Familias, perros, objetos
La familia, decía Freud, es una gran felicidad pero también el comienzo de preocupaciones sin fin. En verdad, Herr Professor manifestaba un gran apego al espíritu familiar, a las familias en general y a las ignominias familiares. Y por eso había insertado su doctrina en la idea misma de que el crisol familiar servía de soporte ontológico a la concepción psicoanalítica. Su mundo social y su universo psíquico estaban poblados de padres, madres, hermanas, hermanos, sobrinos y primos, que estaban afectados por patologías y se sustituían unos a otros. Todos habrían podido recurrir a una terapia psicoanalítica, pues la cuestión del sexo y de lo íntimo había llegado a ser dominante en el mundo occidental de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. A los ojos de Freud, la comunidad familiar era el modelo por antonomasia de toda forma de organización social. En ella residía el poder de la vida y de la transmisión.
A la vez liberal y conservador, Freud había construido su pensamiento y su movimiento sobre la base de un modelo comunitario que no debía nada al Estado ni a sus instituciones. De ahí una gran contradicción: cuanto más se internacionalizaba el movimiento freudiano, sin patria ni fronteras, más caía en desuso el modelo comunitario en el que se apoyaba. Jones era consciente de ello y Freud lo sufría. Por eso, dolorido, se refugiaba en los valores de la «solidaridad familiar» que había puesto en práctica en su doctrina, sin vacilar en subvertirlos en la teoría mientras los preservaba en su intimidad. Se rodeaba así de todo lo que le permitía protegerse mejor de las perturbaciones del tiempo presente: la casa y sus habitantes, los animales, los objetos de colección, la exploración arqueológica del alma humana por medio de la experiencia del diván.
Si sus padres se habían unido conforme a los principios de los matrimonios concertados y Amalia había traído al mundo ocho hijos en diez años, Sigmund, al contrario, se había casado por amor con la mujer de su elección. Y Martha le había dado seis hijos en ocho años. Tras ello los esposos habían dejado voluntariamente de procrear. De las cinco hermanas de Freud, cuatro tuvieron hijos. Cinco en el caso de Anna Bernays —Judith, Lucia, Edward, Hella y Martha—, tres de ellos nacidos en Viena y dos en Nueva York; dos, Rosa Graf —Hermann y Cäcilie—, nacidos en Viena; cinco, Maria Freud —Margarethe, Lilly, Martha, Theodor y Georg—, uno nacido en Roznau, dos en Viena y dos en Berlín, y una tuvo Paula Winternitz —Rosa Béatrice—, nacida en Nueva York y casada con el poeta Ernst Waldinger.1 En cuanto a Alexander, casado tardíamente con Sophie Schreiber, tuvo un solo hijo, Harry, nacido en Viena.2
Había por lo tanto pocas diferencias manifiestas entre la situación de los padres de Freud —Amalia y Jacob— y la de sus hijos. Con una generación de intervalo, la cantidad de mujeres solteras o viudas era la misma y ninguna había recurrido a la contracepción o el aborto. Ninguna de ellas había podido estudiar y solo una —Anna Bernays— había logrado establecerse en el extranjero al casarse con Eli Bernays, el hermano de Martha. Entre los sobrinos de Sigmund Freud, uno solo —Hermann Graf— perdió la vida en la Gran Guerra;3 otros dos se suicidaron —Cäcilie Graf y Tom (Martha) Seidmann-Freud—, y un cuarto —Theodor Freud— murió ahogado de manera accidental. Todos los integrantes de esta vasta comunidad vienesa se casaron con judíos o judías a pesar de no adherirse a un judaísmo de obediencia ortodoxa, si bien en algunos casos tenían la inquietud de respetar los ritos.
A diferencia de Martha, Freud era favorable a los matrimonios mixtos. Pero la sociedad en la que vivía se prestaba muy poco a ello. Y al comprobar que todos sus hijos elegían espontáneamente cónyuges judíos, cuando no estaban en modo alguno obligados a hacerlo, Freud llegó a la conclusión de que entre los judíos la vida familiar era más íntima, más cálida, y más fuertes las solidaridades.4 Él mismo se había criado en el seno de una comunidad que proscribía los matrimonios mixtos.
Entre sus seis hijos, que atravesaron dos guerras devastadoras, solo cuatro tuvieron descendencia, una permaneció soltera (Anna) y otra murió de enfermedad (Sophie). A diferencia de sus abuelos, pero como sus padres, los hijos de Freud escogieron libremente a sus cónyuges: todos judíos. Pero gracias a la contracepción tuvieron claramente menos hijos y en su mayor parte adquirieron la ciudadanía inglesa después de huir del nazismo. Martin tuvo dos hijos, Anton Walter y Sophie; Oliver, una sola, Eva; Ernst tuvo tres, Stefan, Lucian y Clemens, y Sophie Halberstadt, dos, Ernstl y Heinz.5 Al contrario de su madre y sus tías, las tres hijas de Freud cursaron algunos estudios, a pesar de que en Viena no había instrucción pública obligatoria para las niñas y tampoco existían verdaderas perspectivas profesionales.6 Freud tuvo la inquietud de casarlas bien e inculcarles la idea de que habían nacido para ser madres y ocuparse de las tareas domésticas. De todos modos, no obedecía el precepto judío de los matrimonios concertados, según el cual un padre solo tiene la custodia de su hija para entregarla a otro hombre. Muy cercano a sus hijas, comprendió que nunca serían parecidas a su madre y su abuela, pero quiso evitar, con la excepción de Anna, que se emanciparan, a imagen de sus discípulas. Por lo demás, ellas no deseaban otro destino que el que les tocó.
Freud amaba profundamente no solo a su mujer, su hermano y su cuñada, sino también a sus hijos y nietos. Con los hijos se mostró siempre muy generoso; y cuando fue posible, otro tanto hizo con los sobrinos. Todos los miembros de su familia le profesaban una admiración sin límites y eran conscientes de su genio.
Los hijos de Freud vivieron dos guerras mundiales y se mantuvieron unidos en la adversidad, a pesar de conflictos incesantes. Todos tuvieron un conocimiento real de la doctrina de su padre, al igual que el hermano de este, Alexander. Sus tres hijos varones desempeñaron además un papel en el movimiento psicoanalítico y su última hija se convirtió en su discípula.
En la vivienda de dos plantas de la Berggasse que alquilaba, Freud vivía como un patriarca a la antigua. Había querido «modelar» a Martha para conseguir que se ajustara por completo a la imagen de esposa con que él soñaba. En vano. Ella se le resistía sin apartarse jamás de una actitud conciliadora. Y cuando él le buscaba las cosquillas, Martha se replegaba en sí misma. Por eso Freud le reprochaba que reprimiera su agresividad, sin dejar de profesarle una especie de adoración.
Martha criaba a los niños y reinaba sobre los habitantes de la casa, incluidas dos y a veces tres empleadas domésticas, pero no se mezclaba en los asuntos intelectuales de su esposo, aunque este reunía a sus discípulos en su domicilio. Así, cuando uno de los residentes de la Berggasse pretendía cambiar de habitación o modificar lo que fuera en la organización de los cuartos, debía dirigirse a ella.
Freud se ocupaba de la educación de sus hijos y sufría al estar separado de ellos, muy en especial cuando dejaban la casa para casarse. Ya desde muy pronto había exigido que se informasen de la realidad de la vida sexual por lecturas, y no por él mismo.
Minna, a quien se llamaba su «segunda esposa» —aun antes de que Jung hiciese correr el rumor de que había una relación carnal entre ellos—,7 ocupaba un dormitorio contiguo al de su hermana y su cuñado, y acompañaba de buena gana a su querido «Sigi» en sus viajes de septiembre. En agosto de 1898, particularmente, había pasado unos días con él en Maloja, en la Engadina, y Freud se había sentido varias veces «molesto» por ser visto junto a una mujer que no era la suya. En 1900, durante otro viaje, Freud había vendido numerosos libros antiguos de su colección para que Minna pudiese trasladarse a Merano a fin de hacerse tratar por una afección de los bronquios.8 No hizo falta más para que algunos imaginasen una oscura historia de aborto clandestino. Y como a continuación Minna había sufrido dolores en el bajo vientre, cualquiera pudo pensar, en efecto, que los problemas pulmonares daban para todo. Así, el rumor se extendió, sobre todo tras la publicación de los Tres ensayos. Cuarenta años después de la muerte de Freud, el gran rumor se convirtió en un objeto de investigación para historiadores y comentaristas.9
Como Martha, su cómplice en todo, Minna había engordado y, con el paso de los años, renunciado a ocuparse de su femineidad. Cuando contestaba el teléfono decía con toda naturalidad «Frau Professor Freud», a la vez que se burlaba mordazmente de los cotilleos. Lejos de ser una verdadera «segunda esposa», se comportaba más bien como una suerte de compañera de los hijos de su hermana y su cuñado: una actitud tanto más comprensible cuanto que tenía muy pocas ganas de ocupar un lugar de madre o de esposa de nadie.
Al término de la Gran Guerra, Freud, convertido en una celebridad, fue al mismo tiempo objeto de odios en todo el mundo en nombre de las diferentes concepciones de la noción de «pansexualismo». En Viena se lo acusaba de toda clase de infamias: lascivo, incestuoso, destructor de la moral familiar.10 En Francia se lo trataba de «científico boche», es decir, de personaje lascivo devorado por un presunto instinto teutón.11 En la pluma de un Charles Blondel, su doctrina se calificaba incluso de «obscenidad promovida a la jerarquía de ciencia».
La imagen que a través de esos ataques se mostraba de él estaba en contradicción radical con sus costumbres y opiniones. Se olvidaba que Herr Professor era, en lo personal, un partidario de la abstinencia sexual, un neurótico de la sublimación. Y como no se le conocía ninguna relación extraconyugal, era imperioso inventarle una «verdadera» vida sexual, preferentemente transgresora, a fin de justificar el carácter repugnante de su concepción de la sexualidad.
En este aspecto, el modo de vida endogámico que había adoptado y el uso abusivo que hacía de su famoso complejo de Edipo, popularizado en multitud de publicaciones, autorizaban todas las caricaturas. Y Karl Kraus se divertía de lo lindo al afirmar en voz bien alta que el psicoanálisis era una enfermedad del espíritu que se consideraba el remedio de sí misma. El brillante polemista había sido víctima, es cierto, del fanatismo del primer círculo freudiano que, en la persona de Wittels, lo había declarado afectado por una frustración edípica.12
En su espléndida autobiografía, Elias Canetti cuenta que durante los años veinte, en Viena, el culto del edipismo se había vuelto tan nocivo que desacreditaba los aspectos más innovadores de la doctrina freudiana. Así como defendía la idea de interpretar los juegos de palabras y los actos fallidos, Canetti rechazaba la reducción de la tragedia de Sófocles a lo que él consideraba como una psicología de la «palabrería universal». En 1980 escribía:
Todos (incluso los hijos póstumos) sacaban a relucir su Edipo de algún modo, y al final el grupo entero quedaba homogéneamente culpabilizado: amantes de su madre y parricidas en potencia, envueltos en la bruma de aquel nombre mítico, reyes secretos de Tebas. [...] Sabía quién era Edipo, había leído a Sófocles y no aceptaba que me escamotearan el horror de aquel destino. Cuando llegué a Viena aquello se había convertido en una letanía universal de la que nadie quedaba exceptuado; ni el esnob más recalcitrante temía hablar de su Edipo, aunque la palabra estuviera en boca de todo el mundo, incluido el más necio.13
En esa época Freud mantenía una familia ampliada: Amalia, Anna, Minna; sus hijos con sus cónyuges, a menudo necesitados de dinero; cuatro hermanas, de tanto en tanto; la servidumbre, y algunos de sus discípulos que apenas tenían pacientes. En varias ocasiones tuvo la fantasía de casar a tal o cual de sus hijas con uno de sus discípulos. En realidad, quería mantenerlas en el seno de la familia. Por eso veía a sus yernos y nueras como sus propios hijos.
Frágil de salud, Mathilde, la mayor de la fratría, había rozado varias veces la muerte, y las secuelas de una operación de apendicitis realizada por el cirujano que había intervenido a Emma Eckstein le impidieron ser madre. Freud había pensado casarla con Ferenczi, pero en 1909 ella había contraído matrimonio en la sinagoga con Robert Hollitscher, un comerciante textil poco dotado para los negocios y siempre pesimista, a quien Freud calificaba de «tierno y valeroso». La pareja vivía en un apartamento cerca de la Berggasse, lo que permitía a Mathilde visitar a diario a sus padres. Siempre muy elegante y con cierta apariencia de frialdad, estaba dedicada a los suyos y compartía con su madre y su tía el amor por las labores de punto. Gracias a su talento en esa materia pudo ganar algo de dinero, lo cual le posibilitó no depender por completo de su familia.
Sophie, la más bella de las hijas, que por eso despertaba los celos de Anna, se interesaba mucho menos que sus hermanas por los asuntos del intelecto. Aficionada a la danza, las veladas en la Ópera, la vida mundana y la gente joven, no se sentía cómoda en esa familia demasiado rígida. Enamorada de Hans Lampl, compañero de escuela de sus hermanos y futuro discípulo de su padre, debió no obstante renunciar a él (que también la amaba) a causa de la oposición de sus padres, que lo encontraban demasiado joven y lamentaban que no tuviera una buena posición. En Hamburgo, lejos de casa, conoció a Max Halberstadt, un fotógrafo perteneciente a la parentela ampliada de los Bernays, y se casó con él en una sinagoga de Viena. Max era creyente. Freud lo adoptó como un hijo, a tal punto que le concedió el monopolio comercial de sus retratos oficiales. A diferencia de su hermano Rudolf, Max sobrevivió a la Gran Guerra, discapacitado, sin embargo, a raíz de una neurosis traumática con cefaleas y depresión. Mucho después de su desmovilización fue víctima de la crisis financiera y, a pesar de contar con un verdadero talento, se vio en la situación de ser mantenido por su suegro, que lo mimaba y le suplicaba que tuviera confianza en el futuro.
Sophie rechazó el destino de su madre y su abuela. Temerosa de quedar embarazada por tercera vez, después del nacimiento de sus dos hijos pidió consejo a Freud, que le recomendó recurrir a la contracepción y hacerse poner un «pesario».14 Si bien en su caso no había querido utilizar el preservativo, ahora Freud era favorable, si no al aborto, sí al menos al control de la natalidad reclamado en la época por los movimientos feministas, en el momento mismo en que las naciones europeas sancionaban leyes rigurosas contra la interrupción de los embarazos.15 Cuando Sophie, de manera accidental, volvió a quedar encinta, Freud la alentó a aceptar la situación. Creía, erróneamente, que su rechazo de la maternidad se debía a las dificultades económicas de Max.
En 1920, debilitada por su estado, Sophie contrajo gripe y murió al cabo de pocos días, pese a los esfuerzos de Arthur Lippmann, médico internista del Hospital General de Hamburgo, que no logró salvarla. En una carta, Freud, abrumado por el dolor y la culpa, le confesó no haber advertido hasta qué punto ese embarazo no deseado había modificado el estado psíquico y físico de su hija:
Me parece que el destino desgraciado de mi hija comporta una advertencia que nuestra corporación no suele tomar con la seriedad necesaria. Frente a una ley inhumana y carente de empatía, que impone incluso a la madre que no lo quiere la prosecución del embarazo, es manifiesto que el médico tendría que asumir como un deber la enseñanza de los caminos apropiados e inofensivos capaces de impedir los embarazos no deseados, en el marco del matrimonio.16
Para aliviar a Max, Mathilde se hizo cargo de Heinz (Heinerle) y Anna se ocupó de Ernstl, que se convirtió en su primer hijo «adoptado» y más adelante en su analizante. Una y otra fueron así las segundas madres de los hijos de su hermana. Cuando Heinz murió, el 19 de junio de 1923, a raíz de una tuberculosis miliar, Mathilde quedó privada otra vez de lo que más deseaba. A continuación no dejó de ocuparse de sus sobrinas y sobrinos. En cuanto a Freud, desesperado por esa pérdida, sobrevenida tres meses después del descubrimiento de su cáncer,17 siguió queriendo a Max y ayudándolo económicamente, incluso cuando este volvió a casarse: «Quien haya sido alguna vez feliz en el matrimonio, vuelve a serlo con facilidad».18
Freud siempre había tenido la convicción de que la felicidad familiar estaba hecha a imagen del gran ciclo de la vida y la muerte y de la sustitución de un objeto deseado por otro, con la condición, empero, de que la compulsión de repetición no fuese de naturaleza mórbida. Creía además que si un ser perdido era reemplazado por otro, este último solo sería amado por ocupar el lugar de quien lo había sido antes que él. Tal era la filosofía freudiana de la felicidad.
Ninguno de los tres hijos varones de Freud se le parecía, y tampoco se parecían entre ellos. Pero todos participaron del impulso del movimiento psicoanalítico y de la vida de los discípulos de su padre. Martin tenía una elevada opinión de sí mismo. Practicaba esgrima, se batía en duelo, escribía poemas, no era buen alumno y multiplicaba sus relaciones con las mujeres. Alistado como voluntario en 1914, después de estudiar derecho, la guerra había sido para él el período más dichoso de su vida. En el combate había dado pruebas de insolencia y humor y sabido afrontar el peligro: no tiene ni superyó ni inconsciente, se decía en la familia. Cuando se casó con la bella y elegante Ernestine (Esti) Drucker, procedente de un medio adinerado, a Freud la muchacha le pareció «demasiado bonita» para formar parte de su hogar. En realidad, la juzgaba «maliciosamente chiflada» y poco apta para soportar las calaveradas de su hijo. Conforme a la regla que había establecido para sí mismo, la obligó a poner a su primer hijo el nombre de pila de Anton, en recuerdo de Von Freund, y a su hija el de Sophie.19 Esti trabajaba y se negaba a quedarse embarazada una y otra vez, al mismo tiempo que padecía su condición de mujer mantenida y engañada. Pese al apoyo de su padre y su suegro, Martin no tardó en experimentar problemas económicos. Además, se peleaba con su mujer, de la que terminaría por separarse. Durante varios años, hasta el exilio de 1938, se ocupó de la administración del Verlag.
Hijo preferido de su madre, Oliver jamás pudo ejercer un verdadero oficio en épocas en que la crisis económica había sucedido a la guerra. Cuando se instaló en Berlín, después de una ruptura y un divorcio, pidió a Eitingon que lo tomara en análisis. Por sentirse demasiado cercano a la familia, Eitingon se negó, y fue Franz Alexander, húngaro de origen y futuro ciudadano norteamericano, quien aceptó la pesada tarea. Freud insistió en pagar las sesiones. Oliver se casó con Henny Fuchs, pintora con la que tuvo una hija, Eva. Freud amaba a ese hijo neurótico, frágil y extraño que sufría a causa de una terrible rivalidad con su hermano menor, Ernst, más inteligente que él.
Después de obtener su título de arquitecto en Munich, este último se enamoró de Lucie Brasch, una mujer fascinante y melancólica, rubia y de ojos azules, perteneciente a una rica familia de banqueros. La boda se celebró en Berlín el 18 de mayo de 1920 en presencia de Abraham y Eitingon, quienes, como Ernst, proclamaban su simpatía por el movimiento sionista. Lucie supo encandilar a Freud y ambos obligaron a Ernst a internarse tres meses en el sanatorio de Arosa para tratarse de la tuberculosis que había contraído durante la guerra.
Ernst profesaba una adoración tan grande a su esposa que se hizo llamar Ernst L. Freud, con la inicial «L» (por Lucie) agregada a su nombre para indicar hasta qué punto tenía una existencia «simbiótica» con ella. «Mi corazón en llamas no conoce el reposo», escribía Lucie, y también: «No puedo vivir por amor a mí misma». Entre 1921 y 1924 trajo al mundo tres hijos —Stefan Gabriel, Lucian Michael y Clemens Raphael—, apodados «los arcángeles», y luego se consagró a la causa de la familia, mientras que Ernst disfrutó de una carrera excepcional gracias al movimiento psicoanalítico. En efecto, trabajó como arquitecto para Eitingon, Abraham, Karen Horney, René Spitz, Sándor Rado, Hans Lampl y, más adelante, para Melanie Klein. Se ocupó además del acondicionamiento de la célebre «policlínica» y después del sanatorio de Tegel, fundado por Ernst Simmel. Su inclinación por el modernismo significaba una ruptura con la asfixiante estética de los interiores vieneses tan apreciados por su padre: tapices amontonados, pesadas colgaduras, vitrinas desbordantes, paredes llenas de cuadros, muebles invadidos de objetos. Freud apenas se interesaba en este aspecto del talento de su hijo, quien, tras el exilio londinense, decoró por otra parte la última morada paterna en el más puro estilo de la Viena de antaño, por el que, sin embargo, no sintió jamás la más mínima nostalgia. Más alemán que austríaco y más inglés que alemán, Ernst estuvo a punto de emigrar a Palestina a petición de Chaim Weizmann, que quería encargarle la construcción de su casa.20
Freud siempre decía que su última hija había nacido al mismo tiempo que el psicoanálisis. Y como había asociado su invención a una novela familiar poblada de príncipes melancólicos y princesas ociosas, no habrá de sorprender que aquella le contara en 1915 un sueño que lo remitía a la historia común de ambos: «Hace poco soñé», le decía ella, «que tú eras un rey y yo una princesa, y que por intrigas políticas querían que nos enfrentáramos».
Fue por amor a Anna que Freud incorporó a la familia un nuevo círculo, el de los perros: «Nuestros dos perros», diría un día, «el fiel Wolf y la dulce china Lun Yu, representan el aumento más reciente de la familia».21 En 1914 había enviado a su hija, desde Brioni, una tarjeta postal donde se veía a un chimpancé vestido y peinándose frente a un espejo: «Miss, un mono muy inteligente que se asea».22 En tanto que a Anna le gustaban los machos, Freud apreciaba en particular la compañía de las hembras chow-chows, criaturas de largo pelaje parecidas a leones en miniatura. Y a partir de 1920 comenzó a manifestar un gran apego por ellas, como lo testimonian sus intercambios con dos mujeres que las adoraban tanto como él: Hilda Doolittle y más aún Marie Bonaparte.23 Prefería las pelirrojas a las negras y las consideraba como seres excepcionales sobre los cuales la civilización (Kultur) no tenía ningún ascendiente. En consecuencia, decía, se los podía querer plenamente, porque encarnaban «una existencia perfecta en sí», desprovista de ambivalencia, una vida no humana, por tanto, pero que venía a recordar al hombre algo de un estado anterior a él mismo. ¿No estaban los perros dispuestos en todo momento a hacer fiestas a sus amos y morder a sus enemigos? Freud no dejaba de asociar el amor que le inspiraba la raza canina a un aria del Don Giovanni de Mozart.24
Con todo, en ningún momento cuestionaba la atribución exclusiva de la función simbólica a la humanidad. Muy por el contrario, como era darwiniano y había definido su descubrimiento como la tercera herida narcisista infligida al hombre, sabía que entre la humanidad y la animalidad existía una brecha: la del lenguaje y la cultura. Y por eso destacaba que la civilización no tenía ascendiente alguno sobre la animalidad, sobre esa «vida no humana», deliciosa, despojada de odio. Podría agregarse que, por la misma razón, la perversión y el goce del mal no existen en el reino animal.25
A decir verdad, cuando se refería a los de su casa, Freud ponía en el mismo plano a los «ocupantes humanos» y el «Estado de los perros», donde las hembras, a quien él apodaba «las damas», eran mayoritarias: «Como de costumbre», dirá Hilda Doolittle,
Yofi está sentada en el suelo, heráldica, emblemática... El profesor le presta más atención que a mi historia... Freud me ha dicho que Yofi tuvo un bebé negro, muerto al nacer, tan negro como el diablo, porque ella había tenido un marido negro... Ahora, si tiene dos cachorros de otro color, los dueños del padre recibirán uno, pero si no hay más que uno, seguirá siendo «un Freud».26
Cuando Yofi murió, Arnold Zweig, que conocía la pasión de Freud por los perros, le escribió estas palabras: «Yofi era una hija que venía de lejos, que le era devota como un verdadero hijo, con un corazón más sabio que el común de nuestros hijos».27
Freud, que en su juventud había adorado el «Coloquio de los perros» de Cervantes, amaba la naturaleza y a los animales, y sobre todo a aquellos con los que se cruzaba en el parque de la Villa Borghese en medio de las estatuas antiguas y las columnas: pavos reales, gacelas, faisanes. La animalidad nunca dejaba de estar presente en la relación que hacía de sus casos clínicos, en sus sueños, en los de sus pacientes, en su evocación de las sociedades primigenias, en su ensayo sobre Leonardo y en Tótem y tabú: ratas, lobos, pájaros, caballos, buitres, quimeras, demonios, dioses de Egipto. Su atracción por los perros —sobre todo, ya se dijo, por las hembras— lo llevaba a rechazar a los gatos, demasiado femeninos en su opinión, demasiado narcisistas, demasiado ajenos a la alteridad. Y un día, con infinita malicia, la tomó injustamente con Mirra Eitingon, la mujer de su devoto discípulo: «No la aprecio. Tiene la naturaleza de un gato, y a ellos tampoco los aprecio. Ha compartido ampliamente el encanto y la gracia de un gato, pero ya no es un joven gatito adorable».28
Sin embargo, en 1913 Freud se había sentido seducido por una «gata narcisista» que había entrado en su despacho por la ventana entreabierta. Sin inquietarse siquiera por su presencia, se había instalado en el diván y de inmediato se complació en mezclarse con los objetos de colección. Freud se vio obligado a reconocer que esa gata no causaba ningún daño a las cosas amontonadas en su despacho y comenzó a observarla, a quererla, a alimentarla. Observaba con gusto sus ojos verdes, almendrados y helados y consideraba que su ronroneo era la expresión de un verdadero narcisismo. Debía insistir, en efecto, para que la gata le prestara atención. Sus relaciones duraron algún tiempo, hasta el día en que Freud la encontró tendida en su diván y ardiendo de fiebre. Sucumbió a una neumonía, dejando tras de sí el recuerdo de ese «encanto egoísta y femenino» propio de los felinos, que él describiría tan bien en su artículo dedicado al narcisismo.29
Anna no había sido deseada ni por su madre ni por su padre y había dedicado la juventud a la lucha por existir y luego a la rivalidad con su tía Minna para acceder al conocimiento de la obra paterna. En enero de 1913 había dado rienda suelta a los celos que sentía hacia su hermana: «Ya no bordo la manta de Sophie, pero la actitud no deja de parecerme desagradable cuando me digo que, de un modo u otro, me habría gustado terminarla. Pienso a menudo en su casamiento, desde luego. Pero Max, en realidad, me resulta indiferente».30
Por entonces se arraigó en Freud una incomprensión de las verdaderas inclinaciones sexuales de su hija, que en una carta había aludido a sus «malos hábitos» (la masturbación): «No quiero que me vuelva a pasar», escribía ella el 7 de enero. Convencido de que Anna, a quien llamaba «mi hija única», había convertido su antigua rivalidad con Sophie en celos hacia el marido de esta, la exhortó a no tener miedo de ser deseada por los hombres. Freud no sospechaba aún que estaba celosa de su hermana y no de Max. Se sentía atraída por las mujeres.
En julio de 1914, cuando ella fue a visitar a Jones, a Freud se le metió en la cabeza que corría un riesgo: «Sé de fuentes muy fiables que el doctor Jones tiene serias intenciones de hacerte la corte. [...] Me doy cuenta de que no es el hombre más conveniente para una criatura femenina de naturaleza refinada».31 Y explicaba a Jones que Anna no pedía que la trataran como una mujer, ya que todavía estaba muy «alejada de los deseos sexuales y rechaza más bien al hombre».
Cuando prohibía a su hija dejarse cortejar por su discípulo, Freud no advertía que a ella le atraía mucho más Loe, con quien a decir verdad soñaba, que Jones. Pero este último había tomado conciencia de ello: «Tiene un bello carácter», escribiría a Freud, «y más adelante será a no dudar una mujer notable, a condición de que su represión sexual no le haga daño. Está terriblemente apegada a usted, por supuesto, y este es uno de los raros casos en que el padre real corresponde a la imagen del padre».
El apego era recíproco y Freud no vacilaba jamás en despedir a sus discípulos vieneses cautivados por Anna: August Aichhorn, Siegfried Bernfeld, Hans Lampl. Por su lado, ella no dejó de acercarse a él, sobre todo durante todo el transcurso de la guerra, cuando se propuso seguir con sus estudios para ser maestra.
Inquieto ante la idea de que Anna se quedara soltera, Freud se percató de que, a fuerza de prohibiciones y represiones, su hija rechazaba a los hombres, pero a la vez deseaba ser madre. Y para «despertar su libido» le propuso, en octubre de 1918, encargarse de analizarla.
La psicoterapia se desarrolló en dos tiempos: entre 1918 y 1920, y entre 1922 y 1924. A medida que se afirmaba su apego mutuo, reforzado por el análisis, y cuyo principal testigo, a través de una correspondencia cruzada, llegaría a ser Lou Andreas-Salomé, Freud se vio obligado a admitir que, si la libido de Anna se había «despertado», su «elección de objeto» no la llevaba en modo alguno hacia los hombres.
En esa época Freud empezó a tratar a una joven, Margarethe Csonka, cuyos padres pertenecían a la muy alta burguesía austríaca judía convertida al catolicismo. Despreocupada y mundana, amante del lujo y la libertad que le brindaban su fortuna y su elegancia, Margarethe siempre se había sentido atraída por las mujeres, sin desear, empero, tener relaciones carnales con ellas. Por eso había rechazado los avances de su amiga Christl Kmunke, partidaria de un lesbianismo declarado. En 1917 experimentó una pasión delirante por la llamativa baronesa Leonie von Puttkamer, mujer galante perteneciente a la nobleza prusiana, que era mantenida por los hombres y se exhibía abiertamente con mujeres. Vestida de manera lujosa y tocada con fabulosos sombreros, Leonie se paseaba gustosa por las más bellas avenidas vienesas acompañada de un inmenso perro lobo sujeto con una correa. La complacía deambular por los cafés y recorrer los mercados en busca de frutas con las que se deleitaba sin preocuparse en lo más mínimo por la penuria que padecían los vieneses, en el momento mismo en que brillaban las últimas luces de un imperio ya en plena descomposición.
La divertía ver a Margarethe seguirla a todas partes, adularla, servirla y jactarse de ser una suerte de trovador salido directamente de la literatura cortesana. Un día, sorprendida por su padre del brazo de la baronesa, Margarethe huyó para no tener que soportar su mirada. Leonie decidió interrumpir las relaciones y la joven, entonces, trató de suicidarse. Su padre, Arpad Csonka, la obligó a visitar a Freud para poner fin al escándalo de esa homosexualidad juzgada intolerable. Su intención era casarla lo más rápidamente posible.32
Sin deseo alguno de hacer un tratamiento, Margarethe decidió de todos modos obedecer el mandato paterno. Freud aceptó, aun sabiendo a ciencia cierta que jamás lograría cambiar la orientación sexual de esa paciente. Nunca, en todo caso, la vio como una «enferma». Sin embargo, le pidió respetar el principio de abstinencia y dejar de frecuentar a la baronesa durante la cura.
Margarethe llevó entonces una doble vida. En cada sesión inventaba sueños e historias de familia ajustados a la doctrina freudiana, mientras que con la baronesa se quejaba de las interpretaciones de su terapeuta:
Sabes que desde hace un tiempo me interroga sobre mis padres y mis hermanos y que quiere saberlo todo acerca de ellos. La última vez se empeñó sobre todo con el menor. Imagina lo que me dijo hoy: que me habría gustado tener un hijo de mi padre, y como fue mi madre, claro, quien lo tuvo, la odio por eso y también a mi padre, y por esa razón me aparto por completo de los hombres. Es indignante.33
Freud advirtió el doble juego de Margarethe y puso fin a la cura. Así, el padre quedaba satisfecho al saber que su hija había seguido un tratamiento y ella estaba fascinada por poder seguir viviendo como pretendía. A modo de despedida, Freud le dijo estas palabras: «Sus ojos son tan astutos que si yo fuera su enemigo no me gustaría encontrármela en la calle».34
En realidad, aprovechó esa experiencia para modificar una vez más su definición de la homosexualidad. Si bien confirmaba que esta era la consecuencia de la bisexualidad, se decía convencido de que, cuando se trataba de una elección excluyente, dependía de una fijación infantil en la madre. En los varones esa elección excluía a la mujer, decía Freud, y en las niñas provoca una decepción con el padre. En el caso de Margarethe ese rechazo radical del padre se había traducido, en su vida, en la elección de un sustituto de la madre, y en la cura, en una transferencia negativa con el analista. Y Freud agregaba:
No es misión del psicoanálisis solucionar el problema de la homosexualidad. Tiene que conformarse con revelar los mecanismos psíquicos que han llevado a decidir la elección de objeto, y rastrear desde ahí los caminos que llevan hasta las disposiciones pulsionales. En ese punto cesa su tarea y abandona el resto a la investigación biológica, que precisamente hoy, en los experimentos de Steinach, ha producido esclarecimientos tan importantes sobre la influencia de la primera de las series mencionadas sobre la segunda y la tercera.35 El psicoanálisis se sitúa en un terreno común con la biología en la medida en que adopta como premisa una originaria bisexualidad del individuo humano (así como del animal).36
De ese modo, Freud remitía la explicación final de la homosexualidad a una causa biológica, cuando antes había afirmado su origen psíquico. Nueva y audaz interpretación, que parecía contradecir sus posiciones anteriores. Por añadidura, distinguía ahora la homosexualidad innata de la homosexualidad adquirida.
Sin lugar a dudas, si Margarethe padecía de algo no era de su homosexualidad. Lo cierto es que retomó su vida de lesbiana y se enamoró sin cesar de mujeres con las cuales no encontraba ninguna satisfacción carnal. Tuvo varios intentos de suicidio antes de casarse (sin amor) con el barón Eduard von Trautenegg, más interesado en la fortuna de la familia Csonka que en su esposa. Ambos tuvieron que convertirse al protestantismo para poder casarse, porque Eduard se había divorciado de una primera mujer y, de permanecer en el catolicismo, no podía volver a contraer matrimonio.
Cuando después del Anschluss Von Trautenegg se acercó a los nacionalsocialistas, aprovechó para pedir la anulación de ese matrimonio con una mujer de origen judío y apoderarse así de su fortuna. Margarethe se vio despojada de todo, y sin ser ya ni católica ni protestante. Volvía a ser judía, cuando no lo había sido nunca y a pesar de sentir muy poco afecto por los judíos. Sin marido, corría además el riesgo de que la vieran como una notoria homosexual. En consecuencia, se marchó de Austria. Tras un largo periplo que la llevó a viajar sin cesar alrededor del mundo en busca de sí misma, decididamente amante de las mujeres y fiel a su perro, siempre forzada a no establecerse en ninguna parte, regresó a Viena y murió casi centenaria después de contar varias versiones de su cura a distintos psicoanalistas o investigadores, deslumbrados por esa aventura característica de una época desaparecida para siempre.
La manera en que Freud concibió la homosexualidad femenina a partir de su encuentro con Margarethe no podía ayudarlo a escuchar lo que sucedía en la terapia psicoanalítica de Anna. ¿Cómo imaginar, en ese caso, una fijación infantil inconsciente en la madre y el rechazo de un padre que la hubiera decepcionado? El propio Freud había prohibido a su hija dejarse seducir por los hombres, y en especial por sus alumnos. Por su parte, ella soñaba con ser la discípula de un padre adorado y rechazaba el destino de su madre. En otras palabras, Freud se enfrentaba a una realidad que contradecía su teoría.
Si esa cura —que no lo era— terminó en un fiasco, la de Anna Guggenbühl, joven psiquiatra suiza formada en el Burghölzli, tuvo bastante éxito, según el testimonio de la paciente. Esta acudió al diván de Freud cuando tenía veintisiete años, por voluntad propia y con una transferencia positiva,37 en un momento en que Anna Freud había interrumpido su análisis. Comprometida desde hacía varios años con un compañero de estudios, y con numerosas aventuras amorosas en su haber, Anna G. dudaba de sus ganas de casarse. Su deseo se atenuaba, a pesar de que su familia ya había planeado la boda. Decidida a comprender las razones inconscientes de su vacilación, dejó a sus padres y su trabajo con toda la libertad que le daba su deseo de conocer a quien consideraba como el mejor oído de su época. Como virtuoso de la interpretación contundente, Freud, después de escucharla, le explicó que en el «nivel superior» de su vida se desplegaba el conflicto con su prometido. Para comprender su significado, añadió, había que explorar el «nivel intermedio», que la remitía a su relación neurótica con su hermano, y luego el «nivel inferior» —totalmente inconsciente—, que era el de su relación con los padres.
En otras palabras, Freud afirmaba que Anna G. estaba enamorada de su padre, que deseaba la muerte de su madre y que el apego por su hermano, sustituto del padre, explicaba sus titubeos permanentes: «Sus amantes son sustitutos de sus hermanos, y por eso tienen todos la misma edad, aunque son menos maduros que ellos». La cura terminó cuando Freud le dijo a Anna Guggenbühl que se encontraba bajo el influjo de un desafío lanzado a sus padres. Y puede suponerse que fue la liberación del deseo reprimido de estar bajo el influjo de su propio desafío lo que la llevó a romper su compromiso, desobedecer al padre y escoger por sí sola su destino.38
En 1922, mientras preparaba su primera ponencia para la WPV, Anna Freud, de nuevo en análisis con su padre, sintió cuánto la atraían las mujeres y confió su perturbación a Lou:
Por primera vez tuve un sueño diurno en el que aparecía una protagonista femenina. Era incluso una historia de amor en la cual no he dejado de pensar. Quería aprovecharla y escribirla de inmediato, pero papá consideró más adecuado que la dejara de lado y pensara en mi ponencia. La historia me abandonó, por lo tanto, pero si en julio todavía la recuerdo, la pondré de todos modos por escrito. Desdichadamente, solo aparecen en ella personas conocidas.39
La ponencia de Anna no era ajena a ese asunto. Su tema, en efecto, eran las fantasías de flagelación en los niños pequeños, y seguía a un célebre artículo de su padre, «Pegan a un niño», donde Freud describía el caso de una niña cuyas fantasías infantiles se parecían mucho a las que le había contado su propia hija. Y esta, a su vez, las analizó como si no fueran suyas, explicando que la niña había logrado sustituir el recuerdo de esas escenas por «bellas historias».40
En 1923 Anna Freud decidió oficialmente renunciar al matrimonio. Su padre no tardó en apodarla «Antígona» y luego le regaló un pastor alemán, Wolf (o Wolfi), que pasó a ser de inmediato un miembro más de la casa. Freud reveló su desasosiego a Lou. Temía que la «genitalidad» de Anna le jugara una mala pasada y confesó que no lograba liberarla de sí mismo ni separarse de ella.41
Si la cura con su padre permitió a Anna afirmarse como líder de una escuela, rodeada por los mejores discípulos de aquel dentro del Kinderseminar, su consecuencia nefasta consistiría en hacerle odiar su propia homosexualidad. A lo largo de toda su existencia Anna se mostraría hostil a la idea de que los homosexuales pueden ejercer el psicoanálisis. Contra la opinión de su padre, mantendría la convicción —como Jones, por otra parte— de que la homosexualidad es una enfermedad.
Algún tiempo después del final del segundo período en el diván de su padre, Anna conoció a la mujer que iba a ser su compañera de toda la vida: Dorothy Tiffany Burlingham. Nacida en Nueva York y nieta del fundador de las joyerías Tiffany & Co., esta se había casado con un cirujano, Robert Burlingham, afectado por una psicosis maníaco depresiva. Para escapar a sus raptos de locura ella se había trasladado a Viena, plenamente decidida a tratar su fobia y confiar a la familia Freud el destino de sus cuatro hijos: Bob, Mary («Mabbie»), Katrina («Tinky») y Michael («Mikey»). Después de una entrevista preliminar, Anna empezó un análisis con los dos primeros y propuso a Dorothy psicoanalizarse con Theodor Reik.
Muy pronto, las dos mujeres comenzaron a tratarse como si fueran mellizas y a dedicar su tiempo libre a pasear por los alrededores de Viena en el Ford T de Dorothy. A Freud le encantaba acompañarlas. Ambas adoptaron la costumbre de usar idéntica ropa, a la vez que entablaban relaciones de intimidad muy semejantes a las que podían tener dos lesbianas. Pero Anna negó categóricamente la existencia de una relación carnal con su nueva amiga, como una manera de seguir fiel al único hombre que amó en su vida: su padre.
Una vez terminada la cura con su padre, Anna escogió a Max Eitingon como confidente y luego hizo otra amiga, Eva Rosenfeld, una judía berlinesa perteneciente a un medio acomodado y sobrina de Yvette Guilbert, una cantante francesa admirada por Freud. Anna la ayudó a superar la muerte de dos de sus hijos, debida a la disentería. Con ella y Dorothy, fundó en 1927 una escuela privada destinada a recibir a los niños en terapia psicoanalítica con ella o con otros discípulos del entorno familiar, y cuyos padres también se analizaban en Viena. Entre esos niños estaba Peter Heller, quien más adelante se casaría con Tinky, la hija de Dorothy: «La escuela Burlingham-Rosenfeld», escribirá, «fue para mí una experiencia privilegiada, muy prometedora. La inspiraba y animaba un ideal de humanismo más puro, más sincero que los otros establecimientos a los que asistí. En ella se difundía un auténtico sentido de la comunidad en un ambiente luminoso, soleado y cálido».42
También en 1927, Anna impulsó a Dorothy a analizarse con Freud, lo que permitió a este aprehender mejor la naturaleza de sus relaciones, al mismo tiempo que recibía a un nuevo visitante: una hembra chow-chow llamada Lun Yu, que se entendía a las mil maravillas con Wolf.
Felices y libres, Anna y Dorothy no tardaron en comprar una pequeña granja con un huerto y animales: las dos familias pasaban en ella sus vacaciones. En el otoño de 1929, mientras se cernía sobre el mundo la amenaza de la crisis bursátil norteamericana, Dorothy se instaló con sus cuatro hijos en un apartamento de Berggasse 19. A partir de entonces no tuvo más que bajar un piso para tenderse en el diván de Freud, a quien consideraba como Dios Padre. Gracias a la instalación de una línea telefónica directa podía hablar con Anna, por la noche, sin perturbar a los habitantes de la casa: asombrosa puesta en práctica de la utopía telepática que, en esa época turbulenta, asediaba el imaginario de Freud y Ferenczi.
De ese modo cumplió Anna su anhelo de ser madre, al convertirse, por medio del psicoanálisis, en «coprogenitora» y terapeuta de los hijos de Dorothy, al mismo tiempo que era ya la madre adoptiva y la analista de su sobrino Ernstl. En cuanto a Freud, se consideró más que nunca como el patriarca dichoso de una familia recompuesta, sometida a la erosión de la antigua autoridad patriarcal, cuyo fruto era el psicoanálisis: «Nuestros vínculos simbióticos con una familia norteamericana (sin marido)», escribiría en 1929, «cuyos hijos son analíticamente seguidos por mi hija con mano firme, se tornan cada vez más sólidos, de manera que adoptamos resoluciones comunes para el verano. Nuestros dos perros, el fiel Wolf y la dulce china Lun Yu, representan el aumento más reciente de la familia».43
Desde comienzos de siglo Freud se había prendado con pasión de las antigüedades,44 tan indispensables para su cotidianeidad como los cigarros o los personajes de los trágicos griegos, y tan necesarios para su horizonte como Roma, Atenas o Egipto. Mucho más lector de obras de arqueología que de psicología, había transformado su casa de la Berggasse en un verdadero museo: «Solo puede comprenderse la revolución freudiana en toda su dimensión», escribe Peter Gay, «si se recuerda cuáles eran las ideas y los supuestos científicos de fines del siglo XIX. Ahora bien, esa revolución nació en un lugar que es su antítesis, donde sus banderas y consignas son invisibles».45
Toda una serie de figuras inanimadas —griegas, chinas, egipcias, precolombinas— poblaban las diferentes habitaciones de la morada freudiana. Como en una película muda, los objetos procedentes de las civilizaciones antiguas hacían que sus luces y sus sombras se cernieran sobre la vida de perros y humanos. Cada año más numerosos, se desplegaban en medio de un decorado atestado donde se amontonaban tapices y colgaduras de colores, unos en el suelo, los sillones y los sofás, y otras en las paredes. Una veintena de estatuillas, entre las más conmovedoras y las más dispares, se erguían sobre el escritorio de Herr Professor, frente a sus manuscritos. A cada una se atribuía una personalidad propia, y todas contribuían a mantener el espíritu creativo del dueño del lugar. No bien entraba a ese cuarto donde recibía a sus pacientes en presencia de su chow-chow, Freud saludaba a su sabio chino instalado al borde del escritorio, flanqueado por una estatuilla de Imhotep —dios del saber y la medicina— a la izquierda y otra de una divinidad egipcia menor a la derecha. Así, los custodios del cuerpo y la mente velaban por el buen desarrollo de las sesiones o los ejercicios de escritura.
Por doquier, vitrinas, muebles, bibliotecas y porcelanas orientales colmaban el espacio de esa casa en forma de laberinto donde no se toleraba ningún lugar vacío, como si cada cosa —pintura al pastel del templo de Abu Simbel, Jano de piedra, Horus, Anubis, Neftis, Isis y Osiris, molde de la Gradiva, bajorrelieve de La muerte de Patroclo, camello de la dinastía Tang, budas diversos— encarnara a la vez las tres regiones de la vida psíquica y el surgimiento de una pulsión ancestral de inmediato reprimida. En medio de esa profusión de imágenes, jeroglíficos, símbolos funerarios, estatuillas sagradas —hombres y animales mezclados—, aparecían en la penumbra las huellas de una memoria judía: un aguafuerte de Rembrandt —Los judíos en la sinagoga—, un grabado de Kruger que mostraba a Moisés levantando las Tablas de la Ley, un candelabro (menorá) de Januká y, para terminar, dos copas para el Kidush46 dispuestas frente a unas estatuillas egipcias.
Freud también coleccionaba fotos y cuadros: reproducción de la famosa Lección clínica en la Salpêtrière, de Brouillet; Edipo y la Esfinge, de Ingres; La pesadilla de Füssli; El beso de Judas de Durero, etc. A ellos se añadían decenas de fotografías: medallones de madres, hermanas e hijos, retratos de discípulos o mujeres admiradas: Lou AndreasSalomé, Marie Bonaparte, Yvette Guilbert.47
En agosto de 1922 Cäcilie Freud, la hija de Rosa Graf, se suicidó con una fuerte dosis de veronal. Embarazada al margen del matrimonio, disculpaba a su amante. Fuera como fuese, en una carta a su madre, que quedaba así sin descendencia, explicaba que morir era muy simple y que la idea incluso le daba cierta alegría. Profundamente conmovido por ese acto, Freud no vaciló en mencionar el turbulento porvenir de Austria. Era perfectamente consciente de los conflictos políticos que agitaban a la nueva república, cuya capital, ahora bautizada «Viena la roja», era gobernada por una coalición de socialdemócratas y demócratas cristianos influidos por los principios del austromarxismo. Freud percibía el crecimiento espectacular de los populistas antisemitas y pangermanistas, que denunciaban los ambiciosos programas de la izquierda social. Sabía además que esos grupos buscaban nuevos chivos expiatorios con su denuncia de los extranjeros y más aún de los judíos llegados de Polonia, Rumanía y Ucrania.
Pero por el momento Freud seguía lanzando mandobles contra el presidente Thomas Woodrow Wilson, a quien, decididamente, no perdonaba sus «catorce puntos». No creía ni por un instante en la concepción wilsoniana del derecho de los pueblos de los desaparecidos imperios a disponer de sí mismos y solo veía en ese proyecto un intento de balcanización de la Mitteleuropa. En síntesis, tenía a ese presidente iluminado por el responsable de la desventura de aquellos a quienes pretendía liberar del yugo de sus amos. Lejos de respetar a los vencidos, decía, los había tratado de manera despreciativa. Por lo demás, acababa de ver confirmada su opinión a través de la lectura de un libro del periodista norteamericano William Bayard Hale,48 que denunciaba el estilo ampuloso de Wilson y se refería al método psicoanalítico. Freud había intercambiado algunas cartas con el autor, lo cual alimentaba en él, pese a los consejos de Jones, el cultivo de cierto antiamericanismo. Ni él ni nadie de su entorno pensaban en esa fecha en el papel que iba a desempeñar Adolf Hitler en la historia del psicoanálisis.
Freud siempre se había preocupado por su salud. En varias ocasiones había constatado la existencia de una lesión sospechosa en la parte derecha del paladar y había resuelto no inquietarse demasiado por ella. Pero en vez de renunciar al tabaco, prefería creerse afectado por una simple leucoplasia.49 No obstante, el 20 de abril de 1923 hizo que le quitaran un tumor calificado de «benigno» que él mismo caracterizó como un epitelioma. Luego se decidió a consultar a su viejo amigo Max Steiner, cofundador de la Sociedad de los Miércoles, que le aconsejó otra vez dejar de fumar, a la vez que le ocultaba el carácter cancerígeno del tumor.
Fue entonces cuando Felix Deutsch, su discípulo y médico personal, que el 7 de abril había comprobado la presencia de esa lesión, se negó a decir la verdad a su venerado maestro por temor a espantarlo, y le aconsejó una nueva operación. Conocido de los más grandes profesores de medicina de Viena, Freud habría podido elegir desde el principio a uno de los mejores. Acudió, en cambio, a Marcus Hajek, otorrinolaringólogo que —estaba seguro— lo tranquilizaría por completo. No se equivocaba. Ese doble de Fliess procedió a una nueva ablación del tumor que terminó en un desastre y una terrible hemorragia.50 A continuación Freud tuvo que someterse a una inútil radioterapia cuyo único efecto consistió en agravar sus dolores. En esa época, plenamente absorbido por la muerte del pequeño Heinz (Heinerle), su «niño querido», seguía sin querer conocer la verdad. A fines de junio viajó a Gastein con Minna; luego se trasladó al Tirol y finalmente a Lavarone, donde la familia se reunió con él.
A fines de agosto de 1923 los miembros del comité se encontraron en San Cristoforo, al pie de la montaña donde se alojaba Freud. En esa época había entre ellos una violenta disputa alrededor de la «técnica activa». Además, Rank y Ferenczi se sentían marginados por los berlineses —Abraham y Eitingon—, mientras que Jones seguía tratando de desarrollar el psicoanálisis fuera del mundo germanoparlante. No deseoso de tomar partido, Freud permaneció en su hotel y solo Felix Deutsch y Anna se unieron al grupo para compartir una cena en San Cristoforo. Esa noche los principales discípulos tomaron conciencia de la gravedad del cáncer de Freud.51 Y como era necesaria una nueva operación, se embarcaron en una discusión tumultuosa sin decidirse, empero, a decirle la verdad.52 Lo dejaron partir para hacer un último viaje al sur. En 1913 Freud se había prometido iniciar a Anna en su amor por Roma y nada ni nadie podía impedir la realización de ese proyecto. Juntos, padre e hija caminaron por la ciudad durante varias horas. Conforme a un itinerario rigurosamente establecido, visitaron el Capitolio, el Panteón, Tívoli, la Capilla Sixtina: «Son nuestros últimos días», escribió Freud a sus otros hijos. «Para facilitar la partida, el siroco se puso a soplar y las reacciones de mi mandíbula me hacen sufrir más que nunca. Anna está como unas castañuelas. Hoy incluso intentó con una opereta.»53
A continuación Freud riñó con Deutsch, a quien trató de «cobarde miserable». Luego se reconcilió con él. Pero en 1927 eligió a otro médico para que lo tratara: Max Schur, que había asistido a sus conferencias en 1916 y que habría de atenderlo hasta su muerte. Perteneciente a una familia de emigrados judíos de Polonia, Schur se ocupó de su prestigioso paciente tras analizarse con Ruth Mack-Brunswick. Más joven que los discípulos del primer círculo, admiraba a Freud, pero no por eso lo veneraba al extremo de mentirle.
Mucho antes de ese encuentro, al retorno de su último viaje a Roma, Freud ya había decidido acudir a Hans Pichler, un estomatólogo austríaco considerado por entonces como uno de los más grandes especialistas europeos en cirugía maxilofacial. Formado en la Northwestern University de Chicago, Pichler había adquirido durante la guerra una destreza excepcional en la reconstrucción del rostro de heridos graves.
El médico recibió a Freud el 26 de septiembre de 1923 y el 4 de octubre lo sometió a una dura prueba al practicar la ablación de una buena parte de su mandíbula superior y de su paladar derecho. El 13 de noviembre, una nueva intervención. A partir de ese día, Pichler operó a su paciente veinticinco veces y en 1931 solicitó la ayuda de su colega norteamericano Varaztad Kazanjian, ex médico honorario del ejército británico, célebre por sus innovaciones en el perfeccionamiento de las mejores prótesis dentarias destinadas a las «caras rotas». De ese modo, Freud pudo beneficiarse con los progresos de la cirugía facial debidos a la guerra de las naciones.54 Sin embargo, iba a sufrir un martirio durante los dieciséis años que le restaban de vida.
La «prótesis» hizo su entrada en el conjunto que conformaban los objetos de colección, los libros, los cigarros, los perros, los pacientes y el universo cotidiano de Herr Professor y su entorno. Maldita prótesis, horrible monstruo, instrumento de tortura, objeto mal ajustado: así calificaba Freud esa cosa innombrable que perturbaba su cuerpo enfermo. Describiría el intruso a cada uno de sus corresponsales, sin renunciar jamás al tabaco: «Lieber Max, el estado de tensión que genera la prótesis me absorbe por completo. Comer, beber y hablar son momentos que temo». Y a Lou Andreas-Salomé:
Liebe Lou, no hay nada más irritante que un sustituto corporal alzado en rebelión, a pesar de no ser otra cosa que un artificio, como un par de gafas, una dentadura postiza o una peluca [...]. Pequeños acuerdos con este objeto intruso y salvador alimentan una ilusión, es decir, la esperanza de lograr conversar sin pensar en mi boca. [...] Todas las recientes intervenciones, presentadas como inevitables, han sido empero inútiles.
En 1931, acerca de Kazanjian: «Tiene la sonrisa de Charles Chaplin [...]. Este mago ha dado instrucciones para construir una prótesis provisoria de la mitad de tamaño y la mitad de peso de la actual. Con ella puedo masticar, hablar, fumar al menos tan bien como antes».55
Freud tuvo que pasar por varios tipos de operaciones: unas con anestesia local complementada con sedantes, otras con anestesia total. Después de cada intervención le costaba hablar y, con el paso de los años, tuvo cada vez más dificultades para alimentarse, a la vez que sufría de manera permanente una sordera del oído derecho que lo obligaba a mover el diván para oír bien a sus pacientes. La prótesis debía limpiarse, reajustarse y reemplazarse constantemente, al precio de interminables dolores. Cuando Freud no lograba ponérsela, reclamaba la ayuda de Anna, que a veces luchaba durante una hora con el «monstruo»: «Lejos de inspirar impaciencia o asco», escribe Peter Gay, «esa proximidad no hizo sino estrechar los lazos entre el padre y la hija. Él llegó a ser tan irreemplazable para ella como ella se había tornado indispensable para él».56