Capítulo 8

 

A mediados de agosto, Sara comprendió que su decisión inicial de irse de Escocia a tiempo para que Simon empezara el colegio en Londres a principios de septiembre ya no era factible. No había buscado colegio ni un sitio en el que vivir, y cada vez que pensaba en ello su mente se ponía en blanco.

Culpaba de ello a James. Para ser alguien que trabajaba y vivía en Londres, parecía totalmente dispuesto a romper su rutina con el fin de verla, a veces dos o tres veces por semana, y siempre a última hora, cuando Simon no estaba. Cuando acudía el fin de semana, ella insistía en verse solo de noche. Alegaba estar demasiado ocupada organizando la casa y ocupándose de un montón de cosas que aún estaban por hacer. De hecho, se aseguraba de no estar allí los sábados, cuando James viajaba a su propiedad.

Adoraba la impaciencia con que la aguardaba. Lo imaginaba caminando por las millones de habitaciones de su mansión, con el ceño fruncido y las manos metidas en los bolsillos, esperando su llamada para decirle que ya había dejado a Simon al cuidado de alguien.

–Es ridículo –había protestado el fin de semana anterior–. Quiero estar contigo y cuando vengo insistes en que me mantenga alejado.

Sara sabía que no iba a lograr mantenerlo a raya mucho tiempo diciéndole que aquellas eran sus reglas y que quería que las respetara.

También sabía que pronto tendría que hacer lo que se había propuesto: hacerle saber que estaba al tanto de su plan para comprarle la casa y declararse la ganadora, demostrarle que no era ninguna tonta y que podía jugar al juego del sexo tan competentemente como él.

Estaba sentada en el jardín, leyendo a la vez que vigilaba a Simon, que estaba desenterrando algunas semillas con la esperanza de encontrar gusanos o un tesoro escondido. Apoyó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos unos segundos. Cuando los abrió vio a James de pie ante ella, observándola

Se irguió y parpadeó, pero la visión no desapareció. De hecho, avanzó hacia ella.

–Creía que tenías mil cosas que hacer y que no ibas a estar por aquí –dijo él mientras miraba el ruborizado rostro de Sara.

Simon había interrumpido sus enérgicas exploraciones para poder mirar a James.

–¿Qué haces aquí?

–No me ayuda precisamente a concentrarme verte ahí tumbada vestida con esos trapitos –James sonrió lentamente–. ¿Y si hubiera venido algún desconocido y te hubiera encontrado vestida de ese modo?

–¿Vestida cómo? –Sara miró ansiosamente a Simon. James siguió la dirección de su mirada y dedicó una sonrisa al niño, que se la devolvió y parecía dispuesto a lanzarse a hablar. Sara le dijo animadamente que si cavaba más hondo encontraría lo que buscaba.

–¿Qué busca? –preguntó James.

–Un tesoro oculto o lombrices. Cualquiera de las dos cosas es aceptable. Pero aún no me has dicho qué haces aquí, aunque reconozco que es agradable verte –«aunque no aquí ni ahora», añadió Sara para sí. Se había asegurado de que el contacto de James con Simon fuera el mínimo, y no pensaba permitir que las cosas cambiaran en ese aspecto.

Una cosa era ajustar las cuentas, que era su objetivo, o al menos eso era lo que no paraba de repetirse. Ella podía enfrentarse a las consecuencias, pero tenía que proteger a Simon de una relación con James.

–Pensaba que habíamos quedado en vernos más tarde.

–Así es, pero… –James alzó la mirada hacia el cielo, totalmente despejado, y entrecerró los ojos. Luego volvió a mirar a Sara y sonrió–. Hacía tan buen día y tanto calor que no he podido resistir el impulso de venir hasta aquí para ver si te encontraba antes de que te marcharas –se inclinó y apoyó las manos en los reposabrazos de la tumbona de Sara–. Aunque la compañía de mi madre es muy agradable, no es precisamente la mujer con la que me apetece pasar el sábado.

Sara se humedeció los labios.

–Estaba a punto de salir.

–¿Con esos pantalones cortos y un top que apenas te cubre los pechos? Ni hablar.

–¡Iba a cambiarme antes!

–¿Adónde ibas a ir?

–Al mercado. Tengo que comprar fruta, vegetales, y la comida que voy a preparar para nosotros esta noche.

–Bien. Me apetece ir al mercado. Podemos ir juntos en mi coche y comer en algún sitio.

–¡No!

James frunció el ceño y se irguió.

–¿No? ¿Por qué no? –entrecerró los ojos con suspicacia. A veces, no muchas, tenía la desagradable sensación de que la tierra se movía bajo sus pies. Esa era una de aquellas ocasiones. No debería importarle nada, por supuesto, ya que lo único que había entre ellos era sexo, un sexo ardiente, vibrante, compulsivo, pero no le gustaba que Sara rechazara su compañía con tal empeño.

–Porque… verías lo que voy a comprar y la comida de esta noche ya no sería una sorpresa.

–Deja que te lleve. Ya sabes cuánto disfruta mamá viniendo a cuidar a Simon…

Aquel era otro asunto que preocupaba a Sara y hacía que se sintiera culpable. No lo había planeado así, pero Simon y María parecían haber desarrollado un intenso vínculo afectivo y cada vez le resultaba más cómodo dejarlo con ella.

–No, James, de verdad. Si voy sola con Simon podré hacer la compra mucho más rápido.

–Mis piernas funcionan perfectamente –dijo James, tenso–. No creo que vaya a retrasarte. En todo caso, puedo llevarme a Simon un par de horas para que tú puedas hacer la compra con calma.

–¡No! –Sara volvió la mirada hacia su hijo, que estaba destrozando la zona en que ella había plantado unas flores hacía unos días. Obviamente, aún no había encontrado el tesoro.

–¿Cuál es el problema, Sara? –James sabía que estaba siendo muy obstinado, pero no le gustaba que Sara no quisiera contar con su compañía a todas horas, como le pasaba a él. No lograba dejar de pensar en ella. Era el caso más intenso de lujuria que había experimentado nunca. Y cuando estaban juntos ella se mostraba tan apasionada como él, de manera que no podía entender porque establecía barreras como lo hacía, como lo estaba haciendo en aquellos momentos.

–No hay ningún problema –sus miradas se encontraron y Sara fue la primera en apartarla–. Vamos arriba, Simon. Tienes que cambiarte porque vamos de compras al pueblo.

–Pero aún no he encontrado mi tesoro.

–Lo que necesitas es un detector de metales –para agobio de Sara, James se acercó al niño y lo tomó de la mano–. Un detector de metales te diría dónde está enterrado el tesoro. Suena cuando localiza algo interesante en el suelo.

Simon parecía encantado, y Sara se preocupó aún más cuando, al entrar en la casa, James dijo que él cambiaría al niño mientras ella se vestía.

–No hace falta –protestó.

Por supuesto, James se salió con la suya y los acompañó al mercado. Aquello era precisamente lo que Sara no quería que sucediera, y lo dejó bien claro en cuanto tuvo oportunidad.

–Esto no formaba parte del trato –dijo mientras deambulaban por el mercado y vio que Simon estaba lo suficientemente distraído como para no oírla.

–¿Qué trato?

–Tú. Yo. Nosotros. Ese trato.

A pesar de que aquel era el arreglo al que siempre había llegado con todas las mujeres con las que había salido, James se molestó al ser informado de que simplemente formaba parte de un «trato».

–No creo que me guste esa expresión.

–¿Por qué? «Es solo una cuestión de vocabulario» –dijo Sara, echándole en cara sus propias palabras.

–Ja, ja. ¿Cuál es el verdadero motivo por el que no querías que viniera, Sara? ¿Planeabas encontrarte con alguien en el pueblo? ¿Con un hombre? –James trató de ocultar sus celos bajo un tono de divertido cinismo.

Sara se volvió a mirarlo.

–No seas ridículo.

–¿Estoy siendo ridículo? Parecías muy empeñada en que no te acompañara, y no creas que no he notado que sucede lo mismo todos los fines de semana que he venido. Estás libre a última hora de la tarde, pero nunca durante el día. ¿No te parece un tanto extraño?

Sara se volvió para pagar lo que habían comprado en un puesto.

–¿Y bien? –insistió James–. ¿A qué te dedicas durante las horas del día? Si estás viendo a algún otro hombre…

–¿Qué? ¿Lo echarás del pueblo? ¿Lo colgarás de la farola más cercana?

–Ambas cosas –murmuró James, aunque no había creído en ningún momento en aquella posibilidad. Se habría enterado mucho antes.

–No hay ningún hombre. ¿Cómo iba a tener energías para otro? –preguntó Sara sinceramente, lo que hizo que James volviera a sonreír.

–Vamos a comer juntos –afirmó, y Sara alzó una ceja al oír su tono autoritario–. Conozco un pub muy agradable a treinta kilómetros de aquí.

–¿A treinta kilómetros?

–Eso no es nada. Luego os llevaré de vuelta a la Rectoría y te dejaré sola para que puedas concentrarte en la tarea de cocinar para tu hombre.

–«¿Cocinar para mi hombre?» Hmm… ¿No eres la clase de tipo sensible y moderno que toda mujer liberada anhela encontrar? –bromeó Sara, y él sacó pecho para hacerle reír, cosa que consiguió.

–Seguro que sí. La gorra encaja en mi cabeza, así que, si no te importa, me la pongo. Y ahora, con gran sensibilidad, voy a llevar las bolsas al coche y espero verte… ¿dentro de media hora?

Sara suspiró y renunció a protestar.

–De acuerdo. Comemos rápidamente y luego te vas a casa, ¿de acuerdo? No quiero que tu madre se enfade porque acaparo tu compañía cada vez que vienes.

 

 

Sara no tuvo tiempo de sentarse a pensar un rato hasta varias horas después. Y no le gustaba la dirección que estaban tomando sus pensamientos. En algún momento, no sabía exactamente cuándo, había empezado a resultar demasiado cómodo estar con James. Cuando él había protestado porque ella no quería que fuera a visitarla durante el día, podría haber contestado que lo echaba mucho de menos cada vez que no estaba. ¿Durante cuánto tiempo más iba a poder aferrarse al instinto de protección maternal que la impulsaba a evitar el contacto entre su hijo y James?

Aquel día había sido muy revelador. Había observado con impotencia cómo crecía la relación entre ellos. Ella era la madre de Simon, la que le decía que se lavara las manos, que se limpiara los dientes, que no comiera porquerías, la que le leía y hacía rompecabezas con él, pero James hablaba con él de hombre a hombre, cosa que encantaba al niño, y habían hablado seriamente de la posibilidad de dedicarse a detectar metales juntos.

Mientras preparaba los vegetales para la cena supo que tenía que hacer algo respecto a aquella situación.

Tendría que romperla, mostrar su juego, pero cuando pensaba en ello, que era lo que se había propuesto en un principio, su mente vacilaba.

Al darse cuenta de que ya había pelado demasiadas zanahorias para dos personas, se puso a picar cebollas, y cuando sus ojos se llenaron de lágrimas, se dijo con firmeza que era a causa de estas.

Lo primero que debía hacer era calmarse, ir paso a paso, porque… porque…

Porque su corazón había desobedecido todas las instrucciones que le había dado su cerebro, comprendió, asustada. Su corazón se había entregado mientras ella se engañaba pensando que manejaba los hilos y que era la mujer dura que nunca había sido y que desde luego no era en aquellos momentos.

La Rectoría parecía un lugar más o menos ordenado cuando dieron las siete y media.

Simon ya estaba en la cama dormido, después de que Sara le hubiera leído uno de sus cuentos favoritos. La cocina olía a ajo y hierbas y al cordero que se había pasado preparando casi toda la tarde, a pesar de que su mente había estado muy lejos de lo que hacía.

Se había puesto un vestido sin mangas, ligeramente ceñido en la cintura y que luego caía hasta media pantorrilla. Resultaba muy anticuado, sobre todo con el pelo suelto cayéndole por la espalda, muy victoriano. Muy poco sexy. Si quería mantenerse firme en su propósito y comenzar el doloroso proceso de alejar a James de su vida, necesitaba cualquier ayuda.

A pesar de todo, sintió que su resolución se tambaleaba cuando sonó el timbre y, al abrir la puerta, se encontró a James con un enorme ramo de flores en las manos.

Era la primera vez que hacía algo así, y se quedó desconcertada. Las flores parecían implicar un romance, y aquello no tenía nada que ver con tal cosa.

–Son de mis jardines –explicó James, que notó la reacción de Sara y pensó con pesar que, probablemente, las flores tampoco formaban parte del «trato». Se las entregó, la siguió a la cocina y la observó mientras se ocupaba de ponerlas en un jarrón con agua.

¿Qué llevaba puesto? Nunca la había visto con un vestido parecido y le sorprendió que poseyera algo tan femenino como aquello, sobre todo teniendo en cuenta que su vestuario consistía en prendas más adecuadas para la mujer dedicada a los negocios que había sido. Aquel vestido dejaba mucho a la imaginación y, como si le hubiera dado la señal de salida, su imaginación se puso en marcha hasta que le echó un cubo mental de agua fría.

–¿Las has cortado tú mismo?

–¿Qué?

–Las flores. ¿Las has elegido y cortado personalmente?

James se encogió de hombros.

–Teniendo en cuenta la cantidad que hay en el jardín, no ha sido muy difícil. Aquí huele muy bien. ¿Está dormido Simon?

Sara no quería hablar de Simon, pero la mención de su nombre le hizo recordar que su misión era dejar zanjada la peculiar relación que James y ella estaban compartiendo, relación que significaba muy poco para él, pero mucho para ella.

Nunca le diría que había descubierto su plan de utilizarla para conseguir la Rectoría. Ya era suficientemente humillante pensar en ello sin tener que sacarlo a la luz y además, ella había jugado a un juego de toma y daca que había acabado por volverse en su contra. Los juegos habían acabado y la única verdad era que tenía que alejar a James de su vida porque cada vez se veía más envuelta en aquella absurda situación.

–Cuéntame qué pasa por Londres –dijo, con la intención de que la conversación circulara por un terreno neutral–. ¿Qué ponen en los teatros? ¿Sigue habiendo conciertos de música clásica al aire libre? Solía ir a menudo cuando vivía allí. Es muy agradable escuchar música con una bolsa de picnic al lado y estando rodeado de amigos.

–¿Algún amigo en particular? –preguntó James mientras aceptaba un vaso de vino.

Durante las semanas pasadas había desarrollado una faceta posesiva que le estaba costando controlar.

–Amigos del trabajo –Sara fue a abrir el horno. Un exquisito aroma surgió de su interior.

–¿Aún te mantienes en contacto con ellos?

–Por supuesto –solía tener largas conversaciones con algunos de ellos. Casi todos sus amigos y amigas sentían gran curiosidad por su cambio de vida.

–Y esos amigos… ¿son hombres o mujeres?

–Tengo amigos y amigas –contestó Sara en tono desenfadado–. Como tú, supongo.

–No creo demasiado en la amistad con las mujeres. Incluso la amiga más desapasionada suele acabar pidiendo más de lo que puedo ofrecer.

–No eres tan irresistible como crees –dijo Sara, que empezó a poner la mesa mientras explicaba a James lo que iban a comer.

Él escuchó educadamente y permaneció sentado ante su plato mientras ella le servía un poco de todo.

–¿Tratas de decirme que no me encuentras irresistible?

–Creo que nos entendemos –dijo Sara–. Ambos sabemos lo que queremos de esta relación –en el caso de James, sexo y su casa, en el de ella, matrimonio, hijos y todo el cuento de hadas al que ya debería haberle hecho renunciar la experiencia. Afortunadamente, él no tenía por qué enterarse de aquello.

–¿Y qué queremos?

–Ya lo sabes. Diversión

–Y tú necesitas exorcizar a tus demonios.

–¿A qué te refieres?

–A tu ex amante –aquello no debería haber molestado a James. Después de todo, ¿no estaba obteniendo lo que quería? ¿No había metido en su cama a la mujer que tenía enfrente, comiendo con el sereno aspecto de una santa?

Sara se encogió de hombros.

–Simon lo ha pasado bien hoy –dijo, sin hacer ningún comentario respecto a lo que había dicho James.

–Yo también –replicó él–. ¿Detecto un «pero» en tu tono?

–Pero no quiero que la experiencia se repita.

–¿Qué quieres decir?

–Que aunque aprecio tus esfuerzos, no quiero que te impliques en una relación con mi hijo?

–¿Por qué?

–¿No puedes parar de preguntar? ¿Tanto te cuesta limitarte a aceptar lo que digo? –Sara dejó el tenedor y el cuchillo en su plato. Apenas había podido comer una parte de lo que se había servido. Su apetito parecía haberla abandonado.

–Siempre me ha costado creer lo que me dicen a pies juntillas. Normalmente siempre hay algo detrás.

–De acuerdo. Lo que hay detrás es que no quiero que Simon se encariñe con alguien que no va estar mucho tiempo con nosotros.

James no iba a pasar por alto aquello.

–La cena estaba deliciosa –dijo, y se cruzó de brazos con una expresión que habría hecho detenerse a un leopardo a doce pasos–. Deduzco por tu comentario que ya has asignado un límite a lo nuestro, ¿no?

–No, claro que no…

–Estoy seguro de que a Simon le sienta bien tener a un hombre cerca ocasionalmente. No pretendo meterme en los zapatos de su padre, aunque por lo que me has contado no sería muy difícil, considerando que esta mesa debe tener más sentimientos paternales que Phillip, pero…

–No hay peros, James –interrumpió Sara–. Si no te gusta la situación, puedes marcharte –cada palabra fue como un cuchillo clavado en su corazón. Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas y se levantó rápidamente para poder centrarse en algo que no fuera la mirada penetrante de James.

–Esto no nos está llevando a ningún sitio.

El profundo murmullo sonó más cerca de lo que esperaba Sara. No había notado que James se había acercado mientras ella empezaba a fregar los platos.

Su reacción la alarmó. ¿No acababa de darle la oportunidad perfecta para una pelea? Lo conocía lo suficientemente bien como para saber que no era un hombre que tolerara los ataques femeninos con ecuanimidad, de manera que, ¿por qué no estaba discutiendo?

Al sentir que la rodeaba con los brazos por la cintura se puso rígida, pero enseguida empezó a ablandarse.

Una caricia. Aquello era lo único que hacía falta.

–Si eso te importa tanto, por supuesto que no trataré de entrometerme en tu pequeño núcleo familiar –de algún modo, aquello sonó como una crítica, pero Sara estaba perdiendo la voluntad de luchar porque James había empezado a besarla en el cuello y sus piernas se estaban volviendo de goma–. ¿Es ese el motivo por el que me has estado esquivando durante el día cada vez que he venido? –murmuró él mientras alargaba una mano para cerrar el grifo–. Es perfectamente comprensible.

Sara hizo un esfuerzo por volverse, y lo logró, pero, en lugar de apartarse, James la besó en la punta de la nariz y luego, con gran delicadeza, en los labios.

¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué no la ayudaba y tenía un comportamiento tan predecible como el de cualquier otro hombre? «Porque si fuera así», pensó de pronto, «no me habría enamorado perdidamente de él».

Y eso era lo que le había sucedido, a pesar de saber perfectamente cómo era James.

Suspiró resignada y lo rodeó con los brazos por el cuello mientras él seguía besándola.

–He preparado un pudin –logró decir.

–Puede esperar –replicó James sin apartar sus labios de los de ella.

Luego fue hasta la puerta de la cocina y echó los visillos y el cierre mientras ella esperaba.

–Y ahora –murmuró cuando volvió a abrazarla–, se me ocurre que podemos hacer cien cosas más agradables que discutir –sonrió despacio–. Bueno, en realidad solo una, pero tiene muchas variantes.

Tal y como resultaron las cosas no hubo cien variantes, pero casi. Sara nunca habría imaginado que la mesa de la cocina pudiera ser un instrumento tan efectivo para hacer el amor.

Su flotante vestido, que había elegido como una armadura para frenar los avances de James, no sirvió de nada. Y eso que él no llegó a quitárselo. Simplemente se lo subió hasta la cintura para poder bajarle las braguitas y explorar la dulce humedad que rezumaba entre sus piernas. Si el vestido no había tenido ninguna oportunidad, tampoco la tuvo ella ante la maestría que había adquirido James para excitarla. Solo pudo permanecer tumbada y disfrutar de sus atenciones.

No quería llegar, luchó contra la creciente y placentera tensión que la dominaba, pero las insistentes e imaginativas caricias de la lengua y los labios de James en su sexo provocaron una estimulación imposible de resistir y, una tras otra, las oleadas de placer se fueron amontonando en rápida sucesión entre gemidos y contorsiones hasta llevarla a alcanzar un explosivo orgasmo.

Después, mientras la acariciaba y veía en sus ojos entrecerrados y en la luminosa expresión de su rostro el reflejo del placer que acababa de proporcionarle, James pensó que habría podido seguir así para siempre.

Para siempre.

Se hizo consciente de ello en aquel momento, pero ya hacía tiempo que lo sabía.

Para siempre.

Era un buen lugar en el que estar.