En este capítulo nos adentraremos más en el territorio del significado y el propósito de la mente. Una vez explorado el surgimiento de la mente como un proceso autoorganizado que tiende a la integración, un proceso lleno de funciones de conducto y de constructor situado como un paisaje mental dentro de nosotros y como una esfera mental entre nosotros, y habiendo visto la importancia de compartir nuestra subjetividad y de crear una experiencia de «sentirse sentido» que conecte a dos personas como un todo integrado, ahora nos preguntamos por el porqué de la mente. El hecho de que este viaje me condujera al mundo de la espiritualidad y la religión fue algo que a mi mente le sorprendió descubrir.
SIGNIFICADO Y MENTE, CIENCIA Y ESPIRITUALIDAD (2000-2005)
El cambio de milenio abrió nuevas inmersiones en la mente que nunca habría podido prever. La primera edición de La mente en desarrollo había salido al mercado unos meses antes y recibí más invitaciones para enseñar fuera de la UCLA porque algunas personas habían asimilado las propuestas del libro sobre la neurobiología interpersonal como una manera de contemplar nuestra vida. Ofrecer una definición de la mente como algo más que actividad cerebral, como un proceso emergente autoorganizado que era al mismo tiempo plenamente corpóreo y relacional, abrió el camino para ir más allá de nuestro pequeño grupo de debate y conectar con un público más amplio. Nunca habría esperado que una de las primeras invitaciones que recibí para que enseñara incluyera una audiencia con el papa.
El Pontificio Consejo para la Familia del Vaticano me envió un correo electrónico manifestando que al papa Juan Pablo II le gustaría que fuera a Roma para hablar de la importancia de la madre en el desarrollo del niño. Contesté diciendo que sería un honor hablar al papa de la importancia de las figuras de apego, entre ellas la madre, el padre y otras personas, para conformar el desarrollo de la mente del niño. Pregunté qué era lo que le interesaba concretamente y me dijeron que deseaba saber por qué la mirada de la madre era tan importante en la vida de un niño.
La preparación de aquel viaje al Vaticano exigía que escribiera un artículo y elegí redactar uno titulado «La biología de la compasión». En aquel documento estaba todo lo que el lector y yo hemos explorado: que la mente va más allá de la actividad del cerebro, que la experiencia subjetiva puede surgir de la activación neural pero no equivale a ella, que la mente también puede tener un proceso emergente de autoorganización, y que este proceso es al mismo tiempo corpóreo y relacional. Al ver la integración como la base de la salud, hemos podido sentir que la mente corpórea y relacional avanza hacia la integración en el proceso de conseguir mayor bienestar. La compasión y la bondad son una expresión fundamental de esta integración.
Cuando mi mujer, mis dos hijos y yo llegamos a Roma fuimos llevados al Vaticano y nos instalamos allí para una estancia de nueve días. Recibimos un pase especial que nos permitió recorrer los pasillos de aquella intrincada institución y nos empapamos de la arquitectura compleja y la rica ornamentación de aquel centro de la fe católica.
Fotografía de Madeleine Siegel
Crecí sin ninguna religión formal, pero durante mi niñez y adolescencia mi familia y yo fuimos miembros de las iglesias pacifistas unitaria y cuáquera. Como muchos otros miembros de aquellos grupos durante la guerra de Vietnam, nuestros orígenes históricos eran judíos. Quizás el lector conozca la historia básica de los judíos, que empezaron siendo una tribu de nómadas con dos cualidades que los hicieron destacar de los habitantes de las ciudades de la época. Una era que veían el tiempo como una línea en lugar de un círculo eterno e inalterable. La otra era que narraban historias llenas de hechos reales, tanto positivos como negativos, en lugar de los relatos idealizados de la cultura de la ciudad. Estos dos factores hicieron que este grupo se percatara de que podía cambiar el curso de la vida para ellos o para otros. La convicción de ser «el pueblo elegido» se debió a su creencia de que los había elegido un único dios para que fueran responsables de curar el sufrimiento ajeno (Cahill, 1998; Johnson, 1987).
La historia de la fe cristiana empezó en la región que hoy se llama Israel. Un varón judío de Nazaret llegó a Jerusalén y enseñó una variante de los valores judíos tradicionales. Lamentablemente fue detenido por los romanos que lo sometieron a juicio y decidieron ejecutarlo por crucifixión, como se hacía en aquellos días. En los tres siglos siguientes, los seguidores de las enseñanzas de Jesús, incluyendo el apóstol Pablo, acabaron considerando que las enseñanzas de Cristo, a quien tenían por el mesías de la narración judía, el hijo y mensajero del único dios, no eran una variante del judaísmo sino algo distinto. Algunos creían que habían sido los judíos quienes decidieron matar a Jesús, no los romanos.
Una rebelión contra los romanos de un pequeño grupo de judíos hacia el año 70 d.C. precipitó la destrucción del templo judío de Jerusalén y el exilio de los judíos de aquella región. Aquel antiguo grupo de nómadas narradores, entonces ya convertido en el pueblo judío, se dispersó por el mundo en la llamada «diáspora». Durante dos mil años este exilio ha formado parte de la identidad judía, parte de la narración de pertenencia a este grupo cultural. Mientras deambulábamos por el Vaticano me preguntaba qué significaba realmente aquello, qué significaba ser «miembro de un grupo cultural». ¿Acaso el verdadero grupo al que pertenecemos no es el que forman todos los seres humanos? ¿Y por qué tener una identidad limitada a una especie? ¿No podía nuestro grupo incluir a todos los seres vivos? ¿Dónde empezaba y terminaba la pertenencia a un grupo?
¿Quiénes somos? ¿Por qué tenemos una sensación de identidad personal o cultural? En el Vaticano me pregunté por mis orígenes históricos, por cómo los cardenales y los obispos, y el papa mismo, habían llegado desde su propia historia a una vida dedicada a la fe católica.
Interiormente sentí que, ante todo, era un ser humano, un miembro de la gran familia humana. Más hacia el exterior, sentí que era un miembro de los seres vivos de nuestro planeta. Si dejaba que mi mente abarcara aún más espacio, yo era un ser vivo, sí, pero también era parte de todo el mundo físico que me rodeaba.
Si dejaba que el foco de mi mente se estrechara, lo que surgía era una sensación de pertenecer a capas de grupos, algunos de los cuales puede que ni siquiera supieran que yo era un miembro de ellos. En estas pertenencias a veces tenía el papel de ser un progenitor o, concretando más, un padre. Era el padre de mis dos hijos a los que tomaba de la mano al pasear por las avenidas y los callejones de Roma. También era un miembro de todos los padres y me podía identificar con los padres que veía en aquellas calles. Era un ciudadano de un país, igual que otros ciudadanos, y ese país, en aquel momento de esta vida, era Estados Unidos.
Pero, no hace mucho, quienes fueron mis antepasados solo dos generaciones atrás estaban aquí, en Europa. Se me había dicho que la diáspora los había obligado a vagar durante dos mil años y que periódicamente habían sido expulsados de los lugares donde habían establecido su hogar. Mi abuela me hablaba de cuando vivía en un shtetl, una de las aldeas pobladas por judíos ortodoxos a los que no se les permitía vivir en las ciudades de Europa Oriental. Aquella aldea estaba en Ucrania y mis otros abuelos y bisabuelos habían vivido en otros shtetls de Lituania y Rusia. Nunca los conocí, pero, de algún modo, en mi interior, los conozco por lo que me han contado, por los genes que me han transmitido y que han sido conformados a lo largo de estos siglos de huir, y por los controles epigenéticos que regulan esos genes.
Como hemos comentado, la epigenética se refiere a las moléculas reguladoras que no son de ADN y que regulan la expresión de los genes. Cuando los genes se activan dan lugar a la producción de proteínas y conforman la función y la estructura de las células. En el caso del cerebro, sabemos que las experiencias pueden conformar nuestros controles epigenéticos y que la actividad y la estructura del cerebro cambian para adaptarse a experiencias previas.
De hecho, investigaciones recientes han revelado que, si el momento de una experiencia es oportuno, podemos transmitir estos cambios a la generación siguiente por medio de nuestros óvulos y espermatozoides (Yehuda y otros, 2014; Youngson y Whitelaw, 2012; Meaney, 2010). Por ejemplo, si el feto de una niña está en el útero cuando su madre experimenta un suceso estresante como una hambruna, la niña adquirirá los cambios epigenéticos debidos a la escasez de comida que su madre haya tenido que soportar y pasará a sus hijos por medio de sus óvulos —que estaban madurando cuando estaba en el útero— unas adaptaciones que los hagan metabolizar alimentos como si hubiera escasez; sin embargo, si la comida es abundante, su cuerpo hará uso de todas estas calorías y será más propenso que otro niño a desarrollar obesidad y diabetes.
En la situación de mi abuela puede ser que, dado que estaba en el útero de su madre cuando su padre fue asesinado en un pogromo, un acto habitual para matar judíos en los shtetl, en este caso por unos cosacos del ejército ruso, es muy posible que el trauma que sufrió mi bisabuela influyera en ella —que entonces estaba en el útero mientras sus propios ovarios se desarrollaban— y que pasara aquellas adaptaciones al peligro a mi padre y que mi padre me las pasara a mí. Entre estas adaptaciones podrían estar unos procesos neurales positivos que harían que nuestra descendencia tuviera más probabilidades de sobrevivir por el hecho de estar más atenta al peligro —lo que Steve Porges llama «neurocepción» (Porges, 2011)—, examinando el entorno con más intensidad, respondiendo con más rapidez y reaccionando con más agilidad.
Para nuestro viaje a la mente es importante entender que en las relaciones con los demás estamos influenciados por algo más que las experiencias y los relatos que oímos como parte de esas experiencias. También estamos conformados por nuestros cuerpos. Tenemos una mente corpórea, lo cual significa que los factores genéticos debidos a la selección evolutiva y los factores epigenéticos conformados por las experiencias de nuestros antepasados inmediatos contribuyen a la formación de nuestro cuerpo, que a su vez conforma la función y la estructura de nuestro cerebro.
Sería natural pensar que huir del peligro favorecería la supervivencia de quienes pudieran detectarlo en su entorno y decidieran escapar de él. Por ejemplo, esta podría ser una explicación de mi sensación de no aceptar la socialización de la Facultad de Medicina como algo en lo que poder confiar. Los cambios epigenéticos de mis antepasados inmediatos, de mi abuela, pudieron haber favorecido esta adaptación de no fiarme, de ser cauteloso y de buscar siempre una verdad más profunda bajo la percepción de lo que es aceptable o de lo que, a primera vista, parece seguro. Desconfiar del mundo que nos rodea podría mantenernos con vida.
Ahora me doy cuenta de que esos orígenes ancestrales insertos en mi legado epigenético y genético, combinados con mis experiencias personales de perder la identidad tras aquel accidente con el caballo en México y de formarme para entender los mecanismos biológicos de lo que subyace a los procesos de la vida, pudieron haber contribuido a mis sensaciones de identidad en Roma. Sentí mi parentesco con todos los seres vivos, me conecté con nuestra familia humana más grande, pero también sentí que había otras cosas en nuestro mundo, que trazábamos líneas que nos separaban, límites de las mentes, las culturas y los sistemas de creencias que quizás eran separaciones verdaderas, pero también superficiales. Si la integración es honrar las diferencias y desarrollar conexiones compasivas entre estas entidades de identidad grupal, la integración podría ayudar a revelar que, aunque las diferencias están bien, las conexiones son esenciales. No había crecido en el seno del catolicismo, pero era un ser humano. Puede que tuviera un bagaje cultural diferente al haber crecido en el seno de la iglesia unitaria y un contexto ancestral diferente por mi legado judío, pero al final todos empezamos en África (véase la explicación que hizo John Reader en 1999 de este hallazgo tan importante y fascinante). Con independencia de que nos quedáramos en aquel continente o de que nuestros antepasados formaran parte del pequeño grupo de centenares de individuos que migraron hace cien mil años a través del desierto hasta llegar a Europa y poblar el resto del mundo, todos tenemos los mismos orígenes. Todos somos seres vivos; todos somos seres humanos. El núcleo de este «ser humanos» es la mente que todos compartimos.
Reflexionar sobre todo esto mientras estaba sentado en el Vaticano me ayudó a dar mi conferencia ante el sínodo episcopal, una estructura de quinientos años de antigüedad. Se habían congregado cardenales, obispos y sacerdotes de todo el mundo. Fue la primera vez que se hizo una traducción simultánea de una conferencia dada por mí. El momento de la respuesta a cualquier cosa divertida que decía revelaba la velocidad de los distintos intérpretes porque surgían oleadas de risas desacompasadas desde partes diferentes de la sala, con figuras religiosas de todas partes de Europa, Asia y África. Todos veníamos de tribus diferentes que habían encontrado una vida diferenciada en cuanto a lenguaje y lugar por todo este planeta, pero todos éramos capaces de amar y reír.
¿Qué les podía decir? Aparte de presentar el enfoque de la neurobiología interpersonal (NBIP) y todo lo que hemos estado explorando en este libro, tenía la oportunidad de abordar directamente el descubrimiento de la «crianza aloparental», el hecho de que, como especie, hemos evolucionado para tener más de una persona que nos cuide. Este compartir las responsabilidades de la crianza infantil puede ser una base de nuestra naturaleza colaboradora (Hrdy, 2009). También significaba que la responsabilidad de criar a los hijos debía extenderse más allá de la madre y ser compartida por el padre y por otras personas. Esto ya no fue tan bien recibido por los asistentes y muchas de sus preguntas fueron parecidas a esta: «Doctor Siegel, ¿no cree usted que la razón de que haya tanta violencia en Estados Unidos es porque dejan trabajar a las mujeres?». Debatimos sobre esta cuestión y yo me mantuve firme al lado de la ciencia: los seres humanos tenemos la capacidad de tener más de una figura de apego. El apego es selectivo, sí, pero no se da solo con una persona.
También hablamos de la conexión entre espiritualidad y ciencia. El papa parecía estar muy interesado en este tema porque hacía poco había rehabilitado a Galileo, que había sido condenado por la Iglesia por haber afirmado que la Tierra no era el centro del universo. La franqueza del papa era fascinante y aunque se medicaba porque su enfermedad de Parkinson había ido a peor, parecía sinceramente interesado en salvar aquella línea divisoria y encontrar alguna clase de puente entre los dos mundos. La religión, con sus tradiciones, ¿podría encontrar puntos de confluencia con la ciencia empírica? ¿Podría haber una conexión entre espiritualidad y ciencia?
Estas preguntas llenaron mi mente durante aquella visita y me han acompañado hasta hoy. Recuerdo un momento muy impactante frente al Vaticano, mientras paseaba con mi familia por Roma. Acabábamos de visitar al antiguo Panteón, una maravilla de la arquitectura religiosa con su cúpula imponente y su enorme interior que albergaba representaciones de los muchos dioses romanos. También habíamos visitado una antigua sinagoga judía al otro lado del río. Antes de aquel viaje, y por haber formado parte de la iglesia unitaria que acepta todas las religiones y enseña la importancia de ver el bien en todas las tradiciones, mis hijos ya habían visitado mezquitas islámicas e iglesias baptistas. En casa, como familia, íbamos con frecuencia a un centro hindú de la ciudad y paseábamos por sus tranquilos jardines, que albergan un santuario con cenizas de Mahatma Gandhi.
Con mi hijo de diez años asido de una mano y mi hija de cinco de la otra, paseábamos lentamente por la plaza de San Pedro mientras las palomas buscaban comida en aquel día borrascoso de diciembre. Mi hijo alzó la vista para mirarme y me pidió que le explicara cómo era posible que hubiera tantas creencias en tantas cosas que se contradecían entre sí. Quería saber cómo podía ser que los creyentes en muchos dioses hubieran construido el Panteón y creer en lo que creían, que los judíos tuvieran sus enseñanzas y creyeran en lo que creían, y que los cristianos pudieran construir aquel lugar tan enorme, el Vaticano, y creer en lo que creían. Entonces me preguntó que, ya que no todos podían tener razón, ¿por qué estaban tan convencidos de que su historia era la verdadera? ¿Cuál era la verdadera? Mi hija escuchó atentamente las preguntas de su hermano y los dos me miraron esperando la respuesta.
Nunca olvidaré aquel momento. Hice una pausa y me pregunté qué podía decirles. Me educaron para creer en el ser humano, para defender el derecho de todas las personas a encontrar el camino a sus propias verdades. Y con la noción que la NBIP tiene de la integración, tenía sentido diferenciar las culturas, las creencias religiosas y las identidades étnicas, y honrar esas diferencias y fomentar conexiones compasivas. Así sería un mundo integrado, un mundo de compasión, un mundo que permitiera a las personas pertenecer a algo y prosperar no solo a pesar de las diferencias, sino a causa de ellas. La integración se podría concebir como la fuente de la bondad y la compasión. Así sería un mundo integrado, un mundo que floreciera, un mundo en el que la bondad y la compasión serían señales de bienestar. Y eso es lo que traté de decir.
Mi hijo me preguntó por qué la gente necesitaba tener estas creencias diferentes de todos modos. ¿Por qué necesitaba la religión? Y volvió a preguntar qué religión era la «verdadera».
Hice de nuevo una pausa mientras seguíamos paseando por la plaza de San Pedro, bajo las estatuas de los apóstoles que coronan la fachada de la enorme Basílica, mirando el lugar al que habíamos subido el día anterior, preguntándome dónde estaríamos mañana, y a la semana siguiente, y al cabo de un mes, de un año y de una década. Y entonces se me ocurrió qué decir.
Dije que el ser humano había evolucionado para tener un cerebro que pudiera hacer un mapa de lo que llamamos tiempo, para imaginar lo que podría ocurrir en el futuro y para recordar el pasado. Cuando sucedió esto, expliqué, se produjo un cambio importante en nuestra vida porque nos dimos cuenta de que la vida no dura eternamente, de que todos estamos destinados a morir. Como seres sociales que somos compartimos relatos. Con esos relatos intentamos entender el mundo. ¿Cómo podemos entender el sentido de la vida si la vida se acaba? De un modo u otro, dije, todas las religiones del mundo intentan dar respuesta a esta cuestión. ¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es el propósito de nuestra vida? ¿Cuál es la razón de vivir? ¿Qué sucede al morir?
Mi hijo y mi hija se quedaron mirándome mientras hablaba y luego seguimos paseando en silencio por la plaza. Las palomas salían volando al pasar a su lado y la gente paseaba bajo la mirada de los apóstoles de mármol. Recuerdo que, cerca de un año después, mi hijo, que entonces tenía 11 años, me hizo otra pregunta: «Papá, si todos morimos un día, y sabemos que vamos a morir, ¿qué razón hay para hacer algo? ¿Por qué estamos aquí?». Miré su cara de preadolescente, llena de inocencia y de preocupación. ¿Qué podría decirle? Le dije que encontrar lo que tenga sentido en la vida surgirá en su propio viaje de descubrimiento. Podía decirle qué tenía significado para mí, y si alguna vez quería que se lo contara, se lo diría encantado, pero encontrar su propio camino hacia esa sensación de propósito, abordar la pregunta de «por qué» estaba aquí, tenía que descubrirlo él mismo.
Me miró con una expresión de comprensión, hizo una pausa, y luego preguntó: «A ver, papá, si todos vamos a morir y sabemos que vamos a morir, ¿todavía tengo que hacer los deberes?».
Mientras se desplegaba la primera parte de aquella década, reflexioné sobre estas cuestiones del porqué de la mente no solo con mi familia, sino también con amigos y colegas de los campos de la ciencia y la práctica clínica. Tras la positiva acogida de mi primer libro académico y la publicación de mi también primer libro sobre la crianza infantil, empecé a sentirme más cómodo con mis dudas, y empecé a pensar que quizá pudiera haber algo verdadero, y tal vez incluso útil, en aquellas ideas y aquel enfoque.
Varios profesionales locales me pidieron que organizara un grupo de estudio que les ayudara a aplicar las ideas de la NBIP a la psicoterapia. Del grupo inicial pronto pasamos a siete grupos y me encontré abandonando la intimidad de mi consulta, donde llevaba más de diez años aplicando esas ideas, para enseñar a otros profesionales cómo podían entender la mente y cultivar la integración no solo en su vida personal, sino también en las vidas de sus clientes y pacientes.
Algunos asistentes a estos grupos eran psicoterapeutas jóvenes que estaban dando sus primeros pasos en el campo de la salud mental, pero la mayoría de ellos eran profesionales avezados, con frecuencia mayores que yo y con muchos años de experiencia. Me intrigaba que encontraran interesante este material. Cuando los meses se convirtieron en años y hubieron participado más y más terapeutas, muchos me dijeron que usar el marco de referencia de la integración como base de la salud había transformado su trabajo. Me decían que con la integración como objetivo las personas con las que trabajaban podían cambiar y alcanzar nuevos grados de bienestar.
Ver la mente más allá de las descripciones de actividades mentales como los sentimientos y los pensamientos, ver la mente como algo más que la simple actividad del cerebro, como algo plenamente corpóreo, y conceptualizarla como un proceso autoorganizado, corpóreo y relacional, demostró ser útil en el campo clínico. Con independencia de la formación previa de los terapeutas —desde la psicoterapia cognitiva conductual hasta el trabajo centrado en el cuerpo, desde la psicoterapia narrativa hasta el psicoanálisis—, aquellas personas valientes se convirtieron en la vanguardia informal de un estudio piloto abierto para ver si la integración funcionaba.
Al mismo tiempo, cada vez recibía más invitaciones para enseñar fuera de Los Ángeles. Empecé a tener un calendario de viajes que me permitía llegar a personas que trabajaban en los campos de la salud mental en otros estados y en otros continentes. Lo sorprendente fue que, a todos los lugares a los que iba, de Asia a Australia, de África a Europa, siempre me encontraba con aquel fenómeno que he mencionado al principio de nuestro viaje: a muy pocos profesionales y científicos se les había dado una definición de lo que era la mente.
Aquella época estuvo llena de desconcierto para mí. Aquellas ideas, ¿eran acertadas y rigurosas? ¿Se podría ofrecer una definición de la mente, al menos como instrumento para iniciar un debate? La noción de la integración como base de la salud, ¿beneficiaría a alguien más aparte de a mis pacientes? En el ámbito local, estatal e internacional, la reacción de los participantes en los seminarios presenciales o por internet era clara: este enfoque, además de tener sentido, se podía aplicar para ayudar a reducir el sufrimiento y acercar a las personas al bienestar y a una vida con más sentido.
Con independencia de que una persona sufra un trastorno debido a la experiencia, como el estrés postraumático, o que no se deba a la experiencia, como el trastorno bipolar o la esquizofrenia, el mecanismo cerebral básico parece ser el mismo: una deficiencia de la integración.
Para la evaluación, lo importante no era clasificar a una persona en una categoría del DSM que limitara la comprensión de quién era y, por lo tanto, de quién podría llegar a ser, sino ver que el caos o la rigidez que surgían en su vida se debía a una integración deficiente. Los momentos de armonía llenos de flexibilidad, adaptación, coherencia, energía y estabilidad eran momentos de integración.
Lo primero era no «patologizar» ni categorizar. Si había siete mil millones de personas en el planeta, habría siete mil millones de maneras de ser. Además, todos nosotros, con independencia de nuestra cultura o nuestra historia, somos seres humanos. Como seres humanos, nuestras mentes surgen como flujos de energía y de información dentro de nosotros y entre nosotros. El objetivo de la evaluación era percibir si ese flujo era caótico o rígido o si estaba en armonía con la integración; en definitiva, era obtener una imagen abierta de lo que sucedía en la vida de una persona.
Los nueve ámbitos de integración descritos anteriormente se fueron haciendo cada vez más evidentes a medida que fui dedicando meses, años y decenios a llevar a cabo esta forma de psicoterapia. Muchos profesionales pedían que organizara talleres para conocer mejor este enfoque del mindsight basado en la idea consiliente de la neurobiología interpersonal. Por aquel entonces, mi mente dubitativa solía instarme a detenerme y mi voz crítica interior me decía que una cosa era conectar con mis pacientes y trabajar en estrecha colaboración con ellos y otra era enseñarlo. El hecho de que la mayoría de mis pacientes mejoraran era señal de que debía seguir ayudando a la gente con este método basado en la integración, pero pensé que quizá sería mejor que lo hiciera de una manera privada, que me lo «guardara para mí», algo que hice durante años.
Ahora me encontraba cada vez con más profesionales, muchos de ellos mayores que yo y con mucha experiencia, que seguían una gran variedad de enfoques. Les hablaba de la integración, de la mente como un proceso autoorganizado y de su naturaleza totalmente corpórea y relacional, y les enseñaba maneras de usar el foco de la atención no solo para cultivar la integración y estimular un funcionamiento sano de la mente en el presente, sino también para lograr cambios a largo plazo en la estructura del cerebro.
Estaba nervioso. ¿Encontrarían eficaz probar este enfoque con sus clientes? Lo único que podía hacer yo era expresar lo mejor que pudiera las ideas y las estrategias clínicas, pero cuando empezaron a llegar las primeras reacciones al principio del nuevo milenio me quedé asombrado. Funcionaba. Muchos clientes y pacientes de mis estudiantes estaban pasando a nuevas áreas de crecimiento que no habían imaginado que pudieran alcanzar antes de aplicar aquel enfoque nuevo.
La base de la psicoterapia basada en el mindsight es que todos tendemos de una manera natural a la integración, a una autoorganización óptima. Como sistemas complejos que somos, la autoorganización es una propiedad emergente de quienes somos: es una faceta fundamental de nuestra mente. Pero a veces hay «cosas» que interfieren. Para algunos de nosotros, estas «cosas» que hacen peligrar el bienestar surgen a causa de una experiencia subóptima con las personas que nos han cuidado en las primeras etapas de nuestra vida. Para otros, los genes, unos factores epigenéticos, las infecciones, los sucesos aleatorios o la exposición a productos químicos tóxicos pueden influir negativamente en la integración del sistema nervioso al principio de la vida o durante el período formativo de la adolescencia.
Sea cual sea la causa, la intervención ante la rigidez o el caos que surgen de impedimentos a la integración aún se basa en el poder de las relaciones para inspirarnos a cambiar las conexiones de nuestro cerebro hacia la integración.
Mis colegas clínicos siguieron aplicando estos enfoques nuevos al tratamiento de sus pacientes y también los utilizaron para entender de maneras nuevas métodos antiguos que funcionaban, y me explicaban que habían hallado otras formas de conseguir que su impacto clínico fuera más amplio y más profundo.
Me sentí tan emocionado por aquellas experiencias docentes que por fin pude empezar a tranquilizar mi mente dubitativa. Escribí muchas historias de casos que revelaban los nueve ámbitos de integración y las maneras de abordar la evaluación clínica, la planificación y la aplicación de los tratamientos, y la evaluación de los resultados. La experiencia de escribir y publicar aquel libro, Mindsight, todavía me sorprende. Incluso las personas que aprenden todo esto mediante la palabra escrita (o hablada) de un libro parecen ser capaces de asimilar las ideas expuestas, alejar su vida del caos y la rigidez que las aprisiona y entrar en un estado nuevo de florecimiento que la integración nos permite crear en nuestra vida.
¿LA INTEGRACIÓN COMO «PROPÓSITO DE LA VIDA»?
Ya sé que el mero hecho de abordar la pregunta de por qué estamos aquí, de cuál es el «propósito» de la vida, es una osadía. La parte de mí que duda tanto, mi mente dubitativa, me impulsa a seguir con nuestra exploración del cómo, el cuándo y el dónde de la mente, pero me insta a que me salte el porqué. Sin embargo, si en este punto de nuestro viaje podemos continuar con la misma actitud abierta de hacer preguntas sin suponer absolutos ni respuestas finales, quizá sea importante seguir adelante con esta discusión del porqué de la mente. En la vida moderna, hay muchas cosas que nos confunden y que suelen dejarnos con la sensación de estar perdidos en esta era digital frente al bombardeo de un flujo infinito de información. Me digo en silencio, en mi mente interior, que en realidad internet debería llamarse «Infi-NET» porque nunca termina y nunca parece estar completa. Su flujo incesante de energía y de información nos distrae y nos distancia, y al mismo tiempo conecta y limita nuestras mentes a ciertas maneras de ser. Con mucha frecuencia suscita una sensación de insuficiencia y urgencia. Con todos estos elementos de la vida moderna que nos preocupan, la sensación de vernos abrumados con tantos datos puede hacer que una pregunta como «¿Por qué estamos aquí?» parezca superflua. Estamos aquí para consumir y compartir. «Compartimos, luego existimos» es un hábito de pensamiento, un hábito de conducta, conformado por los artefactos de la cultura digital en la que tantos de nosotros estamos inmersos en la vida moderna. Pero explorar la pregunta del porqué de la mente plantea grandes cuestiones sobre nuestro propósito en la vida que pueden ser precisamente lo que necesitamos, sobre todo en estos tiempos tan abrumadores. ¿Por qué «estamos» aquí? ¿Por qué la mente funciona como lo hace? ¿Por qué hay tantas maneras diferentes de vivir, tantas creencias diferentes y tantas historias distintas?
Después de años de estudiar y explorar, de enseñar y practicar, de reflexionar y vivir, ha surgido una idea de las pautas que he observado que parece apuntar a esta afirmación directa, atrevida y sorprendentemente simple: la integración puede ser el porqué de la mente.
A partir de nuestras discusiones de que la mente es más que simple actividad cerebral y de que es plenamente corpórea, hemos adquirido una perspectiva más amplia de lo que la mente supone. Al considerar que la realidad subjetiva no es idéntica a la fisiología, ni siquiera a la activación neural en la cabeza, hemos llegado a darnos cuenta de que la vida mental no es una actividad encerrada en el cráneo. También estamos en un punto de nuestro viaje que nos permite considerar que la mente puede ser más que la mera experiencia subjetiva y la conciencia de esa sensación de vida vivida. Como mínimo hemos visto que el flujo de energía y de información, cuando está en la conciencia, tiene una textura sentida, un aspecto que calificamos de «primo» porque no es reducible a nada más, como una actividad neural u otras formas de flujo de energía. La experiencia subjetiva puede surgir de este flujo, pero es una característica de él, no es lo mismo que él. Y a veces, quizás incluso con frecuencia, este flujo de energía y de información se produce sin conciencia. La vida mental, incluyendo sus pensamientos y sentimientos, puede depender del flujo de energía, pero no siempre se da en la conciencia.
Fotografía de Madeleine Siegel
Cuando hemos dado el paso siguiente y hemos propuesto que la mente es posiblemente algo más que flujo de energía y de información dentro del cuerpo, que se plasma en algo más que en nuestro paisaje mental, hemos considerado que la mente se da en las relaciones con otras personas y en la interconexión con otros aspectos del mundo ajenos a los cuerpos en los que vivimos. Hemos visto que tenemos una esfera mental igualmente importante. El denominador común que vincula nuestras experiencias corporales interiores con nuestras experiencias «interrelacionales» es el flujo de energía y de información. Eso es lo que comparten el paisaje mental y la esfera mental. Cuando vemos que dicho flujo tiene lugar como una parte fundamental de un sistema que no está limitado ni por el cráneo ni por la piel, aceptamos la noción de que la mente es corpórea y relacional. Cuando vemos que este sistema de la mente tiene las tres cualidades de ser abierto, caótico y no lineal, nos damos cuenta de que la mente forma parte de un sistema complejo.
Este sistema complejo, también llamado dinámico, tiene propiedades emergentes y una de las que estamos proponiendo es la realidad subjetiva de la vida vivida. Esto también podría suponer, como veremos en los capítulos siguientes, que la conciencia que da lugar a la experiencia subjetiva puede ser una propiedad emergente de nuestros sistemas mentales complejos. Otra característica emergente que hemos propuesto, posiblemente relacionada con la anterior, es la autoorganización. Hemos visto que este proceso autoorganizado emergente surge del flujo de energía y de información y luego vuelve atrás y lo regula. Es la propiedad recursiva de la autoorganización: surge y luego regula aquello de lo que sigue surgiendo. Es una retroalimentación recursiva. Y nos permite afirmar que «la mente suele tener una mente —una voluntad— propia».
También hemos visto que de manera natural, sin programador ni programa, la autoorganización maximiza la complejidad de un sistema. El término «complejidad» se suele considerar negativo, sobre todo en una época en la que queremos simplicidad en un mundo cada vez más complicado. Pero este impulso natural a maximizar la complejidad en el fondo es simple, no complicado, porque se crea diferenciando y conectando elementos del sistema. Cuando hacemos esto, ¿cuál es el resultado? Armonía. Igual que un coro diferencia sus voces individuales pero las une en intervalos armónicos, la autoorganización nos proporciona una sensación profunda y poderosa de vitalidad. La autoorganización tiende de manera natural a la armonía.
Un sistema autoorganizado que conecta partes diferenciadas, que se integra, presenta flexibilidad, adaptabilidad, coherencia (una unión dinámica en el tiempo, resiliencia), energía y estabilidad. Y un flujo integrado se caracteriza por estar conectado y por ser abierto, armonioso, emergente, receptivo, comprometido, noético (sensación de conocer la verdad), compasivo y empático.
La tendencia innata a la integración de la mente como el aspecto autoorganizado de la vida corpórea y relacional, de la energía y la información que fluyen intra e inter, podría ser el porqué de la mente. En la vida mental interna y personal de nuestro paisaje mental, o en la esfera mental que nos conecta con los demás, es posible que la integración sea una de las razones o «propósitos» fundamentales de existir.
A partir de este resumen y de hasta dónde hemos llegado en nuestro viaje, el lector podrá imaginar lo apasionante que me parece todo esto. Me pregunto qué siente, qué piensa y qué se pregunta el lector. ¿Será demasiado atrevido abordar el porqué de la mente? Llevar nuestras discusiones hasta ese punto ¿es ir demasiado lejos? Mi mente dubitativa está muy nerviosa en este momento, pero voy a compartir con el lector una experiencia que me hace sentir que puede merecer la pena al menos tratar de expresar parte de esta cuestión del porqué de la mente.
Cuando exponía diversos aspectos de la integración a una serie de grupos, una y otra vez sucedía algo sorprendente. Un caso clínico que solía presentar (y que describí en el primer capítulo de Mindsight) revela que las áreas mediales de la parte superior del cerebro, la corteza prefrontal, permiten que surjan estas nueve funciones: 1) regulación corporal (equilibrar los frenos y el acelerador del cuerpo); 2) sintonía en la comunicación con uno mismo y con los demás (centrar la atención en la vida mental interior); 3) equilibrio emocional (vivir con una vida interior rica en sentimientos); 4) flexibilidad de las respuestas (ser capaz de hacer una pausa antes de responder); 5) aplacar el miedo (calmar reacciones de miedo); 6) comprensión profunda (conectar pasado, presente y futuro con la comprensión de uno mismo); 7) empatía (captar la vida mental interior de otra persona); 8) moralidad (pensar y actuar como parte de un todo más grande, más amplio, que un yo corporal personal); y 9) intuición (conciencia de la sabiduría procedente del cuerpo).
En varias conferencias impartidas por todo el mundo se me acercaban asistentes y me hacían comentarios sobre esta lista. Por ejemplo, cuando estaba enseñando en Alaska a personas que trabajaban con familias de las islas del norte, una dirigente de las tribus inuit se acercó y me dijo: «¿Sabe usted qué es esa lista, la que trata de la integración?». Sí, le respondí, explica el papel que desempeña la corteza prefrontal para conectar mutuamente, en un todo coherente, el flujo de energía y de información cortical, límbico, troncoencefálico, somático y social. «Sí, eso es lo que ha dicho, ya lo sé —respondió—, pero esa lista es exactamente lo que mi pueblo ha estado enseñando durante más de cinco mil años, por medio de la tradición oral, como la base para vivir una vida de sabiduría y bondad.» Me quedé sin palabras y miré sus ojos durante mucho tiempo. Cuando recuperé el habla intenté expresarle lo agradecido que me sentía por haber compartido conmigo esas reflexiones, pero después de hablar brevemente me di cuenta de que las palabras no bastaban: la profunda mirada y el silencio que compartimos dijeron mucho más.
Con el tiempo seguí oyendo respuestas similares de personas que representaban una serie de tradiciones antiguas de sabiduría, incluyendo miembros de la tribu lakota del Medio Oeste de Estados Unidos, de la cultura polinesia del Pacífico Sur y de las religiones budista, cristiana, hindú, islámica y judía.
¿Qué estaba pasando?
Reflexioné sobre las preguntas de mi hijo acerca de la coexistencia de todos los sistemas de creencias diferentes. ¿Podría ser que todos compartieran precisamente lo que había planteado aquella dirigente de las tribus inuit de las islas del norte de Alaska? ¿Podría la integración ser la base no solo de la salud, sino también de las diversas tradiciones de sabiduría del mundo?
De ser así, nos podría proporcionar un puente entre la ciencia y la espiritualidad que fomentara el diálogo y la colaboración. Basarnos en la integración nos podría ayudar a integrar nuestra humanidad común aceptando las diferencias y, al mismo tiempo, estableciendo conexiones compasivas. Me sentí profundamente agradecido por el viaje y listo para continuar haciendo preguntas sobre el porqué de la mente y sobre las maneras de acercarnos a un mundo más integrado.
REFLEXIONES E INVITACIONES: PROPÓSITO Y SIGNIFICADO
Hemos avanzado mucho en nuestro viaje. ¿Había llegado a imaginarse el lector que plantearse preguntas tan fundamentales no solo podría ser divertido, sino que también nos podría conducir hasta aspectos tan importantes como ver una conexión entre religión e investigación?
Al seguir explorando las aplicaciones de estas ideas consilientes de la NBIP en mi trabajo clínico con pacientes, me di cuenta de que su impacto en la terapia no solo era aliviar los síntomas aflictivos del caos y de la rigidez, sino también hacer que los pacientes adquirieran una nueva sensación de identidad. Esta expansión de la identidad por los ocho ámbitos de integración de la que hemos hablado —a la que primero llamé «transpiración» y a la que ahora llamo simplemente «integración de la identidad»— era algo que parecía surgir cuando las personas trabajaban en otros ámbitos, desde el ámbito de la conciencia y la integración vertical hasta los ámbitos interpersonal y temporal. Parecía que el impulso natural de sus vidas como sistemas complejos se pudiera liberar mediante el enfoque correcto de nuestro trabajo. Este enfoque suponía la tarea de quitar «cosas» de en medio —no tanto haciendo algo a alguien como permitiendo que algo se liberara— para que la tendencia innata a la integración, el propósito de la mente, se pudiera liberar de sus prisiones.
Una de estas prisiones parecía ser la identidad. Un primer nivel de identidad personal es pertenecer a nuestro propio cuerpo, un yo individual. Luego tenemos las relaciones con la familia, con las figuras de apego y con otras personas que forman parte de una unidad muy cohesiva. A veces, esta unidad extendida de la identidad personal se expande hasta incluir a las personas de nuestra comunidad, de nuestro barrio o de un grupo religioso. Como dice un antiguo chiste judío, cuando un hombre que había estado veinte años en una isla desierta fue rescatado, preguntó a sus rescatadores si les gustaría ver las estructuras que había construido. Les enseñó su modesto hogar en un pequeño valle, una biblioteca, un templo en lo alto de una colina, una zona para hacer ejercicio al pie de la misma, y otro templo cerca de la playa. Los rescatadores le preguntaron por qué había construido dos templos siendo el único habitante de la isla. La respuesta fue: «¡Porque “nunca” sería miembro de ese otro templo!». Las distinciones intragrupo y extragrupo están en nuestro ADN porque, tiempo atrás, los miembros de otras tribus nos podían causar daño. Nosotros, los de la caverna A, éramos estupendos; los de la caverna B eran viles y malvados. Necesitamos un grupo al que pertenecer para sentirnos seguros y saber en quién confiar y de quién recelar para sobrevivir.
También podríamos pertenecer a un grupo con lazos étnicos, creencias religiosas y costumbres culturales más amplios. Sí, podríamos sentir «familiaridad» asociándonos con quienes son «como nosotros», pero me preguntaba cuándo se establece este límite de «como nosotros». ¿Acaso no son iguales todos los seres humanos? Tenemos colores de piel, orígenes, sexos, orientaciones sexuales, tendencias políticas y creencias religiosas diferentes que nos unen y que al mismo tiempo nos enfrentan.
Puesto que hemos evolucionado para distinguir el «intragrupo» del «extragrupo», una distinción que nos ha ayudado a sobrevivir, es natural imaginar que pertenecer a un grupo parece importante y que incluso es una cuestión de vida o muerte. Pero, a la larga, este proceso de agrupamiento de nuestros cerebros que conforma nuestras mentes corpóreas, ¿a dónde nos lleva? Como comentaba antes al hablar de mis paseos por el Vaticano, ¿no somos todos parte de una sola humanidad? Hoy por hoy, estas divisiones entre «clases» de seres humanos, ¿qué hacen por nuestro bienestar? Y, además, ¿no somos todos parte de los seres vivos, e incluso del ecosistema de todo el planeta? Excluirnos de pertenecer a este todo diferenciado pero interconectado, ¿en qué lugar nos deja?
Limitar nuestra identidad en esta época de necesidad mundial parece ir en contra de la importancia de la integración, sobre todo de la integración de una identidad amplia que lo abarque todo. Pero si nos sentimos amenazados, ¿cómo podemos fomentar esta ampliación de la integración en nuestra vida? Parte de la respuesta puede consistir en sumergirnos profundamente en ver que nuestra mente relacional no está limitada por el destino, no está ligada de una manera inevitable a lo que ha creado en nuestra vida la evolución del cerebro. En otras palabras, la mente puede sobreponerse a las tendencias innatas del cerebro, a las inclinaciones de base genética y epigenética que reducen la integración, y acercarse a una manera de ser en el mundo más integrada, fructífera y sana.
Hay una manera de ser y de actuar que favorece esta liberación. Supone sentir el caos y la rigidez, centrarse en el ámbito del que podrían estar surgiendo, y luego desarrollar la diferenciación y fomentar la conexión. Este es el enfoque conceptual básico. Aunque pueda haber propensiones neurales o presiones sociales que inhiban la diferenciación y bloqueen la conexión apartándonos así de la armonía de la integración y empujándonos al caos y la rigidez, podemos usar la pausa de estar presentes, de ser conscientes, con el fin de crear deliberadamente otros caminos hacia la integración. Para mí, desde entonces y hasta hoy, la presencia, que es el portal para que surja la integración, es el propósito de la vida, el significado inserto, incrustado, en el vivir a cada instante.
En términos cotidianos, cuando sentimos que las cosas van mal, en lugar de reaccionar de una manera impulsiva, guiados por un piloto automático regido por reflejos neurales conformados por la genética y reforzados por la cultura, nos sobreponemos a ello con nuestra mente consciente para crear opciones. En muchos sentidos, estos caminos a la integración son como el dicho que con frecuencia se atribuye erróneamente a Viktor Frankl, psiquiatra y superviviente del Holocausto: «Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio reside nuestro poder de elegir la respuesta. En esa respuesta residen el crecimiento y la felicidad». Hace poco hablé con el nieto de Victor Frankl, Alex Verely, quien me aclaró que su abuelo nunca dijo estas palabras. Steven Covey ha revelado que, en realidad, esta cita que él popularizó en sus libros la leyó primero en un libro sin identificar que no era del doctor Frankl, pero que refleja el enfoque de Frankl al objetivo de hallar significado y libertad (Pattakos, 2010). Con independencia de quién las escribiera, son palabras que revelan una verdad universal: con reflexión consciente podemos elegir un camino diferente del que surge de una manera automática. Para hallar significado en la vida puede hacer falta cultivar esta presencia mental, esta pausa en la reacción, este espacio de la mente, para dejar que surja el impulso natural a la integración. Como ya hemos comentado anteriormente, así es como podemos dejar que se desplieguen el propósito y el significado.
Cuando la gente se plantea cuestiones morales sobre lo que está bien y lo que está mal, me resulta útil reflexionar sobre la noción fundamental de la integración. ¿El dilema que se explora conduce al caos o a la rigidez, o cultiva la armonía? ¿Se respetan las diferencias y se fomentan las conexiones? Cuando la integración se ofrece como un principio básico para guiar las cuestiones éticas, las discusiones resultantes suelen abrir el camino al respeto a una gran variedad de orígenes y creencias. La integración nos conecta con un proceso de empoderamiento y de inclusión.
Cuando todas esas nociones sobre el propósito y el significado estaban surgiendo con la experiencia de la integración, era crucial y tranquilizador tener información continua de terapeutas veteranos y principiantes sobre la eficacia de este enfoque individualizado para evaluar, planificar y aplicar intervenciones clínicas basadas en la integración. Mis colegas y mis estudiantes, mis compañeros a lo largo de este viaje, estaban trazando juntos el mapa de un territorio nuevo para ofrecer una definición de trabajo de la mente y fomentar la integración. Ellos y las personas a las que ayudaban no solo estaban hallando otras maneras de sanar y de reducir el sufrimiento, sino que también estaban descubriendo un significado nuevo y una sensación de completitud y de propósito en su vida.
Una llamada de Deborah Malmud, una editora valiente y creativa de W. W. Norton & Company de Nueva York, ayudó a expandir este trabajo desde una tradición básicamente oral a una escrita. Deborah me invitó a iniciar una serie profesional de libros de texto, del que este libro forma parte, y decidí que fuera amplia y que abarcara la totalidad de la neurobiología interpersonal. Optamos por empezar centrándonos en la psicoterapia y es un honor para mí decir que, junto con mis colegas, ahora ya hemos publicado decenas de textos profesionales sobre este campo. No puedo describir mi sensación de gratitud a todas las personas que han contribuido a crear este enfoque nuevo de la salud mental.
Más que dar lugar a otro conjunto de libros, este enfoque nos ofreció la manera de unirnos en un viaje conjunto. Pudimos ofrecer maneras de combinar disciplinas científicas, desde la matemática y la física a la neurociencia, la psiquiatría, la psicología o la antropología, y proponer un marco de referencia consiliente de lo que es la mente y de lo que podría ser la salud mental. Este campo nuevo de la neurobiología interpersonal, en lugar de actuar como un enfoque concreto, podía ser una manera de reunir información de campos como la salud mental, la educación, la crianza infantil y la vida organizativa. La neurobiología interpersonal podía ser una visión de la vida humana basada en la salud. En esta visión, todos nosotros, enseñantes y estudiantes, padres e hijos, terapeutas y pacientes, somos miembros interconectados de una familia humana muy diversa y de un mundo profundamente interdependiente.
Hay un dicho atribuido a Mahatma Gandhi que me viene a la cabeza una y otra vez. Quizás el lector lo conozca: «Seamos el cambio que deseamos ver en el mundo». Parece que la expresión más cercana que se puede encontrar en un texto impreso es esta: «La mejor propaganda no está en los panfletos, sino en que cada uno de nosotros intente vivir la vida que querría que el mundo viviera» (Johnson, 2005, p. 106). El poder de esta actitud es que podemos inspirar a otros con nuestra manera de vivir la vida.
Estos dichos atribuidos erróneamente a figuras de renombre, como este atribuido a Gandhi, el de la importancia del espacio mental atribuido a Frankl y el atribuido a Einstein que hemos comentado anteriormente de que no todo lo que cuenta se puede contar, nos invitan a darnos cuenta de que la sabiduría no es propiedad de una sola persona. Para que una frase contenga verdades profundas no hace falta que haya sido expresada por algún personaje conocido. Aunque al principio me chocó saber que estas atribuciones eran erróneas, saberlo dio lugar después a un profundo reconocimiento de nuestra humanidad común y de nuestra inteligencia colectiva. Después de todo, cada una de esas frases había sido creada por un ser humano. La sabiduría es algo que puede surgir dentro de cada uno de nosotros y ser compartido por todos. Todos podemos esclarecer la realidad e inspirarnos mutuamente para vivir una vida llena de verdad y conexión. No nos hace falta esperar a alguien considerado un sabio o un líder; el liderazgo puede estar dentro de cada uno de nosotros. Y estas palabras sobre ser el cambio que deseamos ver, sobre ese espacio entre el estímulo y la respuesta, y sobre la importancia de lo inconmensurable en la vida, ¿no pueden desempeñar un papel crucial en nuestras vidas con independencia de quien las haya pensado? Son palabras humanas que iluminan la sabiduría de ser humanos. Cada uno de estos mensajes también revela la importancia de diferenciar nuestras vidas mentales creando el espacio para abrirnos al mundo interior inconmensurable y con frecuencia invisible, y crear la presencia que nos permite honrar y conectar los aspectos diferenciados de nuestra vida intra e inter.
Cuando abordamos el porqué de la mente llegamos a las verdades simples que hemos explorado a lo largo de este viaje. La integración puede ser la razón de que estemos aquí. Empezar con la integración interior, extender la integración a las personas con las que estamos conectados y llevarla después a nuestro mundo más amplio; puede que estas sean las razones por las que estamos aquí, los hitos generales que justifican el hecho de estar inmersos en este viaje, de ser, estar y actuar en esta vida.
Una afirmación habitual en las grandes tradiciones de sabiduría, hoy confirmada por varias investigaciones en una considerable gama de disciplinas científicas, es esta: si queremos ser felices, ayudemos a los demás, y si queremos que los demás sean felices, ayudémoslos (Vieten y Scammell, 2015). Cuando aceptamos la integración como motivación esencial de nuestra vida, cultivamos el significado y la conexión, la felicidad y la salud. Encontrar una manera de diferenciarnos de los demás y de conectar con ellos ayudándolos a mantener su bienestar, nos beneficia a todos, porque de ese modo fomentamos no solo un cuidado compasivo, sino también una alegría empática, la experiencia interpersonal de disfrutar de los éxitos de los demás en la vida.
¿Puede el lector imaginar un mundo que siquiera se mueva en esta dirección? Le invito a considerar qué papel puede o podría desempeñar la integración en su vida. Se ha demostrado que reflexionar sobre los valores más grandes de la vida, considerar qué es lo que tiene significado para nosotros al vivir estos momentos y minutos, meses y años, ayuda a reinterpretar el impacto del estrés inevitable que experimentamos en la vida cotidiana. Cuando el lector reflexiona sobre el porqué de la mente, ¿cómo puede mejorar la integración en su vida? Cuando la vida se llena de caos o de rigidez, ¿cómo podemos hacer una pausa y reflexionar sobre qué ámbito de integración puede estar desconectado? Permitirnos hacer una pausa y crear en nuestra vida un espacio para reflexionar sobre estos tres estados de caos, rigidez o armonía ilumina el flujo de la vida. Como hemos propuesto antes, este flujo es como un río. En la corriente central está la armonía: la armonía de la integración. Pero cuando la diferenciación y la conexión no están bien afinadas, el flujo se acerca a las orillas del caos o de la rigidez. Crear un espacio mental para hacer una pausa y reflexionar sobre el río de nuestra vida puede hacer que nos demos cuenta de lo que hace falta cambiar en nuestra experiencia, ayudarnos a encontrar la necesidad de diferenciar más, de conectar más, y hallar así el camino hacia la armonía intra e inter.
El potencial abierto de la integración quiere decir que nunca se acaba. Siempre estamos en un viaje de descubrimiento, encontrando maneras de diferenciar y conectar, de crear más integración en nuestra vida. Con independencia de que sean maneras pequeñas y personales, o grandes y relacionales, crear en nuestra vida el espacio para acercarnos a la integración nos puede proporcionar una sensación de poder y llenarnos de conexión y significado.
Al reflexionar sobre el fluir de la vida podemos encontrar elementos de nuestra experiencia que necesitan puesta a punto y sintonización. Cuidar de nosotros mismos, estar seguros de que tenemos espacio mental para usar nuestra conciencia con el fin de diferenciar y conectar, de acercarnos a una manera de ser más coherente, puede ser profundamente empoderador. Ser amables con nosotros mismos puede suponer aceptar que todos somos seres emergentes que, en este flujo serpenteante de la vida, a veces se acercan al caos y a veces se acercan a la rigidez. El viaje de la integración nunca se acaba; la integración es una oportunidad y un proceso, no es un destino final o un producto fijo. Darnos cuenta de que debemos ser el cambio que deseamos ver nos invita a acoger la integración de dentro afuera. Aceptar que ser un ser humano es un viaje de descubrimiento, que es un verbo y no un sustantivo, nos permite aceptar la integración como un principio, no como una prisión. Podemos fijarnos la intención de ir hacia la integración sin comprometernos con ningún resultado concreto. De este modo, nuestra vida se convierte en una expedición de exploración que acepta aprendizajes nuevos a cada instante. Podemos descubrir que este viaje de la vida no solo está lleno de momentos de confusión y desafío, sino también de momentos de sorpresa y humor, de placer y deleite, mientras cultivamos una sensación profunda de conexión y satisfacción, y quizás incluso de significado y propósito a lo largo del camino.
La integración surge a lo largo de nuestra vida en el despliegue de cada momento vivido. En el capítulo siguiente profundizaremos más en la noción de lo que significa realmente un momento cuando exploremos la naturaleza del tiempo y el cuándo de la mente.