El viaje que hemos emprendido el lector y yo nos ha llevado hasta finales del siglo XX, hasta el nuevo milenio. Hemos explorado dos nociones fundamentales de la vida mental: 1) la autoorganización corpórea y relacional, y 2) la integración como tendencia natural de la autoorganización que optimiza el flujo de energía y de información, una base fundamental de la salud. Antes de adentrarnos en el nuevo milenio y en lo sucedido en ese tiempo, demos un paso atrás y volvamos a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980 para conocer los aspectos de este viaje a la mente que surgieron en aquellos años. Primero empezaremos con una celebración en el inicio de una década nueva.
ADAPTACIÓN A UN MUNDO MÉDICO SIN MENTE (1980-1985)
Es el día de Año Nuevo de 1980. Estoy a medio camino de mi vigésimo tercer cumpleaños, a medio camino de mi segundo año en la Facultad de Medicina y a medio camino de abandonar la facultad. Ha sido un año abrumador y me siento perdido y desconectado de lo que creía que era una carrera importante para mí, pero ahora, en la pausa invernal, un amigo del instituto me invita a una fiesta en Los Ángeles y varios de nosotros, que nos hallamos al final de la adolescencia, nos damos un festín de comida casera, de conversaciones y de música. Me siento en casa en la ciudad donde crecí, donde pasé de la infancia a la adolescencia y donde pasé mis años de instituto. En la reunión conozco a una joven, Victoria, y con ella exploramos mutuamente nuestros relatos explicándonos qué hacemos, intentando expresar quiénes somos. Hablamos de lo que tiene importancia en nuestra vida, de los valores que nos impulsan a seguir adelante. La conversación y la conexión despiertan la sensación de estar vivos que parecía haber muerto en los meses fríos e invernales de aquel año en Nueva Inglaterra. Ahora mismo me siento presente, de regreso a mí mismo, con la mente totalmente despierta. Mi cuerpo está lleno de energía, y Victoria y yo hablamos y paseamos de madrugada por las calles de la ciudad somnolienta. Ella enseña ballet como estudiante universitaria y me intrigan sus estudios de danza en la UCLA. Recuerdo que en el instituto me encantaba bailar, que formé parte del equipo de baile de salón de la universidad y que incluso hacía la coreografía de la fiesta anual de estudiantes de la Facultad de Medicina. En la universidad, todo aquello parecía muy vivo, muy real, lleno de conexión; pero la formación médica hacía que algo cambiara en mí, parecía que perdía el contacto conmigo mismo: había algo que, más que congelarse en el frío invernal, estaba muriendo.
Cuando volví a Boston después de aquellas vacaciones de invierno de 1980 continué con mi programa académico, que ahora suponía más trabajo clínico en un curso de segundo año titulado «Introducción a la medicina clínica». En el primer año, en 1978, las experiencias clínicas que tanto había anhelado no habían ido muy bien. Una de mis primeras pacientes fue una joven con una enfermedad pulmonar grave. Me senté con ella y pude sentir su tristeza y su desesperación por tener que afrontar una vida llena de terribles experiencias médicas. Cuando presenté su historia a mi tutora se me hizo un nudo en la garganta al describir su estado emocional. La tutora, una cirujana pediátrica, me dijo que era «demasiado emotivo» y que debería centrarme en los síntomas de los pacientes, no en su historia. Le dije que lo intentaría y me dirigió una mirada llena de dudas. Una llamada telefónica interrumpió la conversación y me pregunté qué le podría decir a continuación. Cuando colgó y se volvió hacia mí empecé a decirle que mi abuela acababa de fallecer y que suponía que estaba muy afectado por aquella pérdida, y que... y entonces el teléfono volvió a sonar y me quedé sentado pensando, ¿qué debería hacer? Cuando la llamada acabó, insistió en la necesidad de que fuera más profesional y allí acabó la entrevista.
La semana siguiente volví a la rotación clínica de la tarde y vi a un paciente de mi edad que decía que su cuerpo se estaba convirtiendo en una esponja porque sus huesos se disolvían a causa de una enfermedad rara. Decía que quería ser médico, pero dado el estado de su cuerpo no podía imaginarme que pudiera asistir a una facultad de medicina. Se sentía aterrorizado y desamparado. Traté de no pensar en el estudiante de medicina que él nunca podría llegar a ser. Tomé notas, comprobé sus datos de laboratorio, hice un resumen de su historia, leí sobre su enfermedad y me presenté otra vez en el despacho de la tutora. Presenté su caso con la mayor ecuanimidad posible, ciñéndome a los hechos y exponiendo los detalles clínicos de una manera metódica. Por dentro me sentía totalmente muerto, desconectado de las sensaciones de mi intestino, insensible a las sensaciones de mi corazón y lejos, muy lejos, de aquel joven enfermo. Mi tutora sonrió y me dijo que había hecho «un trabajo excelente». Recuerdo que la miré con incredulidad. Ella me había enseñado a encajar con el entorno, a desconectarme de mi mente y de la mente de mis pacientes, a perder el contacto con mi humanidad. Quizás acabar siendo como ella querría decir que yo habría fracasado. Era un problema extraño, irresoluble. Encajar y fracasar, o buscar otro camino y suspender. Me sentí muy mal y nunca volví a verla.
Al final del primer año en la facultad, y exhausto por aquella confusión emocional, me inscribí para trabajar con Tom Whitfield, un pediatra que acabaría siendo mi mentor y que me había inspirado con sus clases de verano en el condado de Berkshire, donde invitaba a los asistentes a formar parte de un equipo que daba asistencia médica y social a familias sin recursos. Me entusiasmaba la idea de pasar el verano con Tom y ver si podía reavivar mi deseo original de dedicarme a la medicina. Como supe después, Tom también se sintió entusiasmado, tanto que cuando él y su mujer vinieron a la parada de autobús a recogerme, Tom se dejó las llaves dentro del coche. Aquel verano trabajamos en estrecha colaboración. Observé a Tom en su consulta y visitando familias que vivían lejos, al final de caminos rurales que las dejaban aisladas en invierno. Como decía en el capítulo anterior, llegamos a ser más que amigos y nuestra relación acabó siendo casi paternofilial. Tom acabó siendo como un padre para mí y yo acabé siendo como un hijo para él. Una de las mejores lecciones de Tom era un viejo proverbio que rezaba: «La mejor manera de cuidar de los pacientes es preocuparse por ellos». Tom rebosaba afecto, podía recitar poesías que había memorizado en su juventud y tenía una mirada pícara y un sentido del humor vivo y contagioso. Tom no paraba y siempre tenía algún proyecto en el trabajo o en casa, como cocinar pasteles o cortar leña. Podíamos hablar o guardar silencio durante horas trabajando juntos en su jardín. Cuando «podé» por accidente una buganvilia, cortándola de raíz al quitar las malas hierbas, dio un gran suspiro y me dijo: «Ha sido un accidente, Daniel; la próxima vez fíjate bien». Era la bondad personificada. Me fui de Berkshire aquel otoño para volver a Boston, deseando conservar todo lo que Tom me había enseñado.
Cuando volví a Boston en el otoño de 1979, dejamos el aula para trabajar en el hospital. Cuando empezó el curso clínico introductorio estaba contento porque por fin podría sumergirme en un trabajo más centrado en el paciente. También disfruté con las clases académicas porque me encantaba la ciencia, sobre todo la biología, y quería aprender más sobre el cuerpo. Pero como era joven —tenía veintipocos años y todavía estaba en el intenso período de la adolescencia en el que, como sabemos hoy, se da una remodelación del cerebro— empecé a sentir que aún no había empezado a aprender a vivir. La mayor parte de lo que se me enseñaba era que morimos de muchísimas maneras por dentro y por fuera, que morimos tanto por enfermedades físicas como desconectándonos de los demás e incluso de nuestra vida interior.
Había enfermedad y desconexión por todas partes. Un paciente que vi en la primavera de 1980, al final de mi segundo año, era un joven afroamericano cuyo hermano había muerto de anemia drepanocítica unos años antes. Descubrimos que la depresión de este paciente, su sensación de desesperanza, en parte se debía a su convicción de que esta enfermedad de origen genético provocaría su propia muerte. Él y yo pasamos más de dos horas explorando el significado de su enfermedad mientras yo escuchaba el contenido de sus relatos, el significado que surgía de sus expresiones faciales, su tono de voz y sus gestos. Las palabras son importantes, pero solo narran parte de un relato mucho mayor, el relato de quién es una persona. Había tanto significado en el contexto de su vida que revelaban sus mensajes no verbales, como en sus palabras. Intenté ayudarle a ver que había nuevos avances médicos que eran motivo de esperanza y le expliqué la diferencia importante, pero desconocida para él, entre el estado actual de su enfermedad —cuyo curso no contemplaba la muerte— y la plena manifestación de la misma que había acabado con la vida de su hermano. Al parecer, nadie había dedicado tiempo a estar con a él, a sentir qué era lo que le provocaba miedo, a conjugar conocimientos médicos y comunicación humana para traer claridad a su confusión. Dijo que se sentía mucho mejor después del rato que pasamos juntos; sentí que si esto era lo que significaba ser médico, había hecho bien acudiendo a la Facultad de Medicina.
En 1980, al final de aquel segundo año, con toda la esperanza y la luz de la primavera que florecía en Nueva Inglaterra, llegó el momento de reunirme con mi tutor y con los otros estudiantes del grupo. Todos presentaron las historias de sus pacientes, sus síntomas, los resultados de sus reconocimientos, los datos de laboratorio que habían examinado y resúmenes de las enfermedades, tal como se nos había enseñado desde primer año. Todos se centraron en los órganos enfermos, igual que hacían la mayoría de ellos en el vestuario mientras continuaba nuestra socialización en la medicina moderna. Algunos decían cosas como, «Hoy he visto un hígado enorme», o «Qué riñón más alucinante». Y no lo decían en broma. Sus percepciones parecían haberse organizado en torno a enfermedades y órganos, no en torno a las personas y sus vidas. La mente iba desapareciendo con rapidez, reemplazada por un foco en la estructura física y la función del cuerpo. Aunque el cuerpo objetivo, observable y físico era indudablemente real, la realidad de la mente subjetiva, que no era palpable como una tiroides o un hígado, que no se podía escanear como un corazón o un cerebro, se iba perdiendo de vista hasta hacerse invisible para el ojo médico basado en medirlo todo. Ni siquiera el estallido de luz solar de la nueva estación podía iluminar la oscuridad de aquellos días sombríos.
Ahora puedo ver cómo se había consolidado el proceso de socialización médica que deshumanizaba a los pacientes. Era mucho más sencillo y más seguro desde el punto de vista emocional medir los fluidos corporales que estar en contacto con el dolor y el sufrimiento de la experiencia mental de los pacientes y, quizás, incluso de los médicos y los estudiantes de medicina. Deshumanizar significa excluir la mente, en este caso del foco de la medicina. Una mente humana puede ver el mundo físico y perder de vista la mente. ¿Qué se pierde en realidad? Para el paciente y para el médico, el núcleo de ser humanos desaparecía en el resplandor del mundo físico. Y solo estábamos en segundo año.
Cuando aquella tarde expuse el caso de mi paciente con anemia drepanocítica como última presentación del día, hablé de sus miedos, de sus sentimientos de desesperanza, de la relación con su hermano y con el resto de su familia, del punto del desarrollo de la enfermedad en el que se hallaba y del significado de aquella enfermedad en su vida. El tutor me pidió que me quedara y me pregunté si querría saber cómo había conseguido centrarme tanto en hallar el significado de la enfermedad para el paciente, cómo había conseguido conectar con él. La medicina podía ser así, aunque no fuera así como se enseñaba. Pensé que, por fin, el significado y la mente serían objeto de reconocimiento y respeto en la medicina.
«Daniel —empezó el tutor—, ¿quiere ser psiquiatra?» Le dije que no, que solo era un estudiante de segundo y aún no sabía en qué me especializaría. Solo había llegado a pensar en dedicarme a la pediatría. «Daniel —me dijo ladeando la cabeza en la otra dirección—, ¿quizás es psiquiatra su padre?» No, le dije pensando en mi padre, que era ingeniero mecánico. Ni era psiquiatra él ni nadie más que yo conociera. En realidad, solo había conocido a un médico, mi antiguo pediatra. «Verá, es que los médicos no preguntan a los pacientes por sus sentimientos y sus relaciones, por la historia de su vida. Si quiere dedicarse a eso, hágase asistente social.»
Aquella tarde consulté los programas de asistencia social y de psicología, preguntándome si pedir el traslado desde la Facultad de Medicina sería buena idea. A medida que fueron pasando los meses finales del segundo año, y aunque el gélido invierno iba dando paso a la primavera, yo cada vez sentía más frío. Dejé de bailar al otro lado del río, en Cambridge, donde cada miércoles estudiantes y otros miembros de la comunidad se reunían en unas sesiones de «Dance Free» para desaparecer en la música y moverse espontáneamente a solas, en pareja o en grupo en una gama maravillosa de ritmos y músicas de todo el mundo. Dejé de disfrutar de mis paseos por la alameda de Fens. Dejé de sentir el agua en mi cuerpo cuando me daba una ducha. Estaba como embotado.
El cuerpo es un pozo de sabiduría lleno de verdad. Pero mi pozo estaba seco. Mi carnet de baile estaba vacío, o mejor dicho agotado, igual que mi esperanza en el futuro. Mi mente lógica pensaba: «Todo va bien». Mis notas eran buenas y seguía avanzando por el currículo médico, pero por dentro me sentía vacío. Mi mente reflexiva estaba confundida y en conflicto. ¿Qué parte de mí debería escuchar, mi mente lógica o mis emociones y mis sensaciones corporales, el pozo intuitivo de sabiduría?
Al final de aquel semestre del segundo año, al final de la primavera de 1980, tuve el «examen final» del curso de introducción a la medicina clínica. Mi paciente era un hombre canoso y entrado en años. «Buenos días, doctor», me dijo mientras entraba en la sala andando pesadamente y se sentaba en la silla con cuidado. Cuando le pregunté cómo se sentía aquel hermoso día de primavera, me dijo que aquella mañana había intentado matarse. Toda la preparación recibida para la prevención del suicidio que he mencionado en el segundo capítulo se puso en marcha. En el pequeño espacio del ático que daba al paseo principal del campus de la Universidad del Sur de California, habíamos aprendido que la clave para mantener viva la esperanza de una persona durante una crisis era sintonizar con su experiencia interior, centrar la atención en sus sentimientos, en sus pensamientos y en la historia de su vida. Las sensaciones, las imágenes, los sentimientos y los pensamientos son los pilares de nuestra experiencia interior en cualquier momento dado, el núcleo de quienes somos, lo que nos da significado, nuestra realidad interior subjetiva.
Así pues, me centré en la mente de aquel hombre explorando con él qué le había provocado una crisis hasta el punto de querer quitarse la vida. Pronto sentí que el tutor me daba un leve golpe en el hombro y que su cabeza se acercaba a mi oído: «¡Limítese a hacerle el examen físico!», me exigió con un susurro irritado, parecido a un quejido. Le hice el examen y en la mesa de examen presencié por primera vez a alguien sufriendo una crisis epiléptica. El tutor ni se inmutó y se limitó a impedir que el hombre cayera al suelo hasta que la crisis pasó; luego me dijo: «Acabe el examen». Cuando terminé pregunté si al menos podíamos llevar al paciente (aunque quizás habría sido igual de oportuno llevar al tutor) al consultorio de psiquiatría y el tutor accedió.
«Los borrachos son así: tienen crisis y tratan de matarse. Ha dedicado usted demasiado tiempo a hablar con él de su vida, de sus sentimientos, pero el reconocimiento físico lo ha hecho muy bien y ha pasado usted la prueba.»
Como examinaría más adelante en Mindsight, aquellas experiencias fueron como clavos en el ataúd de mi mente aún joven que buscaba algún significado en un mundo de la medicina que parecía estar ciego a la mente. Me sentía muy mal. Me sentía confundido. Tenía el cuerpo embotado. ¿Acaso tenía que convertirme en un médico parecido a aquellos tutores? ¿Acaso en la curación no había un lugar para centrar la atención en el mundo interior de nuestra vida? ¿Acaso la medicina tenía que prescindir de la mente? Me sentía desilusionado y totalmente perdido.
Mi mente lógica seguía diciéndome que estaba en la Facultad de Medicina, que estaba en la Universidad de Harvard, y que podría acabar aprendiendo de aquellos profesores tan respetados, acabar encajando, formar parte de lo que lógicamente debía ser la manera adecuada de convertirme en médico. Pero la lógica no podía explicar el embotamiento que sentía ni la sensación física de desconexión que no dejaba de surgir en mi conciencia, las imágenes de querer subirme a un tren y escapar, la experiencia emocional de desesperanza o los pensamientos de que todo aquello estaba mal. Si hubiera podido observar mi mente con algo de claridad, me habría dado cuenta de que estaba surgiendo algo profundamente inquietante y desorientador.
Tras una reflexión intensa y dolorosa, asimilando aquellas sensaciones e imágenes, aquellos sentimientos y pensamientos, y tras la discreta insistencia de un estudiante mayor que yo al que estaré eternamente agradecido, decidí abandonar la facultad. La verdad es que ni siquiera fue un pensamiento: fue una especie de saber muy profundo que surgió sin confusión.
Estaba totalmente confundido y perdido; pero tras reflexionar me di cuenta de que tenía que detener aquella locura. Cuando me reuní con la decana me aconsejó que solicitara un permiso temporal en lugar de abandonar. Le dije que no tenía ninguna intención de volver a un lugar que te hacía ser tan inhumano, a lo cual me replicó: «¿Cómo sabe usted lo que querrá hacer dentro de un año?». Hice una pausa, la miré a los ojos y le dije que no tenía intención de volver. «Pero —repitió con suavidad— ¿cómo “sabe” usted lo que querrá hacer más adelante?» Tenía razón. Estaba perdido y no tenía ni idea de lo que iba a hacer entonces y menos aún al cabo de un año. Así pues, estuve de acuerdo con ella en que no lo sabía y le dije que, en el fondo, parecía que ya no sabía nada. De aquello estaba muy seguro.
«Muy bien —continuó—, entonces deberá redactar un ensayo sobre lo que hará usted en su investigación.» «¿Investigación?», le pregunté. «Sí, esta es una institución de investigación, y solo se puede obtener un permiso temporal si se investiga algo.» Me detuve unos instantes, perplejo. Será mejor que lo deje, pensé. Miré sus ojos cálidos y comprensivos, le pedí una hoja en blanco y algo para escribir, y escribí mi ensayo de investigación en una sola frase. Esto es lo que recuerdo haber escrito: «Voy a tomarme un año de permiso para averiguar quién soy».
Miró la nota, sonrió y dijo: «Perfecto».
Durante el tiempo que estuve fuera probé muchas cosas. Empecé clases de ballet, de danza moderna y de jazz. También consideré estudiar coreografía. Me fui a Canadá y me subí a un tren que primero me llevó hasta las Montañas Rocosas a través del paisaje otoñal, y luego más al oeste, hasta la Isla de Vancouver. Por primera vez en mi vida me di la oportunidad de no seguir planes organizados por otros, de dejar que surgiera significado desde el interior, sin estar gobernado por las expectativas externas del mundo que me rodeaba. Como ya he comentado, había estudiado la bioquímica de los peces antes de la universidad y me fascinaba que los salmones pudieran pasar de agua dulce a agua salada sin morir. ¿Cómo lo hacían? En el laboratorio descubrimos una enzima que podía explicar la supervivencia del salmón. Parecía que hubiera alguna conexión entre las enzimas que permitían que el salmón viviera y se adaptara, y la comunicación emocional empática que, como nos habían enseñado en el servicio de prevención del suicidio, podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte para una persona que estuviera en crisis. Parecía que las enzimas y la empatía tenían en común algo fundamental, pero no tenía ni idea de cómo expresar todo aquello con claridad. El objetivo de aquel viaje era ir en busca del salmón del Pacífico, pero en realidad iba en busca de mí mismo.
Uno de los muchos descubrimientos personales que surgieron en aquel tiempo empezó como una de esas coincidencias de la vida que no podemos predecir ni planificar. Volví a Los Ángeles y mi nueva amiga, Victoria, organizó una merienda en su casa. Allí conocí a un vecino suyo que estaba empezando a impartir un curso usando un libro acabado de publicar por Betty Edwards titulado Aprender a dibujar con el lado derecho del cerebro. El libro estaba basado en unas entrevistas entre Edwards y el psicólogo y futuro premio Nobel Roger Sperry sobre el trabajo de Sperry con pacientes que tenían el cerebro «escindido» y que había revelado los distintos procesos de los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro. Aunque la tecnología de hoy nos permite ver que hay más elementos en común de los que se creía entonces, la investigación sigue siendo muy sólida en cuanto a las distinciones entre los dos hemisferios (McGilchrist, 2009). Sean cuales sean las polémicas actuales, mis experiencias de entonces eran muy claras: con los ejercicios de Edwards podía sumergirme en otra manera de ver el mundo. En lugar de analizar y categorizar cosas, de nombrarlas y agruparlas, empecé a ver texturas y contrastes en el mundo que antes no formaban parte de mi experiencia perceptual. En lugar de descomponer el mundo en partes pequeñas, me venía a la mente una visión del todo con una sensación nueva de claridad y vitalidad. Me parecía percibir el mundo con otros ojos. Al realizar aquellos ejercicios el tiempo también parecía diferente; podía pasarme dos horas inmerso en contemplar y dibujar, y parecía que el tiempo no hubiera pasado. Percibir de aquella manera hizo algo más que disolver la sensación del tiempo; me ofreció la experiencia renovada de sentirme profundamente conectado con el mundo que me rodeaba.
Participé en las representaciones artísticas que Victoria y sus colegas estaban filmando en la UCLA encargándome de los micrófonos. Al sujetar la jirafa con el micro, empecé a oír las cosas con más riqueza y sonoridad. Es difícil de describir incluso ahora, pero en mi experiencia directa y personal había algo muy profundo que cambiaba en mí. Me sentía más vivo, más conectado, más como un miembro que pertenecía plenamente a un mundo que tenía más profundidad y más detalle. Hice amigos nuevos en muchos campos, desde la danza hasta la poesía: vivía una vida plena.
Con estas maneras nuevas de experimentar la vida sentí una claridad suficiente para considerar cuál podría ser la siguiente etapa de mi formación. ¿En qué debía centrar mi energía, mi tiempo y mi vida? Al gustarme tanto la danza y al participar en filmaciones de danzas y de otras representaciones, me di cuenta de que me había cautivado más la experiencia interior de la danza que la danza en sí. Aquella revelación me dejó claro que si eligiera la danza como profesión, ya fuera como intérprete o como coreógrafo, seguramente me moriría de hambre. En aquella época también ayudé a mi abuela a cuidar de mi abuelo en Los Ángeles durante sus últimos meses. Empecé a sentirme inquieto y listo para abrir un capítulo nuevo de mi vida.
Parecía que todo lo que había vivido, desde mis experiencias en el servicio de prevención del suicidio hasta mis conflictos con la Facultad de Medicina, tenía que ver con la naturaleza de nuestro mundo interior, con la mente. En aquel año lejos de la facultad me inventé una palabra, mindsight, para expresar cómo vemos la mente, cómo percibimos y respetamos nuestra mente y la de los demás. Necesitaba alguna clase de claridad estable, una idea con fuerza, un símbolo lingüístico que actuara como un fragmento de información al que aferrarme, algo que pudiera protegerme en el viaje que tenía por delante, dondequiera que me llevara. Decidí volver a la Facultad de Medicina pensando que la noción de mindsight podría ayudarme a sobrevivir cuando volviera a sumergirme en la socialización de la formación médica.
El mindsight, o «visión de la mente», se basa en la capacidad de cultivar la intuición, la empatía y la integración. Puede que todos tengamos esta capacidad, pero la podemos desarrollar más. La intuición es ser conscientes de nuestra vida mental interior. La empatía es sentir la vida interior de otra persona. Y, como hemos visto, la integración significa conectar elementos diferenciados en un todo coherente. Para la mente, la integración significa bondad y compasión. Honramos las vulnerabilidades propias y ajenas y nos ofrecemos a los demás para aliviar su sufrimiento. ¿Cómo actúan conjuntamente estos tres elementos del mindsight? Con la intuición somos amables y compasivos con nosotros mismos. Con la empatía vemos la mente de los demás con respeto y cuidado. Así es como el mindsight contiene los tres elementos: intuición, empatía e integración. La noción de mindsight era una idea profunda que me dio el valor para volver a la facultad y afrontar el sistema de socialización de la medicina, pero ahora con una sensación nueva de fuerza y de compromiso.
Necesitaba saber quiénes somos y cómo hemos llegado a ser así, y saber que la mente es real. En todos estos viajes, sobre todo en el que pasé tiempo sin ninguna estructura externa que me obligara a hacer nada concreto, sin planes ni expectativas de otras personas, un tiempo que me permitió entrar en contacto con la presencia de mi propia mente que surgía con libertad, había quedado muy claro que la realidad subjetiva de la mente era muy real. Con la intuición obtenemos una visión de nuestra vida mental; con la empatía obtenemos una visión de la vida interior de los demás; y mediante la integración podemos conectar mutuamente con respeto, compasión y bondad. Aunque el mundo externo de las ideas de los profesores o de los valores culturales de la medicina moderna actuara como si el mundo interior no fuera real, válido o existente, tenía la esperanza de que la noción de mindsight me recordaría que podemos ver la mente con una lente perceptual diferente a la que usa la vista para ver el mundo físico. Tenemos distintos sentidos, diferentes percepciones, y el mindsight era una idea y una capacidad que nos ayudaba a ver la mente misma, en los demás y en nosotros mismos. El mindsight podría ayudarme a conservar la cordura frente a la socialización que me esperaba y que actuaba como si la mente no existiera. Aunque la medicina hubiera perdido de vista la mente, el mindsight me podría ayudar a proteger su realidad durante los años de formación que me quedaban por delante.
EL MINDSIGHT EN LA SALUD Y LA CURACIÓN
Estudios publicados décadas después revelarían que si un médico atiende a la experiencia subjetiva interior de un paciente que llega para una visita breve, aunque solo sea por un resfriado común, puede darse una interacción interpersonal curativa que robustezca la respuesta inmune del paciente y haga, por ejemplo, que el resfriado dure un día menos. El simple acto de ser empático —es decir, de aplicar mindsight a la experiencia subjetiva de otra persona— influye directamente en la fisiología (Rakel y otros, 2011).
Otros estudios revelarían que enseñar a los médicos sobre la mente y enseñarles a equilibrar sus emociones dándoles formación en conciencia plena les ayudaría a mantener su empatía y a reducir el riesgo de burnout o estrés profesional (Krasner y otros, 2009). Otras investigaciones también revelarían que se podría enseñar empatía a los estudiantes de medicina para ayudarlos a preparar su trabajo como personas dedicadas a la curación (Shapiro, Astin, Bishop y Córdova, 2005).
Pero cuando estaba en la facultad oía decir una y otra vez que la empatía —sintonizar con los sentimientos, los pensamientos, los recuerdos y los significados de otra persona— no era adecuado para el trabajo clínico. Lo que se me decía una y otra vez cuando era estudiante no solo es erróneo para la formación médica, sino que también es una forma subóptima de tratamiento para los pacientes. Ahora sabemos más cosas desde el punto de vista científico, pero el sistema de socialización de la medicina moderna tarda mucho en ponerse al día de estos descubrimientos «nuevos» que confirman el antiguo saber sobre la buena práctica de la medicina: la mejor manera de cuidar de los pacientes es preocuparse por ellos. Experimentamos y expresamos este cuidado mediante mindsight.
Una consecuencia de estos descubrimientos es apoyar la afirmación de que la realidad subjetiva, además de ser real, es realmente importante.
Pero ¿por qué? ¿Por qué prestar atención a la realidad interior subjetiva, que es inmensurable y no es observable directamente desde el exterior, es tan vital para el bienestar? Lo que debemos explorar es por qué y cómo el hecho de que una persona se centre en la experiencia subjetiva interior de otra es tan fundamental para la salud y para las relaciones que la fomentan.
¿Por qué tendría tanta importancia centrarse en la realidad subjetiva, en la realidad sentida interiormente?
Una respuesta sencilla a esta pregunta básica es esta: cuando sentimos la vida interior de otra persona podemos diferenciar verdaderamente a esa persona de otras, y al intentar conocer su experiencia subjetiva conectamos con ella. He aquí la propuesta: centrarse en la subjetividad abre la puerta a la integración interpersonal. Cuando la experiencia subjetiva es atendida, respetada y compartida, se unen dos entidades separadas, dos personas, en un sistema conectado.
La conexión que se crea al sintonizar con la subjetividad genera integración.
La integración es la manera de optimizar la autoorganización.
Y entonces nos sentimos mejor, pensamos con más claridad y nuestro cuerpo funciona mejor cuando atendemos y respetamos la subjetividad en el foco de nuestra atención compartida.
En términos matemáticos, cuando dos personas comparten sus estados subjetivos internos, el grado de complejidad es mayor que cuando dos personas conversan con frialdad o sin tener en cuenta el estado interior del otro. Maximizar la complejidad es la forma matemática de describir la tendencia a la autoorganización de un sistema complejo. Dicho en términos quizá más sencillos: sintonizar con otra persona establece la integración interpersonal que genera un estado de armonía. Por eso la intuición, la empatía, la bondad y la compasión son tan poderosas, porque surgen con la integración y forman parte de una autoorganización óptima.
La experiencia subjetiva es real y es la puerta a la conexión interpersonal a la integración con otra persona. Esta es la razón de que, en una relación, la empatía mejore la función inmune y fomente una profunda sensación de bienestar. Cuando nuestra experiencia subjetiva se percibe y se respeta, y recibimos comunicación de esta sintonización, nosotros y la otra persona nos conectamos. Esta integración interpersonal aumenta el estado de integración de cada persona, lo cual a su vez nos sienta bien y es bueno para nosotros. En términos de la ciencia de la complejidad, se logra un estado de integración mayor que el que podría lograr por sí sola cualquiera de las dos personas. He aquí la noción de que el todo es mayor que la suma de sus partes. Y por eso la subjetividad es tan importante. Cuando dos personas atienden mutuamente a sus vidas subjetivas, la integración aumenta y, con ello, aumenta la armonía y mejora la salud.
Cuando avancemos en nuestro viaje enfocaremos la lente mindsight en los mecanismos del funcionamiento de la mente en las relaciones sintonizadas. Como veremos pronto, cuando el mindsight permite que el estado interno de una persona se alinee con el estado interno de otra, esta unión puede tener un profundo impacto en el sistema de las dos personas que ahora están conectadas. La sintonía o armonía empática permite la conexión entre dos personas diferenciadas. Estas conexiones empáticas son una forma de integración.
Para entender el efecto positivo de esta unión desde un punto de vista científico es útil considerar la mente —como hemos venido haciendo en nuestro viaje— como parte de un sistema más amplio que no solo se extiende más allá de los límites del cráneo, sino también más allá de los límites de la piel. Conectar las mentes transforma los cuerpos: crecemos y nos curamos en conexión con los demás. Pero es evidente que la unión interpersonal no se refiere únicamente a unir nuestras manos físicamente, sino que se refiere a conectarnos alineando nuestra experiencia subjetiva interna, algo que no podemos ver con los ojos, pero que sentimos gracias al mindsight. El mindsight es el mecanismo que subyace a la inteligencia social y emocional. Conocer la mente de otra persona es la base del bienestar interior e interpersonal. Nos unimos mediante una comunicación armónica y empática.
Pero ¿cuál es realmente la sustancia que se conecta en esta unión? Si una enzima actúa sobre la estructura de una molécula para cambiar su forma y su función, ¿qué es lo que conecta la comunicación emocional?
Una posible respuesta a estas preguntas está en la energía y la información. Si consideramos que su flujo surge dentro de nosotros y entre nosotros, la integración nos proporciona la clave para entender el bienestar que surge de la conexión de elementos diferenciados dentro de nosotros y entre nosotros. Y, como hemos dicho antes, la experiencia subjetiva también puede ser una propiedad emergente del flujo de energía y de información.
Desde una perspectiva filosófica y científica vemos esto como un solo sistema, como parte de una noción «monista» en lugar de la noción «dualista» que separa mente y cuerpo. Roger Sperry lo describió en 1980, en un artículo titulado «Mentalismo, sí; dualismo, no»:
Según nuestra teoría actual de la relación mente-cerebro, el monismo debe incluir las propiedades mentales subjetivas como realidades causales. No ocurre así con el fisicalismo o el materialismo, que son las antítesis sobreentendidas del mentalismo y que tradicionalmente han excluido los fenómenos mentales como constructos causales. Al llamarme yo mismo «mentalista» sostengo que los fenómenos mentales subjetivos son realidades primarias y causalmente potentes que se experimentan subjetivamente, y que son diferentes de sus elementos fisicoquímicos, que son más que ellos y que no son reducibles a ellos. Al mismo tiempo, defino esta postura y la teoría de la mente-cerebro en la que se basa como monista, y la considero un freno muy importante al dualismo.
Sperry examinó hasta qué punto esta noción de la importancia de la subjetividad se fundamentaba en una perspectiva biológica sólida que el campo de la medicina pudiera aceptar plenamente:
Una vez generados por sucesos neurales, las pautas y los programas mentales de orden superior tienen sus propias cualidades subjetivas y se desarrollan, actúan e interactúan siguiendo sus propios principios y sus propias leyes causales, que son diferentes de los de la neurofisiología y no se pueden reducir a ellos [...]. Las entidades mentales trascienden lo fisiológico igual que lo fisiológico trasciende lo [celular], lo molecular, lo atómico, lo subatómico, etcétera.
Podemos vincular esta noción de que la vida mental subjetiva surge de la conducta neural y puede influir en ella con nuestra idea de que la subjetividad es fundamental tanto en la vida interior como en el mundo interpersonal. Cuando aplicamos la propuesta de que la experiencia subjetiva y la autoorganización son propiedades emergentes del flujo de energía, podemos conectar la subjetividad, una experiencia fundamental de la mente, con la integración, el flujo autoorganizado fundamental de la mente. Vayamos ahora a un campo científico que ya existe, una rama de la psicología que puede ofrecer algunas conclusiones empíricas relevantes.
Cuando examinamos el campo de la psicología positiva a través de la lente de la integración, llegamos a la siguiente noción: emociones positivas como la alegría, el amor, el asombro o la felicidad se pueden considerar aumentos del grado de integración. Por eso gustan y sientan bien. Emociones negativas como la ira, la tristeza, el miedo, el asco o la vergüenza se pueden ver como disminuciones de la integración. Sientan mal. Cuando estas emociones negativas son prolongadas e intensas, tendemos a estados de rigidez o de caos porque la integración se reduce durante más tiempo.
Esta noción se fundamenta en la postura básica que surgió en la década de 1990 sobre la emoción misma y que ya describí en La mente en desarrollo. La emoción se puede ver como un cambio en la integración. Cuando los grados de integración cambian, sentimos emociones. Si la integración aumenta, la sensación es positiva y nos sentimos bien. Las emociones positivas son constructivas porque generan un estado de integración. Si la integración se reduce, la sensación es negativa, nos sentimos mal. Las emociones negativas pueden ser destructivas: suelen generar una sensación de amenaza que hace que nos desconectemos de los demás y de nosotros mismos.
Muchas veces aún pienso en el proceso de socialización de la medicina, que puede hacer que los estudiantes, e incluso sus tutores, no sientan el dolor de los demás y quizá que ni siquiera sientan su propia impotencia. Sin una formación y un apoyo adecuados, es comprensible que adopten una estrategia de supervivencia consistente en desconectar para no sentir en el interior de su conciencia esta sensación de desesperanza. Aunque al final esta desconexión no es buena para nadie, es un intento desesperado pero comprensible —y con frecuencia no consciente— de sobrevivir y evitar sensaciones negativas abrumadoras. Por suerte, mediante la compasión y la empatía del mindsight, junto con una formación en comunicación social, el desarrollo de una conciencia plena y el entendimiento de uno mismo, es posible preparar a los estudiantes de medicina para que cultiven las conexiones de bondad y compasión que benefician por igual a pacientes y médicos.
Más adelante analizaremos cómo la comunicación, el hecho de compartir energía e información, permite que dos seres diferenciados se conecten en un todo integrado. Esta puede ser la razón y la causa de que sintonizar con la experiencia subjetiva de otra persona, usar mindsight para sentir su vida interior, permite que la salud mejore. Si la integración es el mecanismo del bienestar, el hecho de que dos personas respeten mutuamente sus experiencias subjetivas genera integración interpersonal y mejora la salud. El mindsight facilita la integración. Podemos considerar que en la medicina, y quizás en nuestra vida cotidiana, el mindsight es una herramienta esencial para facilitar la salud y la curación.
REFLEXIONES E INVITACIONES: LA CENTRALIDAD DE LA SUBJETIVIDAD
¿Recordamos el salmón que puede pasar de agua dulce a agua salada? En nuestra vida, ¿cómo nos rodea el mundo en el que vivimos, cómo nos conforma? Quizás incluso nos crea y nos envía en una dirección, por un camino concreto de entre las infinitas posibilidades que se nos presentan. Esta inmersión en lo que a veces se llama «campo social» (Scharmer, 2009) puede influir en el funcionamiento de nuestra mente aunque no seamos conscientes de ello. Algunos dirían que esto es parte del contexto en el que surge la mente. Otros dirían que lo que nos rodea determina lo que somos. Nosotros afirmamos que el mar exterior conforma el mar interior. El mindsight nos permite ver este mar mental, el mar interior y también el mar que lo rodea, los mares que conforman quienes somos.
Despertar a la realidad de que somos seres profundamente sociales puede tener un gran impacto si nunca nos hemos dado cuenta de la influencia que ha tenido el entorno en nuestras experiencias interiores desde que nacimos. El mar mental exterior conforma el mar mental interior. El campo social no solo moldea y conforma la vida mental, sino que constituye una fuente fundamental de lo que es la mente.
Despertar a la realidad de que estamos creados por factores internos y externos puede ser sorprendente si nunca hemos sido conscientes de estas fuentes de la vida mental. Muchas veces sentimos como algo natural que poseemos nuestra mente, que estamos al mando, que somos el capitán de nuestro barco. Cuando situamos la mente únicamente en el cerebro, o aunque la extendamos hasta el yo definido por el cuerpo, expresamos este anhelo de control y propiedad. Según esta noción, la mente emana de algún lugar de mi cuerpo, del cerebro, del cuerpo recubierto de piel al que llamo «yo». Pero el hecho de que la mente, y su sensación de yo, sea una realidad más completa que no surge únicamente de la vida interior, sino que también surge de la vida relacional, puede ser frustrante o atemorizador para algunas personas, al menos al principio.
Si los factores externos de la vida mental, el flujo de energía y de información entre el yo corporal y el mundo social y físico que nos rodea, crean condiciones que reducen o anulan la integración, hallar un camino que nos libere de estas limitaciones externas puede ser esencial para mantener la sensación de yo e incluso para mantener la cordura. Yo mismo experimenté estas condiciones en el mundo de la formación médica. Al carecer de otras perspectivas simplemente intenté encajar en aquel mundo lo mejor que pude, pero con algo de distancia, con el espacio mental y el símbolo lingüístico del término mindsight para reforzar mi experiencia de que la mente era real, pude volver a entrar en ese mundo y aferrarme a unos valores internos que aquel campo social no compartía.
Fotografía de Kenji Suzaki
¿Qué nos puede ayudar a zafarnos de los factores inter que nos crean y que nos pueden llegar a asfixiar? La capacidad de adaptarnos a un mundo turbulento no es una señal de bienestar mental. Hace poco estuve impartiendo un taller en Rumanía y en una pared vi un cartel que, con un sentir similar al que se suele atribuir a Jiddu Krishnamurti, afirmaba: «Adaptarse a una sociedad profundamente enferma no es señal de buena salud». En efecto, pensé, qué gran verdad. Así pues, ¿cómo apartarnos de fuerzas externas malsanas que en un momento dado conforman quienes somos?
Según el marco de referencia que ahora hemos construido podemos ver que cuando el caos o la rigidez empiezan a dominar nuestra experiencia es señal de que la integración está bloqueada. Con la noción de que la integración es salud y de que todos los seres vivos tienen derecho al bienestar, la integración es el norte por el que guiarnos aunque la brújula exterior determinada por el mundo social indique otra dirección. ¿El lector se ha encontrado alguna vez en un mundo de interacciones sociales y actos grupales que empezaran a parecer malsanos? ¿El caos o la rigidez formaban parte de lo que ahora puede ver que era un mar circundante no integrado? ¿Cómo reaccionó a esa falta de armonía en su vida profesional o personal? Si los intentos de cambiar el sistema no son eficaces, contar con una brújula interna es muy útil en medio de tormentas caóticas o de desiertos rígidos. Y si el cambio no es posible, a veces lo mejor es abandonar ese mundo y volver más adelante con una sensación nueva de claridad para llevar ese mundo hacia una manera de ser más integrada.
¿El lector ha afrontado alguna vez un conflicto entre su sensibilidad interior y la realidad exterior? ¿Cómo ha luchado, o cómo lucha, con ese conflicto? ¿Qué valor da a su brújula interna, a alguna guía interior, que le ayuda a distinguir lo que tiene significado de lo que carece de él?
Como sistemas complejos tenemos limitaciones internas y externas que están entre los muchos factores que conforman nuestro surgimiento. Hemos propuesto que la mente, al menos en parte, es una propiedad emergente del flujo de energía y de información. Quizá la conciencia y sus texturas subjetivas sean aspectos emergentes de este flujo. Sin duda, el procesamiento de información que surge del flujo de energía en forma simbólica sería una parte de ese flujo por su misma definición. Cuando añadimos la propuesta de que la mente también es el aspecto autoorganizado de este flujo intra e inter, corpóreo y relacional, podemos ver que surgiría una autoorganización óptima conectando partes diferenciadas para crear la flexibilidad FACES y la armonía de la integración.
El mindsight nos permite reflexionar sobre estas características interiores y exteriores de la vida que permiten que nos diferenciemos y nos conectemos. El mindsight es la intuición, la empatía y la integración que nos ayudan a elegir la manera de avanzar en la vida, incluso frente a factores internos o externos del mar interior y del mar que nos rodea, para que creemos deliberadamente estados más elevados de integración y de bienestar. Con estas reflexiones basadas en mindsight podemos alterar nuestro rumbo intencionadamente en lugar de limitarnos a ser recipientes pasivos de la manera en que el mundo nos conforma.
En la Facultad de Medicina, hallar tiempo para alejarme de lo que otros me decían que hiciera no era algo que pudiera hacer durante períodos largos de tiempo, al menos hasta que afronté la experiencia dolorosa de que las cosas no iban bien, de que algo pasaba y de que me sentía embotado. Entonces no sabía lo que sé ahora, que aquello era un estado de rigidez debido a la falta de respeto al mundo subjetivo de los pacientes y de los estudiantes, y a mi experiencia interior. La medicina había perdido de vista la mente y yo había perdido de vista mi camino.
Puede que no haya pensamientos lógicos que revelen cómo nos conforma el mundo exterior, solo una sensación interior de desconexión o de descontento que se revela en sueños, imágenes y deseos de ser libres de todo lo que intentamos ignorar y reprimir, esperando que desaparezca y nos deje en paz. Pero el hecho de que esta agitación interior desaparezca de la conciencia no quiere decir que se haya ido; simplemente ha dejado de perturbarnos cuando estamos despiertos, ha dejado de entrar en la conciencia despierta, quizá temporalmente, pero se queda en la mente no consciente, esperando el momento de manifestarse de una manera más directa. Para influir en nuestra vida, el procesamiento de información no exige conciencia. La mente es más que lo que la conciencia pone a nuestro alcance.
Este hecho plantea una cuestión importante: la experiencia subjetiva es una parte de lo que es la mente, la textura sentida de la vida vivida que podemos experimentar como parte de ser conscientes, pero la mente también está fuera de la conciencia y, en consecuencia, no tiene textura sentida. ¿O sí la tiene? Si suponemos que la definición de subjetividad, de la experiencia subjetiva, es la textura sentida de la vida vivida o algo parecido, ¿no hace falta conciencia para que haya una textura sentida? ¿Puede haber subjetividad fuera de la conciencia? Si la respuesta es no, esto significa que el procesamiento de información fuera de la conciencia —que sabemos que se produce gracias a una serie de estudios empíricos— no es lo mismo que la experiencia subjetiva. Y significa también que una experiencia, como, por ejemplo, un significado, puede darse aunque no seamos conscientes de ella.
Algunas personas se asustan al darse cuenta de que la mente surge, en parte, de un campo social fuera de su control, y lo mismo suele suceder cuando se dan cuenta de que también tienen un gran impacto cosas que están fuera de su experiencia consciente y que tampoco pueden controlar. Por lo tanto, con independencia de que las influencias sean «no conscientes» y procedan del interior, o de que sean sociales y procedan del exterior, alguien interesado en estar al mando puede sentirse amenazado al aceptar la mente no consciente y la mente social. Estas realidades mentales internas y externas significan que no mandamos nosotros, que no estamos totalmente al mando. La mente, por así decirlo, puede tener mente propia. A veces, la primera vez que nos damos cuenta de ello es durante el despertar de la adolescencia.
En la adolescencia solemos tener la oportunidad de empezar a reflexionar sobre cómo es la vida. Empezamos a ver que el mundo en el que vivimos no siempre es el mismo en el que imaginamos que nos gustaría vivir, pero muchos de nosotros, al pasar de la búsqueda de novedad y la exploración creativa de la adolescencia a la responsabilidad de la edad adulta, dejamos atrás la inquietud que atribuimos a una inmadurez o una rebeldía que ya no tienen lugar en nuestra vida. En el libro Tormenta cerebral ofrezco a los adolescentes —o a los adultos que lo fueron una vez (la mayoría de nosotros)— una manera de explorar esos retos y esas oportunidades tan cruciales en este importante período de la vida. Lo mejor de enseñar estas ideas a los adolescentes es lo abiertos que suelen estar a considerar estas cuestiones tan profundas de qué somos y quiénes somos.
A un adulto puede serle útil darse cuenta de que esta chispa emocional emergente, esta pasión por la vida, no tiene por qué acabar sofocada por las responsabilidades de la vida cuando encuentra su nicho en el mundo, cuando se adapta a lo que esperan los demás. En la esencia de la adolescencia hay chispa emocional, compromiso social, búsqueda de novedad y exploración creativa. El período adolescente de crecimiento y remodelación del cerebro dura hasta mediados o finales de la veintena, pero como adultos podemos mantener esta esencia durante toda la vida.
Encontrar espacio en nuestra vida, los minutos y las horas de soledad que podemos crear en un día, en un fin de semana largo o al hacer una pausa en nuestra rutina durante períodos más largos, puede ofrecer oportunidades para reflexionar sobre dónde nos hallamos ahora y satisfacer el anhelo de una clase nueva de claridad, de una nueva clase de vida. Aunque yo lo hice siendo aún adolescente, en la Facultad de Medicina a los veintipocos años de edad, dedicar tiempo a replantear el rumbo de nuestra vida puede ser importante a cualquier edad. Si sacamos tiempo de la rutina diaria que nos imponen las expectativas propias y ajenas, hallaremos un espacio en el que reflexionar y hallar una manera nueva de ser en el camino de la vida.
Como hemos visto en esta breve serie de relatos sobre la Facultad de Medicina, a veces el despertar no se basa en el razonamiento lógico. A veces, la llamada a la claridad en medio de la confusión surge de la sabiduría del cuerpo, de las sensaciones en el corazón o en el vientre, de las imágenes y los sentimientos que surgen y de pensamientos que parecen irracionales y que se pasan por alto, pero sintonizar con estas señales no racionales y explorar lo que pueden significar puede ser lo más racional e importante que hayamos hecho jamás.
No se trata de sumirnos en el ensimismamiento, sino de abrirnos a un viaje de investigación y descubrimiento personal.
Quizás esta investigación sea una parte fundamental del viaje que hicimos en la adolescencia. Aquel período de tiempo se puede llenar de la tensión entre querer ser parte de algo y hallar nuestro propio camino. ¿Cómo podemos encajar y pertenecer a algo, y al mismo tiempo ser verdaderos individuos? No queremos desentonar, pero queremos destacar. Cuando buscamos nuestro camino en el mundo que hay más allá de la familia y los amigos, se nos ofrece la oportunidad de aclarar quiénes somos más allá de expectativas ajenas. Para conocernos a nosotros mismos, dirigimos la conciencia a lo que sentimos, a nuestra vida interior subjetiva. Sin acceso a ese mundo interior, a ese mar interior, no podemos desarrollar una brújula interna con la que hallar nuestro camino.
Honrar la experiencia subjetiva es vital para vivir una vida integrada.
Estas sensaciones subjetivas son reales aunque no las pueda detectar nadie salvo nosotros mismos. En este sentido, la experiencia subjetiva no es observable objetivamente por nadie más; por eso usamos la palabra «subjetivas» para describir estas experiencias, porque solo son conocibles por el sujeto. La idea clásica es esta: aunque el lector vea rojo y yo vea rojo, nunca podremos saber si los dos experimentamos este color de la misma manera, de ahí que la percepción (junto con el resto de las actividades mentales) sea, en última instancia, subjetiva.
Todo este capítulo es una invitación a despertar a la opción que tenemos de crear en la vida un espacio mental que respete la subjetividad, potencie la libertad en el crecimiento y la expresión, y respete los mundos intra e inter que crean lo que somos. Podemos despertar a la realidad fundamental de la vida mental subjetiva.
Como aconsejaba Rumi, el poeta místico del siglo XIII, en su poema «La brisa del alba», ahora que estamos despiertos, no volvamos a dormirnos. La brisa del alba tiene secretos que contar (Barks, 1995).
¡No te vuelvas a dormir!
Debes pedir lo que quieres de verdad.
¡No te vuelvas a dormir!
Una y otra vez la gente cruza el umbral
donde los dos mundos se tocan.
La puerta es redonda y está abierta.
¡No te vuelvas a dormir!
Quizás esos dos mundos son el mundo objetivo percibido con la vista física y el mundo subjetivo percibido con mindsight.
La única manera de poder desarrollar este despertar es prestar atención a nuestra realidad subjetiva. Pero una vida o un mundo —como era para mí la Facultad de Medicina— que se centren solo en la realidad externa observable físicamente, solo pueden estar estructurados por la lógica y por las expectativas de los demás, que dejan la mente de lado. Solo podemos usar la visión física para ver los objetos que hay frente a los ojos. El proceso de socialización de algunos mundos culturales nos induce a usar la visión física para encajar, para aprender las reglas externas que rigen conductas visibles. Fijar la atención en este mundo externo observable es muy diferente a fijarla en el mundo intra e inter de la realidad subjetiva de la mente.
Podemos ir más allá de la visión física que a veces domina nuestra vida y que aun siendo importante no es suficiente ni completa. También podemos desarrollar el hábito mindsight de centrar la atención en la realidad subjetiva de nuestra vida. Invitémonos a ser conscientes de la riqueza de las «sensaciones» de nuestro cuerpo. ¿Estas sensaciones nos han ayudado a tener un conocimiento más profundo de lo que sucede en nuestra vida? Cuando surgen «imágenes», ¿podemos oír una voz interior y sentir los significados de su mensaje, ver con la imaginación imágenes mentales con detalles vívidos? Estas imágenes pueden adoptar muchas formas y sintonizar con estos mundos a veces no expresados con palabras, pero que pueden abrir una ventana muy importante a nuestra mente. Cuando surgen emociones, ¿podemos «sentir» cómo sube y baja su registro dentro del paisaje afectivo de nuestra vida mental interior? Si consideramos que una emoción es un cambio en la integración como hemos afirmado antes, ¿podemos sentir si ese cambio supone una disminución que nos lleva al caos o a la rigidez, o si supone un aumento que suscita una sensación de conexión y armonía? Y cuando surgen «pensamientos», sea en forma de palabras o de significados no expresados con ellas, ¿cómo llenan la conciencia? Los pensamientos solo son una parte de una mente rica y compleja que nos puede ayudar a conocer ideas y a liberarnos de la inmediatez del ahora para reflexionar sobre el pasado y planificar el futuro.
Centrar la atención en la realidad subjetiva de nuestra vida es el punto de partida para explorar nuestro mundo subjetivo y el de los demás. Cuando abordamos esta sensación subjetiva con bondad y compasión, ofrecemos integración a los demás y a nosotros mismos. Por eso la conexión —honrar la realidad subjetiva y vulnerable de los demás y sintonizar con ella— sienta tan bien, porque crea una manera de vivir más integrada y, en consecuencia, más armoniosa, más vibrante y más sana. Así es como usamos el mindsight para sustentar el movimiento autoorganizado hacia la integración y el bienestar.
¿Cuáles son ahora las sensaciones en el cuerpo del lector? ¿Qué imágenes surgen ahora que llegamos a este punto de nuestro viaje? ¿Qué siente? ¿Qué piensa?
La realidad subjetiva, la textura sentida de la vida vivida, ¿es real? ¿Y realmente tiene importancia honrarla en uno mismo y en los demás?