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Una época tan bella

 

 

En una confidencia hecha a Marie Bonaparte, el 4 de enero de 1926, Freud contaba lo decepcionante que había sido para él la lectura de Por el camino de Swann: «No creo que la obra de Proust vaya a ser duradera. ¡Y ese estilo! ¡Quiere ir siempre a las profundidades y nunca termina las frases!».1

Si Freud menospreció de tal modo la obra proustiana, el autor de En busca del tiempo perdido le pagó con la misma moneda y nunca hizo la más mínima alusión a sus trabajos, pese a que, entre 1910 y 1925, el medio literario parisino, de André Gide a André Breton, les brindó una fervorosa recepción. En 1924, intrigado por esa ignorancia mutua, Jacques Rivière, director de la Nouvelle Revue Française, intentaría explicar, en las muy concurridas conferencias que dictaba en el teatro del Vieux-Colombier, hasta qué punto Freud y Proust habían explorado, de manera paralela y disímil, el sueño, el inconsciente, la memoria, la sexualidad.2

Si Freud y Proust eran, cada uno a su manera, los narradores modernos de la exploración del yo, también tenían en común la idea de que la madre es el primer objeto de apego hacia el cual se vuelca el ser humano: la madre o su sustituto. Y de ahí se deducía, tanto para el escritor como para el científico, una concepción del amor conforme a la cual cada ser humano desea ser amado por otro como lo ha sido por su madre. O, en su defecto, como habría deseado serlo. Tratándose de la homosexualidad —que ambos denominaban «inversión»—, Freud y Proust la definían como la consecuencia de una bisexualidad necesaria para la civilización y la perpetuación del género humano. Sin ella, en efecto, los hombres, sometidos a una virilidad excesiva y poco inclinados a la sublimación, se habrían condenado a un perpetuo exterminio.

Más allá de esas analogías, tan innovadoras en los albores del siglo XX, Freud y Proust sentían una atracción real por las seducciones de una aristocracia declinante y aburguesada, que había renunciado al ejercicio del poder político para consagrarse a la búsqueda de sí, con el propósito, de tal modo, de acceder al tiempo recuperado: ilusión de una existencia condenada a su propio fin. Judíos y desjudaizados, ambos se sentían a la vez ajenos a la sociedad en la cual estaban inmersos y apegados a sus costumbres y tradiciones familiares. Sabían además, uno y otro, describir con lucidez las diferentes esferas de ese mundo que era profundamente suyo: los grandes burgueses, los nuevos ricos, los empleados domésticos, los marginales. Y habida cuenta de que En busca del tiempo perdido terminaba inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, ¿cómo no advertir que ponía en escena la historia misma de una clase social cuyo ideal europeo estaba atravesado, desde el ascenso de los nacionalismos y el antisemitismo, por la convicción de que solo se sobreviviría a sí misma si transformaba cada destino singular en una obra de arte?

Los pacientes y los primeros discípulos de Freud se parecían, pues, a personajes proustianos, que cultivaban tanto la angustia de ser ellos mismos como la dicha de una libertad individual por fin conquistada dentro de una sociedad profundamente desigual donde los obreros, los campesinos y los pobres vivían en condiciones miserables.

Condenados a la búsqueda de sí y al culto del arte y los valores del liberalismo, los científicos de la Belle Époque depositaban además toda su esperanza en la ciencia. Por otro lado, en el corazón de ese continente europeo en plena mutación, los judíos vieneses eran, ellos también, los actores de un gran momento de efervescencia que al parecer habría de eternizarse. Alcanzado ya el ideal de la superación del gueto, hacían resplandecer con mil luces las facetas de su identidad múltiple. De ahí la búsqueda permanente de un futuro cuya realidad se proyectara en el pasado: racionalidad científica y restauración de los mitos en Sigmund Freud; sueño de un retorno a la tierra prometida en Nathan Birnbaum y Theodor Herzl; fantasma de una «Viena roja» en Viktor Adler y Otto Bauer; adopción de un ideal de destrucción y reconstrucción satírica de la lengua alemana en Karl Kraus; nostalgia de una fusión de la Ilustración francesa y la Aufklärung alemana en Stefan Zweig; afirmación de una estética novelesca judía y austríaca en Arthur Schnitzler, y elaboración de un nuevo formalismo musical en Gustav Mahler y Arnold Schönberg. Todos estos judíos que ya no eran judíos buscaban expresar la cara oculta de una utopía capaz de suceder a la agonía de un mundo del que se sabían actores protagonistas.3

A la vez que asumía la actitud de un judío espinosista, Freud mostró siempre los signos de una ambivalencia propia de la crisis de la identidad judía de fines de siglo. Hablaba sin ambages de «raza judía», «pertenencia racial» e incluso de «diferencias» entre los judíos y los «arios», como designaba, en efecto, a quienes no eran judíos. Cuando sus primeros discípulos lo exasperaban los trataba fácilmente de «judíos» incapaces de ganar amigos para la nueva doctrina. Sin embargo, el uso de tales expresiones no lo llevaba jamás a promover una psicología de la diferencia racial, como se explayó con Sándor Ferenczi en una carta del 8 de junio de 1913:

 

En cuanto al semitismo, hay sin duda grandes diferencias con el espíritu ario. Todos los días lo vemos confirmado. Por eso resultarán aquí y allá, a no dudar, concepciones del mundo diferentes y un arte diferente. Sin embargo, no debería haber una ciencia específica aria o judía. Los resultados tendrían que ser idénticos y solo la presentación podría variar [...]. Si esas diferencias intervinieran en la concepción científica de las relaciones objetivas, algo, entonces, no estaría en orden.4

 

Dolido por no disfrutar del reconocimiento suficiente, Freud parecía ignorar que su «espléndido aislamiento» no era más que una fantasía y que, en la realidad, su obra dedicada al sueño generaba tantos elogios como críticas. Apenas tenía conciencia de ser el hombre de un tiempo en que los estados de ánimo se habían convertido en objeto de apasionamiento para una generación obsesionada por la introspección. Invadido por la duda, solo percibía de su época lo que le permitía alimentar su neurastenia y su condición de genio solitario. Ignoraba además que al reinventar a Hamlet y Edipo hacía del sujeto tendido en el diván el reflejo exacto de ese personaje dibujado por Alfred Kubin en 1902: un hombre decapitado y con el torso desnudo sumido en la contemplación de una inmensa cabeza melancólica que, desde el suelo y con la boca entreabierta, lo mira fijamente con sus ojos ciegos.5

En esa época Freud llevaba una barba cuidadosamente cortada a diario por su peluquero. Levemente encorvado cuando caminaba a paso vivo con sus trajes un poco amplios pero sobrios y elegantes, siempre miraba a sus visitantes directamente a los ojos, como si quisiera mostrar que nunca se le escapaba nada. Hablaba el alemán con acento vienés y una voz clara y baja, y solía contar los hechos de la vida común y corriente sobre la base de ficciones. Cuando señalaba un olvido o un acto fallido y su interlocutor intentaba dar una explicación racional, se mostraba intransigente y la condena caía como una cuchilla.6 Trabajaba entre dieciséis y dieciocho horas al día, se desplazaba en calesa para visitar a sus pacientes cuando era necesario y exigía de los integrantes de su casa una estricta observancia de los horarios de las comidas. Martha, por su parte, se había convertido estrictamente en un ama de casa, atada a un ritual inmutable: la dirección adecuada del hogar.

De muy vasta erudición y una inteligencia excepcional, Freud leía y hablaba perfectamente en inglés, francés, italiano y español; usaba letras góticas para escribir en alemán, conocía el griego, el latín, el hebreo y el yiddish: «Mare nostrum», decía, calificándose de mediterráneo frente a los celtas, los germanos, los prusianos, los nórdicos, los americanos y los suizos. Era un producto puro de la cultura vienesa, verdadera Babel de las suntuosas sonoridades europeas. Ni goloso ni gourmet, no se negaba, sin embargo, algunos placeres de la mesa. Detestaba la carne de ave y la coliflor y no apreciaba los refinamientos de la gastronomía francesa, pero tenía una marcada afición por las pequeñas alcachofas italianas, la carne vacuna hervida y los asados encebollados. Intransigente con todas las formas de negligencia y dotado de un humor feroz, a pesar de carecer casi de encanto, no toleraba ni palabras malsonantes ni vestimenta inadecuada y manifestaba cierto desprecio por las personas demasiado corpulentas. No le gustaba ir a espectáculos ni comer en restaurantes, no bailaba el vals y no se sentía cómodo cuando debía frecuentar a la alta sociedad aristocrática.

Sin embargo, se movilizaba de buena gana para asistir a tal o cual representación de una ópera de Mozart, su compositor preferido. Galante y educado, regalaba flores a las señoras y tenía predilección por las orquídeas y más aún por las gardenias. A veces jugaba al ajedrez pero le gustaba en especial el tarot, tanto que le dedicaba la noche del sábado en compañía de Oskar Rie, Leopold Königstein y Ludwig Rosenberg, tres brillantes médicos. En 1895 hizo que instalaran en su casa el teléfono, instrumento detestable a sus ojos pero necesario, sin dejar pese a ello de escribir diariamente su famosa correspondencia.

Como todos los médicos vieneses de comienzos del siglo XX, tenía cuatro empleadas domésticas a su servicio: una cocinera, una encargada de la limpieza, una niñera y, por último, una criada que abría la puerta a sus pacientes. En general se tomaba un poco más de dos meses de vacaciones, entre mediados de julio y fines de septiembre. Durante ese lapso, y sobre todo en agosto, se ocupaba de sus hijos, y reservaba a sus viajes el mes siguiente. Le gustaba bañarse y nadar en el Adriático: «Tío Alexander», escribe Martin Freud,

 

nos acompañaba y tanto él como mi padre estaban raras veces fuera del agua y quedaban completamente tostados por el sol hasta donde lo permitían los decorosos trajes de baño del siglo pasado. Estos cubrían los hombros e incluso parte del brazo. Los de las mujeres eran aún peores: debían cubrirse las piernas con largas medias negras. No recuerdo haber visto jamás a mi madre o su hermana en traje de baño, ya fuera en la costa del Adriático o a orilla de los lagos donde fuimos más adelante. Es probable que ambas fuesen demasiado modestas o vanidosas para exhibirse aun en esos trajes de baño del siglo XIX; tal vez no sabían nadar.7

 

Esa bella época fue la más feliz de la vida de Freud. En pocos años conquistó el mundo occidental, viajó con frenesí en busca de una cartografía del inconsciente con la que había soñado desde la infancia, fundó un movimiento internacional y se rodeó de un grupo de discípulos que, después de leer embargados por el entusiasmo La interpretación de los sueños, contribuyeron a difundir y dar forma a su doctrina como ningún científico había sabido ni querido hacerlo entre sus contemporáneos, ni siquiera Pierre Janet y tampoco Théodore Flournoy. En la misma medida que el socialismo, el feminismo y las ideas de la vanguardia literaria y filosófica, el psicoanálisis se convirtió entonces en el símbolo de una asombrosa revolución del espíritu.

Encontramos huellas de esa dicha de vivir en Psicopatología de la vida cotidiana, escrita como folletín y publicada en dos partes en una revista en 1901, para ser luego editada como libro,8 retocado sin cesar y aumentado a lo largo de los años. Así como el análisis del sueño sacaba a la luz el continente nocturno del pensamiento, esta nueva obra, más moderna en ciertos aspectos, mostraba que el inconsciente se manifiesta de manera permanente a través de los fenómenos normales de la vida psíquica de todos los hombres despiertos y de buena salud. Ese texto sería la alegría de los escritores, los poetas, los lingüistas, los estructuralistas, los autores de novelas policíacas, y de Jacques Lacan.9 Con un placer infinito, Freud se apoderaba de las palabras, la sintaxis, los discursos, los relatos: olvidos, lapsus, errores, actos fallidos, gestos intempestivos, recuerdos encubridores. Todo ese material lingüístico, decía, no hace sino delatar una verdad que escapa al sujeto para constituirse, sin que él lo sepa, en un saber organizado, una formación del inconsciente.

Antes de que Freud explorara esta cuestión, muchos autores ya habían reflexionado sobre el estatus de la «asociación libre» y destacado que permitía descifrar en el sujeto una parte desconocida por él mismo. Por ejemplo, Hans Gross, magistrado austríaco y padre fundador de la criminología, se había interesado en el lapsus y su valor de revelación en ciertos casos de falsos testimonios. En cuanto a sus alumnos, habían perfeccionado un método de investigación —una «prueba asociativa»— utilizable en la realización de las pesquisas y las instrucciones.10

Pero Freud iba mucho más lejos: afirmaba que esos errores y otras equivocaciones eran la manifestación de un deseo reprimido, a menudo de carácter sexual, que venía a contradecir de manera radical una intención consciente. Y como siempre, recurría a numerosas anécdotas tomadas de su vida privada o la de su entorno. A través de la lengua alemana, y con el acento puesto en el prefijo ver-, trazaba el cuadro lógico de todos los fallos del discurso: versprechen (lapsus línguae), verhören (lapsus auditivo), verlesen (lapsus de lectura), verschreiben (lapsus de escritura), vergreifen (gesto fallido), vergessen (olvido de palabras o nombres). A ello se sumaba un estudio de las creencias, las casualidades y las supersticiones.

¿Habrá de sorprendernos que ese libro, dedicado a la traición y las maneras de detectarla, haya puesto en escena la ruptura entre Freud y Fliess contra un fondo de actos fallidos y acusaciones recíprocas? Sea como fuere, en el momento de terminar la primera parte, con un epígrafe sacado de Fausto y encontrado por el propio Fliess,11 Freud quiso una vez más convencerse de que la recepción que se le reservaba sería negativa: «[La obra] me produce un disgusto grandioso, cabe esperar que para otros sea todavía mayor. El trabajo carece de toda forma y hay en él una diversidad de cosas prohibidas».12 Y junto a estas palabras —o «cosas prohibidas»— ponía las tres cruces cristianas del conjuro, a las que se adjudicaba tradicionalmente el poder de curar una enfermedad o disipar un hechizo.

Freud se equivocaba una vez más: ese libro luminoso fue recibido con entusiasmo por un vasto público y contribuyó no solo a su celebridad sino a popularizar el concepto de inconsciente.

Y mientras volvía a dudar de sí mismo y se sentía más perseguido que nunca, Freud, al contemplar un objeto de su colección, soñó una vez más con alejarse de Viena: «Un trozo de muro de Pompeya con centauro y fauno me traslada a la Italia anhelada». Y añadía, pensando en su temporada en París: «Fluctuat nec mergitur».13

En una carta de septiembre de 1900 dirigida a Martha y escrita en Lavarone, una pequeña ciudad del Tirol del Sur, incluía una frase que resumía tanto su inclinación por el viaje como su deseo de llegar a Roma para, desde allí, escapar hacia el sur: «¿Por qué, entonces, dejamos ese lugar de belleza y calma ideales y abundante en setas? Simplemente porque apenas queda una semana y nuestro corazón, como lo hemos comprobado, tiende al sur, a los higos, las castañas, el laurel, los cipreses, las casas ornadas de balcones, los anticuarios, y así de seguido».14

Un año después, el 2 de septiembre de 1901, acompañado por Alexander, tomó por fin posesión de Roma, la ciudad tantas veces deseada, eludida, rechazada:

 

Llegado a Roma después de las dos, me cambié a las tres después del baño y me convertí en romano. Es increíble que no hayamos venido años antes [...]. Mediodía frente al Panteón, y esto es pues lo que he temido durante años: hace un calor casi delicioso, y como consecuencia una maravillosa luz se difunde por doquier, aun en la Sixtina. Por lo demás, se vive divinamente si uno no está obligado a deslomarse para ahorrar. El agua, el café, la comida, el pan: excelentes [...]. Hoy introduje la mano en la Bocca de la verità [sic] jurando volver.15

 

El viaje a Roma no era solo el cumplimiento de una revancha soñada. La ciudad era también el lugar de grandes promesas arqueológicas, de un reencuentro con la naturaleza inmemorial de la femineidad. Roma era para Freud un antídoto a Viena, un remedio, una droga. Tierra prometida, ciudad gloriosa, reino de los papas y del catolicismo, devolvía a Freud a su búsqueda de otra parte. Ciudad bisexuada, ciudad adulada tanto por su potencia masculina como por sus encantos femeninos: «A diferencia de su enfoque de Inglaterra o París», destacará Carl Schorske, «su concepción de Roma es judía; es la de un extranjero, pero también es doble. Por un lado, Roma es masculina, es la ciudadela del poder católico, y el sueño-deseo de Freud, en cuanto liberal y en cuanto judío, es conquistarla. Por otro, al mismo tiempo la sueña femenina, Santa Madre Iglesia, prometedora recompensa que se visita con amor».16

En las entrañas y las ruinas de Roma, Freud se inició en las dulzuras y las violencias de un saber prohibido. En su topografía descubrió el secreto de placeres infinitos: placeres de la boca, placeres del ojo, placeres del oído, placeres del alma. Como antes Goethe, sentía que la Italia romana lo metamorfoseaba.

Tres años después, durante su estancia de cinco días en Atenas, y tras una larga travesía marítima que lo había llevado de Trieste a Corfú, visitó por fin la Acrópolis: «Me puse mi mejor camisa para la visita a la Acrópolis [...]. Esto supera todo lo que hayamos visto hasta el día de hoy y lo que hayamos podido imaginar».17

Al llegar al pie del Partenón, pensó una vez más en su padre. Pero en el país de los Olímpicos se trataba menos de vengarlo, como en Roma, que de expresar otra vez hasta qué punto el acceso a la cultura griega le había permitido superarlo. Bajo la lluvia Freud murmuró entonces al oído de Alexander las palabras que Bonaparte había pronunciado el día de su coronación, dirigidas a su hermano Joseph: «¿Qué habría dicho nuestro padre?».18 Y en el preciso momento en que se identificaba con Bonaparte, se sintió atravesado, como en una narración proustiana, por una fuerte culpa. Al adherirse con fervor a esa cultura clásica, ¿no había renunciado a una parte de su identidad judía? Además, lo asaltó entonces la sensación de que todo lo que veía existía realmente, y no solo en los libros. «No soy digno de semejante felicidad», pensó, sin dejar de tener la impresión de algo ya visto o ya vivido: doble conciencia, escisión. Algo extraño, como una vida ya vivida, asomaba a su conciencia, como si lo que veía no fuera real.

Retomó esa temática en un libro que él mismo consideraba como una diversión, y que marcaba sin embargo la última etapa de la trilogía de la madurez consagrada al sueño, los lapsus y los actos fallidos: El chiste y su relación con lo inconsciente.19

Una vez más, Freud se presentaba en él como un experto en asuntos familiares y sobre todo como un «casamentero judío» (Schaden) que contaba historias de pedigüeños (Schnorrer) por medio de las cuales se expresaban, a través de la risa, los grandes y los pequeños problemas de la comunidad judía de Europa central enfrentada al antisemitismo. Dotado de un humor corrosivo, Freud adoraba coleccionar anécdotas para burlarse de sí mismo o de su entorno y reírse de las realidades más lóbregas. Una manera como cualquier otra de enviar sus recuerdos al Yiddishland, territorio de sus ancestros mercaderes de aceite y telas al que no regresaría jamás.

Tras la lectura de un famoso libro de Theodor Lipps,20 filósofo de la empatía, Freud decidió estudiar las relaciones entre el chiste y el inconsciente. Lo cual no le impidió inspirarse en Bergson e incluso en los aforismos de Lichtenberg, pero también en las historias cómicas contadas por Heinrich Heine o Cervantes.

En ese libro estudiaba en primer lugar la técnica del Witz en cuanto permite representar social y psíquicamente el mecanismo del placer en presencia de al menos tres protagonistas: el autor de la broma, su destinatario y el espectador. Pero eso no basta —mostraba Freud— para alcanzar su objetivo último: el escepticismo. El chiste, como formación del inconsciente, debe acometer contra un cuarto participante, mucho más abstracto: la seguridad presunta del juicio. Por eso el chiste siempre es, según Freud, una especie de «sinsentido». Miente cuando dice la verdad y dice la verdad por la vía de la mentira, como lo testimonia esta famosa historia judía:

 

En una estación ferroviaria de Galitzia, dos judíos se encuentran en el vagón. «¿Adónde viajas?», pregunta uno. «A Cracovia», es la respuesta. «¡Pero mira qué mentiroso eres! —se encoleriza el otro—. Cuando dices que viajas a Cracovia me quieres hacer creer que viajas a Lemberg. Pero yo sé bien que realmente viajas a Cracovia. ¿Por qué mientes entonces?»

 

Si Freud veía el sueño como la expresión del cumplimiento de un deseo conducente a una regresión hacia el pensamiento en imágenes, hacía del chiste un productor de placer que autorizaba el ejercicio de una función lúdica del lenguaje. Su primer estadio, señalaba, es el juego infantil, y el segundo la broma: «La euforia que aspiramos a alcanzar por estos caminos no es otra cosa que el talante [...] de nuestra infancia, en la que no teníamos noticia de lo cómico, no éramos capaces de chiste y no nos hacía falta el humor para sentirnos dichosos en la vida».21

Los niños y la infancia tenían un lugar esencial en la vida de Freud. Y como a su entender todos los problemas afectivos de los adultos encontraban allí su origen, se propuso escribir una pequeña obra en la cual pudiera exponer con claridad sus teorías sobre la sexualidad infantil y, más en general, sobre la sexualidad humana. El resultado fueron los Tres ensayos de teoría sexual.

Tras la suntuosa trilogía del cambio de siglo, tanto relato autobiográfico como exploración de las diversas formaciones del inconsciente, Freud pretendía ahora, por lo tanto, abordar un dominio que desde hacía años constituía el objeto de una multitud de estudios de pedagogos, médicos, juristas y sexólogos. Sin embargo, y al contrario de lo que sostiene una leyenda tenaz, no fue el héroe de una gran demolición del «verde paraíso de los amores infantiles». En 1905, cuando emprendió este nuevo trabajo, ese dominio, en efecto, ya había sido ampliamente explorado por los científicos de la época, que tenían la convicción —lo hemos sugerido— de que el niño era un ser perverso y polimorfo. No obstante, Freud contribuyó a deconstruir aún más el universo de la infancia al describir la sexualidad infantil como una «disposición perversa polimorfa». La utilización del término Sexualtheorie marcaba deliberadamente la ruptura con los enfoques anteriores, porque Freud designaba con ello las hipótesis planteadas por los científicos y las «teorías» o representaciones fantasmáticas inventadas por los niños —y a veces por los adultos— para resolver el enigma de la copulación, la procreación, el engendramiento y la diferencia de los sexos.

En función de esa ambigüedad, Freud describía con humor y sin valerse de la más mínima jerga psiquiátrica, las actividades sexuales de los niños, y con ese fin ponía en juego todos los conocimientos que había acumulado sobre el tema, fuera en su infancia, fuera en contacto con sus propios hijos. Mencionaba sin embarazo ni obscenidad los chupeteos, tal o cual juego con los excrementos, la defecación, las diferentes maneras de orinar o decir palabrotas. En síntesis, hacía del niño de menos de cuatro años un ser de goce, cruel y bárbaro, y capaz de entregarse a toda clase de experiencias a las que, sin embargo, se vería obligado a renunciar en la edad adulta. De ahí la idea de los diferentes estadios —anal, oral, genital y más adelante fálico— tomada del evolucionismo, que servía para definir las etapas de la vida subjetiva conforme a los objetos escogidos: las heces, el pecho, los órganos genitales.

Freud añadía que la sexualidad infantil no conoce ni ley ni prohibición y que apunta a todos los fines y todos los objetos posibles. Y por eso las «teorías» fabricadas por los niños constituyen un verdadero pensamiento mágico: los bebés vienen al mundo por el recto, los seres humanos, sean hombres o mujeres, dan a luz por el ombligo, etc.

En un estilo diáfano y directo, Freud arrancaba con ello la antigua libido sexualis al discurso médico para hacer de ella un determinante fundamental de la psique: la meta de la sexualidad humana, decía, no es la procreación sino el ejercicio de un placer que se basta a sí mismo y escapa al orden de la naturaleza. La sexualidad se apoya en una pulsión (un impulso), manifestada a través de un deseo de satisfacerse mediante la fijación en un objeto. Hay que controlarla, es cierto, pero indudablemente no erradicarla por medio de castigos corporales.

Al construir su doctrina sexual en torno de los términos de pulsión,22 libido, estadio, deseo o búsqueda del objeto, Freud liberaba al niño —y por ende al adulto— de todas las acusaciones que habían alimentado las prácticas médicas de fines del siglo XIX tendentes a reprimir las manifestaciones de su sexualidad, y sobre todo las procedentes de la «pedagogía negra». De acuerdo con esta óptica, además, se veía al niño masturbador ya no como un salvaje cuyos malos instintos había que domeñar, sino como el prototipo del ser humano en devenir. Freud normalizaba la «aberración sexual» al liberarla de todo enfoque en términos de patología o de disposición innata comparable a una «tara» o una «degeneración».

Fue muy natural entonces que llegara a analizar las perversiones sexuales presentes en los adultos, todas esas prácticas (pedofilia, fetichismo, zoofilia, sadomasoquismo, inversión, etc.) que los sexólogos de su época trataban de manera tan ostentosa. Pero, en vez de catalogarlas, Freud intentaba relacionarlas con una estructura ligada a determinado estadio de la evolución subjetiva. En ese marco en particular, hacía de la homosexualidad no solo la consecuencia de una bisexualidad presente en todos los seres humanos, sino un componente adquirido de la sexualidad humana: una inclinación inconsciente universal. De ahí esta célebre fórmula en la que ya había pensado en 1896: «La neurosis es, por así decir, el negativo de la perversión».

Con ese libro, que sufriría incesantes modificaciones, Freud abría el camino al desarrollo del psicoanálisis infantil y a una vasta reflexión sobre la educación sexual. Promovía la tolerancia de la sociedad hacia las diferentes formas de sexualidad —y en especial la homosexualidad— e insistía en que los adultos no mintieran a los niños acerca de su origen.

Comenzó así a imponerse una forma original de concebir el universal de la sexualidad. Con el paso de los años, ese pensamiento contribuyó a la extinción de la sexología —que había sido, empero, su matriz primera— y, en la segunda mitad del siglo XX, al auge de los trabajos de historiadores y filósofos sobre la historia de la sexualidad en Occidente, de Michel Foucault a Thomas Laqueur, pasando por John Boswell.

Una vez más, Freud se había convencido de que su nuevo libro estaba destinado a escandalizar desde el momento mismo de su publicación, y de que haría «universalmente impopular» a su autor. Con cada reedición se quejaba de la mala acogida que se le reservaba. En realidad, en 1905, y aunque no tuvo gran difusión, la obra suscitó una mayoría de artículos favorables. Sin embargo, algunos años después, y a medida que la doctrina psicoanalítica se difundía en las sociedades occidentales —a través de un movimiento organizado y nuevas publicaciones—, se la consideró retrospectivamente como una obra nociva, obscena, pornográfica, escandalosa, etc.

Fue pues en el momento en que el freudismo comenzaba a acceder al reconocimiento internacional cuando se levantaron frente a él las acusaciones de pansexualismo. La resistencia a esa nueva teoría de la sexualidad, expresada en los Tres ensayos, se convirtió entonces en el síntoma de su progreso activo.23

En 1909, en un violento ataque al psicoanálisis, el psiquiatra alemán Adolf Albrecht Friedländer afirmó que este debía su éxito a una presunta «mentalidad vienesa», que al parecer atribuía una importancia fundamental a la sexualidad.24 Retomaba con ello una tesis nacionalista, la del genius loci, muy en boga desde el nacimiento del antisemitismo y la psicología de los pueblos, y según la cual cada nación podía no solo ser diferente a otra, sino superior a ella. Sobre esa base, la acusación de pansexualismo pudo servir de caballo de batalla a un antifreudismo primario en plena expansión. El término permitía afirmar, en efecto, que esa doctrina no era sino la expresión de una cultura que aspiraba a dominar a otra.

En Francia, país particularmente germanófobo, la teoría sexual de Freud se asimiló a una visión bárbara de la sexualidad, calificada de germánica, «teutona» o boche. A esa Kultur alemana se oponía la presunta luminosidad cartesiana de la «civilización» francesa,25 mientras que en los países escandinavos y el norte de Alemania, al contrario, se acusaba al freudismo de privilegiar una concepción «latina» de la sexualidad, inadmisible para la «mentalidad» nórdica.

En esa época Freud recibió, en consultas breves, a personalidades del mundo artístico, curiosas por conocerlo, y que dejaron de él testimonios originales, retratos a través de los cuales se revelaba el entusiasmo de un hombre embargado por la creencia en su poder de descifrador de enigmas.

En 1905 el joven poeta suizo Bruno Goetz, que asistía en Viena a cursos sobre el hinduismo, sufrió violentas neuralgias faciales. Freud había leído algunos de sus poemas. Durante una hora Goetz le habló de su padre, capitán de altura, y de sus desgraciados amores con algunas muchachas y cierto marinero al que devoraba a besos. Freud lo obligó en principio a evocar un recuerdo de infancia ligado al dios Poseidón y le dijo que su caso no era apto para el análisis. Para terminar, con tono paternal, le recomendó que se alimentara bien y comiera carne y le entregó una receta y un sobre con doscientas coronas: «Pequeños honorarios por la alegría que me han procurado sus versos y la historia de su juventud».

Algún tiempo después, cuando volvió a verlo, lo previno contra la lectura del Bhagavad-Gita, que podía llegar a sumirlo en un estado de anonadamiento. Las neuralgias cesaron:

 

Soy médico, dijo, y desearía ayudar en la medida de mis posibilidades a toda esa gente que interiormente vive hoy en un infierno. Y no es en un más allá, sea el que fuere, donde la mayoría vive en un infierno, sino aquí mismo, en la tierra. Eso es lo que Schopenhauer supo ver con mucha justeza. Mis conocimientos, mis teorías y mis métodos deben hacerles tomar conciencia de ese infierno, para que puedan liberarse de él. Solo cuando los hombres sepan respirar libremente volverán a aprender lo que puede ser el arte. Hoy hacen mal uso de él como un narcótico, para deshacerse, al menos por algunas horas, de sus tormentos. El arte es para ellos una suerte de aguardiente.26

 

Un año más adelante, Bruno Walter, director de orquesta en la Ópera de la corte imperial, consultó a Freud por una neuralgia del brazo que le impedía tocar el piano y dirigir a sus músicos. En lugar de iniciar una cura con él, Freud le aconsejó viajar a Sicilia, lo que permitió al músico descubrir maravillado los templos griegos, sin curarse empero de sus calambres. A su regreso, Freud utilizó la sugestión para intentar asumir la «responsabilidad» del mal de Walter, y lo convenció de que no pensara más en él. Walter logró olvidar sus dolores. Más adelante recurrió a una autoterapia, inspirada por el libro del médico romántico Ernst von Feuchtersleben sobre la dietética del alma. Superó entonces su incapacidad, siguió admirando a Freud y aconsejó a su amigo Gustav Mahler, que por su parte se había hundido en la melancolía, que fuera a verlo.27

Tras varias cancelaciones, los dos hombres se encontraron por fin en Leiden, el 26 de agosto de 1910, durante cuatro horas, la duración de una larga caminata por las calles de la ciudad. «Supongo», le dijo Freud a Mahler, «que su madre se llamaba Marie. Algunas de sus frases en esta conversación me llevan a pensarlo. ¿Cómo es que se casó con una mujer que tiene otro nombre, Alma, cuando es indudable que su madre tuvo en su vida un papel predominante?» Mahler respondió que había tomado la costumbre de llamar a su mujer Marie (y no Alma). En el transcurso de la conversación el músico logró comprender por qué la intrusión repetitiva de una melodía banal «echaba a perder» su música. En su infancia, a raíz de una disputa conyugal particularmente violenta entre su padre y su madre, se había lanzado a la calle, donde oyó una canción popular vienesa tocada en un organillo: la canción se le había fijado en la memoria y volvía bajo la forma de una melodía molesta.28

Freud no advertía aún que en el corazón de esa época tan bella, que había soñado tanto con el gran florecimiento de la Europa de la Ilustración, en la huella del progreso, la industrialización y la democracia, se perfilaba, como un sombrío presagio, un odio recíproco de las naciones que iba a llevar al continente, a través de la Primera Guerra Mundial, a su propia aniquilación.

A fuerza de contemplarse en el espejo de su tedio, la burguesía más culta del mundo occidental había omitido tener en cuenta la gran miseria de los pueblos. Y el psicoanálisis, inventado por un judío de la Haskalá, ciencia teutona para unos y latina para otros, sufría ya las consecuencias: «No veíamos los signos de fuego escritos en el muro», escribiría Stefan Zweig acerca de ese «mundo de ayer»,

 

e, inconscientes como antaño el rey Baltasar, nos llenábamos con todos los platos deliciosos del arte, sin echar miradas ansiosas al porvenir. Y solo cuando, decenas de años después, techos y murallas se derrumbaron sobre nuestra cabeza, reconocimos que los cimientos estaban socavados desde hacía mucho y que con el nuevo siglo se había iniciado la ruina de la libertad individual en Europa.29