musgrove y su hijo, entregados a sus respectivos ejercicios de conservar y destruir, distribuían el tiempo entre sus perros, sus caballos y sus periódicos, en tanto que las mujeres se ocupaban de los detalles de la casa, de los vecinos, de sus vestidos, del baile y de la música. Anne reconocía como muy natural que toda organización social, por pequeña que fuese, dictara sus propios temas de conversación, y confiaba en que no tardaría mucho en llegar a ser un elemento digno de aquella a que había sido trasplantada. Y con la perspectiva de pasar un mínimo de dos meses en Uppercross, le importaba mucho ajustar sus fantasías e ideas a las de la familia que la acogía.

En realidad, no le causaban temor aquellos dos meses. Mary no era tan huraña ni poco afectuosa como Elizabeth, ni tan inaccesible a su influjo; de los otros moradores de la casa, ninguno se mostraba reacio a su presencia. Se llevaba bien con su cuñado, y los niños, que la amaban, constituían para ella un motivo de interés, de distracción y de sana actividad.

Charles Musgrove era atento, agradable y superior a su mujer, sin duda, en intelecto y carácter; pero no poseía el secreto de la sugestión, ni amenidad ni gracia suficientes para hacer de aquel pasado en que él y Anne aparecían enlazados, un motivo de preocupación. Y eso que Anne pensaba, como Mrs. Russell, que un matrimonio más adecuado lo habría mejorado notablemente y que una mujer de verdadero entendimiento habría podido sacar de su condición moral mejor partido, sobre todo en lo que a costumbres y aficiones se refería. Porque lo cierto es que sólo parecían entusiasmarlo los deportes, y fuera de ellos malgastaba el tiempo sin recoger el beneficio de los libros ni de nada. Tenía un humor excelente, en el que no hacía mella el tedio frecuente de su esposa, hacia la que mostraba paciencia infinita, con gran asombro de Anne, y en general, si bien menudeaban las discusiones —en las que ella intervenía más de lo que deseaba, requerida por ambas partes—, podían ser considerados como una pareja feliz. En lo que siempre convenían era en la necesidad de tener más dinero y en la esperanza de obtener algún regalo de Mr. Musgrove. Sin embargo, en ésta como en otras discusiones Charles llevaba la mejor parte, pues mientras Mary consideraba una grave humillación el que la dádiva no se produjera, él defendía a su padre diciendo que tenía otras mil cosas en que emplear su dinero y el derecho indiscutible a gastarlo en lo que le diera la gana.

La teoría que Charles profesaba en lo que se refería a la educación de sus hijos era mucho más acertada que la de su mujer, y la práctica no era tan mala. «Yo los manejaría muy bien si no fuera por la intervención de Mary», lo oía decir Anne con frecuencia, y lo creía firmemente. Pero cuando escuchaba quejarse a Mary de esta forma: «Charles consiente a los chicos de tal manera que no puedo lidiar con ellos», no sentía el menor impulso de decir: «Tienes razón.»

Una de las sensaciones menos agradables que le producía su estancia en aquella casa era la de ser tratada por todos con excesiva confianza y estar demasiado en el secreto de los motivos de enfado recíproco que surgían entre ambas familias. Como todos sabían que ejercía una gran influencia sobre su hermana, a menudo le rogaban, o insinuaban, que la empleara más allá de lo que estaba en su mano.

—¿Por qué no tratas de convencer a Mary de que no está enferma? —le decía Charles.

Y Mary, con tono compungido, le confesaba:

—Estoy convencida de que si Charles me viese morir aun pensaría que no tenía nada. Creo, Anne, que, si quisieras, podrías persuadirlo de que estoy realmente mal, mucho peor de lo que demuestro.

También solía decir:

—Me molesta mandar a los chicos a la Casa Grande, aunque su abuela siempre requiere su presencia, porque los mima en exceso. Además, les da tantos dulces que es raro que no vuelvan indispuestos o más revoltosos que cuando se fueron.

Mrs. Musgrove aprovechó la primera oportunidad de hablar a solas con Anne para indicarle:

—¡Ay, querida! ¡Cuánto me gustaría que mi nuera usara con los chicos el método que usted aplica! ¡Se portan con usted de un modo tan distinto! Están muy consentidos. Es una verdadera lástima que no pueda modificar usted los hábitos educativos de su hermana. Son los niños más sanos y hermosos que existen, pero la esposa de Charles no tiene ni idea de cómo debe tratarlos. ¡Dios mío, qué revoltosos se ponen a veces! Le digo a usted que esto me quita el deseo de verlos en mi casa con frecuencia. Sospecho que mi nuera está bastante disgustada porque no les hago venir más a menudo, pero usted comprenderá que es muy desagradable tener aquí a los niños y verse obligada a regañarlos constantemente. Y «no hagas esto» y «no hagas lo otro», o darles más dulces de lo que les conviene sólo para mantenerlos un poco a raya.

En cierta ocasión, Mary le hizo la siguiente confidencia:

—Mrs. Musgrove juzga a sus criadas tan formales, que sería un crimen ponerla sobre aviso; pero no exagero nada si te digo que tanto el ama de llaves como la lavandera, en vez de ocuparse en sus quehaceres, andan todo el día correteando por el pueblo. Dondequiera que vaya, me las encuentro, y cada vez que entro en el cuarto de los chicos, las veo allí. Gracias a que Jemina es la mujer más comedida y segura del mundo, que si no, ya la habrían echado a perder; porque, según me dice, siempre están incitándola para que vaya a pasear con ellas.

Al respecto, Mrs. Musgrove insinuaba por su parte:

—Tengo por costumbre no entrometerme en los asuntos de mi nuera, porque sé que sería inútil; pero debo decirle a usted, Anne, ya que puede hacer que las cosas se enderecen, que no tengo muy buen concepto de la niñera de Mary. Oigo de ella historias muy extrañas, siempre está yendo y viniendo, y sé por mí misma que es una mala influencia para el resto de los criados. Sé muy bien que su hermana, Anne, responde de ella como de sí misma. Pero le aconsejo a usted que permanezca ojo avizor, y que si nota algo que no esté bien me lo haga saber.

Abrigaba Mary otro motivo de resentimiento, la causa del cual era que Mrs. Musgrove no le asignaba el puesto que le correspondía cuando iba a comer con otras familias en la Casa Grande, pues no había motivo para que la tratasen con tanta desconfianza, como para privarla del lugar que le era propio. Y cierto día en que Anne paseaba sola con las hijas de Mr. y Mrs. Musgrove, una de ellas le dijo, después de haber hablado acerca del linaje, de las familias de linaje y de la excesiva trascendencia que al linaje se otorga:

—No tengo el menor reparo en llamar a usted la atención sobre las absurdas ideas de Mary acerca de su significación social, porque sé lo indiferente que es usted a esas cosas; pero me gustaría que alguien hiciera notar a su hermana que sería un signo de discreción el que no se obstinase tanto, y, sobre todo, que no se adelantara siempre para ocupar el puesto de mamá. Nadie le niega el derecho de prioridad, pero sería mejor que no insistiese tanto en conservarlo; y no es que a mamá le importe, sino que muchos ya lo han criticado.

¿Cómo iba Anne a atemperar esas diferencias? Todo lo que podía hacer era escuchar con paciencia, suavizar asperezas, solicitar tolerancia a ambas partes y procurar que su hermana prestase atención a sus consejos.

Aparte de esto, su estancia en Uppercross fue sumamente agradable, y su estado de ánimo mejoró por el cambio de lugar y de ambiente. Las indisposiciones de Mary fueron disminuyendo gracias a su compañía y el trato diario con la otra familia. Esta comunicación era muy frecuente, pues se veían todas las mañanas y a menudo también por las tardes. Pero pensaba que no iría todo tan bien si no fuese por la extremada corrección de Mr. y Mrs. Musgrove, y por el continuo charlar, reír y cantar de sus hijas. Anne tocaba el piano mucho mejor que éstas, pero como no tenía voz, ni conocía la técnica del arpa, ni contaba con unos padres tiernos que, sentados a su lado, se creyeran obligados a extasiarse, nadie reparaba en su habilidad sino por mera cortesía o porque contribuía al esparcimiento de los otros, de lo cual ella se daba cuenta perfectamente. Sabía muy bien que cuando tocaba a nadie agradaba más que a sí misma; pero esta impresión no era nueva en ella. Desde que tenía catorce años y perdiera a su adorada madre, nunca había disfrutado de lo que significaba ser escuchada o alabada por una persona de verdadero gusto. En el arte de la música estaba acostumbrada a encontrarse sola en el mundo, y en cuanto a la parcialidad de los Musgrove respeto del talento musical de sus hijas y la indiferencia con que miraban lo que hiciera cualquier otra persona, más la complacía, como señal de ternura, que mortificaba su amor propio.

Los Musgrove recibían muchas visitas y celebraban más fiestas y reuniones que cualquier otra familia en la comarca. Eran muy populares, y como a Henrietta y Louisa les encantaba bailar, raras eran las tardes que no acababan en un baile improvisado. Cerca de Uppercross vivían unos primos cuya situación era menos desahogada y que habían hecho de la casa de los Musgrove su centro de diversión. Venían a cada momento y tomaban parte en juegos y bailes. Anne, que prefería tocar el piano en esas ocasiones, interpretaba contradanzas y otras melodías. Esta disposición de su parte contribuía más que nada a que sus dotes musicales fueran reconocidas por Mr. y Mrs. Musgrove, y era causa frecuente de un elogio como éste: «¡Bien, Anne, muy bien! ¡Bendito sea Dios, cómo vuelan esos deditos!»

De este modo pasaron tres semanas. Llegó el día de san Miguel, y el corazón de Anne voló de nuevo a Kellynch. Aquel hogar ya era de otros. ¡Aquellas preciosas estancias y todo cuanto encerraban, aquellos jardines y arboledas empezaban a recrear otros ojos! Durante el día 29 de septiembre no pensó en otra cosa, y por la tarde, al fijarse Mary en la fecha, Anne recibió una grata impresión de ternura al oírle decir:

—Querida ¿no es hoy cuando los Croft pensaban instalarse en Kellynch? Me alegro de no haberlo recordado antes. ¡Cómo me entristece!

Una vez que los Croft hubieron tomado posesión de su nueva casa, era preciso visitarlos. Mary lamentaba tener que hacerlo. Nadie imaginaba lo mucho que esto la hacía sufrir. Pero no quedó tranquila hasta convencer a Charles de que la llevase lo antes posible, y cuando regresó lo hizo en un estado de agradable excitación. Anne se alegró sinceramente de que en el coche no hubiera habido sitio para ella; sin embargo, deseaba ver a los Croft, y se alegró de encontrarse presente el día en que estos devolvieron la visita. Cuando llegaron no estaba el dueño de la casa, pero sí las dos hermanas, y como Mrs. Croft se sentó al lado de Anne mientras que el almirante lo hacía al lado de Mary, a quien distraía con amables preguntas acerca de sus pequeños, Anne tuvo ocasión de buscar un parecido, y si en las facciones no logró hallarlo, lo encontró en la voz, así como en el modo de sentir y expresarse.

Mrs. Croft, sin ser alta ni gruesa, ostentaba un porte, una esbeltez y un vigor que realzaban su aspecto. Sus ojos eran negros y brillantes, su dentadura muy bella y, en conjunto, poseía unas facciones agradables, aunque su tez, un tanto rubicunda, y castigada por los vientos marinos casi tanto como la de su marido, hacía que aparentase más años de los treinta y ocho que contaba. Sus ademanes aparecían francos, naturales y resueltos, propios de quien confía en sí mismo y no titubea jamás, y esto sin menoscabo de su dulce carácter. Anne le agradeció en silencio las palabras de elogio que tuvo para Kellynch, y se alegró de que después de los saludos Mrs. Croft no hiciera alusión alguna a lo que ella tanto temía. Sin embargo, al cabo de un rato la dejó helada al comentar:

—Me parece que no fue su hermana sino usted a quien mi hermano tuvo el gusto de conocer cuando vivió en esta comarca.

Anne creía haber dejado atrás la edad de ruborizarse, pero la de las emociones no había pasado ciertamente.

—¿No ha oído usted, por casualidad, que se ha casado? —añadió Mrs. Croft.

Anne ya estaba en condiciones de responder como debía, y después de que las últimas palabras de Mrs. Croft le probaran que era a Mr. Wentworth a quien se refería, se congratuló de no haber dicho nada que no pudiera aplicarse a ambos hermanos. Comprendió de inmediato lo natural que era el que Mrs. Croft no hablara de Frederick sino de Edward, y avergonzada de su torpeza preguntó con el debido interés acerca del nuevo estado de su antiguo vecino.

El resto de la reunión transcurrió con tranquilidad, pero cuando los Croft se disponían a marcharse, Anne oyó que el almirante decía a Mary:

—Esperamos de un momento a otro la llegada de un hermano de mi mujer. Seguramente recordará usted su nombre.

Lo interrumpió la impetuosa aparición de los niños, que, colgándose de él como de un viejo amigo, se negaban a dejarlo marchar; y como el alboroto aumentó por las promesas que él les hacía de llevárselos en el bolsillo, Anne tuvo espacio para convencerse de que aquellas palabras se referían también al mismo hermano. Sin embargo, esta certidumbre no bastaba para evitar que desease con vehemencia saber qué se había dicho en la otra casa, donde los Croft habían estado antes.

Los Musgrove tenían proyectado pasar aquella tarde en Uppercross, y como el clima ya era lo bastante benigno como para que el trayecto se hiciera a pie, se empezaba a aguzar el oído con objeto de percibir el ruido del coche, cuando hizo su entrada la menor de las Musgrove. Que venía a excusar a los demás y que, por lo tanto, habrían de pasar la tarde solas, fue el primer pensamiento pesimista que surgió en la mente de Mary; y se disponía ya a enfadarse, cuando Louisa explicó que si venía a pie era para dejar sitio al arpa que traían en el coche.

—Voy a deciros la causa de todo esto —añadió—. He venido para contaros que mis padres están muy afectados, mamá especialmente, pensando en el pobre Dick. Por eso hemos convenido en traer el arpa, pues nos ha parecido que os distraería mejor que el piano. Y os contaré el motivo de su pena: cuando esta mañana los Croft nos visitaron (luego han estado aquí, ¿verdad?) se les ocurrió decir que un hermano de ella, el capitán Wentworth, que ha vuelto a Inglaterra o ha sido licenciado o algo parecido, piensa venir a verlos de inmediato. Por desgracia, apenas se marcharon a mamá se le metió en la cabeza que Wentworth, o algo así era el nombre del que fue capitán de mi pobre hermano, no sé cuándo ni dónde, pero mucho antes de morir. Luego, revolviendo en cartas y papeles, comprobó que así era en efecto; no hay duda de que éste es el hombre de que se trata, y mamá no piensa más que en él y en Dick. Por eso es preciso que estemos todo lo alegre que podamos, a fin de distraerla de esos pensamientos lúgubres.

La verdad de lo ocurrido en ese penoso episodio de la historia familiar era que Mr. y Mrs. Musgrove habían tenido la mala suerte de engendrar un hijo trapisondista y desquiciado y la buena de haberlo perdido antes de que cumpliese veinte años, luego de que la enviaran a servir en la marina por ser estúpido e ingobernable en tierra. La familia se ocupó muy poco de él durante un tiempo, lo que se tenía bien merecido, y rara vez se supo de él, a quien apenas se echó de menos hasta que llegó a Uppercross la noticia de su muerte ocurrida en el extranjero hacía dos años.

En realidad, aunque ahora hiciesen por él cuanto podían llamándolo «¡pobre Dick!», nunca fue otra cosa que un muchacho torpe, insensible e inútil que ni vivo ni muerto supo conquistar otra gloria que la de aquel diminutivo.

Estuvo algunos años en el mar, y a vuelta de esos cambios de empleo a que están sujetos todos los marinos mediocres, sobre todo aquellos de quienes el capitán desea desembarazarse, pasó seis meses en la fragata Laconia, del capitán Wentworth. Y fue entonces cuando, gracias a la influencia de éste, escribió las dos únicas cartas que recibieron sus padres durante su ausencia; es decir, las dos únicas cartas desinteresadas, porque todas las demás no fueron sino peticiones de dinero.

En todas las misivas había elogiado Dick al capitán; pero tenían los Musgrove tan poca costumbre de ocuparse de tales asuntos y era tal su indiferencia y desconocimiento respecto de los nombres de los marinos, que apenas hicieron caso de ello por aquel entonces. Y el que Mrs. Musgrove tuviese aquel día la súbita inspiración de recordar la relación de su hijo con el nombre de Wentworth, fue uno de esos chispazos mentales que a veces sobrevienen.

Mrs. Musgrove fue a buscar las cartas y vio en ellas confirmado lo que suponía. Al leerlas de nuevo, al pensar en su hijo, perdido para siempre, y ya extinguido el recuerdo de sus defectos y flaquezas, se sintió más abatida incluso que cuando recibió la noticia de su muerte. También se entristeció Mr. Musgrove, aunque menos, que su esposa, y al llegar a la casa era evidente que tenían gran necesidad de hablar de nuevo de aquel asunto y, además, de todo el consuelo que pudieran ofrecerle con su bulliciosa y alegre compañía.

Tanto oír hablar del capitán Wentworth, escuchar su nombre tantas veces mientras recordaban los años pasados, para venir a asegurar que tenía que ser aquél, que probablemente fuese el mismo capitán Wentworth a quien habían visto una o dos veces a su regreso de Clifton —era muy bien parecido, pero no podían precisar si habían pasado ocho o diez años desde aquello—, tenía que poner a prueba otra vez los nervios de Anne. No obstante, ésta comprendió que era necesario que se acostumbrase a ello. Desde el momento en que se esperaba al capitán en la comarca, Anne debía dominar su sensibilidad en este punto; y no era sólo que se lo esperaba, y muy pronto, sino que, además, los Musgrove, en su ferviente gratitud hacia aquel hombre por el cariño que había demostrado por el desgraciado joven, e influidos por el elevado concepto que tenían de su valía, concepto que refrendaba el hecho de haber permanecido bajo su mando el pobre Dick, quien en sus cartas lo alababa presentándolo como «un bravo y afable compañero» que lo trataba como a un camarada de colegio, estaban dispuestos a visitar a Wentworth y solicitar su amistad tan pronto como se enterasen de su llegada.

Esta resolución sirvió de consuelo aquella tarde a los atribulados padres del calamitoso Dick.