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El arte del diván

 

 

Varias decenas de artículos o libros se dedicaron a los pacientes de Freud y su suerte después de que este se estableciera como especialista en enfermedades nerviosas, más adelante como psicoanalista y por último como formador de analistas. La consulta de los archivos depositados en la Biblioteca del Congreso (LoC), así como de diversos testimonios o relatos de casos reconstruidos o publicados, permite establecer que Freud, a lo largo de su vida profesional, trató a alrededor de ciento sesenta personas muy diferentes unas de otras, pero en su mayoría pertenecientes a la alta burguesía o la clase media acomodada. Es probable, además, que en el futuro se descubran otros relatos de terapias psicoanalíticas, lo cual no debería cambiar en gran medida las consideraciones que los historiadores pueden hacer sobre la práctica clínica compleja de Freud.1

Entre 1895 y 1914 los pacientes procedían de los Imperios Centrales y del oeste, el norte y el sur de Europa, mientras que después de 1920 empezaron a llegar del continente norteamericano, de Francia o del Reino Unido, es decir, de los países «vencedores». En esta etapa de su existencia Freud se convirtió esencialmente en analista de analistas, sin dejar de considerar la cura como un asunto de familia. No solo analizó a su hija sino también a los amigos de sus otros pacientes, así como a varios de sus discípulos, sus cónyuges o sus allegados. Se sabe que no respetaba ninguna de las reglas técnicas establecidas por las sociedades psicoanalíticas. Es preciso saber además que dichas «reglas» se instauraron poco a poco a partir de 1918 y que para el movimiento psicoanalítico era impensable obligar a Freud a respetarlas. ¿Cómo forzarlo a someterse a una cura y luego a una supervisión para poder ser psicoanalista? ¿Cómo prohibirle analizar a sus parientes o a los cónyuges de estos cuando, hasta 1920, los miembros de su primer círculo todavía no habían elaborado esas reglas que, por lo demás, solo se aplicaron verdaderamente en el IPV (Verein) a medida que el oficio de psicoanalista se profesionalizaba?2 En realidad, el primer círculo las elaboró para las generaciones venideras.

Desde 1920 se produjo un cambio esencial en la historia del conocimiento de los «casos». En vez de ser reconstruidas por Freud como otros tantos relatos clínicos, la narración de las psicoterapias del período de entreguerras quedó a cargo de los propios analizantes bajo la forma de testimonios, autoficciones o notas transmitidas a la posteridad y publicadas por historiadores o los herederos. En otras palabras, con referencia a este período, el trabajo clínico de Freud puede evaluarse y comprenderse de manera retrospectiva a través de la mirada de un analizante que cuenta su cura, y ya no sobre la base de los relatos publicados por él. La diferencia no es menor.

Sabemos además que los pacientes recibidos por Freud a título de «enfermos» —antes y después de 1914— eran más o menos obligados por su entorno a hacerse tratar: así sucedió con todas las mujeres de los Estudios sobre la histeria, con Ida Bauer, con Margarethe Csonka y con muchas otras. En esas condiciones, las curas tenían pocas posibilidades de vivirse como «éxitos», sobre todo cuando se trataba de mujeres jóvenes en rebelión contra sus familias, y a juicio de las cuales Freud aparecía como un médico lascivo o cómplice de los padres. Al contrario, los pacientes que acudían por su propia voluntad a analizarse en la Berggasse se sentían en general satisfechos. De ahí la siguiente paradoja: las curas fueron más «exitosas» en la medida en que eran el resultado de una decisión libremente consentida del sujeto. Y Freud postularía, en efecto, que ninguna experiencia psicoanalítica es posible sin la cooperación total del paciente. Es menester aclarar además que en la época, cuanto más aspiraba un analizante a ser analista, más probable era que la cura fuera terapéutica antes de convertirse en didáctica, porque el paciente se comprometía con una causa. En consecuencia —y salvo excepciones—, las terapias psicoanalíticas más consumadas, es decir, las más satisfactorias desde el punto de vista de los sujetos, fueron las que eran el resultado, por un lado, de una voluntad consciente, y por otro, de un compromiso militante.3

En su gran mayoría los pacientes de Freud eran judíos y padecían neurosis, en el sentido muy amplio dado a este término durante la primera mitad del siglo: neurosis a veces leves pero con mucha frecuencia muy graves, y que más adelante se calificarían de estados borderline e incluso de psicosis. Muchos de ellos eran intelectuales, a menudo célebres —músicos, escritores, creadores, médicos, etc.—,4 deseosos no solo de tratarse sino también de experimentar la cura por la palabra con el padre fundador. De manera general, acudían a la Berggasse tras un periplo que los había llevado a hacerse examinar por todas las eminencias del mundo médico europeo: psiquiatras o especialistas en toda clase de enfermedades nerviosas. Y, dígase lo que se diga, sobre todo antes de 1914, se habían enfrentado a ese famoso «nihilismo terapéutico» tan característico del estado de la medicina psiquiátrica de la época.

En este aspecto, el inmenso éxito vivido por el psicoanálisis era la consecuencia de la invención freudiana de un sistema de interpretación de las afecciones del alma fundado en grandes epopeyas narrativas que tenían que ver más con los desciframientos de enigmas que con la nosografía psiquiátrica. En el diván de ese científico tan original, él mismo víctima de un cuerpo sufriente, rodeado de sus suntuosas colecciones de objetos y esos perros de una belleza sorprendente, cualquiera podía verse como el héroe de una escena teatral sabiamente compuesta de príncipes, princesas, profetas, reyes caídos y reinas en desamparo. Freud contaba cuentos, resumía novelas, leía poemas, evocaba mitos. Historias judías, Witz, relatos de deseos sexuales enterrados en las profundidades del alma: a sus ojos, todo servía para dotar al sujeto moderno de una mitología que lo devolviera al esplendor de los orígenes de la humanidad. En el plano técnico, para justificar esa posición, Freud afirmaba que un análisis correctamente encaminado —es decir, exitoso— tenía el objetivo de convencer al paciente de aceptar la verdad de una construcción científica por el simple hecho de que esta producía un beneficio superior al de la mera reconquista de un recuerdo recuperado. En otras palabras, una cura exitosa era una cura que permitía al sujeto comprender la causa profunda de sus tormentos y sus fracasos, y superarlos para realizar mejor sus deseos.

Freud recibía ocho pacientes al día en sesiones de cincuenta minutos a razón de seis veces por semana, durante varias semanas y en ocasiones algunos meses. Podía haber curas que resultaran interminables, jalonadas de retornos y recaídas. Además, Freud también recibía a otros pacientes con fines de mera consulta, de atención médica o para realizar algunas sesiones de psicoterapia. En general no tomaba notas durante las sesiones y todo su arte del diván consistía en una iniciación al viaje: Virgilio guiado por Dante en la Divina Comedia. Si recomendaba la abstinencia, nunca obedecía a ningún principio de «neutralidad» y prefería la «atención flotante» que facilitaba el desenvolvimiento de la actividad inconsciente. Hablaba, intervenía, explicaba, interpretaba, se equivocaba y fumaba cigarros sin ofrecerlos a los pacientes, lo cual suscitaba en ellos diversas reacciones. Para terminar, mencionaba llegado el caso algunos detalles de su propia vida y se refería a sus gustos, sus elecciones políticas, sus convicciones. En una palabra, se implicaba en la psicoterapia convencido de que acabaría con las resistencias más tenaces. Y cuando no lo lograba, intentaba comprender por qué, hasta el momento en que abandonaba toda esperanza de éxito. Por otra parte, a veces cometía indiscreciones e informaba a sus corresponsales del contenido de las sesiones que realizaba, e incluso leía a algunos pacientes cartas que había recibido en relación con ellos, sin respetar la confidencialidad que habría debido protegerlas.

Freud llevaba sus cuentas día tras día en una agenda especial (Kassa-Protokoll)5 y en sus cartas hablaba sin cesar de dinero. Entre 1900 y 1914 había conquistado un estatus social equivalente al de los grandes profesores de medicina, que también atendían pacientes en privado.6 Era, pues, tan rico como los profesionales más afamados de su generación, y su tren de vida era similar.

Durante la guerra sus ingresos se derrumbaron al unísono con la economía austríaca. Pero a partir de 1920 comenzó a reconstruir su fortuna al recibir, ya no solo a pacientes de los desaparecidos Imperios Centrales, arruinados por la crisis económica y las depreciaciones de la moneda, sino a psiquiatras o intelectuales extranjeros adinerados procedentes de Estados Unidos o deseosos de formarse en el psicoanálisis. Freud se convirtió así, poco a poco, en el analista de los analistas.

Cuando era posible, hacía que le pagaran las terapias psicoanalíticas en divisas. Con el paso de los años logró colocar activos en el extranjero, que se sumaban a sus derechos de autor, bastante considerables. Y si ganaba menos que un psicoanalista instalado en Nueva York o Londres, tenía una posición claramente más acomodada que sus discípulos alemanes, húngaros y austríacos, a quienes les costaba sobrevivir en un contexto económico desastroso. En octubre de 1921, con deseos de que Lou Andreas-Salomé viajara a Viena, como ella había dicho que quería hacer, le escribió lo siguiente:

 

Si el hecho de estar cortadas las relaciones con su país natal afectara su libertad de movimiento, permítame disponer que desde Hamburgo le remitan el dinero para su viaje. Mi yerno maneja desde allí mis tenencias en marcos, y gracias a mis ganancias en monedas extranjeras sólidas (norteamericanas, inglesas, suizas) soy relativamente rico. Pero querría en verdad sacar algún placer de esas nuevas riquezas.7

 

A título de comparación, señalemos que en 1896 Freud cobraba diez florines la hora; en 1910, entre diez y veinte coronas por sesión; en 1919, doscientas coronas, o cinco dólares en el caso de un paciente norteamericano (el equivalente de setecientas cincuenta coronas), o una guinea, es decir, un poco más de una libra esterlina (seiscientas coronas), si se trataba de un paciente inglés sin fortuna. Para terminar, en 1921 pensó en pedir quinientas o mil coronas y luego fijó el precio de una hora en veinticinco dólares,8 lo cual no le impedía aceptar sumas menores de algunos pacientes.

Por momentos no podía reprimir un antiamericanismo injusto y virulento que lo llevaba a afirmar, por ejemplo, que sus discípulos del otro lado del Atlántico solo servían para aportarle dólares. Un día sostuvo ante un interlocutor atónito que la estatua de la Libertad podía reemplazarse «por la de un mono blandiendo una Biblia». En otra ocasión, delante de uno de sus alumnos en análisis, afirmó que los norteamericanos eran tan estúpidos que su modo de pensamiento podía reducirse a un silogismo ridículo: «Ustedes, los norteamericanos, son más o menos así: el ajo es sabroso, el chocolate es sabroso, ¡pongamos pues un poco de ajo en un chocolate y comámoslos!».9

Freud sentía como una humillación profunda la derrota de los Imperios Centrales y la preponderancia cada vez más grande que adquirían los psicoanalistas norteamericanos en el movimiento internacional. La necesidad de hacer pagar a todos sus pacientes lo perturbaba, y se mostraba favorable a la idea de que algún día hubiese instituciones capaces de ofrecer curas gratuitas a los más desposeídos. En líneas generales, le horrorizaba la concepción norteamericana de la democracia, la libertad individual y los derechos de los pueblos a disponer de sí mismos: «Los norteamericanos», diría un día a Sándor Rado, «trasladan el principio democrático del dominio político al de la ciencia. Todo el mundo debe ser presidente por turno. Por eso son incapaces de llevar a cabo nada».10

Siempre había considerado que la terapia psicoanalítica no era conveniente para las personas estúpidas, incultas, de mucha edad, melancólicas, maníacas, anoréxicas o afectadas por un estado episódico de confusión histérica. Excluía asimismo de la experiencia psicoanalítica a los psicóticos y los perversos «que no anhelen reconciliarse consigo mismos». A partir de 1915 agregó a la categoría de los no analizables a las personas que padecían neurosis narcisistas graves, invadidas por pulsiones de muerte y destrucción crónicas e imposibles de sublimar. Y más adelante, cuando Ferenczi le propuso analizarlo, respondió con humor que, tratándose de un septuagenario afectado de tabaquismo y de una lesión cancerosa, ninguna indicación de cura era posible. Afirmaba en cambio que la cura era indicada para tratar la histeria, la neurosis obsesiva, las fobias, las angustias, las inhibiciones y los trastornos de la sexualidad. Y añadía que solo podía tener éxito en el caso de personas inteligentes, dotadas de sentido moral y capaces de desear implicarse en ella.

En 1928 reconoció de manera muy clara ante su discípulo húngaro István Hollos, artífice de la reforma de los psiquiátricos, que los psicóticos no le gustaban:

 

Finalmente tuve que confesarme que esos enfermos no me gustaban y que les reprochaba que fueran tan diferentes a mí y a todo lo humano. Es una curiosa clase de intolerancia que, desde luego, me hace inepto para la psiquiatría. [...] ¿Me comporto en este caso como los médicos que nos precedieron lo hacían con las histéricas? ¿Es un resultado de la opción por el intelecto afirmada cada vez con mayor claridad, la expresión de una hostilidad hacia el ello?11

 

Si estas declaraciones se toman al pie de la letra y se da crédito al fundador del psicoanálisis, cabría pensar que este solo conviene a sujetos cultos, capaces de soñar o fantasear, conscientes de su estado, deseosos de mejorar su bienestar, de una moralidad por encima de toda sospecha y susceptibles de ser curados en unas cuantas semanas o meses, en virtud de una transferencia o una contratransferencia positivas. Ahora bien, sabemos sin lugar a dudas que la mayoría de los pacientes que acudían a la Berggasse distaban bastante de ajustarse a ese perfil.

En otras palabras, desde comienzo de siglo había una gran contradicción entre las indicaciones de psicoterapia recomendadas por Freud en sus escritos y la realidad de su práctica con los pacientes. Y él era tanto más consciente de ello por el hecho de haber modificado su doctrina al describir, en «Introducción del narcisismo» y Más allá del principio de placer, casos en los que dudaba de toda forma de éxito terapéutico. Y sin embargo, en oposición al nihilismo —pero bajo la presión de las necesidades económicas, y siempre interesado en aceptar desafíos—, tomaba en análisis a personas calificadas de «inanalizables», con la esperanza de lograr, si no curarlas, sí al menos aliviar sus sufrimientos o modificar su condición existencial.

Ya se ha dicho que esos pacientes, maníacos, psicóticos, melancólicos, suicidas, perversos, masoquistas, sádicos, autodestructivos, narcisistas, consultaban a otros especialistas que no obtenían mejores resultados que él.12 Pero solo Freud fue acusado de todas las ignominias, en vida y más aún después de su muerte: impostor, estafador, codicioso, etc.

Por eso es tan importante estudiar en detalle ciertas terapias psicoanalíticas, algunas de las más desastrosas y algunas de las más satisfactorias. Destaquemos en primer lugar que, de ciento veinte pacientes tratados por Freud —sin distinción de tendencias—, una veintena no sacó beneficio alguno de la cura y alrededor de diez la rechazaron al extremo de odiar al terapeuta. En su mayoría, estos pacientes recurrieron a otras terapias, en idénticas condiciones económicas, y no lograron mejores resultados. Hasta el día de hoy ningún investigador ha sido capaz de decir cuál habría sido el destino de esos pacientes si nunca hubieran hecho nada para tratar sus padecimientos.

A comienzos del siglo fue en Trieste, ciudad portuaria y barroca por entonces bajo la dominación austríaca, y vía de paso entre la Mitteleuropa y la península italiana, donde echó raíces una de las aventuras clínicas más singulares a las que Freud habría de enfrentarse. En octubre de 1908 vio llegar a la Berggasse a un joven estudiante de medicina, Edoardo Weiss, que le profesaba una gran admiración desde su lectura de La interpretación de los sueños. Weiss era hijo de un industrial judío originario de Bohemia que había hecho fortuna con el comercio de aceites alimentarios: «Cuando me preparaba para irme», diría a Kurt Eissler,

 

Freud me preguntó por qué estaba tan apurado. Supuse entonces que estaba contento de conocer a alguien que venía de Trieste. En el pasado él mismo, como se sabe, había estado en la ciudad juliana. Amaba Italia y lo regocijaba la idea de que una persona procedente de Trieste se interesara en sus trabajos. Yo tenía entonces diecinueve años. Una vez terminada la visita, le pregunté cuánto le debía por la consulta, y él, de manera encantadora, me contestó que no aceptaba nada de un colega.13

 

Freud no quería llevar a cabo el análisis de quien iba a ser el introductor de su doctrina en Italia y uno de sus mejores discípulos. Por eso lo derivó para que se formara en el diván de Paul Federn, que llegaría a ser maestro y amigo de Weiss hasta en el exilio americano.

Muy semejantes a los vieneses de la Belle Époque, los intelectuales triestinos se pretendían «irredentistas». Manifestaban no solo una compleja reivindicación de su identidad italiana, sino también un profundo apego a esa cultura europea que los hacía sensibles a todos los grandes movimientos de la vanguardia literaria y artística. En cuanto a los intelectuales judíos desjudaizados y pertenecientes a la burguesía comercial —rica o sin dinero—, aspiraban a una emancipación idéntica a la de los vieneses, y planteaban a la vez una crítica feroz y melancólica de la monarquía de los Habsburgo. En síntesis, se sentían más italianos que austríacos, más judíos que italianos y lo bastante atormentados por sus neurosis familiares para sentirse atraídos por la idea de explorar su subjetividad.

En el mismo momento en que Weiss se comprometía con la causa del psicoanálisis, Italo Svevo —seudónimo de Ettore Schmitz— también se interesaba por la obra freudiana, que en esa época era comentada con pasión por la intelligentsia triestina: un verdadero «ciclón», según Giorgio Voghera.14 Svevo, también procedente de una familia de comerciantes judíos, se había casado con su prima Livia Veneziani, cuyos acaudalados padres se habían convertido al catolicismo y cuyo hermano, Bruno Veneziani, homosexual, fumador y toxicómano, era un amigo de juventud de Weiss. Mientras entablaba amistad con Umberto Saba, poeta triestino, pronto analizado por Weiss, y con James Joyce, que enseñaba inglés en la Berlitz School de Trieste, Svevo, tan adicto al tabaco como Freud, publicó dos novelas sin conocer el éxito. Y cuando en 1911 conoció a Isidor Sadger, de veraneo en Bad Ischl, lo hizo partícipe de su dependencia de la nicotina.15

Bajo la apariencia de la normalidad más grande en su vida profesional de hombre de negocios que dirigía la empresa de sus suegros,16 en privado Svevo no dejaba de sufrir la invasión de fantasías sexuales y homicidas. Soñaba con devorar a su mujer a pedazos empezando por los botines, se mostraba celoso y excéntrico y pensaba sin cesar en morderle la cara. Así, se parecía a tal punto a un personaje de novela que Joyce se inspiró en él para esbozar su retrato de Leopold Bloom en Ulises. También se acordaría de Livia y de su «larga cabellera rubia» en el momento de acometer Finnegans Wake.

En cuanto a Olga Veneziani, madre de Livia y de Bruno, parecía directamente salida de un relato de los grandes casos freudianos. Extremadamente nerviosa, odiaba a su yerno, sufría las calaveradas de un marido que la engañaba y «llenaba el mundo de calderas»;17 estaba tan prendada de su único hijo varón que quería hacer de él un genio: músico glorioso y gran empresario. Por eso Bruno sufrió, desde su infancia, graves convulsiones, por las que lo trataba sin el menor resultado Augusto Murri, una de las eminencias de la medicina positivista de la época.18 Frente al influjo de esa madre riquísima y afectada por la desmesura, aquel experimentaba un sentimiento de horror y llevaba una vida escandalosa en la que exhibía abiertamente su homosexualidad.

Por consejo de Weiss y su madre, Bruno Veneziani consultó a varios psicoanalistas: Wilhelm Stekel, Isidor Sadger, Rudolf Reitler, Karl Abraham. Luego, entre 1912 y 1914, visitó de tanto en tanto el diván de Freud, que tardó mucho en darse cuenta de que ningún tratamiento acabaría con esas patologías, tan intensamente deseadas por el paciente. El 31 de octubre de 1914, exasperado, afirmó que no había nada que hacer con ese «mal tipo», y Abraham le señaló que el narcisismo de este terrible paciente se sustraía a toda forma de interpretación.19 Impresionado por el fracaso radical del tratamiento de su cuñado y por las sumas invertidas en su curación, una viva amargura embargó a Svevo, que se forjó la convicción de que la terapia psicoanalítica era peligrosa: es inútil, diría, querer explicar qué es un hombre. Solo la novela vivida como un autoanálisis permitiría, a su juicio, no «tratar la vida», sabiendo que esta es en sí misma una enfermedad mortal.

Veneziani regresó a Trieste mientras Svevo se proponía, en plena guerra, traducir textos de Freud, al mismo tiempo que pensaba en la génesis de una nueva novela que tendría por objeto la historia de una falsa curación psicoanalítica y por tema el tabaquismo de un hombre afectado por el síndrome «del último cigarrillo». ¿Cómo poner fin a una adicción así, como no fuera no tomando jamás la más mínima decisión de deshacerse de ella? Pregunta freudiana por excelencia.

En 1919 Bruno Veneziani, adicto también a la morfina, volvió a emprender a petición de su madre su interminable periplo curativo, en el momento mismo en que Svevo comenzaba a escribir la historia de su doble —Zeno Cosini—, que era también la de Ettore Schmitz y Edoardo Weiss. Y fue entonces cuando este último propuso a Bruno regresar al diván de Herr Professor y participar en las reuniones de la WPV. Pero Freud dio una respuesta negativa a ese proyecto:

 

Creo que no representa un caso favorable. Le faltan dos cosas: por un lado, un conflicto entre su yo y sus exigencias pulsionales, lo cual hace que esté satisfecho consigo mismo y padezca el antagonismo de circunstancias externas; por otro, le falta un yo más o menos normal y capaz de cooperar con el analista. Sin ello, intenta siempre engañarlo y deshacerse de él mediante el fingimiento. De ahí la existencia en él de un yo narcisista en extremo, refractario a toda influencia y servido, desgraciadamente, por un talento y unos dones personales.20

 

Freud destacaba que Olga no quería soltar a su hijo, y recomendaba enviar al paciente al sanatorio de Baden-Baden. Bruno Veneziani se trasladó de inmediato al lugar, donde, bajo la atención de Groddeck y en tres estancias sucesivas, conoció a un nuevo amante sin renunciar jamás a su toxicomanía. Emigró a continuación a la clínica Bellevue, dirigida por Binswanger, y en ella tuvo la oportunidad de verse frente a los sufrimientos melancólicos de una buena parte de la élite de la intelligentsia europea. Por último, más desdichado que nunca, regresó a Trieste. Internado de manera intermitente en el hospital psiquiátrico, adoptó el papel de un personaje de novela, inepto y decadente, similar al héroe descrito en 1923 por su cuñado en La conciencia de Zeno. Desde el fondo de su infelicidad se convirtió entonces en espectador de las grandes catástrofes de Europa, siempre en busca de una imposible alteridad.

Tras la muerte de Olga, que le legó en 1936 la mayor parte de la herencia familiar, el ex paciente de Freud se instaló en Roma para embarcarse en una ilusoria carrera de concertista barroco. Dos años después, justo antes de emigrar, Weiss lo derivó a un colega junguiano, que se hizo cargo de él y le propuso traducir obras del maestro de Zurich. Finalmente, Veneziani encontró la paz con un amante que lo ayudó a escapar de las persecuciones fascistas. Murió en 1952, con «el hígado corroído por los dolores y los venenos», tras haber cedido la mitad de las acciones de la fábrica de la familia para comprar un clavecín.21

Apoyado en la historia de esta vida extraviada, que le evitó la experiencia del diván, a pesar de que había soñado con analizarse con Freud, Svevo creó uno de los personajes más fascinantes de la literatura del siglo XX: un antihéroe moderno, Zeno, atormentado por su inconsistencia, su melancolía, su tabaquismo y los absurdos de una vida condenada al fracaso. En síntesis, Svevo fue el primer escritor de su generación en crear de principio a fin un paciente freudiano del primer cuarto del siglo XX, enfermo crónico, enfrentado a un psicoanalista impotente y vengativo —el doctor S.—, obsesionado con la muerte del padre y el poder de las mujeres, que rivaliza con un álter ego suicida y sueña por fin con una grandiosa catástrofe que haga estallar el planeta: «Y otro hombre», escribe, «hecho también como todos los demás, pero un poco más enfermo que ellos, robará ese explosivo y se situará en el centro de la Tierra para colocarlo en el punto donde su efecto pueda ser más fuerte. Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la Tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades».22

Como se mantenía deliberadamente al margen de la modernidad literaria, sobre todo cuando esta se inspiraba en su obra, Freud no se interesó nunca en La conciencia de Zeno. En cuanto a Weiss, se negó a hacer una reseña de la novela, pese a la petición del autor. Peor aún, treinta años después de la muerte de este seguía afirmando que la novela no reflejaba en absoluto el método psicoanalítico y que él mismo no se parecía al doctor S.23 Una vez más, como la mayor parte de los psicoanalistas, buscaba en las obras literarias el reflejo de la doctrina freudiana, sin atribuir la menor importancia a la contribución que dicha doctrina había hecho a la renovación de la literatura.

Años después de su muerte Edoardo Weiss fue a su vez la víctima expiatoria de su propio método, cuando algunos comentaristas, armados con la doctrina freudiana, explicaron que su rechazo de la novela se debía a una contratransferencia negativa con Svevo, quien habría cometido el sacrilegio de no respetar su «autoridad paterna».24

El destino de Veneziani se asemeja en definitiva a los de Otto Gross, el barón Von Dirsztay, Victor Tausk, Horace Frink y muchos otros, como Carl Liebman.25 Estos son en cierta forma los antihéroes de la historia de la saga freudiana. Olvidados, rechazados o maltratados por la historiografía oficial, luego revalorizados por los antifreudianos, constituyen una suerte de comunidad maldita que ya ningún historiador puede ignorar, so pena de no comprender en absoluto la complejidad de la aventura freudiana.

Después de 1920 Freud podría haber experimentado una gran felicidad al contemplar el inmenso éxito que el psicoanálisis experimentaba de un extremo a otro del planeta. En esa época era absolutamente evidente que su causa progresaba, y sin embargo la situación apenas lo satisfacía. Todo sucedía como si temiera que, después de haber sufrido el rechazo de sus ideas, ahora solo se las aceptara para deformarlas. ¿Qué hará la «chusma» cuando yo ya no esté vivo?, se decía, pensando en todas las «desviaciones» que los contemporáneos infligían a su doctrina. Como muchos fundadores, Freud pretendía ser el custodio feroz de sus conceptos e invenciones, y corría de tal modo el riesgo de legitimar a los idólatras o los cándidos.

Con ese estado de ánimo recibió en la Berggasse a todos los pacientes procedentes de los países vencedores —y en especial a los norteamericanos—, que le aportaban divisas al acudir a formarse en la profesión de psicoanalista, a la vez que deseaban conocerse a sí mismos. Por más que refunfuñara, Freud estaba sin duda obligado a admitir que esas sesiones francamente realizadas en inglés con discípulos dispuestos a cooperar le planteaban un futuro posible para el psicoanálisis, con el que ni siquiera había soñado. Fue así que se vio forzado a moderar su antiamericanismo y admitir que otras tierras prometidas se abrían a su doctrina: Francia, el Reino Unido, Estados Unidos, América Latina, Japón, etc.

Nacido en Nueva York y perteneciente a una familia de sastres judíos originarios de Ucrania, Abram Kardiner, joven médico de treinta años, viajó a Viena en octubre de 1921 para emprender una cura con Freud, como lo harían en la época varios de sus compatriotas: Adolph Stern, Monroe Meyer, Clarence Oberndorf, Albert Polon, Leonard Blumgart.26 Apasionado por la antropología y contrario a los dogmas, ya practicaba el análisis tras una primera cura que consideraba insuficiente, en el diván de Horace Frink.

Durante seis meses contó a Freud la historia de sus padres, emigrantes pobres que huían de las persecuciones antisemitas: la llegada a la isla Ellis, la búsqueda de un empleo, la muerte de su madre enferma de tuberculosis cuando él tenía tres años, las oraciones pronunciadas en una lengua que él no conocía, el miedo al paro, el hambre y, después, la entrada en escena de una nueva mamá, llegada de Rumanía y que había suscitado en él un intenso deseo sexual. Kardiner habló de su afición a la música, del descubrimiento de su judeidad, de la lengua yiddish y del antisemitismo, de su deseo de ser un gran «doctor» y de su interés por las comunidades minoritarias —indios, irlandeses, italianos—, ese famoso melting pot que no dejaba de tener semejanza con el de la Mitteleuropa.

Kardiner evocó también sus recuerdos de adolescente. Su madrastra padecía una malformación del útero que le impedía tener más hijos, cosa que a él le alegraba. En cuanto a su padre, recordó que antaño había insultado y golpeado a su madre, con quien se había casado sin amarla. Por eso Abram había guardado en la memoria el recuerdo de esa mujer desdichada que lo había traído al mundo sin disfrutar de tiempo para criarlo. Bajo la influencia de su segunda madre adorada, el padre del paciente había podido llegar a ser un verdadero esposo dedicado a su familia. Tras amores difíciles con una muchacha, seguidos de un estado depresivo, Kardiner se había sumergido en los estudios de medicina, pasando así del estatus de hijo de un sastre judío naturalizado norteamericano al de brillante intelectual seducido por el psicoanálisis y el culturalismo. Sufría no obstante una fuerte angustia, que lo hacía frágil en todos los acontecimientos de su vida.

Contó a Freud dos sueños. En el primero veía a tres italianos que, con el pene erecto, le orinaban encima, y en el segundo se acostaba con su madrastra. Kardiner era sin lugar a dudas un «paciente freudiano» ideal, inteligente, capaz de soñar, afectado por una neurosis fóbica y una fijación amorosa con una madrastra sustituta de una madre víctima de un padre perseguido, que antes de emigrar había hecho un matrimonio concertado. Pero él deseaba simplemente esa experiencia con el maestro vienés, sin manifestar por él la más mínima idolatría. Si bien lo admiraba, discutía con franqueza sus interpretaciones.

No fue ese el caso de Clarence Oberndorf, en tratamiento al mismo tiempo que Kardiner, y fundador con Brill de la New York Psychoanalytic Society (NYPS). Freud lo despreciaba y lo consideraba estúpido y arrogante.27 Sin embargo, Oberndorf le era mucho más fiel que Kardiner, aunque tuviera muchas reservas —con toda la razón— con respecto a la manía de los psicoanalistas de buscar «escenas primordiales» por todas partes. Y ya estimaba que las curas a la antigua habían dejado de servir en los tiempos modernos.28

El primer día de su análisis contó un sueño en el cual lo llevaban a un destino desconocido en una calesa tirada por dos caballos, uno negro y otro blanco. Freud sabía que su paciente, nacido en Atlanta y perteneciente a una familia sudista, había tenido en su infancia una nodriza negra por la cual sentía mucho afecto. Por eso dio de entrada a ese sueño una interpretación inapelable: Oberndorf no conseguiría casarse porque era incapaz de decidirse entre una mujer blanca y una mujer negra. Fuera de sí, el paciente discutió durante varios meses ese sueño con Freud y Kardiner.29 Se sentía aún más humillado por el hecho de ser ya un analista curtido, formado en el diván de Federn y avezado, él mismo, en la interpretación de los sueños. Según Kardiner, permaneció soltero y Freud no dejó de despreciarlo.

Freud tenía motivos para sentirse mucho más feliz con Kardiner que con Oberndorf. Como una profetisa danubiana, le explicó que se había identificado con la desdicha de su madre —lo cual testimoniaba una «homosexualidad inconsciente»—, que los tres italianos de su sueño representaban a su padre, por quien se sentía humillado, y que la ruptura con su prometida repetía un abandono primordial que nunca más se produciría porque él se había recuperado por sí solo. En relación con otro sueño, Freud interpretó que Kardiner deseaba seguir sometido a su padre para no «despertar al dragón dormido». Se equivocaba en dos aspectos —la homosexualidad inconsciente y la sumisión al padre—, y el paciente se dio cuenta.

Al cabo de seis meses Freud consideró que Kardiner estaba muy bien analizado y le pronosticó una magnífica carrera, un éxito económico excepcional y un dichoso destino en su vida amorosa: había visto bien. En 1976, apartado del dogmatismo psicoanalítico y en disidencia tanto con el edipismo generalizado como con las interpretaciones canónicas sobre la homosexualidad reprimida o la ley del padre, Kardiner recordó con deleite el tiempo pasado en la Berggasse:

 

Hoy, que tengo una perspectiva de conjunto, diría que Freud llevó a cabo un brillante trabajo con mi análisis. Si era un gran analista, es porque jamás utilizaba expresiones teóricas —al menos en esa época— y formulaba sus interpretaciones en un lenguaje corriente. Con la excepción de su referencia al complejo de Edipo y al concepto de homosexualidad inconsciente, trataba el material sin separarlo de la vida cotidiana. En cuanto a su interpretación de los sueños, era excepcionalmente penetrante e intuitiva.

 

Y añadía, con respecto al error de Freud acerca del «dragón dormido»: «El hombre que había inventado el concepto de transferencia no sabía reconocerlo cuando se presentaba. Se le había escapado una sola cosa. Sí, por supuesto, yo le tenía miedo a mi padre cuando era pequeño, pero en 1921 el hombre al que temía era Freud en persona, que podía darme la vida o destruirla, cosa que ya no sucedía con mi padre».30

Lo que realza el interés de este testimonio es el hecho de que Kardiner había viajado a Viena porque juzgaba insuficiente su análisis con Frink. Ignoraba, de todos modos, que el tratamiento de este con Freud había sido muy difícil. Había notado la agresividad de Frink, sí, pero no había discernido en él signos de psicosis. Más dogmáticamente freudiano que el propio Freud, Frink había interpretado como un deseo de muerte edípica la relación de Kardiner con su padre: «Usted estaba celoso de él y celoso de que poseyera a su madrastra», le había dicho. Y esta interpretación errónea había inducido en Kardiner un recrudecimiento de la angustia y el anhelo legítimo de poner fin a la terapia psicoanalítica. Sin tratar de perjudicar a Frink, Freud la invalidó. Pero al final del análisis confió sus temores a Kardiner. Los problemas terapéuticos ya no le interesaban, dijo: «Actualmente me impaciento demasiado. Padezco una serie de discapacidades que me impiden ser un gran analista. Entre otras, soy excesivamente padre. Y me ocupo en demasía de la teoría».31

En abril de 1922, cuando Kardiner afirmó delante de él que el psicoanálisis no podía perjudicar a nadie, Freud le mostró dos fotografías de Frink, una tomada antes de su análisis (octubre de 1920) y otra, un año después.32 En la primera, Frink se parecía al hombre que Kardiner había conocido, mientras que en la otra tenía un aspecto azorado y demacrado. ¿Era realmente la experiencia del diván la que había provocado esa metamorfosis? Kardiner dudaba de ello mucho más que Freud,33 que nunca logró liberarse de la pesadilla de esa cura trágica en la que se entremezclaban relaciones conyugales, adulterio, endogamia psicoanalítica y error de diagnóstico.

Nacido en 1883, Horace Westlake Frink no era ni judío, ni hijo de inmigrantes europeos, ni rico, ni neurótico. Dotado de una inteligencia excepcional, había comenzado muy tempranamente a estudiar psiquiatría para ser psicoanalista. Víctima desde su juventud de una psicosis maníaco depresiva, había estado en análisis con Brill y luego se incorporó a la NYPS, antes de publicar, algunos años más tarde, un verdadero best seller que contribuyó a incrementar aún más la popularidad del freudismo del otro lado del Atlántico.34 En 1918 era ya uno de los psicoanalistas más reputados de la costa Este, sin que dejara de sufrir, empero, crisis maníacas y melancólicas con delirios y obsesiones suicidas. Repartía su vida entre su esposa legítima, Doris Best, con quien había tenido dos hijos, y su amante, Angelika Bijur, su ex paciente, una riquísima heredera casada con Abraham Bijur, un ilustre jurista norteamericano analizado por él y luego por Thaddeus Ames.

Presionado por su amante que lo instaba al divorcio, Frink se trasladó a Viena para emprender una psicoterapia con Freud a fin de decidir cuál sería la mujer de su vida. A su vez, Angelika (Angie) consultó al mismo Freud, que le aconsejó divorciarse y casarse con Frink; de lo contrario, este corría el riesgo de hacerse homosexual de una manera más o menos disimulada. Y, del mismo modo, diagnosticó en su paciente una homosexualidad reprimida. En realidad, estaba encandilado por ese hombre brillante a quien calificaba de «muy amable muchacho, cuyo estado se estabilizaría con un cambio de vida». Y lo alentó a reemplazar a Brill.35

Para Frink era imposible aceptar semejante diagnóstico. Sin embargo, cegado por el influjo que ejercía sobre Herr Professor, tomó la decisión de abandonar a Doris y casarse con Angie. Escandalizado por ese comportamiento, que juzgaba contrario a toda ética, Abraham Bijur redactó un borrador de carta abierta para el New York Times, en el cual trataba a Freud de «gran doctor impostor». Entregó una copia a Thaddeus Ames y este la envió a Freud junto con un comentario sobre la peligrosa situación en que se vería la NYPS si la prensa la publicaba. En una carta a Jones, que intentaba apagar el incendio, Freud afirmó que Angie había entendido mal sus palabras. Señaló no obstante —y ese era su pensamiento profundo— que la sociedad toleraba mejor el adulterio que el divorcio entre dos personas desdichadas en pareja pero deseosas de volver a casarse.36 Una manera de confesar que, en efecto, había empujado a Horace y Angie al divorcio, toda vez que, en su opinión, ya no se entendían con sus respectivos cónyuges.

En otras circunstancias Freud tomaba decisiones diferentes, sobre todo cuando tenía la convicción de que un adulterio no era más que el síntoma de un problema no resuelto con un cónyuge al que todavía se amaba. En síntesis, así como condenaba el adulterio, también favorecía las «buenas separaciones», con la condición de que resultaran en un nuevo matrimonio. En lo tocante a este asunto, se equivocaba gravemente con Frink. Y perseveró en el error al enviarle una carta insensata:

 

He exigido a Angie que no repita a extraños el consejo que le he dado: casarse con usted porque usted corría el riesgo de sufrir una descompensación nerviosa. [...] ¿Puedo sugerirle que su idea de que ella ha perdido una parte de su belleza podría transformarse en la idea de la adquisición de una parte de su fortuna? Usted se queja de no comprender su homosexualidad, lo cual implica que no es consciente de su fantasía de hacer de mí un hombre rico. Si todo resulta bien, convirtamos ese obsequio imaginario en una contribución real al fondo psicoanalítico.37

 

Como todos sus discípulos, Freud contribuía a la financiación del movimiento psicoanalítico. Y en este aspecto no es de sorprender que haya sido capaz de plantear la idea de que Frink también podía participar en ese financiamiento mediante una donación, a fin de sanar de sus fantasías. En cuanto a la interpretación de que una mujer que a ojos de su amante ha perdido su belleza pueda ser deseada por su fortuna, suponía una concepción tradicional de la familia burguesa. Freud, en consecuencia, se comportaba con su paciente como una suerte de casamentero paternal a la antigua, y confundía así diván y asesoramiento conyugal. Prueba de que no había comprendido nada de la locura de Frink, a quien tomaba por un neurótico inteligente que reprimía su homosexualidad enfocada en el padre. Una vez en libertad de casarse con su amante, aquel experimentó un pavoroso sentimiento de culpa y volvió una vez más a Viena en noviembre de 1922. En el transcurso de un episodio delirante se imaginó metido en una tumba, y durante las sesiones no hacía más que dar vueltas frenéticas en círculo, a tal punto que Freud tuvo que contratar a un médico, Joe Asch, para que lo cuidara y lo vigilara en su hotel. La situación empeoró cuando Doris murió a raíz de una neumonía tras la boda de su ex marido con Angie. Frink afirmó entonces que amaba a su primera mujer y comenzó a violentar a la segunda.

En mayo de 1924 Freud se vio obligado a desautorizar a su paciente y declararlo enfermo mental e inepto para dirigir la NYPS:

 

Yo había depositado todas mis esperanzas en su persona, a pesar de la naturaleza psicótica de sus reacciones en el transcurso del análisis [...]. Cuando vio que no estaba autorizado a satisfacer libremente sus deseos infantiles, se derrumbó. Sucedió lo mismo en la relación con su nueva esposa. Con el pretexto de que era imposible tratar con ella en las cuestiones de dinero, él no recibió todos los signos de afecto que no dejaba de reclamarle.38

 

Internado a petición propia en la clínica psiquiátrica del hospital Johns Hopkins de Baltimore, y puesto bajo los cuidados de Adolf Meyer, Frink se enteró de que Angie quería separarse de él. Tras una vida hecha de alternancias entre la exaltación y la melancolía, murió olvidado en 1936.

Cuarenta años después, su hija, Helen Kraft, encontró en los papeles de Adolf Meyer la correspondencia de su padre con Freud, así como varios documentos cuyo contenido hizo público, a la vez que acusaba de impostor al maestro de Viena.39 Los partidarios del antifreudismo aprovecharon entonces para sostener que Freud había manipulado a todos sus pacientes, quienes, según ellos, habían sido víctimas de las perfidias de su doctrina. En cuanto a los psicoanalistas, siguieron ignorando tranquilamente los errores clínicos del maestro idolatrado.

Tras este episodio el aborrecimiento que Freud sentía por Estados Unidos y los estadounidenses se intensificó, lo que le valió una áspera y lúcida respuesta de Jones:

 

Me acuerdo de estas palabras de Pitt: no se incoa un proceso a una nación. Son seres humanos, con las mismas potencialidades que otros. [...] Dentro de cincuenta años serán los árbitros del mundo, de modo que es imposible ignorarlos. Sea como fuere, perseveraré en mis esfuerzos por consolidar allí la implantación aún discreta del psicoanálisis.40

 

Durante esos años, en el barrio londinense de Bloomsbury, se reunía la élite inconformista de la literatura, las ciencias, la economía y las artes alrededor de Virginia Woolf, Lytton y James Strachey, Dora Carrington, John Maynard Keynes y Roger Fry. Animados de una voluntad feroz de desterrar el espíritu victoriano y poner fin a las guerras imperiales, los miembros de esa élite habían rechazado por objeción de conciencia toda participación en la gran carnicería de las trincheras y proclamaban su deseo de transformar las costumbres de la sociedad británica, instaurar la igualdad entre hombres y mujeres, combatir el imperialismo y moderar los ardores mercantiles del capitalismo.

Por eso defendían, tanto a través de sus prácticas sexuales como en sus escritos, una nueva concepción del amor capaz de provocar la expansión, sin reprimirlas, de todas las llamadas tendencias «naturales» de la persona, y en particular la homosexualidad y la bisexualidad. Pertenecientes a la burguesía intelectual inglesa y formados en las mejores universidades del reino —el Trinity College en Cambridge—, los Bloomsburies admiraban la obra freudiana, consideraban el puritanismo como una amenaza para la civilización y pretendían oponerse a él por medio de un ideal ético y estético fundado tanto en el liberalismo como en el socialismo. En el corazón de esa bella modernidad crítica surgió, con el apoyo de Jones, la escuela inglesa de psicoanálisis, contemporánea del nacimiento del posimpresionismo.

En 1917 Leonard y Virginia Woolf habían fundado la que sería una prestigiosa editorial, la Hogarth Press, destinada a dar a conocer a los autores que ellos estimaban. Un año después Lytton Strachey publicaba en esa editorial su biografía de cuatro victorianos eminentes, considerados como héroes en cada uno de sus ámbitos: Florence Nightingale, Thomas Arnold, Charles Gordon y Edward Manning. Pero los describía bajo una luz sombría para poder criticar, a través de su acción, los aspectos negativos de la política victoriana: evangelismo corto de miras, colonialismo, sistema educativo represivo, humanitarismo egoísta. Strachey reivindicaba, por otra parte, el derecho del escritor a interpretar libremente los hechos e introducir en el relato una escritura del yo. En ese sentido, renovaba el arte biográfico en una perspectiva intimista que no estaba lejos de la del psicoanálisis.

Además, Lytton Strachey se interesaba tanto en Freud como en la vida atormentada de los héroes de la monarquía inglesa. Y por eso, después de escribir una sátira de los victorianos eminentes, consagró dos obras a la vida amorosa de dos grandes reinas: Isabel I y Victoria. Ambas tenían como punto en común el hecho de haberse dejado dominar, al final de su vida, por amantes cuya existencia misma implicaba una contradicción con el ideal que había marcado su reinado.

Es sabido que durante más de diez años, de 1587 a 1601, Isabel sintió una pasión arrolladora por su muy joven primo, Robert Devereux, conde de Essex, que no cesó de imponerle la idea de que los más altos cargos del Estado le correspondían a él. Para tener mayor ascendiente sobre esa reina que envejecía y era víctima de oscuros tormentos sexuales, Devereux la provocaba, la amenazaba, se retiraba abruptamente en su castillo y expresaba rencor y amargura, para obtener su perdón y volver con los mismos hechizos. Para terminar de una vez con tantas locuras, que amenazaban hundir el reino en la anarquía, Isabel, carcomida por la pena y los sufrimientos, lo hizo asesinar sin aceptar jamás una relación carnal con él. En su libro, Strachey trazaba un cuadro de los misterios de la era barroca y de la implacable voluntad isabelina de encarnar una imagen perfecta, conforme a su leyenda, en vez de rebajarse a ser una mujer común y corriente.

De igual modo, se dedicaba a describir la pasión experimentada por Victoria, tras la muerte del príncipe Alberto, por el antiguo escudero de este, James Brown. Transgrediendo sus propios códigos, la reina había hecho de este favorito brutal y vulgar el instrumento de su revancha contra un reinado que, según su voluntad, debía mantener las apariencias de la mayor perfección.41

En cuanto a Keynes, que llegaría a ser uno de los más grandes economistas del siglo XX, tenía en común con Freud, no la memoria invertida de las dinastías heroicas, sino un franco aborrecimiento por el Tratado de Versalles. Miembro de la delegación inglesa en el momento de las negociaciones de París, se había rebelado contra la política francesa consistente en humillar a Alemania. En 1919 escribió un panfleto para denunciar esa «paz cartaginesa» y profetizar que sus consecuencias serían desastrosas para Europa, y sostener que el tratado provocaría un resentimiento popular incontrolable en el mundo germanoparlante y en el corazón de los imperios desintegrados.42 No se equivocaba.

James Strachey, el hermano de Lytton, deseaba desde hacía tiempo viajar a Viena para formarse en el diván de Herr Professor a fin de ser psicoanalista. Pero, poco adinerado, no podía abonar por su cura los mismos honorarios que los psiquiatras norteamericanos. Por eso pidió a Jones que intercediera en su favor, cosa que este último hizo de inmediato. Deseoso de desplegar una política de conquista en la otra orilla del Atlántico, Jones tenía conciencia, por un lado, de que Freud nunca se entendería con sus discípulos norteamericanos, y por otro, de que el movimiento inglés era capaz de erigirse en un útil contrapeso a la futura potencia estadounidense.

En su opinión, Strachey era pues la persona indicada. Inteligente, culto, refinado, cáustico, tolerante, alejado de todo espíritu mercantil, despojado de pragmatismo y ya comprometido en una causa intelectual de la que el psicoanálisis formaba parte, no estaba a la búsqueda, a los treinta años, de un padre de reemplazo con el cual pudiera rivalizar, ni de un hermano que lo dominara, ni de una madre que se pareciera a su hermana, ni del sustituto de una nodriza posesiva. Tampoco era presa de una homosexualidad reprimida. Para terminar, no era ni judío ni inmigrante y no lo movía una voluntad de revancha social o psíquica. En síntesis, no tenía otro deseo que poner el talento de su pluma al servicio de una aventura espiritual que juzgaba excepcional. Bisexual declarado, enamoradizo de muchachos que parecían mujeres y de mujeres con apariencia de varón, no padecía ninguna patología en especial y había recibido una notable educación dentro de una sorprendente familia atípica en la que se cultivaba el amor por los libros y las libertades. A lo sumo, mostraba un síntoma permanente de indecisión y una elocución difícil ligada a «cierto» cansancio de existir.

En 1920 se casó con Alix Sargant-Florence, que terminó por ser su compañera de toda la vida. También ella provenía de una familia inconformista. Su madre, feminista comprometida y viuda al nacer Alix, la había alentado a estudiar, y fue en el Newnham College de Cambridge donde ella descubriría la obra freudiana. Desde la infancia se negaba a usar ropa femenina y a los veinte años, después de atravesar un período de anorexia mental, experimentó su primera crisis melancólica.

Cuando conoció a James se enamoró locamente; él, por su parte, la consideró deliciosa: «un verdadero varón», escribía. De viva inteligencia, Alix intentaba siempre disimular su estado detrás de un velo de risas, detalle que no escapó a Virginia Woolf, a quien le gustaba compararla con una «desesperación sepulcral». Como James, ella sufría de cierta incapacidad para escoger la actividad de su gusto, pero también padecía estados depresivos y crisis de palpitaciones.43 Quería participar en la causa psicoanalítica.

En agosto de 1920 James y Alix se instalaron en Viena, y en octubre James comenzó su análisis con Freud:

 

Todos los días, salvo el domingo, paso una hora en el diván de Freud [...], un hombre muy afable y un artista asombroso. Cada sesión se construye prácticamente como un todo orgánico y estético. A veces los efectos dramáticos son desconcertantes y hasta estrepitosos [...]. Sentimos que en nuestro interior suceden cosas terribles y no logramos saber de qué se trata; Freud, entonces, da una pequeñísima indicación y algo se aclara, captamos otra cosita y al final toda una serie de fenómenos se tornan más claros; nos hace una pregunta más, le damos una última respuesta, y mientras toda la verdad se nos devela de tal modo, él se levanta, atraviesa la habitación hasta el timbre y nos acompaña a la puerta [...]. Hay otros momentos en que uno permanece tendido durante toda la sesión con un peso enorme en el estómago.44

 

Es evidente que Freud no se comportaba de la misma manera con Strachey que con sus pacientes norteamericanos. Abram Kardiner se percató de ello cuando habló de su terapia psicoanalítica con él y con John Rickman, que también se analizaba con el profesor. Freud hablaba mucho con los norteamericanos y muy poco con los ingleses. Y Kardiner, con humor, dedujo que esa actitud había dado origen a la escuela inglesa de psicoanálisis: «El analista no abre la boca salvo para decir “buenos días” y “hasta la vista”. Y así durante cuatro, cinco o seis años».45 Rickman, por su parte, tuvo la impresión de que el silencio de Freud y sus «ausencias» se debían a su enfermedad. Versado en arqueología, señaló además que había comprado algunas estatuillas falsas y que no distinguía bien los objetos griegos de los egipcios.46

El testimonio de Kardiner sobre las sesiones silenciosas e interminables, típicas de la década de 1950, no corresponde a la experiencia vienesa de los años veinte. Y hay que pensar más bien que Freud no necesitaba asestar tal o cual interpretación a Strachey y que Rickman le resultaba sencillamente antipático.

Herr Professor no tuvo la curiosidad de interesarse en la obra de Virginia Woolf, pero admiraba la de Lytton Strachey y estaba impresionado con James. En cuanto a Alix, si bien no tenía la intención de analizarse, con motivo de una de sus «crisis» pidió a James que organizara una cura de a tres, cosa contraria a la ética misma del psicoanálisis. No obstante, interesado en las reacciones y contrarreacciones generadas por esa experiencia, Freud decidió analizar simultáneamente a Alix y James. En el invierno de 1922 los declaró aptos para la práctica, pero aconsejó vivamente a Alix que consultara a Abraham. Sabia decisión: Abraham era por entonces uno de los mejores clínicos de la melancolía.

Algunas semanas después de ese análisis, que iba a extenderse, con interrupciones, hasta el invierno de 1922, Freud propuso a Strachey la traducción de varias de sus obras: «En los Strachey», escribe Meisel,

 

encontró la encarnación perfecta de lo que Inglaterra, su país preferido, significaba para él. Veía en ellos la sensibilidad adecuada para traducir su obra a la única lengua, además del alemán, con la cual se sentía en armonía. Era la lengua de su poeta favorito, Milton, una lengua embellecida por la urbanidad chirriante del esteticismo contemporáneo.47

 

Ayudado por Alix, James encontró por fin su camino para realizar la gran obra de su vida: la traducción completa de la obra de Freud al inglés, la futura Standard Edition. Tal fue pues el éxito de ese análisis fundado en una transferencia a la lengua de Freud más que a su persona. El objetivo de Strachey, su cultura, su formación, su adhesión al espíritu de los Bloomsburies, coincidían además con el ideal de Freud, que había querido ser a la vez escritor y hombre de ciencia.

Las primeras traducciones realizadas por Brill eran mediocres; por otra parte, antes de conocer a Strachey, Freud solo se había preocupado de difundir sus ideas en el extranjero, sin prestar demasiada atención a la manera como un traductor pudiera encarnar su estilo, trasladar sus conceptos o establecer un verdadero aparato crítico con notas, bibliografía científica, fuentes y remisiones. James comenzó por publicar en la Hogarth Press tres volúmenes de Collected Papers, y fue Jones quien, a continuación, tuvo la idea de llevar a cabo la edición completa y hacer que las sociedades psicoanalíticas norteamericanas financiaran el trabajo, sin dejar de poner la empresa bajo la égida de Gran Bretaña.

Consciente de que el movimiento psicoanalítico norteamericano estaba destinado a ganar amplitud, Jones —ya lo hemos dicho— tenía la inquietud de fortalecer el poderío inglés. En 1919 había fundado la British Psychoanalytical Society (BPS) para sustituir a la antigua London Psychoanalytic Society (LPS) creada en 1913, y a posteriori reunió a su alrededor a muchos adeptos, entre ellos Barbara Low, John Rickman, Sylvia Payne, Joan Riviere, Ella Sharpe y Susan Isaacs. En 1920 publicó el primer número del International Journal of Psychoanalysis (IJP), primera revista de psicoanálisis en inglés, que se convertiría en el órgano oficial del Verein y, después, de la International Psychoanalytical Association (IPA).

Con el propósito de honrar la obra de Freud, Strachey jamás fue servil. Su trabajo reflejaba sus propias orientaciones. Así, tendió a hacer caso omiso de todo lo que asociaba el texto freudiano al romanticismo alemán y la Naturphilosophie, para privilegiar su aspecto médico, científico y técnico. Esa decisión se expresó en la elección de algunas palabras latinas y griegas, por un lado, y en cierta «anglización», por otro. De tal modo, para traducir el ello (Es), el yo (Ich) y el superyó (Überich), utilizó los pronombres latinos id, ego y superego, mientras que para investidura (Besetzung) y acto fallido (Fehlleistung) recurrió a términos griegos: cathexis, parapraxis. Para terminar, cometió el error de traducir pulsión (Trieb) como instinct, con el pretexto de que el término drive (trayecto, conducción) —adoptado a continuación— no era conveniente.

Strachey contribuyó de tal manera a acentuar el irreversible proceso de anglofonización de la doctrina freudiana. Su traducción nunca dejó de ser objeto de críticas —injustas, además—, que tuvieron su ejemplo más virulento en Bruno Bettelheim, también él convertido en angloparlante a raíz de su emigración a Estados Unidos. En 1982, en una obra que gozó de gran repercusión, Freud y el alma humana, Bettelheim reprochó a Strachey haber privado al texto freudiano de su «alma alemana» y su «espíritu vienés».48

En tanto que James volvía a Londres para emprender otro tratamiento con James Glover y empezar a trabajar como psicoanalista, Alix, que acababa de curarse de una neumonía contraída en Viena, se instalaba en Berlín. Durante un año tuvo todo el tiempo libre para descubrir, maravillada, otra manera de practicar el psicoanálisis. La sociedad fundada por Abraham estaba entonces en «el apogeo de su espléndida decadencia»49 y la ciudad imperial brillaba aún con todas sus luces antes de la catástrofe de 1933. En ella Alix conoció a la élite del movimiento psicoanalítico germanoparlante, cuyos miembros iban a emigrar pronto a Estados Unidos u otros lugares: Hanns Sachs, Sándor Rado, Franz Alexander, Otto Fenichel, Felix y Helene Deutsch, Hans Lampl, Karen Horney, Ernst Freud. Y aprendió a reconocer las ambivalencias de esa ciudad donde se codeaban las ideas más nuevas y las intolerancias más bárbaras, entre levedad, erupción fratricida y ciénaga relumbrante. En los cafés y los cabarets uno se cruzaba entonces con Bertolt Brecht, George Grosz y toda clase de artistas audaces en busca de nuevas maneras de vivir y pensar.

Alix aprendió a hablar alemán perfectamente, descubrió lo numerosos que eran los judíos en el medio psicoanalítico y saboreó los placeres de las fiestas y el teatro. Un día conoció al célebre doctor Fliess, encantador y anticuado, con su aspecto de enano y su abultado vientre. Había cambiado muy poco, y le preguntó si algún miembro de su familia había muerto en esa época del año, único modo de explicar, a su entender, por qué ella tenía fiebre e inflamación de las amígdalas.

Pero fue al conocer a Melanie Klein, radicada en Berlín desde 1921 y en análisis con Abraham, después de haber pasado por el diván de Ferenczi, cuando Alix tuvo la revelación de lo que podía ser la profundidad clínica del psicoanálisis. Ella, que no quería tener hijos, comprendió muy rápidamente que las conferencias y ponencias de Klein sobre el análisis de niños pequeños, la relación arcaica con la madre o la precocidad del complejo edípico trastocaban la perspectiva freudiana clásica al permitir una comprensión más temprana de la génesis de las neurosis y las psicosis. En tanto que Freud afirmaba que un varón de tres años no tenía conciencia alguna de la existencia de la vagina, Melanie Klein sostenía, al contrario, sobre la base de sus observaciones, que todo niño varón deseaba introducir su pene en la vagina de su madre. En otras palabras, si para Freud el niño era un ser narcisista y salvaje, que recorría «estadios» y a quien era preciso educar, para Klein estaba más cerca del caníbal sádico que busca copular con su madre y está sumido en un mundo interior tejido de fantasías, odio, locura y angustia.

En el octavo congreso del IPV, celebrado en Salzburgo en abril de 1924, Melanie Klein presentó una ponencia sobre el análisis de los niños pequeños en la que afirmaba que la preferencia marcada por el padre del otro sexo aparecía en el segundo año, y que la madre era percibida a partir de entonces como terrorífica y castradora. Había hecho esos «descubrimientos» al analizar a sus propios hijos.50 Separada de su marido, muy pronto enroló a su hija Melitta en su pasión por la causa psicoanalítica. Por entonces, la muchacha estudiaba medicina con el objeto de ser psicoanalista. En Berlín frecuentaba el diván de las voces cantantes del movimiento —Hanns Sachs, Max Eitingon, Karen Horney— y, a la vez, se sentía odiada por su madre, quien, en efecto, la veía ya como una rival. Fue en esa ciudad donde conoció a Walter Schmideberg, psicoanalista vienés culto, alcohólico y homosexual, formado en las filas de la WPV, con quien luego se casaría. Las relaciones ulteriores de Melanie y su hija son una de las páginas más dolorosas de la historia del psicoanálisis.

Por el momento, Alix admiraba el encanto de Melanie, su erotismo, su potencia verbal, esa determinación que, sin embargo, disimulaba un fuerte sufrimiento melancólico. A través de ella, y sin conocer bien su historia, Alix descubrió que las mujeres podían tener un lugar igual a los hombres en la elaboración de las teorías psicoanalíticas. Desde Berlín tomó por tanto distancia con Viena y soñó con ayudar a Melanie a ser inglesa, así como James, en la época, se obstinaba en hacer de Freud un científico británico. Después de facilitar su incorporación a la BPS, Alix sería la traductora de Klein.51

Entretanto, en Berlín, daba cursos de inglés. El 31 de enero de 1925, Melanie, disfrazada de Cleopatra, la arrastró a un baile de máscaras organizado por los socialistas. Las dos mujeres bailaron toda la noche. Quince días después la «policlínica» celebraba su quinto aniversario bajo la batuta de Max Eitingon, y todos tuvieron entonces la impresión de que el movimiento psicoanalítico estaba firmemente arraigado, y lo estaría mucho tiempo, en el corazón de la ciudad berlinesa. Sin embargo, el 25 de diciembre murió Abraham, a los cuarenta y ocho años, a raíz de una septicemia desencadenada por un absceso sin duda causado por un cáncer. Melanie ya había partido con Alix hacia Inglaterra. Abatido, Freud perdía a uno de sus más fervientes discípulos.52 Para esa fecha John Rickman ya había organizado en Londres un instituto de psicoanálisis conforme al modelo de su par de Berlín. Así, el movimiento psicoanalítico inglés estaba cobrando una considerable amplitud en el momento mismo en que los berlineses todavía se veían, frente a los vieneses, como la vanguardia del freudismo europeo.

Así como Freud no comprendía nada de la modernidad literaria que se inspiraba en su descubrimiento, también ignoraba el nuevo arte del siglo, el cinematógrafo, que había nacido al mismo tiempo que el psicoanálisis. Y sin embargo, había una gran proximidad entre los modos de enfocar el inconsciente que uno y otro ponían en práctica. Convencido de que su doctrina no debía en ningún caso popularizarse por ese medio, Freud creía que solo la palabra podía dar acceso al inconsciente. Nueva contradicción: ¿no había afirmado él mismo que el sueño era un viaje a un más allá de la razón? Un viaje visual tramado de hablas y palabras. En realidad, desconocía tanto el arte cinematográfico como el gran movimiento expresionista, que afirmaba su voluntad de expresar, mediante colores violentos o líneas de fractura, una visión de la subjetividad atormentada, pulsional, violenta, caótica, atravesada por un imaginario fantástico.

Es cierto, puede entenderse que Freud se haya negado a prestar su apoyo, por la suma de cien mil dólares, al proyecto de Samuel Goldwyn de realizar una película sobre amores célebres. Pero cuando Hans Neumann, a mediados de los años veinte, invitó a Hanns Sachs a participar en la escritura del guión de Misterios de un alma [Geheimnisse einer Seele], que debía filmar Wilhelm Pabst, cineasta de origen austríaco, Freud adoptó la misma actitud, a pesar de que se trataba de un proyecto muy distinto. Sostuvo que las abstracciones de su pensamiento no podían representarse de manera plástica. No advertía hasta qué punto el cine mudo en blanco y negro había invadido ya el dominio del sueño con sus sobreimpresiones, su técnica del fundido encadenado, sus subtítulos, sus movimientos de cámara capaces de abolir el pasado y el presente, de deslizarse de un decorado a otro, de un rostro a otro, e incluso de representar escenas primordiales, reminiscencias, objetos extraños, y ligar a la vez la alucinación a una realidad sabiamente reconstruida.

Obra maestra del cine expresionista, Misterios de un alma se realizó pues sin la aprobación de Freud y sin despertar siquiera en él el más mínimo interés. Werner Krauss, actor ya de renombre, interpretaba el papel del profesor Matthias, un hombre obsesionado por sus deseos de asesinar con sables y cuchillos, y curado por el psicoanálisis. Se trataba del primer filme inspirado en las tesis freudianas.53 Hanns Sachs había redactado un opúsculo, «El enigma del inconsciente», que funcionó como instrucciones de uso para la película, y su nombre figuraba en los créditos junto al de Karl Abraham. Los dos habían hecho caso omiso de la desaprobación de Freud, que se quedó con las manos vacías, reducido a confesar a Ferenczi su hostilidad al mundo moderno: no le gustaban, le dijo entonces, ni el cine ni las mujeres peinadas à la garçonne.

El 25 de marzo de 1925, fecha del estreno en la gran sala del cine Gloria Palast de Berlín, la prensa recibió el filme con entusiasmo:

 

Imagen tras imagen descubrimos el pensamiento de Freud. Cada rodeo de la acción podría ser una de las proposiciones del hoy tan célebre análisis de los sueños. [...] Los alumnos de Freud pueden regocijarse. Nada en el mundo sería capaz de hacerles publicidad con tanto tacto. Pero también puede estar orgullosa la gente del cine alemán.54

 

Cuando Jones asistió a una proyección de la película en Berlín, la consideró nociva para el psicoanálisis, sin pronunciar siquiera el menor juicio sobre su calidad estética. Lamentaba que en Nueva York pudieran imaginar que Freud había dado su consentimiento a la empresa, origen de una nueva controversia entre vieneses y berlineses.55 En su biografía de Freud, Jones ni siquiera menciona el nombre de Pabst. En lo sucesivo, las relaciones entre los herederos de Freud y los cineastas siempre serían pésimas.56

Si bien Freud no se interesaba en la modernidad artística, nunca dejó de examinar ciertos enigmas que rodeaban a los autores de su predilección. Así, desde hacía algunos años, y en franco desafío a sus discípulos de los años veinte, se adhería a una teoría conspirativa en lo relacionado con la identidad de Shakespeare. Todos los freudianos del primer círculo compartían entonces su idolatría por el gran dramaturgo inglés y todos se entregaban, al igual que en el caso de Leonardo da Vinci, a especulaciones infinitas sobre cada uno de los personajes de su teatro y en especial sobre Hamlet, prototipo del primer neurótico moderno.

A mediados del siglo XIX, con el auge de la ciencia histórica y del arte novelesco ligado a ella, había germinado la idea de que la paternidad de las obras de Shakespeare debía atribuirse a otra persona y no a este. Los partidarios de esta tesis pretendían oponerse a la llamada historia «oficial», y afirmaban entonces que Shakespeare no había nacido en Stratford y que no era más que el testaferro del filósofo empirista sir Francis Bacon.57 Los «antistratfordianos» imaginaban pues la existencia, a fines del siglo XVII, de una conspiración destinada a proteger al verdadero autor de la obra que, a sus ojos, no podía en ningún caso ser el hijo de un guantero, comerciante de pieles y lana y descendiente de campesinos. Pero ¿por qué la elección de Bacon? Porque Delia Salter Bacon, dramaturga norteamericana iluminada, autora en 1857 de un éxito de ventas sobre la cuestión y adepta de esa tesis, había ido a la tumba de Shakespeare y pretendía haberle arrancado sus secretos. Tras sus pasos, una multitud de descifradores de enigmas habían imaginado que Bacon, viejo amigo del conde de Essex, no podía correr el riesgo de pasar por un saltimbanqui. Los antistratfordianos exhibían «un fanatismo absoluto y se adherían a teorías conspirativas que rozaban la paranoia», escribe Peter Gay, y prosigue: «Hacia fines de la década de 1880 el eminente político Ignatius Donnelly, un populista que mostraba cierta inclinación por las causas extravagantes, lanzó así la moda de leer las obras de Shakespeare como un gigantesco pictograma».58

La polémica se reactivó en 1920 por iniciativa de un maestro de escuela, Thomas Looney, un partidario del positivismo de Auguste Comte que, con los mismos argumentos, esta vez atribuía la paternidad de las obras de Shakespeare no a Bacon sino a Edward de Vere, conde de Oxford.59 A diferencia de los otros antistratfordianos, Looney aducía basarse en tesis científicas y daba muestras de tamaña erudición que sus argumentos parecían la antítesis de un delirio monomaníaco. Todo indicaba que estábamos ante un gran sabio solitario que hacía al mundo el regalo de su genial descubrimiento. Por eso Looney logró convencer a varios autores y críticos, entre ellos Mark Twain, de la validez de su gran revisión de las verdades oficiales.60

Nada podía seducir más a Freud, que en la misma época manifestaba gran interés por los fenómenos ocultos, las novelas policíacas y los relatos fantásticos. También él se veía a sí mismo como un descifrador de enigmas, solitario y grandioso, inventor de una doctrina rechazada por la ciencia oficial. ¿No había sido admirador de las tesis de Fliess? ¿No había descifrado la vida enigmática de Leonardo da Vinci al admitir la idea de la presencia de un buitre en un cuadro célebre? Pese a las advertencias de Strachey y Jones, que intentaron en vano disuadirlo de tomar en serio la nueva teoría «oxoniense», comenzó a creer en las extrapolaciones de Looney.

Convencido, después de un «examen» minucioso de los hechos, de que el autor de las obras de Shakespeare no podía ser sino un hombre de letras apasionado por el teatro, gran viajero y de rango social elevado, Looney había indagado durante varios años a quién podía corresponder ese perfil social y psicológico. Y fue así que descubrió en De Vere todos los indicios capaces de apuntalar su tesis. El destino del conde de Oxford coincidía con su hipótesis y Looney añadía a esa certeza la idea de que Hamlet era un «doble» del autor, que hacía un culto de su padre y detestaba a su madre. En otras palabras, sin saberlo, hacía de Hamlet, sustituto de De Vere, un personaje freudiano asediado por su complejo de Edipo.

Freud no renunció jamás a ese revisionismo, del que él mismo no tardaría en ser víctima. Sucede que adoraba los rumores. En diciembre de 1928, en una larga carta a Lytton Strachey, en respuesta al envío de la biografía de Isabel y Essex, le pedía su opinión sobre una de sus hipótesis: creía que en el personaje de lady Macbeth se ocultaba un retrato de la reina Isabel, puesto que ambas mujeres estaban igualmente atormentadas por un asesinato. Y añadía que Macbeth y su esposa no eran, de hecho, más que un solo personaje escindido, y encarnaban ambos el destino de esa reina virgen, homicida, depresiva e histérica. Pero, en especial, reafirmaba su creencia en la tesis de Looney, aunque tenía la precaución de decir que se «sentía ignorante» y no tenía plena certeza acerca de la hipótesis oxoniana. Agregaba sin embargo que De Vere tenía un gran parecido con Essex, para sumirse luego en una inverosímil espiral interpretativa:

 

De nacimiento tan noble como Essex y tan orgulloso como este en ese aspecto, [De Vere] encarnaba asimismo el tipo del noble tiránico. Además, aparece sin duda en Hamlet como el primer neurótico moderno. De igual modo, en su juventud, la reina había flirteado con él, y si su suegra61 no hubiera hecho una campaña tan feroz por su hija, habría estado aún más cerca del destino de Essex. Era a buen seguro un amigo muy íntimo de Southampton. El destino de Essex no puede haberlo dejado indiferente. Pero ya es suficiente. Como sea, tengo la sensación de que debo presentarle mis humildes excusas por la muy mala caligrafía de la segunda mitad de mi carta.62

 

Lytton Strachey nunca respondió a esta carta de Freud. Sin embargo, en esa fecha habría podido aconsejarle con provecho que desconfiara de la hipótesis oxoniana. Un año después Freud ya no tenía dudas. Por eso recomendó la lectura del libro de Looney a Smiley Blanton, gran especialista en la cuestión shakespeariana. Atónito, este, pensando que Herr Professor, hombre de ciencia y de razón, se había extraviado en absurdas tonterías, estuvo a punto de interrumpir la cura.

Para explicar este extravío, Jones imaginó que Freud se identificaba con la tesis de Looney porque él mismo se había proyectado inconscientemente en una novela familiar según la cual habría podido ser hijo de su medio hermano Emanuel, más próspero en los negocios que Jacob, con lo cual su fantasía oxoniense no era más que la traducción de un deseo de cambiar una parte de su propia realidad familiar.

En vez de añadir una interpretación edípica a una divagación freudiana sobre las identidades múltiples de Shakespeare y sus personajes, se puede formular la hipótesis de que Freud siempre fue en parte heredero de cierto modelo de pensamiento que había surgido a fines del siglo XIX y que remitía a la idea de que la sociedad humana está dividida entre búsqueda racional y atracción por lo oculto y entre espíritu lógico y delirio paranoico. Desde ese punto de vista, se parecía tanto a Giovanni Morelli, inventor de un método capaz de distinguir las obras de arte de las imitaciones, como a Sherlock Holmes,63 célebre detective y personaje de novela, maestro en el arte de resolver un enigma mediante la mera observación de algunas huellas: cenizas, pelos, hilos de tejido, jirones de piel. Desde luego, todos esos métodos de desciframiento podían, como el psicoanálisis, transformarse en su contrario y servir para fabricar falsos enigmas, cuya existencia supuesta debía aportar la prueba de la validez del enfoque destinado a interpretarlos. Por eso el cuestionamiento de la historicidad de un acontecimiento o de un personaje conducía a sustituir los hechos por fábulas, luego presentadas con un rigor indiscutible como otros tantos enigmas por descifrar a fin de demostrar que ocultaban una conspiración: Napoleón no murió en Santa Elena, Jesús se casó y tuvo hijos, tal rey no es en realidad más que su hermano mellizo, etc.

Si Freud, pese a la persistencia de sus dudas, se llenaba a tal punto de ardor cuando se trataba de poner de relieve falsos enigmas, era también porque desde la infancia lo obsesionaba la idea de que las personas que observaba a su alrededor —padre, madre, tías, hermanas, hermanos, fratrías múltiples— no eran nunca lo que parecían ser sino los sustitutos de una permanente alteridad: un padre generado por un ancestro, una madre en el lugar de una nodriza y recíprocamente, un hermano que podría ser el padre, santa Ana mezclada con María, etc. Y detrás del padre supuesto o renegado, y más allá de la madre de sustitución, se perfilaba una «novela familiar» en virtud de la cual el sujeto siempre era otro y no el que creía ser: hijo de un rey o un héroe, asesino de un padre tirano, plebeyo, niño expósito que se acostaba con su madre, impostor, etc. De esa tesis derivaba la necesidad clínica de descifrar en el inconsciente elementos insignificantes capaces de remitirse a una huella mítica.64

Nunca se insistirá lo suficiente en que Freud, hombre de la Ilustración y descifrador de los verdaderos enigmas de la psique humana, no dejó, como contrapunto a su apego a la ciencia, de desafiar simultáneamente a las fuerzas oscuras propias de la humanidad para iluminar su poderío subterráneo, a riesgo de extraviarse en ellas.

Tal fue para él el objetivo de esa pasión desplegada para descifrar, como si se tratara de un verdadero enigma, un rumor que, sin embargo, era una invención de principio a fin. Ese rumor parecía ajustarse a su teoría de las sustituciones infinitas, y fue así que, hasta el final de sus días, lo obsesionó este interrogante: ¿quién, entonces, se oculta siempre bajo el nombre de un «gran hombre»?