3

La invención del psicoanálisis

 

 

En 1895 la histeria de todas las mujeres observadas por tantos científicos conservaba su misterio. Y correspondió a los novelistas y a sus heroínas —de Flaubert a Tolstói, de Emma Bovary a Anna Karenina— el mérito de haber sabido darles un rostro humano: el de una rebelión impotente que conducía al suicidio o la locura. Por mucho que tanto en París como en Viena se afirmara la existencia de una histeria masculina, la «enfermedad» parecía afectar sobre todo a las mujeres.

El paradigma de «LA mujer histérica», progresivamente abandonado en el transcurso del siglo XX,1 siguió ligado a un estado de la sociedad en el cual, para expresar su aspiración a la libertad, las mujeres no tenían otro medio que la exhibición de un cuerpo sufriente. Si a fines del siglo XIX las mujeres locas o medio locas procedentes de los arrabales parisinos habían servido de motivo para la elaboración de una clínica de la mirada —la de Charcot—, las mujeres vienesas, recibidas en el secreto de un gabinete privado, fueron las actrices protagónicas de la construcción de una clínica de la escucha: una clínica de la interioridad y ya no de la exterioridad. Al contrario de las mujeres del pueblo, esas burguesas tuvieron derecho a una vida privada, un sentido íntimo. Su desamparo existencial permitió a los hombres de ciencia elaborar una nueva teoría de la subjetividad. Gracias a su presencia muda, y a través de los relatos clínicos que disfrazaban su vida real, esas mujeres estuvieron en el origen de la invención del psicoanálisis: origen indecible que el historiador tiene el deber de reconstruir.

No sorprenderá, por tanto, que los Estudios sobre la histeria publicados en 1895 por Freud y Breuer hayan suscitado una impresión tan grande en los escritores debido a que la palabra se otorgaba tanto a las pacientes como a los médicos, aun cuando estos fueran los únicos autorizados a reconstruir la historia de aquellas.2 Al recorrer esos relatos de casos el lector de la época asistía a un abandono de la clínica de la mirada en provecho de una clínica de la relación transferencial: un renacimiento de la cura dinámica, procedente de los antiguos magnetizadores.

Pero la verdadera novedad radicaba en el hecho de que los dos autores optaban por el camino contrario a las descripciones frías y aderezadas de términos técnicos que tanto deleitaban a los médicos del alma, sus contemporáneos. Deseosos de cautivar la imaginación, aquellos privilegiaban, con talento, el relato novelesco en detrimento de la exposición del caso, y tenían la inquietud de penetrar de manera literaria en la geografía íntima de las ignominias familiares de su época para tornar vivos e insólitos los dramas cotidianos de una locura privada disimulada bajo las apariencias de la más grande de las normalidades: «[Ella] relata», escribe Freud, «que su propia madre pasó algún tiempo en el manicomio. Cierta vez tuvieron una criada cuya patrona anterior había estado en el manicomio un lapso prolongado, y solía contarle terroríficas historias». Y también:

 

Por ejemplo, hoy da en hablar sobre su familia, y a través de toda clase de rodeos llega hasta un primo; era un poco retrasado y los padres de él le hicieron sacar todos los dientes de una asentada. [...] Explica [...] cómo su hermano estaba muy enfermo por ingerir dosis excesivas de morfina, y tenía unos crudelísimos ataques, en que solía echarle mano de manera repentina [...]. Ha soñado cosas terroríficas, las patas y respaldos de las sillas eran, todos, serpientes; un monstruo con pico de buitre arremetió a picotazos contra ella y la devoraba por todo el cuerpo.3

 

Es indudable que las mujeres cuyas angustias desplegaban Freud y Breuer jamás habrían imaginado que su historia —real o inventada— pudiese ser así expuesta al público, ya que su «enfermedad» parecía aún muy sospechosa a los representantes de la ciencia médica: parálisis, contracturas, tics, alucinaciones, gesticulaciones, terrores inscritos en el rostro, angustias, pavor y sobre todo obsesiones sexuales acompañadas de relatos de traumas y abusos vividos en la infancia.

Siempre preocupado por dar cuerpo a lo que descubría, Freud había empujado a Breuer, muy vacilante, a pasar a los hechos, sobre todo en lo concerniente a la asombrosa historia de Bertha Pappenheim, una joven vienesa de la buena burguesía judía, cuyo tratamiento se había desarrollado entre 1880 y 1882. Pero Breuer se resistía, muy poco satisfecho con los resultados obtenidos en esa paciente que, tras un maratón terapéutico a lo largo del cual había desplegado una serie impresionante de síntomas4 —alucinaciones, parálisis, ataques de tos, etc.—, había sido internada en el sanatorio Bellevue de Kreuzlingen, magnífica clínica dirigida por Robert Binswanger y situada a orillas del lago de Constanza. En ese lugar idílico ella había coincidido con la élite de enfermos mentales adinerados procedentes de los cuatro puntos cardinales de la vieja Europa. Morfinómana y siempre presa de las mismas angustias, a continuación había pasado por muchos otros establecimientos asistenciales antes de volver al seno de la familia.5

En 1895 Breuer ya no utilizaba el método catártico y no quería interpretar como fenómenos transferenciales el hecho de que las pacientes pudiesen querer seducir a sus terapeutas. Freud creía, al contrario, que el tratamiento de Bertha aportaba no solo la prueba de la etiología sexual sino que, como era muy anterior a las experiencias llevadas a cabo por Pierre Janet6 con pacientes que presentaban los mismos síntomas, permitía demostrar que ese rival francés no era, como él creía, el inventor de este tipo de cura. Freud tuvo la última palabra y su fervor se impuso. Aunque estuviera perfectamente al tanto de la historia de Bertha, que había sido además amiga de Martha Bernays, no podía prescindir de la colaboración de Breuer, más conocido que él e iniciador del método.

En su presentación de la obra, los dos autores destacaban que su elección no había sido dictada por consideraciones de orden científico: «Nuestras experiencias», decían,

 

provinieron de la práctica particular en una clase de la sociedad que es culta y lectora, y su contenido muchas veces toca la vida y las peripecias más íntimas de nuestros enfermos. Sería un grave abuso de confianza publicar esas comunicaciones, a riesgo de que los enfermos fueran reconocidos y por su círculo de relaciones se difundieran unos hechos que solo al médico confiaron. Por eso hemos debido renunciar a las observaciones más instructivas y probatorias.7

 

Había que privilegiar, en consecuencia, ciertos tramos de la vida y evitar al mismo tiempo sacar a la luz del día verdades capaces de perturbar un orden social común a los médicos y las pacientes. Las mujeres tratadas por Breuer y Freud formaban parte de una familia extensa: eran muchas veces amigas, hermanas o primas de sus esposas, y a los ojos de estas podían convertirse en rivales. Además, si presentaban síntomas semejantes, quería decir que esas mismas esposas podían ser portadoras, sin saberlo, de la gran plaga de la histeria. También era menester presentar todas esas curas como otros tantos éxitos terapéuticos y no como «experiencias» cuya validez pudiera impugnarse de inmediato. Si no, ¿de qué servía publicarlas?

Tal era pues el estado de ánimo de Freud y Breuer en vísperas de la aparición de su obra. Breuer dudaba de todo, privilegiaba la causalidad fisiológica y se negaba a encerrarse en la mera etiología sexual, temeroso, además, de los ataques virulentos de su colega Adolf Strümpell, que afirmaba, como Richard von Krafft-Ebing y muchos otros, que los enfermos, a través de sus síntomas, inducían a los médicos al error. Por su lado, Freud sostenía que la disociación mental constatada en el síntoma histérico era provocada por una defensa psíquica y reminiscencias ligadas a un trauma sexual de origen infantil. Confiado en su destino y convencido de la idoneidad de su teoría de la seducción, estaba muy decidido, contra el nihilismo, a probar el valor curativo de la psicoterapia:

 

Repetidas veces he tenido que escuchar de mis enfermos, tras prometerles yo curación o alivio mediante una cura catártica, esta objeción: «Usted mismo lo dice; es probable que mi sufrimiento se entrame con las condiciones y peripecias de mi vida; usted nada puede cambiar en ellas, y entonces, ¿de qué modo pretende socorrerme?». A ello he podido responder: «No dudo de que al destino le resultaría por fuerza más fácil que a mí librarlo de su padecer. Pero usted se convencerá de que es grande la ganancia si conseguimos mudar su miseria histérica en infortunio ordinario. Con una vida anímica restablecida usted podrá defenderse mejor de este último».8

 

Los dos autores estaban en desacuerdo. Pero coincidían en la cuestión de las reminiscencias y la necesidad de afirmar que las ocho pacientes cuyos casos exponían se habían curado, si no de su enfermedad, sí al menos de sus síntomas: «señorita Anna O.», «señora Emmy von N.», «Miss Lucy», «Katharina», «señorita Elisabeth von R.», «señorita Mathilde H.», «señorita Rosalia H.», «señora Cäcilie M.». La verdadera identidad de cinco de estas mujeres fue revelada por los historiadores a partir de la década de 1960.9 Se llamaban Bertha Pappenheim, Fanny Moser, Aurelia Öhm, Anna von Lieben e Ilona Weiss.10 Ninguna de ellas se «curó», pero nada permite decir que la experiencia de la cura no transformó su existencia.

En este aspecto, los Estudios sobre la histeria, considerados como el acta de nacimiento de la práctica psicoanalítica, no relataban más que curas hipnóticas y catárticas. A eso se agregaba un método de concentración (Ilona Weiss, «Miss Lucy») por presión en el cráneo o en un muslo, que Freud utilizaba para persuadir a sus pacientes de que le contaran todo lo que les venía a la mente.

En lo que se refiere al «caso fundacional» —«Anna O.»—, no fue otra cosa que una experiencia de cura que fascinaba a Freud, pero que había conducido Breuer. En cuanto a Bertha Pappenheim, nunca aceptó ser Anna O. Y las pacientes cuyos casos se daban a conocer a lo largo de los Estudios sobre la histeria jamás se reconocieron en los retratos hechos de ellas por Freud sobre la base de sus notas. Así, Ilona Weiss, interrogada un día por su hija, respondió que se acordaba de que el famoso «médico barbudo de Viena», a quien la habían enviado, había intentado, contra su voluntad, convencerla de que estaba enamorada de su cuñado. Sin embargo, en esta historia no se puede sospechar mentira ni malversación en ninguno de los protagonistas. Expuestos por los científicos, los relatos de casos no tienen mucho que ver, en general, con la realidad vivida de los pacientes.

Digamos simplemente que en esa distancia se aprecia la oposición dialéctica entre dos regímenes de subjetividad —la del médico por un lado, la del enfermo por otro— y esos regímenes manifiestan una partición inherente a las relaciones entre la locura expresada y el discurso de la psicopatología. Partición entre una conciencia de sí y una conciencia crítica: por una parte la existencia anónima de un paciente sumido en el desamparo, por otra la racionalidad de una mirada clínica que se aleja de ella para aprehenderla mejor.

En este aspecto, se verifica que los estudios de casos siempre se construyen como ficciones, relatos o viñetas literarias destinadas a convalidar las hipótesis de los científicos. De ahí las necesarias revisiones que en general ponen de relieve hasta qué punto el enfermo rechaza la validez de un discurso reconstruido del que se siente víctima.

Esa fue la actitud de Bertha Pappenheim. Tras su cura con Breuer y su periplo terapéutico, rechazó todo lo que se relacionara con su tratamiento y exigió a su familia que no proporcionase jamás ninguna información sobre ese episodio de su vida.11 En varias oportunidades manifestó una gran hostilidad hacia el psicoanálisis y se negó a hacer comentario alguno sobre el destino legendario de Anna O., muy en especial después de la publicación de los Estudios sobre la histeria. ¿La curaron de algo? Sí, sin ninguna duda. ¿Su vida hubiera sido la misma de no haberse cruzado con Breuer? Nadie lo sabe.

En virtud de una suerte de sublimación, Bertha logró transformar sus síntomas patológicos en una actividad humanitaria, al extremo de convertirse, al cabo de algunos años, en una gran figura del feminismo judío alemán. En principio directora de un orfanato en Frankfurt, viajó luego a los Balcanes, Oriente Próximo y Rusia para realizar investigaciones sobre la trata de blancas. En 1904 fundó el Jüdischer Frauenbund,12 una organización destinada a promover la emancipación de las mujeres por el trabajo. Escribió un sinnúmero de artículos, cuentos y obras teatrales para niños antes de codearse con Martin Buber y Gershom Scholem. Hostil al sionismo, y tan piadosa y autoritaria como lo había sido su madre, se pronunció contra la emigración de los judíos de Alemania. Murió en 1936, tres años antes que Freud y después de escapar por poco a las persecuciones de los nazis.

Mientras Bertha proseguía con su existencia pública, Anna O., su aborrecido doble, conocía un destino muy distinto. Convencido de que Breuer se había espantado ante el carácter sexual de la transferencia amorosa de su paciente hacia él, Freud dio, entre 1915 y 1932 —sobre todo a Stefan Zweig—,13 varias versiones del final de esa cura, reconstruyendo a su manera la historia de la ruptura con su viejo amigo. Con el propósito de demostrar que el motivo de esa ruptura era una divergencia acerca de la etiología sexual de la neurosis histérica, afirmó que Anna, al parecer, había manifestado un día todos los signos de un embarazo nervioso. Temeroso por su reputación, Breuer habría desaparecido, en tanto que Mathilde, su mujer, habría estado tentada de suicidarse por celos.

Retomada por Jones, en 1953 la fábula de ese embarazo nervioso se transformó en una verdadera novela de los orígenes del psicoanálisis, en la que se enfrentaban el «miedoso» Breuer y el «valiente» Freud. Según esta versión, Breuer habría «huido» literalmente a Venecia con su esposa para vivir una nueva luna de miel, durante la cual, al parecer, concibieron a Dora, su hija. Y Jones elevaba la apuesta al contar que, diez años más adelante, Breuer habría llamado a Freud en consulta por un caso idéntico. Cuando Freud, dice Jones, le señaló que los síntomas de esa nueva enferma revelaban un embarazo psicológico, Breuer no pudo soportar la repetición de un hecho pasado: «Sin decir una sola palabra, tomó su bastón y su sombrero y se apresuró a marcharse de la casa».14

Fuera como fuese, la ruptura entre Freud y Breuer era inevitable. No solo porque no tenían la misma concepción sobre el enfoque de las neurosis, sino porque Freud no toleraba que lo contradijera un hombre que había sido su benefactor. Deseoso de afirmarse en un momento en que se expandía su pasión por Fliess, e incapaz de dominar su orgullo, transformó una vez más al amigo íntimo en un enemigo.

En 1925, a la muerte de Breuer, lamentaría su actitud al enterarse de que su antiguo protector, a pesar de los años pasados desde la ruptura, no había dejado de interesarse en sus trabajos. A los setenta años y ya célebre, confesaría entonces al hijo de Breuer cuánto se había equivocado él mismo durante décadas: «Lo que usted dijo sobre la relación de su padre con mis trabajos más tardíos era una novedad para mí y actuó como un bálsamo sobre una herida dolorosa que nunca se había cerrado».15

Fue pues en medio de un clima conflictivo que Freud atribuyó a Breuer, en marzo de 1896, la invención de un nuevo método de exploración del inconsciente: el psicoanálisis.16 Pero, en realidad, él mismo lo practicaba desde hacía ya seis años, al tender al paciente en una cama muy corta adornada con un tapiz oriental y cojines, que le había regalado una tal señora Benvenisti. Con el paso del tiempo, Freud había tomado la costumbre de sentarse detrás del diván para captar mejor el flujo de las palabras del paciente.17 Verdadero manifiesto contra los herederos franceses de Charcot, el texto donde aparecía por primera vez el término «psicoanálisis» contenía la primera gran clasificación freudiana de las neurosis.

El autor afirmaba en ese texto que la sacrosanta herencia —tan apreciada por los psiquiatras, los psicólogos y los partidarios del nihilismo terapéutico— no podía en ningún caso explicar el origen de las neurosis. A su entender, la verdadera causa estaba en un trauma real sobrevenido en la infancia. Con esa concepción de los trastornos psíquicos, Freud efectuaba una especie de revolución terapéutica. Sostenía, en efecto, que gracias al nuevo método de cura por la palabra inventado por Breuer y retomado por él, los trastornos psíquicos podían escucharse, tratarse y a veces curarse. Para ello bastaba con que el propio paciente, con la ayuda del terapeuta y conforme a la antigua técnica de la confesión, sacara a la luz el origen del mal. De ese modo, Freud, sin haberlo imaginado, se conectaba no solo con la herencia de Mesmer sino, en especial, y de manera mucho más remota, con el gran principio de la confesión heredado de la Contrarreforma y sobre todo del concilio de Trento, que había hecho de ella un sacramento, un ejercicio íntimo sin contacto visual o físico entre el confesor y el penitente.18 Quisiéralo o no, Freud también era, en mayor o menor medida, el heredero de ciertas tradiciones del catolicismo, religión en la que su querida niñera lo había iniciado, al mismo tiempo que era su «profesora de sexualidad».

Y para responder a las acusaciones de quienes sostenían que las confesiones de las histéricas no eran de fiar o que los propios médicos las inducían, Freud se erigía en vigoroso defensor de los pacientes sumidos en el sufrimiento, a la vez que se entregaba a un feroz despedazamiento del orden familiar de fin de siglo. Justificaba pues, a posteriori, la validez de los casos expuestos en los Estudios sobre la histeria.

Las más de las veces, decía, las niñas son víctimas de los abusos cometidos por sus hermanos mayores, que han sido iniciados en la sexualidad por una niñera o una criada. Pero, peor aún, Freud afirmaba la existencia, en el seno de todas las familias, de un «atentado precoz» siempre cometido por un adulto contra un niño que, en general, tenía entre dos y cinco años.

De ahí se desprendía su clasificación de las neurosis fundada en la diferencia de los sexos: la neurosis obsesiva por un lado, la neurosis histérica por otro. A su juicio, la primera era en el varón el resultado de una participación activa en la agresión sufrida, mientras que la segunda conducía a la niña a la aceptación pasiva del abuso:

 

La importancia del elemento activo de la vida sexual como causa de las obsesiones, y de la pasividad sexual para la patogénesis de la histeria, parece incluso revelar la razón del nexo más íntimo de la histeria con el sexo femenino y de la preferencia de los hombres por la neurosis de obsesiones. A veces uno encuentra parejas de enfermos neuróticos que han sido una pareja de pequeños amantes en su niñez temprana y de ellos el hombre sufre de obsesiones, y de histeria la mujer; si se trata de un hermano y su hermana, se podrá tomar equivocadamente por un efecto de la herencia nerviosa lo que en verdad deriva de experiencias sexuales precoces.19

 

El 2 de mayo de 1896 Freud, siempre tan temerario, volvió a exponer su teoría de la seducción en la Sociedad de Psiquiatría y Neurología de Viena. La recepción fue glacial, sobre todo por parte de Krafft-Ebing, especialista en sexología y perversiones, que calificó su comunicación de «cuento de hadas científico»,20 destacando una vez más que las «confesiones» de las histéricas podían haberse obtenido perfectamente bajo el efecto de una sugestión inducida por el médico. Freud se sintió otra vez perseguido por los mandarines del cuerpo médico. Sin embargo, quince meses después iba a tener que admitir que su teoría no se sostenía.

Entretanto, seguía con sus vagabundeos. Cuando murió Jacob, el 23 de octubre de 1896, sintió un sufrimiento real al recordar a ese padre claudicante que había tenido un papel tan importante en su vida, con ese modo de asociar la más profunda sabiduría a una manera de ser llena de fantasía: «Ya había gozado harto de la vida cuando murió, pero en lo interior, con esta ocasión, sin duda ha despertado todo lo más temprano».21

Tres meses después Freud se convenció de que el desdichado Jacob se había comportado como todos los demás adultos, abusadores de niños: «Por desgracia, mi propio padre ha sido uno de los perversos y se ha hecho culpable de la histeria de mi hermano (cuyos malestares son, todos ellos, identificación) y de una hermana menor. La frecuencia de esta circunstancia me hace dudar a menudo».22 Sin embargo, dado que se sentía muy poco inclinado a considerarse él mismo como un padre que experimentara deseos culpables por su descendencia, comenzó a recelar de su teoría.

Adepto a la abstinencia, Freud se entregaba, como es sabido, a toda clase de pasiones sustitutivas, a las cuales se sumó la fiebre del viaje. A partir de 1895, embargado por un profundo deseo de explorar los grandes lugares de la cultura grecolatina y del arte del Renacimiento, había decido afrontar su temor a los accidentes ferroviarios y su obsesión con los pasos de fronteras para trasladarse todos los años a Italia.23 En septiembre de aquel año había descubierto las maravillas de Venecia. Un año después emprendió, en compañía de su hermano Alexander y de Felix Gattel, un prolongado periplo por Toscana, y el año siguiente volvió a Venecia para luego dirigirse a Siena, Orvieto, Perugia, Arezzo y Florencia. Más adelante, acompañado por Minna y luego por Alexander, Sándor Ferenczi o su hija Anna, no dejaría jamás de tender hacia el sur: en primer lugar Roma y después Pompeya, Nápoles, Ravello, Sorrento, Capri, Palermo, Siracusa y Atenas.24 Fascinado por la egiptología, admirador de Champollion, muchas veces soñó, sin hacerlo jamás, con trasladarse a orillas del Nilo para conocer la antigua tierra de los faraones.

Lo cierto es que en septiembre de 1897, embriagado por su búsqueda de un mundo subterráneo semejante al descrito en un poema de Heinrich Heine, envió a Fliess una carta en la cual afirmaba buscar en Italia un «ponche de Leteo», una ebriedad del olvido, una nueva droga, fuente de creatividad: «Aquí y allí tomo un sorbo. Uno se regodea en una belleza extraña y en un esfuerzo de creación gigantesco, en ello tiene parte sin duda mi inclinación a lo disforme, a lo perverso-psíquico».25

Esa primera inmersión en la embriaguez del viaje italiano fue el último acto de una prolongada reflexión que, a su retorno a Viena, lo llevó a renunciar a su teoría de la seducción: «No creo más en mi neurótica. [...] Es que podría sentirme muy insatisfecho. La expectativa de la fama eterna era demasiado bella, y la de la segura riqueza, la plena independencia, el viajar, el preservar a los hijos de los serios cuidados que me consumieron en mi juventud».26 ¡Demasiado tarde, no obstante, para hacer justicia a Jacob, injustamente señalado como sospechoso!

Al no haber aceptado nunca las críticas de sus contemporáneos, que veían en su teoría de la seducción una manera de convalidar una falsificación inducida por una sugestión, Freud tropezaba con una realidad compleja. Era impensable, por cierto, que todos los padres fuesen violadores. Pero, pese a ello, no podía considerarse a todas las histéricas simuladoras o mitómanas cuando afirmaban haber sido víctimas de abusos sexuales. Había que proponer además una hipótesis capaz de rendir cuenta de dos verdades contradictorias: ora que las histéricas inventaban escenas de seducción que no se habían producido, ora que dichas escenas, cuando habían existido, no explicaban por sí solas la eclosión de una neurosis.

Al abandonar su neurótica, Freud se alejaba tanto de la neurología y la fisiología como de la sexología, disciplina ligada a la psiquiatría y la biología y cuyo objeto era estudiar el comportamiento sexual humano a fin de determinar normas y patologías.

Atentos al higienismo, la nosografía y la descripción de las «aberraciones», los grandes sexólogos de fines del siglo XIX —KrafftEbing, Albert Moll o Havelock Ellis— se preocupaban menos por la terapéutica que por las investigaciones eruditas sobre las diferentes formas de prácticas e identidades sexuales: homosexualidad, bisexualidad, travestismo, transexualismo, pedofilia, zoofilia, etc. En una palabra, se interesaban ante todo en la cuestión de las perversiones sexuales y su origen infantil. Si el paradigma de la mujer histérica había invadido todo el campo de estudio de las neurosis, las dos grandes figuras del «sexo no procreador» —el homosexual y el niño masturbador— eran el coto cerrado de los sexólogos, higienistas y pediatras. Y estos dejaban a los psiquiatras, herederos de los alienistas, la tarea de ocuparse de la locura, es decir, de las psicosis.

Al renunciar a la idea de que el orden familiar burgués pudiese fundarse en la alianza entre un progenitor perverso y un hijo víctima de abusos, Freud desplazaba la cuestión de la causalidad sexual de las neurosis a un terreno que ya no era el de la sexología, y tampoco el de la psiquiatría o la psicología. Dejaba el dominio de la descripción de los comportamientos para ir hacia el de la interpretación de los discursos, sobre la base de la consideración de que las famosas escenas sexuales descritas por los pacientes podían suponer una fantasía, es decir, una subjetividad o una representación imaginaria. Y agregaba que aun cuando una seducción hubiera tenido realmente lugar, no era por fuerza la fuente de una neurosis. Además aceptaba a la vez la existencia de la fantasía y la del trauma. Y destacaba que, gracias al método psicoanalítico —exploración del inconsciente y cura por la palabra—, el terapeuta debía ser en lo sucesivo capaz de discernir varios órdenes de realidad a menudo entrelazados: el abuso sexual real, la seducción psíquica, la fantasía, la transferencia.

Pero era menester además preguntarse cuál era el lugar del niño real en esas historias de seducciones confesadas o fantaseadas.

Hacía ya años que el cuerpo del niño se había convertido en un objeto de predilección para higienistas y médicos. Y centenares de libros se referían a los perjuicios de la masturbación infantil en la génesis de las neurosis y las perversiones. Freud se había interesado en esta cuestión en 1886, durante el período pasado en el servicio de pediatría de Adolf Baginsky, en Berlín.27 Y en cuanto él mismo había sido un niño criado en una familia extensa para ser luego un padre atento a sus numerosos hijos, no había dejado de pretender ser el observador advertido de las relaciones carnales reales o fantaseadas que sembraban la perturbación en el corazón de las relaciones de parentesco.

Todo el debate de esa segunda mitad del siglo XIX se refería a la cuestión de si un niño podía nacer, si no loco, sí al menos perverso, y si esa «locura» particular se manifestaba o no mediante una práctica sexual específica —la masturbación— cuyos perjuicios se hubieran desconocido hasta entonces. Como ahora se admitía que el niño era un sujeto sexuado —y no solo un objeto inerte disfrazado de adulto—, había que definir para él un marco jurídico, social y psíquico. Tras haber adquirido el derecho de existir, el niño debía ser protegido contra sí mismo y contra las tentativas de seducción que ponían en peligro su integridad.

En consecuencia, y siempre en la óptica del niño que debía llegar a ser un adulto «normal» bien integrado en el orden familiar, también había que convencerlo, en su fuero íntimo, de que el aprendizaje de la vida pasaba por un temible adiestramiento corporal y psíquico con objeto de hacer de él una persona mejor. Esos fueron los principios de una educación perversa, llevada a la práctica sobre todo en Alemania y consistente en hacer admitir a los niños que los maltratos corporales infligidos por los adultos los hacían mejores, les permitían combatir sus vicios a fin de acceder a un «soberano bien» y, más aún, desear acceder a él.

Entre los teóricos de esta «pedagogía negra»,28 Gottlieb Moritz Schreber adquirió celebridad al redactar manuales por medio de los cuales pretendía remediar la decadencia de las sociedades a través de la creación de un hombre nuevo: una mente pura en un cuerpo sano. Sostenidas en un principio por los socialdemócratas, estas tesis serían retomadas a continuación por el nacionalsocialismo. Daniel Paul Schreber, jurista loco, sería una víctima de esta educación insensata, cuyas huellas encontramos en sus Memorias, comentadas luego por Freud.29

Si la pediatría tenía sus raíces en la filosofía de la Ilustración, la anexión del dominio de la infancia al discurso psiquiátrico se produjo a fines del siglo XIX, cuando se inició la gran ola de medicalización del conjunto de los comportamientos humanos a través de la sexología, la criminología y la psicología. Así, el saber psiquiátrico batió en retirada la noción de inocencia infantil, en beneficio de varias tesis contradictorias. En la perspectiva del darwinismo, se creía que el niño, nacido sin humanidad, portaba en sí, en su cuerpo y por lo tanto en sus órganos genitales, los vestigios de una animalidad todavía no superada. Pero también se estimaba que, si era perverso, esa manera de actuar emanaba de su alma y por lo tanto de un vicio propio de la humanidad misma.

Fue entonces cuando la masturbación comenzó a ser vista como la causa principal de ciertos delirios que se manifestaban no solo en los niños sino también, de manera más tardía, en todos los llamados sujetos «histéricos». Se catalogaba a unos y otros como «enfermos del sexo»: a los primeros, porque se entregaban sin límites a la práctica del sexo solitario, y a los segundos, porque habían vivido —o afirmaban haber vivido—, en su infancia, traumas de orden sexual idénticos a los inducidos por el onanismo (abuso, seducción, violación, etc.).

La idea de la peligrosidad de la masturbación había sido magistralmente enunciada por Jean-Jacques Rousseau, no solo en un pasaje célebre del Emilio, de 1762 —«si llega a conocer ese peligroso suplemento»—, sino también en Las confesiones, publicadas a título póstumo en 1780:

 

Yo había sentido el progreso de los años; mi temperamento inquieto por fin se había declarado y su primera erupción, muy involuntaria, me había suscitado alarmas sobre mi salud que pintan mejor que cualquier otra cosa la inocencia en que había vivido hasta entonces. Pronto tranquilizado, aprendí ese peligroso suplemento que engaña a la naturaleza y salva a los jóvenes de mi talante de muchos desórdenes a expensas de su salud, de su vigor y, a veces, de su vida.30

 

Un siglo después, lejos de vérsela como un «peligroso suplemento», la masturbación llegó a considerarse, junto con la homosexualidad, como la más grande de las perversiones, una exposición peligrosa a la locura y la muerte; en síntesis, como una pérdida de sustancia que apuntaba a «suplir» a la naturaleza, a actuar en su lugar,31 a imponer un cultivo del sexo en ruptura con el orden natural del mundo viviente. En consecuencia, solo al hombre se juzgaba responsable de la seducción que efectuaba sobre sí mismo a causa de su manía autoerótica. Confiados en los progresos de un arte quirúrgico en plena expansión, los médicos de la infancia preconizaban un remedio preventivo para esa patología: ablación o cauterización del clítoris en las niñas, circuncisión en los varones. Se inventó también todo tipo de «terapéuticas» para acabar con la peste onanista: corsés antimasturbatorios, fundas para la erección, aparatos para separar las piernas de las chiquillas, conminaciones y amenazas de castración, esposas en las manos y, para terminar, procesos contra las nodrizas acusadas de «sevicias».

Pero, para aplicar tales «tratamientos» y proferir tales amenazas, hacía falta además probar la existencia de la excitación sexual. Se lanzó entonces, dentro de las familias, una búsqueda sistemática para detectar las huellas de la infame práctica. Se observaba con lupa cada inflamación de las partes genitales, cada hinchazón, cada edema, cada aparición de un herpes o un enrojecimiento. Pero la masturbación se conceptualizó no solo como el fruto de una práctica solitaria sino también como un placer «anónimo» que suponía a veces la presencia de una alteridad: roce, mano desconocida, vestimenta, sensación táctil u olfativa. Mucho después del triunfo de las tesis de Pasteur se creía aún en la fábula de que toda clase de enfermedades infecciosas o virales tenían por origen la práctica de la masturbación.

Pero ¿cuál era el origen de la pulsión masturbatoria?

En ese plano se enfrentaban dos hipótesis, y ambas establecían un nexo entre el autoerotismo y la seducción. Si la masturbación era un «peligroso suplemento», quería decir que la inducían la cultura y el entorno. Y si así sucedían las cosas, lo importante era entonces saber si el niño era el seductor de sí mismo, toda vez que se convertía en un ser social al pasar de la naturaleza a la cultura, o si la seducción era obra de un adulto corruptor que abusaba sexualmente de él. Todo el debate sobre la cuestión del trauma, por una parte, y las teorías sexuales infantiles, por otra, derivaba de esas dos hipótesis, que Freud terminó por abandonar, al mismo tiempo que renunciaba a cualquier concepción de la masturbación en términos de «peligroso suplemento».

Fue así como la gran furia quirúrgica que se desató en Europa entre 1850 y 1890 se abatió tanto sobre el niño masturbador como sobre la mujer histérica. ¿No eran uno y otra —como por otra parte el invertido (el homosexual)— los actores más rutilantes de ese «peligroso suplemento»? En todo caso, tenían como punto en común, a juicio de la mirada médica, la preferencia por una sexualidad autoerótica en detrimento de una sexualidad procreadora.

Al abandonar su neurótica y definir las condiciones originales de una terapéutica de la confesión, Freud exploraba una manera inédita de entender la sexualidad humana. Lejos de dedicarse a describir ad nauseam violaciones, patologías sexuales, prácticas eróticas o comportamientos instintivos, y en vez de elaborar láminas anatómicas que se perdieran en mediciones, cálculos diversos o evaluaciones, e incluso de dictar normas o redactar el catálogo de todas las aberraciones sexuales, extendió la noción de sexualidad para hacer de ella una disposición psíquica universal y la erigió en la esencia misma de la actividad humana. Lo que adquirió un carácter primordial en su doctrina, por consiguiente, no fue tanto la sexualidad en sí misma como un conjunto conceptual que permitía representarla: la pulsión, fuente del funcionamiento psíquico inconsciente; la libido, término genérico que designaba la energía sexual; el apuntalamiento o proceso relacional; la bisexualidad, disposición propia de toda forma de sexualidad humana, y, para terminar, el deseo, tendencia, realización, búsqueda infinita, relación ambivalente con otro.

El científico positivista que era Freud, nutrido de fisiología y experimentación en el reino animal, se orientaba pues en 1897 hacia la construcción de una teoría del amor —o del eros—, como lo habían hecho antes que él los maestros de la filosofía occidental. Pero, como buen darwiniano, completamente imbuido de la leyenda de Fausto y su pacto con el diablo, afirmaba no solo que el principio cristiano de amar al prójimo como a uno mismo iba en contra de la naturaleza agresiva del ser humano, sino que la conquista de la libertad subjetiva pasaba por la aceptación de un determinismo inconsciente: «Yo es otro».

Ya sin deseos de ser filósofo, Freud tenía la convicción de que su doctrina debía ser ante todo una ciencia del psiquismo, capaz de subvertir el campo de la psicología, y cuyos fundamentos se inscribieran en la biología, las ciencias naturales. En realidad, ponía en práctica algo totalmente distinto: una revolución de lo íntimo originada en la Ilustración oscura y el romanticismo negro, una revolución a la vez racional y obsesionada por la conquista de los ríos subterráneos. Ulises en busca de una tierra prometida poblada de espectros, espejismos, tentaciones: tal era la promesa del viaje freudiano al corazón de un inconsciente definido como «otra escena», y que suponía una organización de las estructuras del parentesco capaz de explicar las modalidades de un nuevo orden familiar del que Freud aspiraba a ser el clínico, pero sin dejar de ser también su actor.

Marcado como toda su generación por los famosos «dramas de la fatalidad» que escenificaban terribles historias de reyes, príncipes y princesas contra un fondo de incestos y parricidios, Freud había querido ser el testigo privilegiado del mal de las familias que, en Viena, hacía estragos aun dentro de la propia dinastía imperial de los Habsburgo. En esos espectáculos, que lo horrorizaban, el «destino» intervenía bajo la forma de un deus ex machina que permitía a un par de jóvenes aplastados por el poder paterno liberarse del peso de una genealogía engañosa.

Y fue al pensar en uno de ellos, y después de mencionar una vez más su infancia y su sentimiento amoroso por su madre judía y su niñera cristiana, que, en una carta a Fliess fechada el 15 de octubre de 1897, tuvo la idea genial de comparar el destino de las neurosis de fin de siglo con el de un héroe de la tragedia griega: «Cada uno de los oyentes fue una vez en germen y en la fantasía un Edipo así, y ante el cumplimiento de sueño traído aquí a la realidad retrocede espantado con toda la carga de la represión que separa su estado infantil de su estado actual».32

Pero de inmediato Freud sumaba a su construcción teatral el personaje de Hamlet, príncipe melancólico que vacila en vengar a su padre y matar a su tío, ahora esposo de su madre. Y hacía de ese príncipe de Dinamarca un histérico feminizado a quien obsesiona el recuerdo de haber deseado a su madre: «¿[C]ómo explica su vacilación en vengar a su padre con la muerte de su tío [...]? No lo justificaría mejor que por la tortura que le depara el oscuro recuerdo de haber meditado la misma fechoría contra el padre por pasión hacia la madre».33

Edipo, la figura más dolorosa concebida por Sófocles en su trilogía consagrada a la familia de los Labdácidas, pasó así a ser en la pluma de Freud el arquetipo del neurótico moderno, en lo que era una desvirtuación deliberada de la historia de ese tirano noble y generoso, afectado de desmesura y condenado por el oráculo a descubrirse otro y no lo que era. El Edipo de Sófocles era sin duda el asesino de su padre (Layo) y el esposo de su madre (Yocasta), pero no conocía la identidad de aquel así como no deseaba a esta, otorgada a él por la ciudad de Tebas después de que resolviera el enigma de la Esfinge, referido a las tres etapas de la evolución humana (infancia, madurez, vejez). Edipo, padre y hermano de los hijos que habría de tener de su madre, terminará su vida en el exilio, acompañado por Antígona, su hija maldita, obligada a no procrear jamás. Nada que ver con el Edipo reinventado por Freud, culpable de un doble deseo: matar al padre y poseer sexualmente el cuerpo de la madre.

A fines del siglo XIX, a raíz de las excavaciones que habían permitido localizar los emplazamientos de Troya y Micenas, el retorno a los trágicos griegos, las mitologías antiguas y la temática de la desmesura (hybris) estaba a la orden del día. En el desarrollo de esas antiguas sagas que oponían a los dioses y los hombres, sin que estos últimos, sometidos al destino, fuesen nunca considerados culpables de sus actos, los pensadores de la modernidad creían ver desplegarse, como una catarsis colectiva, la historia presente de la agonía de un sistema patriarcal que ellos rechazaban, pero al cual estaban atados: el del poderío imperial europeo.

Las estructuras del parentesco propias de la familia de los Labdácidas, la privilegiada por Sófocles, fascinaban a los historiadores porque parecían confirmar, en la misma medida que obstaculizaban, la llegada del tan temido apocalipsis de una posible desaparición de la diferencia de los sexos. En la larga historia de los Labdácidas, las mujeres, los hombres y sus descendientes son condenados, en efecto, a no encontrar jamás su lugar como no sea bajo el signo de la locura, el asesinato y la mancha, hasta la extinción final de su genos.

Como contrapunto, en la historia de los Átridas cada crimen debe castigarse con otro crimen y cada generación, guiada por las Erinias, debe vengar y expiar los crímenes de la precedente. Así, Agamenón, rey de Micenas que ha sacrificado a su hija Ifigenia, es degollado por Clitemnestra, su esposa, con la complicidad de Egisto, su amante, hijo incestuoso de Tiestes. La madre venga a la hija, por lo cual Orestes está obligado a vengar a su padre y matar a su madre y a Egisto con la ayuda de su hermana Electra. Al final del ciclo,34 Apolo y Atenea acaban con la ley del crimen para instaurar el derecho y la justicia en la ciudad. Orestes, que se ha vuelto loco, es purificado; las Erinias, divinidades de la venganza, se convierten en las Euménides (las Benevolentes), y el orden de la civilización triunfa sobre el de la naturaleza, salvaje, incestuosa y destructiva.

Así como la historia de los Labdácidas pone en escena una autodestrucción implacable y ahistórica de la subjetividad de cada uno de los actores de cada generación, la de los Átridas señala que la civilización puede poner fin a la hybris de los hombres y las divinidades. Por un lado la tragedia del inconsciente, la autodestrucción y la monstruosidad; por otro, la de la historia, la política y el advenimiento de la democracia. A la vista de esta diferencia se entiende por qué, en 1897, Freud escoge como modelo genealógico la familia de los Labdácidas, culpable de autodestruirse en torno de Tebas, ciudad casi «vienesa», endogámica, cerrada y replegada en sí misma: una locura interna al psiquismo.

Si el Edipo de Sófocles encarnaba para Freud el inconsciente conceptualizado por el psicoanálisis, el Hamlet de Shakespeare, príncipe cristiano de comienzos del siglo XVII, hacía posible una teorización de la «conciencia culpable». Sujeto copernicano, Hamlet no logra aún dudar de manera cartesiana de los fundamentos del pensamiento racional. Inquieto y débil, no puede seguir siendo un príncipe ni convertirse en rey, porque no tiene siquiera la certeza de «ser o no ser». En el sistema freudiano Hamlet es una suerte de Orestes cristianizado, culpable y neurótico.

Al inventar un sujeto moderno dividido entre Edipo y Hamlet, entre un inconsciente que lo determina sin que él lo sepa y una conciencia culpable que le pone trabas en su libertad, Freud concebía su doctrina como una antropología de la modernidad trágica, una «novela familiar»:35 la tragedia inconsciente del incesto y el crimen, decía, se repite en el drama de la conciencia culpable. Esta concepción del sujeto no tenía ya nada que ver con una psicología médica, fuera cual fuese. En cuanto al psicoanálisis, era un acto de transgresión, una manera de escuchar las palabras a espaldas de ellas mismas, y de recogerlas sin aparentar escucharlas o definirlas. Una disciplina extraña, una combinación frágil que unía el alma y el cuerpo, el afecto y la razón, la política y la animalidad: soy un zoon politikon, decía Freud citando a Aristóteles.

En momentos en que por toda Europa se diseñaban vastos programas de investigación, fundados en el estudio de los hechos y las conductas, Freud se volvía, pues, hacia la literatura y las mitologías de los orígenes para dar a su teoría del psiquismo una consistencia que, a los ojos de sus contemporáneos, no podía en ningún caso invocarse como parte de la ciencia: ni de la psicología, que enumeraba comportamientos y aspiraba a la objetividad; ni de la antropología, que procuraba describir las sociedades humanas; ni de la sociología, que estudiaba realidades humanas; ni de la medicina que, desde Bichat, Claude Bernard y Pasteur, definía una norma y una patología fundadas en variaciones orgánicas y fisiológicas. Y pese a ello, Freud afirmaba ser el inventor de una verdadera ciencia de la psique.

Se entiende entonces por qué esa extraña revolución del sentido íntimo, contemporánea de la invención del arte cinematográfico —otra gran fábrica de sueños, mitos y héroes—, supo interesar a los escritores, los poetas y los historiadores y repeler a los adeptos de las ciencias positivas, los mismos a quienes Freud trataba de convencer. Fiel sin saberlo a la tradición del romanticismo negro, abrazaba la idea de los trágicos griegos de que el hombre es el actor inconsciente de su propia destrucción por el hecho mismo de su arraigo en una genealogía que no domina. Inversión de la razón en su contrario, rastreo de la parte oscura de uno mismo, búsqueda de la muerte que obra en la vida: esa era en verdad la naturaleza de la inmersión efectuada por el inventor del psicoanálisis en los albores del siglo XX, y a cuyo respecto Thomas Mann diría con tino, contra la opinión de Freud, que con ella estábamos frente a un «romanticismo hecho ciencia».

Desde su infancia Freud siempre había admirado a los héroes rebeldes: conquistadores, fundadores de dinastías, aventureros, capaces de abolir la ley del padre y, a la vez, de restablecer simbólicamente la soberanía de una paternidad vencida o humillada. Al ligar el destino de Hamlet con el de Edipo, atribuía al psicoanálisis un lugar imperial, es cierto, en el corazón de lo que más adelante recibiría el nombre de ciencias humanas, pero un lugar imposible de definir: entre saber racional y pensamiento salvaje, entre medicina del alma y técnica de la confesión, entre mitología y práctica terapéutica.

En el fondo, Freud llevaba a cabo una revolución simbólica: cambiaba la mirada que toda una época posaba sobre sí misma y sobre sus maneras de pensar. Inventaba un nuevo relato de los orígenes en que el sujeto moderno era el héroe, no de una mera patología, sino de una tragedia. Durante un siglo esta invención freudiana marcaría las mentes. Pero, a la vez que reactualizaba la tragedia de Edipo, Freud también corría el riesgo de encerrar su relato en un «complejo» y de generar así las condiciones de una reducción de su doctrina a una psicología familiarista. Necesitaría trece años para dar cuerpo a ese complejo edípico, sin dedicar jamás el más mínimo artículo a esta noción, presente por doquier en su obra pero, en definitiva, muy poco desarrollada. En efecto, fue en 1910, justo después de escribir su ensayo sobre Leonardo da Vinci, cuando utilizó por primera vez el término Ödipuskomplex.36

Freud consideraba la historia del «caso Dora» como la primera cura psicoanalítica que había efectuado. Y sin embargo, si se examina con detenimiento ese caso, se advierte que la paciente a quien él había dado ese nombre, Ida Bauer, se parecía a las otras jóvenes vienesas de la burguesía judía acomodada cuyo destino mencionaba en los Estudios sobre la histeria. Una vez más, Freud se enfrentaba a una patología familiar, como médico y como especialista en enfermedades nerviosas. Y una vez más, escribió acerca de Ida, y con una pluma inmensamente talentosa, un relato que se dejaba leer como una novela breve de Stefan Zweig o Arthur Schnitzler. Víctima de un cuarteto de adultos cínicos, uno de los cuales había intentado abusar sexualmente de ella cuando tenía trece años, Ida Bauer fue obligada por su padre a iniciar un tratamiento con Freud.

Gran industrial, Philipp Bauer, tuerto y enfermo de sífilis, había contraído tuberculosis en 1888, por lo cual se había mudado a Merano, en el Tirol, con su mujer Katharina y toda su familia. En ese lugar había conocido a Hans Zellenka, un hombre de negocios con menos fortuna que él, casado con una bella italiana, Giuseppina o Peppina, que sufría trastornos histéricos y era asidua de los sanatorios. En un principio amante de Bauer, se había quedado a su lado cuando, en 1892, él sufrió un desprendimiento de retina.

En esa época, ya de regreso en Viena, Bauer vivía en la misma calle que Freud y lo consultó debido a un ataque de parálisis y confusión mental de origen sifilítico. Satisfecho con el tratamiento, le envió enseguida a su hermana, Malvine Friedmann, neurótica grave y hundida en el desastre de una vida conyugal atormentada, que murió poco después a raíz de una caquexia de rápida evolución.

Katharina, la madre de Ida, pertenecía como su marido a una familia judía originaria de Bohemia. Poco instruida y bastante tonta, padecía dolores abdominales permanentes, que su hija había heredado. Nunca se había interesado por sus hijos y, a partir de la enfermedad de su marido y la desunión resultante, presentaba todos los signos de una «psicosis de ama de casa»: sin entender en absoluto las aspiraciones de sus hijos, si damos crédito a Freud consagraba todos sus días a limpiar y mantener en condiciones la vivienda, los muebles y los utensilios domésticos, a tal punto que el uso y el disfrute de estos se habían tornado poco menos que imposibles. La hija no prestaba ninguna atención a la madre, la criticaba con dureza y se había sustraído por completo a su influencia. Una institutriz le servía de apoyo. Moderna y «liberada», esta mujer leía libros sobre la vida sexual e informaba sobre ellos a su alumna, en secreto. Y, en especial, le abrió los ojos sobre el amorío de su padre con Peppina. No obstante, después de haberla querido y escuchado, Ida se enemistó con ella.

En cuanto al hermano, Otto Bauer, soñaba sobre todo con huir de las disputas familiares. Cuando debía tomar partido, se alineaba con su madre. A los nueve años daba muestras de ser un niño prodigio, al extremo de escribir un drama sobre el fin del imperio de Napoleón. A continuación se rebeló contra las opiniones políticas de su padre, cuyo adulterio, por otra parte, aprobaba. Como él, tendría una doble vida, marcada por el secreto y la ambivalencia. Secretario del Partido Socialdemócrata de 1907 a 1914 y luego adjunto de Viktor Adler en el Ministerio de Asuntos Exteriores en 1918, sería una de las grandes figuras de la intelligentsia austríaca de entreguerras.

En octubre de 1900, a los dieciocho años, Ida Bauer, presionada por su padre, visitó a Freud para emprender una cura que duraría exactamente once semanas. Afectada de diversos trastornos nerviosos —migrañas, tos convulsa, afonía, depresión, tendencias suicidas—, había sufrido una segunda afrenta. Consciente desde mucho tiempo atrás de la «falta» paterna y de la mentira sobre la que descansaba la vida familiar, había rechazado otra vez las proposiciones amorosas que le hacía Hans Zellenka a orillas del lago de Garda, tras lo cual lo había abofeteado. El drama estalló cuando Hans y su padre la acusaron de haber inventado del principio al fin la escena de seducción. Peor aún, fue desautorizada por Peppina Zellenka, que sospechaba que Ida leía libros pornográficos, en particular la Fisiología del amor de Paolo Mantegazza, publicado en 1872 y traducido al alemán cinco años después. El autor era un sexólogo darwiniano muy citado por Richard von Krafft-Ebing y especializado en la descripción antropológica de las grandes prácticas sexuales humanas: lesbianismo, onanismo, masturbación, inversión, felación, etc.

Al enviar a su hija a ver a Freud, Philipp Bauer esperaba sin duda que este le diera la razón y se ocupara de poner fin a las presuntas fantasías sexuales de la muchacha. Lejos de suscribir la expectativa paterna, Freud se internó en una dirección muy distinta. En once semanas y a través de dos sueños —uno referido a un incendio en la casa familiar y otro a la muerte del padre—, reconstituyó la verdad inconsciente de ese drama. El primer sueño revelaba que Dora se había entregado a la masturbación y que estaba, en realidad, enamorada de Hans Zellenka. Pero esta evocación también despertaba un deseo incestuoso reprimido en relación con el padre. En cuanto al segundo, permitía ir aún más lejos en la investigación de la «geografía sexual» de Dora y poner de relieve, en particular, su perfecto conocimiento de la vida sexual de los adultos.37

Freud se dio cuenta de que la paciente no soportaba la «revelación» de su deseo por el hombre a quien había abofeteado. Se lanzó entonces a hacer interpretaciones aventuradas y erróneas sobre una crisis de apendicitis como consecuencia de una fantasía de parto. La paciente se negó a asumir ese discurso. Por eso Freud dejó que se fuera cuando ella decidió interrumpir el tratamiento.

En un primer momento favorable a la cura, el padre no tardó en percatarse de que Freud no había aceptado la tesis de la fabulación. En consecuencia, se desinteresó del asunto. Por su lado, Ida no halló en Freud el consuelo que esperaba de él. Por entonces, en efecto, él todavía no sabía manejar la transferencia en la psicoterapia. Asimismo, como lo destacaría en una nota de 1923, era incapaz de comprender la naturaleza del lazo homosexual que unía a Ida y Peppina. «Si bien Freud utilizaba un lenguaje seco con Dora», escribe Patrick Mahony, «tampoco se expresaba con calma; se estremecía y dejaba traslucir su excitación en tonalidades de ironía, frustración, amargura, venganza y triunfalismo complaciente.»38

En síntesis, Freud dudaba y se resistía a la tentación de aplicar su flamante teoría a la historia de esa desdichada joven histérica para hacer de ella un caso. Ida se le escapaba. Pero, sin importar lo que esta haya dicho más adelante, él, con todo, la había liberado en parte de las cadenas de una familia patógena.

Ida Bauer no sanó jamás de su rechazo por los hombres. Pero sus síntomas se mitigaron. Tras su breve análisis se vengó de la humillación sufrida haciendo confesar a Peppina su amorío y a Hans Zellenka su tentativa de seducción. A continuación contó la verdad a su padre y puso fin a toda relación con la pareja. En 1903 se casó con Ernst Adler, un compositor empleado en la fábrica paterna. Dos años después dio a luz un varón que más adelante hizo carrera como músico en Estados Unidos.

En 1923, afectada por nuevos trastornos —vértigos, zumbidos de oídos, insomnios, migrañas—,39 llamó en su auxilio a Felix Deutsch, discípulo de Freud. Le contó toda su historia, habló del egoísmo de los hombres, de sus frustraciones, de su frigidez. Al escuchar sus quejas, Deutsch reconoció el famoso caso «Dora». Afirmó que ella había olvidado su enfermedad pasada y que manifestaba un enorme orgullo por haber sido objeto de un escrito célebre en la literatura psiquiátrica. Ida discutió entonces las interpretaciones hechas por Freud de sus dos sueños. Cuando Deutsch volvió a verla, los ataques habían pasado.40

El «caso Dora» será uno de los más comentados de toda la historia del psicoanálisis, más aún que el de Bertha Pappenheim, y dio lugar a decenas de artículos, ensayos, una pieza teatral y varias novelas. Reunía, en efecto, todos los ingredientes de esa sexualidad de fin de siglo que hacía las delicias de los escritores y los médicos del alma: irritación histérica, homosexualidad, obsesión por las enfermedades venéreas, explotación del cuerpo de las mujeres y los niños, placeres del adulterio.

Aun antes de abandonar su neurótica, Freud dedicaba una buena parte de su tiempo al estudio de lo que más le atraía desde hacía años: el análisis de los sueños. Habituado al consumo de drogas, se entregaba con facilidad a intensas actividades oníricas. Llevaba además un diario de sus sueños. Soñaba con frecuencia y de manera desordenada: con viajes futuros, sus colegas, la vida cotidiana en Viena, hechos anodinos o, al contrario, acontecimientos importantes relacionados con la vida, la comida, el amor, la muerte, los lazos de parentesco.

A lo largo de sus peregrinaciones nocturnas repartía mandobles a sus rivales, se metía en situaciones de riesgo, revivía escenas de su infancia, soñaba que tenía un sueño y luego otro inmerso en el primero, para verse después en el corazón de una ciudad en ruinas, poblada de estatuas, columnas o casas sepultadas, y cuyas callejuelas recorría a la vez que se extraviaba en el laberinto arqueológico de sus deseos culpables. Soñaba en varias lenguas y varios estratos; soñaba con cosas sexuales, la actualidad política, los atentados anarquistas, la familia imperial, Aníbal, Roma, el antisemitismo, el ateísmo, madres, padres, tíos, nodrizas.

Soñaba: inventaba jeroglíficos y se proyectaba en personajes literarios, recorriendo ríos o entregándose a larguísimos paseos por museos europeos, para contemplar los cuadros de sus pintores favoritos. En sus ensoñaciones pasaba revista a todas las obras de la cultura occidental y mencionaba nombres de ciudades, lugares o científicos célebres o desconocidos. Y fue así como se lanzó a escribir la obra con la cual pretendía fundar su nueva teoría del psiquismo. En un principio esa obra adoptó la forma de una especie de enciclopedia varias veces retocada, antes de sosegarse en un recorrido iniciático salpicado por grandes momentos de exaltación, duda, angustia y melancolía.

A lo largo de ese nuevo Sturm und Drang, durante el cual mantuvo entre 1895 y 1900 una conversación consigo mismo, sin dejar en ningún momento, empero, de dirigirse a Fliess como a un doble de Mefistófeles, Freud tomó la costumbre de referirse a la Divina Comedia, al punto de mandar al infierno a enemigos y adversarios. Reunió así ciento sesenta sueños, entre ellos cincuenta de sí mismo y setenta contados por sus allegados, para componer un vasto poema en versos libres poblados de episodios oníricos de todo tipo: sueño de Bismarck, sueño del caballo gris, de Casimir Bonjour, de la monografía botánica, sueño de Fidelio, del hijo muerto que arde, del lince en el techo, de mi hijo el miope, de Julio César, de Napoleón, de Edipo disfrazado, sueño del padre muerto o de la sonata de Tartini. Ese libro, agregaría en 1908, tiene además «otro significado, subjetivo, que solo después de terminarlo pude comprender. Advertí que era parte de mi autoanálisis, que era mi reacción frente a la muerte de mi padre, vale decir, frente al acontecimiento más significativo y la pérdida más terrible en la vida de un hombre».41 Extraña observación que, en todo caso, confirma que a sus ojos el padre es mortal y la madre inmortal.

Al abandonarse a esa exploración de la psique, paralela tanto al viaje de Dante como al periplo de Ulises, Freud tuvo conciencia de que estaba creando, casi sin saberlo, una obra magistral que lo arrastraba a los bosques oscuros de su inconsciente en plena efervescencia. Esa «ciencia del sueño», salida de la tradición del romanticismo, movilizaba interrogantes sobre la sexualidad infantil y el origen de las neurosis, y se apoyaba a la vez en un retorno a los dioses y los héroes de la antigua Grecia. A través de ese viaje por las profundidades del alma, Freud quería ser el mensajero de una realidad rechazada, negada, reprimida: «Creo estar destinado», diría un día a Jones, «a no descubrir sino lo que es evidente: que los niños tienen una sexualidad —como lo sabe cualquier niñera— y que nuestros sueños nocturnos son, de la misma forma que nuestras ensoñaciones diurnas, realizaciones de deseo».42

Consciente de abordar las riberas de un continente conocido desde la noche de los tiempos, y particularmente investigado durante la segunda mitad del siglo XIX, Freud decidió leer las obras más pertinentes sobre la cuestión, y de tal modo consagró las primeras ochenta páginas del primer capítulo de su gran libro a un análisis crítico de lo que habían escrito sus predecesores, desde Aristóteles y Artemidoro de Daldis hasta los contemporáneos más cercanos, los mismos que, escapando a la idea de que el sueño fuese una premonición, una «clave de los sueños» o la expresión de una actividad fisiológica inducida por estímulos sensoriales o somáticos, habían hecho de él un objeto de saber y de conocimiento de sí: Gotthilf Heinrich von Schubert, Eduard von Hartmann, Johannes Volkelt, Adolf Strümpell, Havelock Ellis, Albert Moll, Joseph Delbœuf, Yves Delage, Wilhelm Griesinger y muchos otros, y sobre todo Alfred Maury, Karl Albert Scherner y Hervey de Saint-Denys.43

Todos estos autores, y más aún los tres últimos, habían inventado técnicas de investigación de esa parte de la vida humana protegida por el dormir. Habían percibido que los sueños eran otras tantas expresiones deformadas de pensamientos inconfesables, deseos reprimidos, recuerdos de infancia o fantasías sexuales relacionadas con prohibiciones fundamentales: incesto, masturbación, perversión, locura, transgresión. Varios de ellos ya habían planteado la hipótesis de que el desciframiento racional de las figuras retóricas propias de la estructura del sueño permitiría a los especialistas en enfermedades nerviosas tratar mejor a sus pacientes. Y así como algunos autores afirmaban que el sueño era de naturaleza similar a un síndrome psicótico, otros destacaban que la actividad onírica servía de remedio espontáneo para los trastornos de los sujetos perversos. En efecto, estos —se decía— podían muy bien escenificar, durante el dormir, sus aberraciones sexuales para mejor erradicarlas del estado de vigilia. En síntesis, al internarse en el camino del análisis de los sueños Freud se vio obligado a la vez a recibir una herencia y a diferenciarse de ella.

De tal modo, lejos de hacer referencia, como sus predecesores, a una «vida de los sueños» o una manera de dirigirlos, decidió efectuar una síntesis de todas las modalidades de enfoque posibles de la cuestión del sueño en general y de los sueños en particular, y presentar su Traumbuch como el manifiesto de una nueva comprensión de la subjetividad humana. De ahí la elección de una fecha emblemática —1900 y no 1899— y de un título pasmoso: Die Traumdeutung. Mediante esa expresión genérica («la interpretación del sueño») Freud se vinculaba, más allá de las experiencias científicas, con la tradición de los adivinos.44 No «los sueños» sino «EL sueño», no dos palabras, Deutung des Traums, sino una sola denominación que connotaba la idea de entregar al público una suma definitiva, universal, semejante a una biblia que fuera al mismo tiempo un tratado de los oráculos y la expresión de una ciencia de la psique.

Para el epígrafe Freud escogió un verso tomado del canto VII de la Eneida: «Flectere si nequeo Superos, Acheronta movebo» («Si a los supernos no puedo doblegar, moveré el Aqueronte»), en el cual Juno defiende a Dido, reina cartaginesa, contra Eneas, troyano destituido y futuro fundador de Roma. Al no lograr convencer a Júpiter (los supernos) de que deje a Eneas desposar a Dido, Juno apela a una furia surgida del Aqueronte, Alecto, una suerte de Gorgona bisexual capaz de desencadenar las pasiones instintivas y los ejércitos en el campo de los aliados de Eneas. Abandonada por su amante, Dido se da muerte y, cuando Eneas se le une en los Infiernos, ella le niega todo perdón: él hablará con su espectro.

Con ese epígrafe Freud ponía en juego en una sola frase, no solo lo esencial de su doctrina de la sexualidad —las fuerzas pulsionales reactivadas por las potestades subterráneas del Infierno—, sino también algunos de los principales significantes de su propia historia. En él se encontraba en primer lugar la expresión de su rebelión contra la ciudad imperial tan deseada e imposible de alcanzar, esa ciudad que Aníbal, héroe freudiano por antonomasia, no había conseguido conquistar, incapaz con ello de vengar a Amílcar. Identificado con Aníbal, Freud, como se sabe, seguía sintiéndose culpable de no haber abandonado su teoría de la seducción antes de la muerte de su padre, injustamente señalado como sospechoso de haber abusado sexualmente de sus hijas.

Pero la imprecación de Juno, en la obra de Virgilio, remitía también a la actitud política ambivalente de Freud hacia la monarquía austríaca y sobre todo hacia su representante más temible, el conde Von Thun,45 con quien, según contaba, se había enfrentado. La escena se había producido en un andén de la estación del oeste de Viena, el 11 de agosto de 1898, cuando Freud se disponía a partir de vacaciones. Ese día se cruzó con el conde, que se trasladaba a la residencia estival del emperador, donde debían firmarse unos acuerdos económicos con Hungría. Aunque no tenía billete, Von Thun hizo a un lado al revisor y se instaló en un lujoso vagón. Freud comenzó entonces a silbar el aria del criado de Las bodas de Fígaro de Mozart: «Si el señor conde quiere bailar, yo tocaré la guitarra». Fígaro, como es sabido, se burlaba así del conde Almaviva, que cortejaba a su prometida.

Al día siguiente Freud tuvo un «sueño revolucionario» en el que se identificaba con un estudiante que había contribuido al desencadenamiento de la revolución de 1848. Y veía aparecer a otro médico judío, Viktor Adler, ese ex condiscípulo al que antaño había desafiado con motivo de un duelo. En otra escena, después de dejar el episodio político, se veía en el andén de la estación. Pero, en vez de enfrentarse a Von Thun, acompañaba a un ciego al que tendía un orinal. Al analizar ese sueño, Freud interpretó que el anciano era la figuración de su padre moribundo, a quien otrora había desafiado orinando en su dormitorio. Había sustituido pues la imagen detestada de Von Thun por la de Jacob en su agonía.

¿Cómo no ver en ese sueño la ilustración del destino de Freud y de su concepción del poder, según la cual toda sociedad tiene por origen un conflicto entre un padre tiránico y un hijo rebelde obligado a darle muerte? Una concepción que más adelante Freud teorizaría en Tótem y tabú y Moisés y la religión monoteísta.

Pero en 1900 también anunciaba, a través del epígrafe tomado de Virgilio, su firme intención de celebrar la primacía del psicoanálisis sobre la política y de hacer de su doctrina recién elaborada el instrumento de una revolución: cambiar al hombre mediante la exploración de la cara oculta de sus deseos.46

En una carta de 1927 a Werner Achelis, Freud afirmaba haber conocido la frase virgiliana gracias a la lectura de un folleto publicado por Ferdinand Lassalle en 1859 contra la monarquía de los Habsburgo, juzgada oscurantista: «Usted traduce la expresión Acheronta movebo por “hacer temblar las ciudadelas de la tierra”», decía a su interlocutor,

 

cuando, en realidad, significa «agitar el mundo subterráneo». Había tomado la cita de Lassalle, quien la empleó probablemente en sentido personal, refiriéndola a clasificaciones sociales y no psicológicas. Yo la adopté meramente para recalcar la parte más importante de la dinámica del sueño. El deseo rechazado por las instancias psíquicas superiores (el deseo reprimido del sueño) agita el mundo psíquico subterráneo (es decir, el inconsciente) para hacerse notar.47

 

Como subraya Carl Schorske, había una gran similitud entre las elecciones políticas del joven Freud y las de Lassalle. Ambos rechazaban el catolicismo romano y la dinastía de los Habsburgo. Pero, en particular, Freud planteaba un paralelismo entre la revolución social ambicionada por Lassalle y la que él tenía como aspiración.

Sucedía que, al celebrar las pulsiones, las leyendas, los mitos, las tradiciones populares, su intención era atacar a los mandarines y representantes de la ciencia oficial. Y el recurso al sueño y a su interpretación equivalía a la proclamación de que la fuerza de lo imaginario, descifrada por un científico ambicioso, podía igualmente encarnarse en un vasto movimiento capaz de desafiar al poder político. Bajo la máscara de un Aníbal dotado del humor de un Fígaro, Freud fabricaba un mito, el del héroe solitario sumido en un «espléndido aislamiento»48 y enfrentado a un mundo hostil a su genio.

En virtud de esa construcción emblemática, comenzó a considerarse como el dueño y señor de una revolución de la sexualidad puesta bajo el signo de una nueva ciencia: el psicoanálisis. Pero pese a ello, Freud dudaba de sí mismo al punto de creerse objeto de toda clase de persecuciones:

 

Ese destino lo imaginé de la manera siguiente: probablemente, los éxitos terapéuticos del nuevo procedimiento me permitirían subsistir, pero la ciencia no repararía en mí mientras yo viviese. Algunos decenios después, otro, infaliblemente, tropezaría con esas mismas cosas para las cuales ahora no habían madurado los tiempos, haría que los demás las reconociesen y me honraría como a un precursor forzosamente malogrado. Entretanto, me dispuse a pasarlo lo mejor posible, como Robinson en su isla solitaria.49

 

En esa época, sin embargo, Freud no estaba aislado ni era rechazado; antes bien, se lo veía como un médico brillante y con mucho futuro. Y si él mismo se consideraba un rebelde, los sexólogos lo juzgaban un conservador y los mandarines de la ciencia médica lo veían como un «literato».

De haber sido redactada como un suntuoso poema, la Traumdeutung no habría permitido imponer un nuevo enfoque de la psique humana. Y por eso Freud, si bien adoptó para escribir esta obra un estilo apto para transmitir el aspecto novelesco de la vida soñada, también se consagró a hacer de ella un manifiesto teórico y clínico de una fuerza y una modernidad sin igual.

En dos partes fundamentales del libro expone su método interpretativo: este se funda en la asociación libre, es decir, en la escucha de lo que el que sueña expresa al dar libre curso a sus pensamientos sin discriminar entre ellos. Desde este punto de vista, el sueño dejó de ser un enunciado inmóvil para convertirse en narración, trabajo en movimiento, verdadera expresión deformada o censurada de un deseo reprimido cuya significación es preciso descifrar. Y para explicar sus modalidades Freud distingue un contenido manifiesto —relato del sueño una vez se está despierto— y un contenido latente, progresivamente sacado a la luz gracias al proceso asociativo.

A su entender, dos grandes operaciones estructuran la retórica del sueño: el desplazamiento, que transforma los elementos primordiales del contenido latente por medio de un deslizamiento, y la condensación, que realiza una fusión entre varias ideas de ese mismo contenido para culminar en la creación de una sola imagen en el contenido manifiesto.

A lo largo del famoso capítulo 7, muchas veces comentado, y que constituye un libro en sí mismo, inmerso, por decirlo de algún modo, en el vasto conjunto de la Traumdeutung, Freud introduce su concepción del aparato psíquico —o primera tópica— sobre la base de los «manuscritos» enviados a Fliess, para cuya redacción se había inspirado en todas las teorías de la psique formuladas por los pensadores del siglo XIX. Distingue así el consciente, equivalente de la conciencia; el preconsciente, instancia accesible al consciente, y para terminar el inconsciente, «otra escena», lugar desconocido por la conciencia. Pero si se vale del tercero de estos términos, utilizado desde la noche de los tiempos y teorizado por primera vez en 1751, es para hacer de él el principal concepto de una doctrina que rompe de manera radical con las antiguas definiciones: ya no una supraconciencia, un subconsciente o un depósito de la sinrazón, sino un lugar instituido por la represión, es decir, por un proceso que apunta a mantener al margen de toda forma de conciencia, como un «defecto de traducción», todas las representaciones pulsionales capaces de convertirse en una fuente de displacer y, por lo tanto, de perturbar el equilibrio de la conciencia subjetiva. En el sistema freudiano de la primera tópica la represión es al Aqueronte lo que el inconsciente era a Edipo y el preconsciente a Hamlet.

Lo más asombroso en esta cuestión por la cual Freud explicaba que el análisis del sueño es la «vía regia del inconsciente» es que, aunque su Traumbuch tenía una vocación universal, lo había construido sobre el modelo de lo que Viena había llegado a ser para los intelectuales de su generación: una ciudad dividida entre el odio y el amor, y cuya grandeza reprimida suscitaba en ellos una verdadera atracción, no solo por la atemporalidad y la deconstrucción del yo que se vivía en ella, sino también por la invención de una muy extraña modernidad centrada en el retorno a un pasado ancestral. Según las palabras de Hugo von Hofmannsthal, Viena era entonces, en el imaginario de esa generación, la «monstruosa residencia de un rey ya muerto y de un dios no nacido».50

¿Cómo no ver en el famoso sueño de «la inyección de Irma», mil veces interpretado,51 la ilustración de la «novela familiar» que unía a Freud con Viena?

Durante el verano de 1895, una paciente apodada Irma había seguido una cura con Freud. Al comprobar que ella no sanaba, él le había propuesto interrumpir el tratamiento, pero la paciente se negó. Freud pasó entonces algunos días en familia en la residencia de Bellevue, en los altos de Viena, donde Oskar Rie se le unió tras una estancia con la familia de Irma. Su visitante le hizo algunos reproches acerca del tratamiento y Freud redactó su observación para presentársela a Breuer. En esos días Martha iba a festejar su cumpleaños y recibir a su amiga Irma.

En la noche del 24 de julio Freud soñó que se encontraba con Irma en una velada y le decía que, si aún tenía dolores, era por su exclusiva culpa. No obstante, al examinarla le descubría unas manchas grisáceas en la boca que se parecían a cornetes nasales o a los síntomas de una difteria. Llamaba enseguida en su auxilio al doctor M., que cojeaba y decía palabras de consuelo, y luego convocaba a otros dos amigos, Leopold y Otto. Este último ponía a Irma una inyección de trimetilamina para curar una infección que él mismo había provocado por usar una jeringa que no estaba bien limpia.

Freud creía que este sueño era de una importancia capital: el primero, decía, que había sometido a un análisis detallado a lo largo de unas quince páginas. A su juicio, se trataba del cumplimiento de un deseo que lo eximía de toda responsabilidad en la enfermedad de Irma.

Hay un vínculo entre la gran importancia que Freud atribuía a ese sueño y la operación de autoficción a la que se entregaba so capa de una impecable racionalidad. En la misma medida que la realización de un deseo o la afirmación de una interpretación llevada hasta el final, el sueño contenía en efecto una suerte de novela familiar de los orígenes vieneses del psicoanálisis. En él aparecían Oskar Rie (Otto), concuñado de Fliess; Ernst von Fleischl-Marxow (Leopold); Josef Breuer (el doctor M.) y, por último, una mezcla de Emma Eckstein y Anna Lichtheim (Irma), hija de Samuel Hammerschlag: la quintaesencia de la mujer judía vienesa de fin de siglo.52

En el momento de presentarse como el inventor de una doctrina que debía revolucionar el mundo, Freud soñaba pues con el fracaso de la cura de Emma Eckstein. Atribuía la responsabilidad a Fliess —a través de Oskar Rie, encarnado por Otto— y a la propia Emma. Luego se vengaba de sus críticos transformando a sus amigos en adversarios. Al mismo tiempo justificaba sus decisiones frente a Breuer y recordaba que su hija Mathilde había estado a punto de morir de difteria. Se liberaba a continuación de su culpa con respecto a Fleischl-Marxow y afirmaba por último, frente a los mandarines de la ciencia médica, que el sueño no era reducible en modo alguno a la expresión de una actividad cerebral..

El 12 de junio de 1900 escribió a Fliess: «¿Crees tú por ventura que en la casa alguna vez se podrá leer sobre una placa de mármol: “Aquí se reveló el 24 de julio de 1895 al doctor Sigmund Freud el secreto del sueño”?».53 Y el 10 de julio, sintiéndose agotado e incapaz de acometer otros grandes problemas, tuvo la impresión de entrar en un infierno intelectual y distinguir, en el núcleo más oscuro de sus diferentes estratos, «la silueta de Lucifer Amor».54

Hasta 1929 Freud nunca dejó de retocar ese libro inaugural, profundizar en su análisis y agregarle listas de obras de referencia, así como dos contribuciones de su amigo y discípulo Otto Rank.

Durante mucho tiempo prevaleció la idea de que el Traumbuch había tenido una mala acogida. Acreditada por Freud en la misma medida que el mito del «autoanálisis» y del «espléndido aislamiento», esta presentación indignada de la recepción de una de las obras mayores del fundador del psicoanálisis fue retomada por Jones y por generaciones de profesionales. En su prefacio a la segunda edición, en 1908, el propio Freud mencionó «la condena del silencio» que había recaído sobre su obra y, un año después, se quejaba aún de que su trabajo no se tomara en cuenta. La realidad de las cosas invita, con todo, a matizar un poco el juicio, sobre todo cuando se sabe cómo era la vida intelectual y científica de esa época.

En rigor, Freud esperaba que esta obra tuviera un destino de best seller. Y, en especial, que los psicólogos y los médicos lo saludaran como un verdadero genio de la ciencia. La realidad fue muy diferente. El libro, es cierto, tuvo reseñas en la casi totalidad de las grandes revistas de medicina y psicología de Europa. Las ventas fueron de un promedio de setenta y cinco ejemplares anuales en un lapso de ocho años, pero el libro, no obstante, proporcionó a Freud un renombre internacional.55 Y además, los ataques e insultos que él tuvo que sufrir, así como las polémicas suscitadas por el libro, ¿no dan testimonio de una penetración de la doctrina freudiana en el campo de la psiquiatría y la psicopatología?

En cuanto a la recepción de la Traumdeutung en los medios literarios, filosóficos y artísticos —y sobre todo en las vanguardias y el movimiento surrealista—,56 contribuyó a asegurar progresivamente a Freud el lugar eminente que le correspondía en la historia del pensamiento occidental.

Ya en 1897 Nothnagel y Krafft-Ebing habían propuesto su candidatura al cargo de profesor adjunto en la Universidad de Viena. Después de múltiples obstáculos administrativos, y visto que había sido docente no remunerado, ya que había optado por la carrera de médico de práctica privada, Freud obtuvo por fin, en febrero de 1902, la designación tan deseada a aquel cargo,57 lo que significaba sin duda que sus trabajos comenzaban a ser reconocidos. A partir de ahora sería Herr Professor.

A esas alturas ya había un antes y un después de Freud. Pero él, entregado por completo a su destino, a la vez lúcido, triunfador, amargo, seguro e inseguro de su genio, parecía no querer tomar aún conciencia del acontecimiento que lo había tenido por demiurgo.