La casa de la Chunga

 

 

Piura, 1945

 

 

El bar-restaurante de la Chunga está en los alrededores del Estadio, en esa barriada de esteras y tablas que surgió no hace mucho en el arenal, entre la carretera a Sullana y el Cuartel Grau. A diferencia de las endebles viviendas del contorno, es una construcción de verdad —paredes de adobe y techo de calamina— amplia y cuadrada. En la planta inferior están las rústicas mesas, los banquitos y sillas donde se sientan los clientes, el mostrador de tablones. Detrás de éste, la cocina tiznada y humosa. En la planta alta, a la que trepa una escalerita de pocos peldaños, se halla el cuarto que ningún parroquiano conoce: el dormitorio de la propietaria. Desde allí, la Chunga puede observar todo lo que pasa abajo por una ventana oculta tras una cortinilla floreada.

Los clientes del barcito son gente de la barriada, soldados del Cuartel Grau en su día franco, aficionados al fútbol y al boxeo que hacen un alto para entonarse en su camino al Estadio o trabajadores de la constructora de ese barrio nuevo, de blancos, que está ensanchando Piura: Buenos Aires.

La Chunga tiene una cocinera que duerme al pie del fogón y un chiquillo que viene en el día, para atender las mesas. En el mostrador siempre está ella, generalmente de pie. Cuando no hay muchos clientes, como esta noche, en que sólo se hallan en el lugar esos cuatro vagabundos que se llaman a sí mismos los inconquistables —juegan a los dados y toman cerveza hace buen rato—, se ve a la Chunga sentada en una mecedora de paja, balanceándose suavemente, con un chirrido idéntico, los ojos perdidos en el vacío, ¿sumida en recuerdos o con la mente en blanco, simplemente existiendo?

Es una mujer espigada y sin edad, de expresión dura, de piel lisa y tirante, huesos firmes y ademanes enérgicos, que mira a la gente sin pestañear. Tiene una melenita de cabellos oscuros, sujeta con una cinta, y una boca fría, de labios delgados, que habla poco y sonríe rara vez. Viste blusas de mangas cortas y unas faldas tan exentas de coquetería, tan anodinas, que parecen uniforme de colegio de monjas. Está a veces descalza y, a veces, con unas sandalias sin tacos. Es una mujer eficiente; administra el local con mano de hierro y sabe hacerse respetar. Su físico, su severidad, su laconismo, intimidan; es raro que los borrachos traten de propasarse con ella. No acepta confianzas ni galanterías; no se le conoce novio, amante, ni amistades. Parece decidida a vivir siempre sola, dedicada en cuerpo y alma a su negocio. Si se exceptúa la brevísima historia con Meche —bastante confusa para los clientes, por lo demás— no se sabe de nada ni de nadie que haya alterado su rutina. En la memoria de los piuranos que frecuentan el lugar, ella está, siempre, seria e inmóvil detrás del mostrador. ¿Va, alguna vez, al Variedades o al Municipal a ver una película? ¿Pasea por la plaza de Armas alguna tarde de retreta? ¿Sale al malecón Eguiguren o al Puente Viejo a recibir las aguas del río —si ha llovido en la cordillera— al comenzar cada verano? ¿Contempla el desfile militar, en Fiestas Patrias, entre la muchedumbre congregada al pie del monumento a Grau?

No es mujer a la que se le pueda arrancar un diálogo; contesta con monosílabos o movimientos de cabeza, y, si la pregunta es una broma, su respuesta suele ser una lisura o una mentada de madre. «La Chunguita», dicen los piuranos, «no aguanta pulgas».

Los inconquistables —tiran los dados, brindan y bromean en la mesa que está, justo, debajo de la lámpara de querosene colgada de una viga y en torno a la cual revolotean los insectos— lo saben muy bien. Son viejos clientes, desde los tiempos en que el barcito era de un tal Doroteo, a quien la Chunga primero se asoció y al que después expulsó (la chismografía local dice que a botellazos). Pero, a pesar de venir aquí dos o tres veces por semana, ni siquiera los inconquistables podrían llamarse amigos de la Chunga. Conocidos y clientes, nada más. ¿Quién, en Piura, podría jactarse de conocer su intimidad? ¿La fugitiva Meche, acaso? La Chunga no tiene amigos. Es un ser arisco y solitario, como uno de esos cactos del arenal piurano.