CAPÍTULO 6

Un puñetazo en la barriga

La verdad sobre la fructosa y el gluten

Cuando la gente me pide que enumere todas las cosas que pueden destruir el microbioma sano de un adulto, le explico que todo se resume a aquello a lo que te expones y lo que te llevas a la boca. Evidentemente, para cuando llegas a la edad adulta ya tienes una pila de cartas a tu favor o en tu contra, dependiendo de cómo hayas llegado al mundo y de cómo hayan sido tus primeros años de vida. Aunque es imposible revertir la historia personal, puedes tomar las riendas —a partir de hoy— para cambiar el estado de tu intestino y el destino de tu cerebro. Y todo empieza con la alimentación.

Cualquiera que haya leído Cerebro de pan sabe cuál es mi postura con respecto al poder de la alimentación para efectuar cambios positivos en la salud humana de cara a la enfermedad. Sin embargo, no soy el único que piensa así, y mi punto de vista dista mucho de ser una opinión casual basada en evidencia anecdótica. Estas ideas están sustentadas en estudios científicos rigurosos, algunos de los cuales son recientes y muy sorprendentes. Lo que los hallazgos recientes demuestran es que las modificaciones a la alimentación humana no sólo son responsables de muchas de las dolencias más comunes, sino que éstas se correlacionan directamente también con los cambios en la flora intestinal.

En una revisión elocuente y bien informada de lo que se sabe hasta el momento sobre la compleja ecuación dieta-flora-salud, investigadores canadienses afirman lo siguiente: “En general, los cambios alimenticios podrían explicar 57% de las variaciones estructurales totales en la microbiota intestinal, mientras que los cambios genéticos serían responsables de no más de 12%. Esto indica que la dieta tiene un papel predominante en la configuración de la microbiota intestinal, y cambiar las poblaciones clave podría transformar la microbiota saludable en una entidad generadora de enfermedades”.1

Si no quedó claro, ahí va de nuevo: la dieta tiene un papel predominante en la configuración de la microbiota intestinal, y cambiar las poblaciones clave podría transformar la microbiota saludable en una entidad generadora de enfermedades. Si acaso vas a quedarte con una sola idea después de leer este libro, que sea esa oración. El doctor Alessio Fasano, de Harvard, una de las autoridades en términos de la conexión entre intestino y cerebro, y a quien mencioné desde el principio del libro, ha hecho eco de esta misma noción. De hecho, me compartió durante un congreso que aunque los antibióticos y el método de nacimiento son factores importantes para el desarrollo y la manutención de un microbioma sano, las elecciones alimenticias son, por mucho, el factor más importante.

Entonces, ¿qué tipo de dieta permite generar un microbioma óptimo? En el capítulo 9 ahondaré en esos detalles. Por ahora concentrémonos en los dos principales ingredientes que debemos evitar para conservar la salud, el equilibrio y el funcionamiento de nuestros bichos intestinales.

La fructosa

Como ya mencioné, la fructosa se ha convertido en una de las fuentes calóricas más comunes de la dieta occidental. Se le puede encontrar naturalmente en la fruta, pero no es de ahí de donde la estamos tomando; la mayor parte de la fructosa que consumimos proviene de alimentos procesados. Nuestros ancestros prehistóricos comían fruta, pero sólo durante las temporadas del año en las que estaba disponible; nuestros cuerpos aún no evolucionan lo suficiente como para manejar sin problemas las grandes cantidades de fructosa que consumimos hoy en día. Ahora bien, la fruta fresca tiene relativamente poca azúcar en comparación con, digamos, una lata de refresco regular o jugo concentrado. Una manzana mediana, por ejemplo, contiene poco más de 70 calorías de azúcar mezclada con mucha fibra; por el contrario, una lata de 330 ml de refresco regular contiene el doble: 140 calorías de azúcar. Un vaso de 330 ml de jugo natural de manzana (sin pulpa) tiene más o menos la misma cantidad de calorías de azúcar que el refresco. Sin embargo, tu cuerpo es incapaz de distinguir si el azúcar viene de una bolsa de manzanas hecha jugo o de una fábrica de refrescos.

De todos los carbohidratos existentes en la naturaleza, la fructosa es el más dulce. Por eso nos gusta tanto. Sin embargo, contrario a lo que podrías imaginar, su índice glicémico no es alto. De hecho, tiene el IG más bajo de todas las azúcares naturales porque en su mayoría se metaboliza en el hígado. Por lo tanto, no tiene efecto inmediato en nuestros niveles de azúcar o de insulina en la sangre, a diferencia del azúcar de mesa o del jarabe de maíz alto en fructosa, cuya glucosa termina circulando en el cuerpo y aumenta los niveles de azúcar en la sangre.

Sin embargo, eso no significa que la fructosa sea nuestra mejor amiga. La fructosa tiene efectos a largo plazo cuando se consume en grandes cantidades provenientes de fuentes no naturales. Diversos estudios han demostrado que la fructosa se asocia con mala tolerancia a la glucosa, resistencia a la insulina, altos niveles de lípidos en la sangre e hipertensión. Además, representa una gran carga para el hígado, el cual se ve obligado a gastar tanta energía convirtiendo la fructosa en otras moléculas que se arriesga a que no le alcance para sus otras funciones. Una de las desventajas de este agotamiento de energía es la producción de ácido úrico, una consecuencia ligada a problemas de hipertensión, gota y piedras en los riñones. Asimismo, dado que la fructosa no desencadena la producción de insulina y leptina —dos hormonas clave para la regulación del metabolismo—, las dietas altas en fructosa suelen provocar obesidad y sus repercusiones metabólicas. Debo agregar que la fibra de las frutas y las verduras hace más lenta la absorción de fructosa en el torrente sanguíneo. Sin embargo, el jarabe de maíz alto en fructosa y la fructosa cristalina alteran el metabolismo del intestino, lo cual, junto con el exceso de glucosa, genera picos de azúcar en la sangre y fatiga al páncreas. Ahora bien, el jarabe de maíz alto en fructosa en realidad no proviene de la fruta; como lo indica su nombre, es un edulcorante hecho a base de jarabe de maíz. Para su manufactura, la maicena se procesa para producir una especie de glucosa que puede procesarse aún más con enzimas que dan como resultado una sustancia transparente alta en fructosa que tiene más vida útil que el azúcar de mesa normal. El jarabe de maíz alto en fructosa termina siendo una mezcla de alrededor de 50% fructosa y 50% glucosa, y esta última eleva los niveles de azúcar en la sangre.

Como mencioné en el capítulo 4, las investigaciones recientes evidencian que la obesidad podría ser un reflejo de los cambios en el microbioma causados por exposición a fructosa. Dichos cambios pueden haberles sido de utilidad a los humanos paleolíticos para aumentar la producción de grasa hacia finales del verano, cuando la fruta maduraba y entonces consumían fructosa. El exceso de grasa les permitía sobrevivir el invierno, cuando la comida era escasa, pero este mecanismo se ha vuelto en nuestra contra en el mundo moderno, en donde la fructosa abunda.

Curiosamente, el hecho de que las bacterias intestinales se vean afectadas por el azúcar que consumimos ha sido revelado hace relativamente poco en estudios sobre edulcorantes artificiales. El cuerpo humano no puede digerirlos, razón por la cual no tienen calorías. Sin embargo, eso no los libra de pasar por el tracto digestivo. Durante mucho tiempo supusimos que los edulcorantes artificiales eran, en su mayoría, ingredientes inertes que no afectaban nuestra fisiología. Pero nos equivocábamos. En 2014 se publicó un artículo en Nature que cayó como una bomba.2

El profesor Eran Segal, biólogo computacional del Instituto Weizmann de Ciencias en Israel, dirigió una serie de experimentos para contestar una pregunta: ¿los edulcorantes artificiales afectan la flora intestinal saludable? Segal y sus colegas empezaron agregando azúcares falsas como sacarina, sucralosa o aspartame al agua potable de distintos grupos de ratones. A otros grupos de ratones les dieron agua con azúcares reales como glucosa o sacarosa —una combinación de glucosa y fructosa—. El grupo control bebió agua natural, sin endulzar. Once semanas después, los ratones que habían recibido el agua con edulcorantes artificiales exhibían señales de que no podían procesar bien el azúcar real, puesto que sus niveles de intolerancia a la glucosa eran superiores a los de otros grupos. Para medir si las bacterias intestinales tenían algo que ver con el vínculo entre beber azúcar falsa y desarrollar intolerancia a la glucosa, los investigadores les dieron a los ratones antibióticos durante cuatro semanas para exterminar casi por completo su flora intestinal. ¡Oh, sorpresa! Después de la aniquilación bacteriana, todos los grupos de ratones podían metabolizar el azúcar igual de bien.

A continuación, los científicos trasplantaron bacterias intestinales de ratones que habían consumido sacarina a ratones libres de gérmenes sin flora intestinal propia. Seis días después, los ratones intervenidos habían perdido parte de su capacidad para procesar el azúcar. El análisis genético de sus colonias bacterianas hablaba por sí mismo, pues revelaba cambios en la composición de las bacterias intestinales ante la exposición al edulcorante artificial. Algunos tipos de bacterias se volvían más abundantes, mientras que otros disminuían.

Ahora se están realizando investigaciones en humanos y, como es de esperarse, los resultados preliminares muestran que el azúcar artificial no es lo que durante mucho tiempo nos hicieron creer: una alternativa saludable e inofensiva al azúcar real. Están surgiendo estudios que demuestran que la flora intestinal de personas que con frecuencia consumen edulcorantes artificiales es distinta a la de personas que no los consumen. También se han hallado correlaciones entre quienes usan edulcorantes artificiales y quienes pesan más y tienen niveles más elevados de azúcar en la sangre en ayunas, situación que ahora sabemos que conlleva muchos efectos negativos para la salud. Asimismo, en otro estudio parteaguas publicado en 2013, investigadores franceses que dieron seguimiento a más de 66 000 mujeres desde 1993 descubrieron que el riesgo de desarrollar diabetes se multiplicaba por más del doble en personas que consumían bebidas endulzadas artificialmente que en mujeres que consumían bebidas endulzadas con azúcar.3 Échale un vistazo a la siguiente gráfica (pero no interpretes sus resultados como una luz verde para tomar bebidas endulzadas con azúcar):

No perdamos de vista que estamos hablando de la fructosa. El estadounidense promedio consume 80 gramos de fructosa al día, por lo regular en forma de jarabe de maíz alto en fructosa proveniente de alimentos procesados. Es imposible que toda esa fructosa sea absorbida por el intestino y llevada al torrente sanguíneo. A los bichos intestinales les encanta la fructosa procesada tanto como al humano común, o quizá incluso más, y se deleitan cuando la hay en exceso. Estas bacterias la fermentan rápidamente, dando como resultado ácidos grasos volátiles sobre los que hablamos en el capítulo 5, así como un popurrí de gases, incluyendo metano, hidrógeno, dióxido de carbono y sulfuro de hidrógeno. Como te imaginarás, los gases de la fermentación se acumulan y provocan distensión, incomodidad y dolor abdominal. El exceso de fructosa requiere además mucha agua, lo cual puede tener un efecto laxante. Para colmo de males, estos ácidos grasos volátiles también atraen más agua al intestino.

Contrario a lo que podrías pensar, el gas metano no es inerte. Una serie de experimentos han demostrado que el exceso de metano en el intestino grueso se vuelve biológicamente activo. Eso significa que puede afectar las acciones del colon e impedir la digestión y el movimiento de las heces, lo que también causa dolor abdominal y estreñimiento.

Los efectos dañinos de la fructosa procesada no terminan ahí; también se le ha vinculado con daño hepático acelerado, aun si no hay aumento de peso. En un estudio publicado en 2013 en el American Journal of Clinical Nutrition, un grupo de investigadores demostró que los niveles altos de fructosa pueden provocar que las bacterias salgan del intestino, entren al torrente sanguíneo y dañen el hígado.4 En palabras de la primera autora del estudio, la doctora Kylie Kavanagh del Centro Médico Bautista Wake Forest: “Pareciera que los niveles altos de fructosa tienen algo que causa que los intestinos sean menos protectores de lo normal, y en consecuencia permiten hasta 30% más filtración de bacterias”. El estudio basa sus conclusiones en modelos animales (monos), pero es probable que refleje lo que pasa en el intestino humano y que ayude a explicar por qué la gente delgada que consume mucha fructosa procesada y se mantiene delgada también puede padecer disfunción metabólica y trastornos hepáticos. Por lo pronto, ya se están realizando más estudios en humanos.

La próxima vez que tengas antojo de beber un refresco regular o de dieta, o de engullir algún alimento procesado y lleno de jarabe de maíz alto en fructosa, espero que lo pienses dos veces. En la tercera parte del libro te daré algunos consejos para endulzar tus intestinos sin afectar a tus queridos bichos intestinales.

Gluten

Guardé lo mejor (o lo peor, según cómo lo veas) para el final. En Cerebro de pan escribí bastante sobre el gluten, por considerar esta proteína contenida en el trigo, la cebada y el centeno uno de los ingredientes más inflamatorios de nuestros tiempos. Argumenté que aunque un porcentaje muy pequeño de la población es altamente sensible al gluten y sufre de celiaquía, es posible que casi todos reaccionemos a él de forma negativa, aunque no nos demos cuenta. La intolerancia al gluten —con o sin celiaquía— aumenta la producción de citocinas inflamatorias, las cuales actúan como protagonistas en los trastornos neurodegenerativos. Como he estado implicando hasta ahora, el cerebro está entre los órganos más susceptibles a los efectos dañinos de la inflamación.

Llamo al gluten el “germen silencioso” porque puede causar daños duraderos sin que siquiera te percates de ello. Aunque sus efectos pueden empezar como dolores de cabeza inexplicables y sensación de ansiedad o de estar “cansado pero intranquilo”, pueden empeorar y derivar en trastornos más graves, como depresión y demencia. Hoy en día el gluten está en todas partes, a pesar del movimiento “libre de gluten” que se está gestando, incluso entre productores de alimentos. Acecha en todo, desde los productos de trigo hasta el helado y la crema para manos. Incluso se le utiliza como aditivo supuestamente “saludable” en productos sin trigo. No puedo siquiera empezar a enumerar la cantidad de estudios que han confirmado la irrefutable conexión entre la intolerancia al gluten y la disfunción neurológica. Incluso las personas que no exhiben intolerancia al gluten a nivel clínico (es decir, aquellas cuyos resultados son negativos y no parecen tener problemas para digerir dicha proteína) pueden tener problemas.

En mi consultorio veo los efectos del gluten a diario. Mis pacientes suelen llegar a mi clínica después de haber consultado a otros tantos médicos y de haber “intentado todo”. Ya sea que sufran de cefaleas, migrañas, ansiedad, TDAH, depresión, problemas de memoria, esclerosis múltiple, esclerosis amiotrófica lateral, autismo o sólo una serie extraña de síntomas neurológicos sin etiqueta definida, lo primero que les receto es que eliminen por completo el gluten de su alimentación. Y los resultados nunca dejan de sorprenderme. Quiero que quede claro que no estoy afirmando que el gluten en específico desempeñe un papel causal en enfermedades como la esclerosis amiotrófica lateral, pero cuando encontramos datos científicos que demuestran que hay una fuerte permeabilidad intestinal en pacientes con este trastorno, tiene sentido hacer todo lo que sea posible para aminorar las molestias. Y eliminar el gluten es un primer paso fundamental.

El gluten está compuesto principalmente de dos grupos de proteínas, las gluteninas y las gliadinas. Es posible ser intolerante a cualquiera de estas proteínas o a una de las 12 diferentes unidades que conforman la gliadina. Una reacción a cualquiera de ellas puede provocar inflamación.

Desde que escribí Cerebro de pan han surgido nuevas investigaciones sobre los efectos dañinos del gluten en el microbioma. Sin duda, es posible que la cascada entera de efectos adversos que surge cuando el cuerpo se expone al gluten empiece con cambios en el microbioma: éste es la zona cero. Antes de explicar esta cascada, permíteme recordarte unos cuantos datos importantes. Algunos de ellos te resultarán familiares, pero es importante comprender el mensaje, sobre todo en lo relativo al gluten.

El atributo “aglutinante” del gluten interfiere con la descomposición y absorción de nutrientes, lo cual provoca la mala digestión de los alimentos que puede activar la alarma del sistema inmune, y esto tiene el potencial de provocar un ataque al revestimiento del intestino delgado. Quienes experimentan síntomas de intolerancia al gluten se quejan de dolor abdominal, náusea, diarrea, estreñimiento y molestias intestinales. Sin embargo, hay muchas personas que no tienen estos evidentes síntomas de problemas gástricos, pero igual podrían estar experimentando un ataque silencioso en otra parte del cuerpo, como el sistema nervioso.

Una vez que suena la alarma, el sistema inmune envía sustancias inflamatorias en un intento por tomar el control de la situación y neutralizar los efectos de los enemigos. Este proceso puede dañar tejidos y dejar los muros intestinales en mal estado, trastorno que ahora sabes que se conoce como “intestino permeable”. Según el doctor Alessio Fasano, de Harvard, la exposición a la gliadina en particular aumenta la permeabilidad intestinal de todos los individuos.5 Así es: todos los seres humanos tenemos cierto grado de intolerancia al gluten. Una vez que tienes intestino permeable, eres mucho más susceptible a otras alergias alimenticias en el futuro. También te vuelves vulnerable al impacto de los LPS que se abren paso hacia el torrente sanguíneo. Los liposacáridos (LPS), como podrás recordar, son un componente estructural de muchas células microbianas que habitan en el intestino. Si los LPS atraviesan las uniones estrechas, aumentan la inflamación sistémica e irritan el sistema inmune, doble bombardeo que aumenta tu riesgo de desarrollar una serie de dolencias neurológicas, enfermedades autoinmunes y cáncer.

El sello distintivo de la intolerancia al gluten son los niveles altos de anticuerpos contra la gliadina, los cuales activan genes específicos de ciertas células del sistema inmune y desencadenan la liberación de las citocinas inflamatorias que afectan el cerebro. Durante décadas, la literatura médica ha descrito este proceso. Los anticuerpos contra la gliadina también parecen tener reacciones cruzadas con ciertas proteínas cerebrales. Un estudio publicado en 2007 en el Journal of Immunology descubrió que anticuerpos contra la gliadina se adhieren a la sinapsina I, una proteína neuronal. En sus conclusiones, los autores del estudio afirman que esto podría explicar por qué la gliadina contribuye a “complicaciones neurológicas como neuropatías, ataxia, convulsiones y cambios neuroconductuales”.6

Las investigaciones también han demostrado que la reacción del sistema inmune al gluten hace más que activar el botón de la inflamación. Los trabajos del doctor Fasano revelan que el mismo mecanismo por medio del cual el gluten aumenta la inflamación y la permeabilidad intestinal también desencadena la avería de la barrera hematoencefálica, sentando las bases para la producción de más sustancias inflamatorias que afectan el cerebro.7, 8 A todos mis pacientes con trastornos neurológicos de origen inexplicable les hago análisis de intolerancia al gluten. Es cuestión de hallar las pruebas más sofisticadas que evalúen la sensibilidad a casi todas las unidades que conforman el gluten, así como análisis que midan la reactividad cruzada de alimentos asociados con el gluten.

Ahora volvamos al microbioma. Como lo describí en el capítulo 5, las alteraciones en la composición de los ácidos grasos volátiles, los cuales juegan un papel crítico en la conservación del revestimiento intestinal, son señal flagrante de que la composición de las bacterias intestinales ha cambiado (recuerda que estos ácidos los producen ellas, y que distintos tipos de bacterias producen diferentes tipos de ácidos grasos). Las evidencias más recientes revelan que entre quienes exhiben los cambios más desfavorables en estos ácidos grasos volátiles, los celiacos se llevan las palmas por las intensas alteraciones en la flora intestinal.9 Ahora bien, al parecer funciona en ambos sentidos; en la actualidad se reconoce que las alteraciones de la microbiota desempeñan un papel activo en la patogénesis de la celiaquía. Dicho de otro modo, una comunidad microbiana desequilibrada puede atizar e intensificar la celiaquía, así como la presencia del trastorno incita cambios en las bacterias intestinales. Y esto es importante porque la celiaquía se asocia con una serie de complicaciones neurológicas, desde epilepsia hasta demencia.

No olvidemos los otros factores determinantes: los niños nacidos por cesárea y los que tomaron muchos antibióticos en la infancia tienen un riesgo mucho mayor de desarrollar celiaquía, y este riesgo incrementado es resultado directo de la calidad del microbioma en desarrollo y de cuántos golpes ha tolerado. En la bibliografía médica se ha descrito que los niños con mayor riesgo de desarrollar celiaquía exhiben una cantidad notablemente menor de bacteroidetes, el tipo de bacterias asociadas con la buena salud.10 Esto podría explicar por qué los niños y adultos occidentales tienen mayor riesgo de padecer trastornos inflamatorios y autoinmunes, en comparación con gente que vive en zonas del mundo en donde los microbiomas están dominados por bacteroidetes.

La evidencia más convincente que tenemos en la actualidad para dejar de consumir gluten como modo de conservar la salud y el funcionamiento del cerebro ha sido aportada por la famosa Clínica Mayo. En 2013 un equipo de médicos e investigadores de esa institución demostró cómo el gluten alimenticio puede provocar diabetes tipo 1. Aunque los estudios han demostrado desde hace mucho que hay una conexión entre la ingesta de gluten y el desarrollo de diabetes tipo 1, éste fue el primer estudio que reveló el verdadero mecanismo. En él, los investigadores alimentaron a ratones no obesos con tendencia a desarrollar diabetes tipo 1 con una dieta libre de gluten o con otra que contenía gluten. Los ratones que llevaban la dieta libre de gluten tuvieron suerte, pues la alimentación los protegió de desarrollar diabetes tipo 1. Cuando los investigadores volvieron a agregarle gluten a la dieta de estos ratones sanos, el efecto protector de la dieta anterior se anuló. Los científicos también notaron un impacto medible del gluten sobre la flora bacteriana de los ratones, lo que los llevó a concluir que “la presencia del gluten es directamente responsable de los efectos pro diabetogénicos de las dietas y determina la microflora intestinal. Nuestro novedoso estudio sugiere que el gluten alimenticio puede modular la incidencia [de diabetes tipo 1] al cambiar el microbioma intestinal”.11 (Para evitar confusiones, la diabetes tipo 1 es un trastorno autoinmune que afecta a una proporción muy pequeña de la población, en comparación con la diabetes tipo 2.)

Este nuevo estudio surgió poco después de la aparición de otra investigación publicada en la misma revista, Public Library of Science, la cual descubrió que la gliadina —la porción del gluten que es soluble en alcohol— promueve el aumento de peso y la hiperactividad de las células beta pancreáticas, lo cual contribuye potencialmente a la diabetes tipo 2 y es precursor de la diabetes tipo 1.12 Estos trastornos, como ya sabes, son un gran factor de riesgo para el desarrollo de enfermedades neurológicas. Dada la creciente densidad del corpus de publicaciones científicas, ha llegado el momento de reconocer que muchos de los padecimientos comunes que nos afligen en la actualidad son resultado directo del consumo de alimentos populares como el trigo.

Sé que se ha escrito mucho sobre si la tendencia a no consumir gluten es cuestión de salud o de moda. Si te has hecho análisis de tolerancia al gluten con resultados negativos o jamás has tenido problemas con el gluten y amas los pasteles y la pizza, permíteme compartirte lo siguiente: las investigaciones muestran que el trigo moderno es capaz de producir más de 23 000 proteínas distintas, cualquiera de las cuales podría desencadenar una respuesta inflamatoria potencialmente dañina.13 Aunque conocemos los efectos dañinos del gluten, estoy seguro de que las investigaciones futuras revelarán la existencia de más proteínas peligrosas que acompañan al gluten en los cereales modernos y que tienen los mismos efectos nocivos —o peores— en el cuerpo y el cerebro.

Dejar el gluten en estos tiempos implica ciertos desafíos. Aunque hay una gran demanda de productos libres de gluten, la realidad es que sólo son eso: productos. Por lo tanto, pueden ser tan poco nutritivos como los productos procesados que no se publicitan como “libres de gluten”. Muchos están hechos con cereales refinados libres de gluten que son bajos en fibra, vitaminas y otros nutrientes. Por eso es fundamental prestar atención a los ingredientes y elegir alimentos que de origen no tengan gluten y cuya calidad nutritiva sea auténtica. Te ayudaré a lograrlo en la tercera parte del libro.

Me gusta decirles a mis pacientes que eliminar el gluten y la fructosa manufacturada de su alimentación, así como limitar el consumo de fructosa natural proveniente de las frutas, es el paso 1 para preservar la salud y el funcionamiento tanto del microbioma como del cerebro. El paso 2, el tema central del siguiente capítulo, es lidiar con la exposición a sustancias químicas y medicamentos que también pueden provocar afectaciones en la salud.