1

Improbe Amor, quid non mortalia pectora cogis?

¡Cruel Amor!, ¿a qué no fuerzas a los mortales corazones?

En mitad de camino al shopping, por tomar un atajo a la ligera, Ana Karina fue a parar al conurbano. (Ana Karina no, Karina. Nunca usaba sus dos nombres. Su madre se lo reprochaba, “te elegimos un nombre precioso, de actriz francesa”. Acaso lo hiciera para eso).

No entendió bien lo ocurrido. Si alguien le hubiese preguntado “¿qué pasó?”, habría dicho que al pasar a la banquina y después salir a campo traviesa, justo en esa parte donde falta el guardarraid, había querido evitar el peaje y la rotonda. “Muchos lo hacen en la curva de los Tordos, ¿no?”. Pero en su interior, como cuando de chica la sorprendían con un dedo en la nariz, sabía que aquel no había sido un acto deliberado.

Venía embotada. Torpe por naturaleza, al volver de la palanca de cambios, su mano derecha se colgó del volante y sin que se percatara de ello, la hizo completar el trayecto carril-banquina-terraplén envuelta en una nube de polvo. De pura casualidad no terminó en accidente. Continuó impávida. Recién terminó de procesar lo ocurrido cuando en vez de la avenida y el bulevar de palmeras nuevas sostenidas por trípodes de palos se encontró sobre un camino de ripio que sacudía la camioneta como un carro.

Separada ya de la autopista por una franja de colas de zorro, decidió seguir. Iba sin radio, sin música, las ventanillas cerradas. Allá, más adelante, la esperaba el letrero metálico del shopping. “Voy por adentro, es lo mismo”, se tranquilizó. De no muy lejos, además, llegaba un sonido constante, sostenido, ruido a algo.

No estaba en medio de la nada.

Se distrajo mirando el ascenso de la noche por las hojas de las tacuaras. En esos dos años que llevaba viviendo allí, había notado que en la pampa el atardecer no se ve como si la luz fuera apagándose, sino como si el suelo devolviese sus sombras a las cosas. Le gustaban las siluetas del follaje. “A contraluz, las moscas se ven mejor”, divagó.

Vino entonces una curva y el letrero quedó atrás. Poco después, perdió toda referencia de la autopista. Estiró el cuello y se levantó en su asiento. Nada. La huella era demasiado estrecha. ¿Y si pinchaba intentando dar la vuelta? ¿Y si quedaba encajada? ¿Y si se caía a una zanja? ¿Cómo orientar al auxilio mecánico? Puro pajonal. Bichos, seguro. Lo mejor era seguir hasta encontrar una salida.

De algún lugar tenía que venir ese ruido insistente, ese golpeteo marcado. Un bar, un puesto, un taller, una estación de servicio… ¿Cuánto vacío podía haber alrededor de una ciudad?

Primero llegó el olor, colándose por las toberas del aire acondicionado: repugnante, una mezcla de basura con excremento de animales, agua estancada y un vaho de amoníaco recortándose contra huevos podridos. Después vio un hilo de luz, el filamento de una lamparita que colgaba sobre la puerta de una casilla de chapa. Era cumbia aquel rumor hueco y reiterativo, con su irritante quejido de pato. Cumbias. La simetría del ritmo y la previsibilidad de la armonía las hacían coincidir y confundirse como si fueran una sola.

Las luces y casillas se multiplicaron.

El camino se hizo más estrecho. Con cuidado, levantó el pie del acelerador. Aquí y allá, asomaron rostros desconfiados. Respiró hondo. “Podría pasar cualquier cosa acá”, pensó, “y nadie se enteraría”.

Sobre las montañas de mugre la seguía un grupo de chicos descalzos acompañados por perros sarnosos y flacos. Le pareció que algunos hacían una pausa para levantar una piedra del suelo, y mientras su mano derecha, buscando el teléfono, se retorcía entre los bordes de la billetera, los pañuelos de papel, el rouge, su foulard, unos caramelos viejos, un perfume de cartera y un alfiler de gancho con el que se pinchó, sus ojos iban del camino al espejo y del espejo al camino. No quería cometer ningún error. No quería que nadie se diera cuenta de que tenía miedo.

El caserío era inmenso pero todo se veía cerca. Había ropa colgada de las ventanas. Animales. Fogones improvisados. Escombros. A un costado, una gorda de calzas y tetas caídas le dedicó una risita sobradora. Por mirarla, no evitó un pozo y la cartera fue a parar al suelo. A pesar del sonido machacón de los bafles (“¿por qué esta gente siempre tiene parlantes tan potentes?”), oyó clarito “bajá la máquina, cheta”. Alguien contestó: “Dejala que seguro va a verse con un macho, la trola”.

El camino trazó otra curva, y aunque fuera cada vez más grande el grupo que la seguía, y más los gritos a su alrededor, en el horizonte volvió a ver su guía. Habían encendido las luces del letrero metálico del shopping. Faltaba nada: dos, tres kilómetros. En pocos minutos, todo aquello sería apenas una anécdota en la mesa. (“No, Gastón no se tiene que enterar”). En pocos minutos, todo volvería a ser como siempre.

Se cruzó de golpe, ni yendo lento la hubiese podido evitar. Tampoco frenó, la verdad. Era tan chiquita que en la cabina apenas se sintió un resalto, como si la rueda hubiese mordido una roca o un pedazo de escombro. “¡La agarró, la agarró!”, aullaron los chicos. Uno se tapó la boca y salió llorando. Lo correcto hubiera sido detenerse. Ella no tenía ningún problema en hacerse cargo y pagar lo que fuera, pero no pensaba frenar ni bajarse ahí por una gallina. ¿A quién se le ocurre tener un animal suelto?

Para su alivio, las casillas comenzaron a espaciarse y los chicos, sonrientes, detenían la carrera, y antes de volverse a sus casas levantaban la mano en un saludo. Uno llevaba, agarrada del cogote, la gallina deformada. Sin necesidad de verse en un espejo, supo que se había puesto colorada. Tenía razón la gorda: cheta trola, tarada. ¿En eso se había convertido? ¿En una de esas mujercitas frívolas y temerosas?

No iba a dejar las cosas así, no. “Voy a volver”, se dijo. “Voy a volver con el baúl lleno de ropa vieja de Gastón y mía, de Germán, de Cordelia. No, usada no. Voy a ir de compras. Toda ropa nueva. Ropa buena y abrigada, para que no sufran la falta de calefacción”. Y también iba a organizar colectas. Iba a conseguir todas cosas que hiciera falta: materiales, herramientas, una escuela, una asistente social, un médico. Iba a traer a los chicos del country para que conociesen la realidad. Iba a sacudir el municipio hasta que alguien le diera una respuesta. “Nadie merece vivir así. Nadie quiere vivir así”. Y lo peor de todo: “para que nosotros vivamos como vivimos, para que yo viva como vivo, ellos tienen que vivir así”.

Luego vinieron los reproches: “no puedo ser tan idiota, tiene razón Gastón”, seguido de “esto te pasa por salir de tu casa fumada, ¿qué tenés, quince años?”. También el enojo, la indignación. Apenas volviera a Santa Eloísa iba a poner una queja. Administración de mierda. Día de mierda. Suerte de mierda. Porro de mierda. País de mierda. Gastón y la puta que te parió.

Mientras iba así insultando, casi al límite de las luces alcanzó a ver un auto en muy malas condiciones. Dos hombres bajaban algo del baúl. Había también un chico en una moto. La huella no tenía el ancho suficiente para dos vehículos, apenas entraba ese esperpento que le había regalado su marido. Ellos le hicieron señas de que siguiera. “No, no paso, necesito que lo corras… que lo corras un poco”, intentó transmitir con gestos. Por toda respuesta, uno sacudió la mano, y cuando ella tocó bocina, le levantó el dedo medio en clara señal de hostilidad. Vio entonces un cuarto hombre que vaciaba sobre el auto el contenido de un bidón de plástico verde. El de la moto se llevó la mano a la cintura.

Sin pensarlo, se tiró fuera del camino para pasar y una vez que estuvo de nuevo sobre la huella aceleró. No habría hecho veinte metros cuando oyó el estallido. En el espejo se alzó una columna de humo y fuego, y sobre ese fondo vio recortarse la silueta de la moto, el pibe la seguía con un acompañante. Se le pegaron. El que iba atrás se levantó haciendo pie en los estribos y se manoseó la entrepierna. “Ya me los saco de encima, ya me los saco de encima. Por favor, ya me los saco de encima” se repetía. Estaba segura de que de un momento a otro iba a aparecer un camino que le permitiría doblar a la izquierda, hacia el letrero luminoso. Tenía que aparecer.

Cuando la moto al fin logró adelantarse, creyó ver un arma en la mano del conductor. Agachó la cabeza y aceleró, tratando de seguir la huella. Oía la bocina insistente de la moto y esperaba el golpe del disparo contra la carrocería. O no oír nada. El teléfono sonaba en el suelo y en lo único que pudo pensar fue que iba a volcar. No había firmado el cuaderno de comunicaciones de Germán. El saco negro de Gastón estaba en la tintorería. La llave de la bomba de la pileta estaba en su pantalón de step. Sintió bronca, mucha bronca de dejar las cosas para más tarde, de no hacer nada bien, “nunca van a encontrar la llave ahí”, de estar llorando, de no poder hacer otra cosa que llorar e ir con la cabeza gacha.

“Basta”, pensó, y armándose de valor, se incorporó.

Para su sorpresa, los había perdido, pero era noche cerrada y por ningún lado veía el letrero ni las luces de la autopista. Clavó los frenos. Todo era vacío, oscuridad, caminos de tierra y alambrados. Exhausta, levantó el teléfono del suelo, pero cuando abrió la tapa para marcar el número de su casa, se apagó. Nunca se acordaba de cargarlo. Otra cosa que hacía mal. Apretando los dientes, lo golpeó contra el volante hasta que la batería saltó contra su pecho. En fin, podía quedarse ahí hasta que amaneciera o dar la vuelta y desandar el camino.

—Usted pasó antes —le iban a decir.

—Sí.

—¿No vio que atropelló una gallina, eh?

—No me di cuenta —siempre podía mentir.

—Vergüenza debería darle.

—Por favor, usted no sabe lo que acaba de pasarme.

—No hay excusa. ¿Qué clase de persona hace algo así y no frena? Se ve que no le enseñaron a respetar.

Ella nunca había querido dejar Buenos Aires, para qué. Nunca había vivido en provincia, no entendía. Ahora estaban encerrados en ese vacío inmenso, cruzado por autopistas y trenes que no conocía, lleno de colectivos con números imposibles, ranchos y animales sueltos. Todo era ridículo. No le quedaban fuerzas ni para llorar, y cuando vio aparecer unos faros, pensó que los tipos la habían seguido y venían a buscarla. Una parte de ella tembló, tembló mucho, pero otra agradeció que al fin se terminara todo. No quedaba tiempo para escribir un mensaje. Era lo primero que hubiese hecho una buena madre.

Ella intentaba. Durante el embarazo de Germán había dejado el cigarrillo, y aunque lo más natural del mundo hubiera sido volver a fumar, entendió aquel sacrificio como un ritual de pasaje. Quiso asegurarse de que su hijo contara con una mamá por muchos años pero ahí estaba, no le había salido bien, y en algún momento, mientras pensaba esto, el temblor se convirtió en una mezcla de risa e hipo.

La madre viene sin garantía.

La risa estalló casi en carcajada cuando las luces pasaron de largo. No eran ellos. Era una Hilux negra de vidrios polarizados, y antes de que se fuera del todo, comenzó a golpear la bocina a manotazos y le hizo seña de luces. El otro lo advirtió, aminoró la marcha y la esperó hasta que se puso a su par. Bajó la ventanilla. Ella tardó, actuó casi por imitación.

—Buenas noches… ¿perdida?

Era la voz de un hombre. Asintió. Si podía verla, debía parecerle una loca.

—Supuse eso —dijo él—, casi nadie anda por acá.

Negó con la cabeza.

—Vivo en Santa Eloísa, el club… Iba a Las brisas y me desvié, no sé, yo bajé de la autopista y… ¿me podés decir cómo salgo, por favor?

—¿Al shopping o al country?

—Solo quiero volver… —balbuceó, y sintió que se le estrechaba la garganta. Un papelón.

—No pasa nada. Va a estar todo bien. Es acá nomás, me sigue.

Mientras se dejaba guiar en medio de la noche, fue recobrando la compostura. ¿Qué diría en su casa cuando la vieran llegar? No sabía. Solo sabía que quería quitarse ese olor, refregarse la piel con una esponja áspera y meterse en la cama. De a poco, la oscuridad comenzó a resultarle familiar y en algún momento se dio cuenta de que ya no estaba perdida. Habían llegado a la autopista.

La Hilux se tiró a la banquina para dejarla pasar y ella se despidió con seña de luces.

Cuando llegó a su casa, ni Gastón ni los chicos parecían preocupados. No debía de ser tan tarde. Saludó por arriba y se encerró en el baño. No había manera de sentirse más sola.

Ser mamá lo cambia todo. Las vacaciones de invierno se convierten en una sucesión de pegotes de caramelo, gritos, horas de cola para ver obras de teatro baratas pero caras y pedidos, muchos quiero-quiero-quiero-quiero. Karina creyó que iba a disfrutar de este tipo de cosas. Había fantaseado con ser una mamá alegre –“¿viste qué lindo?”, “¡mirá, mirá el malabarista, Germán!”, “uuuuuuuy, se cayó”–, pero en algún momento sintió que a sus hijos no les interesaba demasiado que ella estuviera allí, las mamis comenzaron a parecerle un hato de oligofrénicas y percibió, detrás de la ternura impostada de los clowns, los mimos y las princesas de pañolenci, una crueldad perversa y atávica. Un círculo de extorsionadores. “Usted sabe que hacemos bosta, nosotros sabemos que hacemos bosta, pero adivine qué quieren sus hijos. ¿Los va a hacer llorar?”.

Quiero.

Por si fuera poco, hasta entrado agosto no había nada que hacer en el jardín. Lo único interesante de mudarse había sido descubrir su debilidad por las plantas, que se dejaban cuidar dócilmente, pero en invierno dormían como osos. El primer año, leyendo una revista de arbustos y flores, barajó la idea de armar un invernadero y aprovechar la estación fría para cultivar de semilla los plantines de primavera –copetes, caléndulas, esas cosas–, pero el lote que ocupaban no era lo suficientemente grande. La casa estaba pegada a la parrilla, adosada a su vez a la pileta, una franja de verde entre medio, un microparque al fondo y pará de contar. No había lugar para un invernadero. Ni siquiera llegó a averiguar si el reglamento lo permitía. Sospechaba que no, un invernadero “da viejo”.

Lo único bueno era que Gastón seguía yéndose temprano y los chicos dormían. Le gustaba recostarse en los camastros del deck, cubierta por una frazada, a mirar el rocío suspendido sobre las briznas de césped, alguna telaraña, la superficie del agua de la pileta. Hacer nada. Era su “manía”, como decía él; “loca, ¿quién se va a tirar ahí afuera, cuando acá adentro tenés calefacción central?”. Pero a ella esa hora de frío le resultaba vigorizante. Había leído, además, que retrasaba el envejecimiento, pero no se lo tomaba en serio. No demasiado.

Casi siempre la acompañaba Licia. Vivía al lado y con el tiempo se habían hecho amigas. Cuando se vive en un barrio cerrado, no hay forma de no tener trato con los lotes contiguos. En muchos casos, basta con intercambiar saludos y hacerse preguntas generales acerca del bienestar de la familia, pero cuando al lado vive alguien tan dispuesto a socializar como Licia, no es tan sencillo.

Se entendían, aunque cualquiera habría dicho que no tenían demasiado en común. Su vecina era una de esas personas que se muestran particularmente conformes y ufanas de varias cosas en su vida, por ejemplo, haberse quitado la “A” inicial del nombre: “Alicias hay a patadas. Licia, solo yo”, explicaba cada vez que conocía a alguien. No era chiste.

Al hablar, tenía la costumbre de acompañarse con la mano (no las manos, solo la mano derecha) en una serie de movimientos que a Karina le resultaban hipnóticos. Ni las heladas la desalentaban. Cada vez que comenzaba una frase, la mano se alejaba de su dueña y se volcaba hacia afuera, quedando la palma hacia arriba, apenas cerrada, como si sostuviera un ovillito de lana. Siempre así, salvo que el comienzo fuera explosivo (“¡no sabés!”), en cuyo caso los cinco dedos se extendían hacia arriba, como si salpicase agua, pero después los dejaba caer y adoptaba la posición ovillo chiquito. De allí en más, existían distintas alternativas. Si comenzaba a hacer una enumeración del estilo “no digo que por tener una hija deje de arreglarse, se olvide de su propio aspecto o no pueda estar linda”, los dedos iban extendiéndose uno a uno, a partir del índice, con el propósito de hacer explícitos los puntos 1 (“deje de arreglarse”), 2 (“se olvide de su propio aspecto”), 3 (“no pueda estar linda”) y así sucesivamente. A “pero”, “aunque”, “claro que” y similares, les correspondía un movimiento por el cual la palma de la mano, totalmente abierta y extendida, daba un giro hacia abajo y se sacudía dos o tres veces en el aire, como un saludo nervioso a un enano en la tierra, mientras que a “yo”, “me” y “mí” les correspondía verse puntuados por una enfática vuelta de la extremidad hacia la escápula derecha, y dado que en el discurso de Licia los pronombres de primera persona se reiteraban con una frecuencia notable, lo que podía verse a la distancia era que su mano se alejaba de su torso y volvía a él, con distintas inflexiones y ritmos, en un incansable movimiento pendular que solo se detenía cuando el índice y el mayor, extendidos y hacia arriba, se posaban sobre su barbilla.

Aquella mañana, la euforia garantizaba a la extremidad una jornada atareada. Licia tomaba clases todo el tiempo, en distintos horarios, de las cosas más variadas: jardinería, cocina, fotografía, dibujo, pintura, cerámica, historia del arte, tornería, literatura comparada, grabado, yoga, vidrio soplado, tarjetería española. Era el sueño húmedo de cualquier centro cultural. Gastón decía que la suya era una estupidez cultivada. Ella ya no se permitía comentarios crueles acerca de su amiga.

—… no estudiar más la mente humana desde la enfermedad y el malestar, desde las emociones negativas, sino con una mirada positivista. Son investigadores científicos de la felicidad, ¿entendés? Toda gente muy seria, de universidades estadounidenses, nada que ver con la autoayuda, no. Serios pero positivistas. En vez de trabajar sobre lo morboso, la locura, así, bien manicomio –que me encanta, igual, pero no es eso– están descubriendo de qué manera el cuerpo y el cerebro trabajan juntos para ayudarnos a alcanzar la superación personal y el bienestar y la satisfacción y la realización. Me doy cuenta de que yo de alguna manera medio subconsciente ya venía trabajando en esto, porque ¿te acordás esa vez que hice tai chi y todo…

Podía seguir horas, pero aquel día Karina no estaba de humor.

—Anoche… —la interrumpió, y su amiga se quedó mirándola. Su mano quedó tendida en el aire, a mitad de camino entre aquel “todo” (ambas manos hacia arriba) y un “me”, y no sabiendo cómo emplear el movimiento para formular otra frase o empalmar una posición con la otra, Licia dejó caer la mano derecha en picada y la juntó nerviosamente con su par. El desmoronamiento.

Quería contarle lo sucedido. Licia era de las pocas personas que sería capaz de entender su miedo sin juzgarla, incluso que no se le hubiera pasado del todo, pero cómo explicarle. ¿Qué pensaría de una mujer de su edad que fumaba? ¿Sería de esas personas que le dicen “cigarrillo de droga”? A tiempo, sacudió la cabeza y optó por hacer referencia a una anécdota aislada de la comida familiar, otro berrinche de los chicos. Su amiga, que era trivial pero no idiota, entendió que callaba, y de momento respetó su silencio.

Por la tarde, circo en carpa. Casi una hora y media de viaje por autopista en el peor horario. Mamá hubiese preferido cine o algo un poco más cómodo, mamá estaba cansada, mamá trató de pensar mil excusas, por mamá cualquier otra cosa hubiera sido mejor, la verdad, pero Germán había visto el comercial en la tele y se negó a comer, tiró el plato al suelo y se puso a zapatear sobre la comida hasta que mamá, ya sin fuerzas, le dijo que sí, que iban a ir al circo. A Cordelia pareció darle lo mismo. “Fría. Sos tan parecida a tu papá”, le dijo, casi en tono de reproche, a lo que ella le contestó con un mohín de desagrado. Cantaron a los gritos durante todo el viaje. Cada uno una canción distinta, pero la misma, tratando de tapar al otro. Cuando llegaron al predio, les compró todo lo que le pidieron. Es lo que se hace con los hijos para ocultar que a veces se los desprecia.

—Perdoná, se me hizo tarde.

Entró corriendo y dejó el maletín tirado. Así era Gastón. Ni siquiera preguntó qué tal les había ido.

—Tranquilo. Ellos también están demorados. Una complicación de trabajo.

Alguna vez podría llevarlos él al circo.

—¿Jorge? Pero si hace una hora hablamos.

—Pato.

—Con ustedes no se puede… si las dejamos trabajar, solo traen problem…

Lo interrumpió con un pequeño beso para no discutir. No era el momento.

—Aprovecho a darme una duchita, entonces.

—Dale.

Mientras caminaban juntos hasta la habitación, le fue contando igual del circo. Ya no sabía quedarse callada con él. Tampoco hablar en serio. Su matrimonio se había convertido en una escuela donde usaban las palabras para tomar distancia.

—¿Te querés meter conmigo? —la interrumpió.

Lo miró. Alguna vez, cada situación como esa era un juego. Se habían divertido mucho, sí. Y todavía lo amaba, pero de una manera tan distinta que en comparación resultaba triste.

—No seas boludo, me quiero arreglar y todas las cosas están en nuestro baño. Compré árabe. Y poné todo en el cesto, no voy a ir detrás tuyo levantando ropa.

—¿Sushi no?

—No quise repetir. Esto se come con las manos, me pareció más divertido.

Oyó un gruñido de asentimiento. Era lo que hacía cuando no estaba de acuerdo con algo pero no podía encontrar un motivo válido para oponerse.

—¿Se terminó el champú?

La tomaba por sorpresa, siempre. Ya cuando se conocieron, con veintipico, era pelado. Fue una de las cosas que le resultaron atractivas de él, de hecho. Alguna vez le había explicado algo de la humectación del cuero cabelludo, pero ella nunca consiguió acostumbrase a que un pelado usara champú. Le parecía antinatural.

—Ahora… sí… te paso, compré ayer en la peluquería.

Caro, encima. La próxima vez que fuera al mercado tenía que traer uno cualquiera.

—¿Los chicos están en el club house?

—No, cómo se te ocurre. Los mandé con mamá.

—¿Hacía falta? —sacó la cabeza a través de la mampara.

—Así estamos más cómodos. No me da estar pensando que en cualquier momento puedan entrar.

—Y a mí no me gusta que Cordelia duerma fuera de casa.

—Pero está mejor. Y a mamá no le importa.

—No me gusta.

Cuando llegaron los amigos, comieron árabe. Charlaron a los gritos. Tomaron mucho. Tomaban mucho con Jorge y Patricia. Últimamente, tomaban mucho siempre. Después del baclava, los deditos de nueces y almíbar y el jalva con pistachos, se sentaron en el living delante del fuego. Patricia todavía se chupaba los dedos. Gastón y Jorge no tardaron en ponerse a hablar de fútbol. Lo hacían con tal tono de autoridad que monopolizaban la conversación.

—Bueno, cambien de tema, che, que las chicas nos estamos aburriendo.

—Tiene razón Patricia —terció Gastón—. Se van a embolar y nos van a dejar por el primero que se les cruce.

—¡Por favor! ¿Quién les va a dar bola a las veteranas estas?

—¡Boeh, habló el galán maduro!

—Vos viste, Jorge… los pibitos que limpian las piletas, por unos mangos sacrifican cualquier cosa.

Se reían.

—Pelotudos —masculló Patricia—. Más de un pendejo estaría chocho de que les demos bola. Ustedes no saben cómo la miran los alumnitos a esta.

—Sí, sí, mi amor, claro… y bueno, si se aburren por qué no buscan algo para hacer entre chicas.

Patricia dirigió a su marido una sonrisa desafiante.

—¿Como esto?

Se extendió hacia Karina y comenzó a besarle el cuello. Tenía dientes ideales, eran como pequeños arañazos, muy delicados. Y olía bien.

—Claro, amor, muy lindo.

Cuando le mordió la oreja, se rio. Sabía que les gustaba su risa, desde la primera vez que se vieron. Podía sentir, a pocos pasos, la respiración de Jorge, ya más pesada. Distendidos en el sofá, los maridos comenzaron a desprenderse los botones de la camisa y a hacer comentarios que con gentileza se podría denominar “lascivos”. Era el aspecto más frustrante del swinging: la necesidad de incluir varones heterosexuales, que en pocos segundos se convertían en chicos de secundaria. La gente se hacía demasiadas fantasías con esto. Era una trampa. A Karina también le había pasado, cuando después de ver una porno juntos se lo había insinuado a Gastón. Las primeras veces fue electrizante, perturbador, divertido, pero con el tiempo se volvió un hábito más, como salir a comer o ir al cine, otra de las cosas que había que organizar cada tanto para no sentir que con algo se estaba en falta.

Gastón se acercó a ellas y comenzó a besarle el cuello y la espalda a Patricia, mientras Jorge los miraba desde el sofá. Le gustaba mirar. Karina estaba acostumbrada. Estaba acostumbrada también a besar a Patricia para que su esposo la viera. Pero aquella noche, cuando sentado en el sillón se llevó la mano a la entrepierna, su imagen se fundió con la del tipo de la moto. Quedó desorientada.

—¿Vamos los cuatro al dormitorio, hoy, o hacemos habitaciones separadas? —preguntó Patricia.

Karina seguía fría. La idea de quedarse a solas con Jorge la contrarió. No lo hubiese podido explicar. Sus amigos le parecían encantadores y no se sentía mal, pero de momento prefería servirse otro whisky. Él, que al fin había decidido dejar el sofá y se acercaba hacia ellos, debió notar algo.

—¿Estás bien?

Asintió. Un ligero malestar no era motivo suficiente para arruinarle la noche a nadie. Así que sonrió con la boca bien abierta, se arrodilló en la alfombra y deslizó hacia abajo el cierre de la bragueta de Jorge, cuidándose de imitar esa expresión de conejita de Playboy que les encanta a los hombres: “oh, sí, ¿qué es eso?, ¿qué es eso que tenés ahí?, oh, por dios, es tu enorme pija, me da miedo pero me encanta”.

—Uh, flaco, qué gauchita es tu mujer.

—¿Viste? Soy una buena amiga, ¿no? Pero si tanto te gusta lo que mi marido le está haciendo a tu mujer, ¿por qué no vas? Estoy segura de que le va a encantar la doble.

No fue leal. Ni justo. Pero era una manera de salir del paso. Bastó un cruce de miradas para que Patricia la entendiera.

—Amor, si sabía que ibas a ponerte así traía unas pastis.

Cuarenta. Tenían todos más de cuarenta y el boludo quería tomar drogas de pendejo para terminar en una guardia. Seguro que al final preguntaba una vez más “¿y si este año vamos todos a la Creamfields? Tengo un amigo que consigue keta”. A Karina no dejaba de sorprenderle la paciencia de su amiga.

—Vení, amor, no te quedes solita. Vení que te chupo toda.

Hizo de cuenta que no había oído la forma en que Gastón formuló su ofrecimiento y caminó hacia ellos. Lo único que tenía en mente en ese momento era cuánto le costaría sacar las manchas del sofá a la mañana siguiente. Tendría que haber comprado el de cuero ecológico. Más con chicos. Mientras se acomodaba (el sexo en grupo, aun insatisfactorio, exige cierta destreza física que no viene al caso describir, pero que es preciso tomar en cuenta a la hora de representarse la escena), echó a andar su imaginación. No le gustaba en frío, la ponía nerviosa. Y nunca le salió bien fingir. Un novio de la facultad la había tratado de egoísta por eso. “Hacés un uso castrador de tu insatisfacción”, le dijo, “te instanciás en el lugar de la pura demanda”. Sí, estudiaba psicología.

Comenzó por los clásicos: modelos, estrellas de cine, deportistas, presentadores de la tele. Gastón debía estar muy excitado porque su lengua embestía con demasiada fuerza, y para colmo Patricia o Jorge, alguno de los dos, había comenzado a jugar con un dedo. Necesitaba concentrarse o la iba a pasar mal en serio. Pensó en el profesor de natación de Germán, la espalda del pibe de seguridad de la tarde, el pediatra de Cordelia, Alan (antes de que se le cayera el culo) y así fue pasando de uno a otro, hasta que su mente se llenó de la imagen de una ventanilla polarizada. Detrás estaba el tipo que la había ayudado. No conseguía verlo, pero podía sentir su mirada. Le sorprendió que bastara. Estaba detenida en la idea, ni siquiera la imagen, de ese hombre que la miraba, y pasó mucho tiempo hasta que en su fantasía decidía subirse a la camioneta. Descendía lenta en la noche oscura y recorría con pasos pesados los pocos metros que la separaban de él. Le temblaban las rodillas y temía que la lastimara. Quería que la lastimara. Quería que la dejara humillada y satisfecha allí mismo, en mitad de la nada. Y estaba a punto de abrir la puerta cuando por los gritos comprendió que para los otros tres todo había terminado.

Después del desayuno, juntó los restos. Limpió el sofá y llamó a su madre. Le alegró saber que Cordelia no se había hecho pis en la cama y le dijo que sí, que por supuesto los chicos podían quedarse a almorzar, que no era cierto que se los llevara poco.

—Vamos siempre a comer asado con Gastón… No, todos los domingos no, nosotros también… bueno, Elena es Elena y yo soy yo. Yo soy la hija que te decepciona, acordate… No quiero pelear. No voy a seguirla, mamá, almorzá con los chicos y yo después voy a buscarlos si papá no los puede traer. No me cuesta nada. Sí, después hablo con Gastón y vamos el domingo. Qué rico. Beso.

Cuando llegó Norita, le dio unas pocas instrucciones y se fue. No le gustaba quedarse sola con ella. Temía ser un estorbo. Mentira, la que en realidad se sentía incómoda era ella, sobre todo por la insistencia de la mujer en entablar conversación. Otra vez al shopping. No tenía muchas alternativas. Faltaba una semana para que arrancara el cuatrimestre. Gastón le decía, para molestarla, que tenía mucha suerte de trabajar solo nueve meses al año. Ella reaccionaba con indignación, pero no podía dejar de sentir que algo de razón tenía.

Mientras mordisqueaba la masita seca que le habían dado con el cortado, evaluó la posibilidad de tener otro hijo. Los bebés son mágicos. Reordenan el mundo y ponen todo lo demás en pausa. Hacerse madre es un maravilloso ejercicio de concentración que deja la mente en blanco para llenarla de elementos materiales mínimos y discretos: leche, upa, caca (en su gran variedad de consistencias y colores), vómito, pis, diente, pañal, fotos. Pero ya no tenía la energía necesaria y bastantes problemas parecía enfrentar Cordelia como para transformarla en hija del medio. Tampoco la seducía otro embarazo. ¿Adoptar?

De la cartera, sacó su libretita de notas (Gastón se reía de que todavía llevara una encima) y, con la habilidad de una tarea muchas veces repetida, marcó con pocos trazos el contorno del jardín y dentro del área, los pocos ejemplares permanentes. ¿Qué podía hacer este año? Pensó en el cantero del fondo, junto a los formios. El efecto había quedado aburrido. Era una pena, creyó que las salvias iban a hacer una buena combinación, pero faltaba algún color cálido. El conjunto era oscuro, y no había manera de que el jardinero evitase cortar de tanto en tanto la bordura. Un reborde de granza podría ponerle fin al problema, y detrás, una línea de gazanias. No estaba mal, aunque chocaba un poco con el parterre de anuales. Era como un rompecabezas. Todas las primaveras lo mismo: demasiado grande para descuidarlo, demasiado chico para hacer algo interesante.

Cuando sonó el teléfono, atendió sin mirar. Debía ser Patricia. Después de cada encuentro, criticaban las torpezas de sus cónyuges, intentando maltratar lo más posible al propio y redimir al ajeno. Invariablemente, su amiga ponderaba la anatomía de Gastón, a lo que ella debía responder con un encomio de la generosidad amatoria de Jorge.

—Puede ser, pero Gastón te lleva puesta…

—Sí, pero todas necesitamos de vez en cuando algo más cálido, más tierno.

—¡Claro! Por eso los cambiamos.

Rieron con la poca convicción con que se ríe en los velorios. Karina no supo qué agregar, pero por suerte Patricia cambió de tema. ¿Ya habían visto la película nueva, esa, la de gladiadores romanos? Qué raro que vuelvan a hacer ese tipo de películas, ¿no? En el suplemento del domingo había salido una nota muy interesante. Mientras seguía a desgano la conversación, Karina divisó a lo lejos un rostro que le resultó familiar, aunque no hubiese sabido decir quién era. No llegaba a los treinta. Es más, le faltaba mucho. Tenía el pelo desprolijo y una sonrisa linda pero boba. Un piercing ordinario en la ceja izquierda. ¿Un alumno? No. Pero estaba segura de conocerlo de algún lado. Lindo pendejo. Un pendejo cualquiera. ¿Dónde lo había visto?

—Así que no sé si este año alquilamos en el sur de Brasil o nos vamos a Punta Cana. ¿Ustedes qué hacen? Porque por ahí podríamos organizarnos.

—Pato, amor, no puedo ahora. ¿Te llamo en cinco?

—Ya salgo. Hablemos en otro momento.

Cerró la tapa del celular y mantuvo la vista fija en su objetivo. Él iba como si no prestase atención a nada, como si no fuese a ningún lugar, como si anduviese sin propósito. Karina terminó su cortado de un trago, se puso de pie y comenzó a seguirlo a distancia prudente. Él dio algunas vueltas, entró al baño de varones, salió al cabo de un rato, bajó las escaleras mecánicas y enfiló hacia la salida. Cuando llegaron al estacionamiento y lo vio subirse a su vehículo, al fin entendió: era el de la Hilux negra. Intentó alcanzarlo pero él ya cruzaba la barrera. Se quedó atónita. Uno de seguridad se acercó a preguntarle si le pasaba algo. Estaba temblando.

Volvió a leer el mail, temía haber malinterpretado las cosas. Pero no. ¿Quién estaba en Rosario? Trató de repasar mentalmente quién podría hacerle algo así. Diez años, ya. Habían pasado diez años. Todavía por la tarde, cuando se encontró con Licia, seguía atónita e indecisa.

—¿Podés creer? Los del consejo de administración vuelven a joder con que saque el árbol de Agustín.

—¿Por?

La mano de Licia hizo un arco amplio hacia afuera, que solía corresponder a una valoración peyorativa de los argumentos de otro.

—Dicen que está muy sobre la calle, que creció demasiado. Yo les dije que lo podría podar, se tiene que poder podar un arce, ¿no? Igual insisten con que en otoño hace demasiadas hojas y después tira los frutitos secos esos.

—¿Y si lo trasplantás?

—Ese árbol se queda ahí. Desde que lo vio en una película, Agus siempre quiso ese árbol en la puerta de casa. Que no jodan. ¿Y a vos, cómo te fue en la facultad? ¿Empezabas hoy, no? No entiendo cómo hacés, la verdad, no entiendo. Yo no podría hablar en un aula llena de alumnos. A mí me cuesta mucho expresarme, no sabría qué hacer, y menos durante tanto tiempo. ¿Cuánto dura tu clase?

—Dos hor…

—¡Dos horas! Imposible, yo no podría hablar dos horas. Yo podría hablar treinta minutos. Cuarenta, a lo sumo. Esa sería una medida razonable. Después, me sentiría vacía. Es admirable que tengas esa capacidad. Deberías potenciarla, en el curso estamos viendo que uno de los modos de favorecer la resiliencia es potenciar las capacidades. La resiliencia es la capacidad de sobreponerse a las cosas. Por ejemplo si te violan. Hay chicos que los violan y les arruinan la vida y otros que los violan y lo superan. Es más, les hace bien. Entonces lo que le interesa a la psicología positivista es aprender de esos chicos que salen adelante, estimular la resiliencia. Porque violarte siempre te van a violar. Es la vida. Lo importante es no tomárselo a la tremenda. Pero bueno, supongo que vos ya potenciaste, ¿hace cuánto das clase?

—Empecé con…

—Nunca me dijiste cómo te fue.

—Bien… no es complicado, menos el primer día. Son grandes.

—Menos podría. A los chicos les decís cualquier boludez con voz de buenita. Mirá las maestras jardineras. Pero con alumnos grandes, no. Igual te noto rara. ¿Te pasa algo?

—No, nada grave. Una complicación…

—Yo te escucho. Pero tené en cuenta que las cosas no son complicadas. Lo complicado es nuestro modo de encararlas. Todo es sencillo si lo miramos bien. Te escucho, dale.

—Acabo de recibir un mail de un congreso que se hace ahora en noviembre.

—Ajá.

—Quieren que vaya.

—¿Y se te complica por los chicos? Seguro encontramos alguien que se encargue, Kari, no podés dudarlo. Hay que recibir las invitaciones, darles la bienvenida. Todo pasa por algo. Incluso el caos. Sí, a mí también al principio me pareció contradictorio. Pero después entendés.

—No es eso. Norita no tiene problema en quedarse con los chicos.

—¿Y entonces?

Era raro hablar de esto con Licia, incómodo.

—Quieren que vaya para un homenaje.

—Eso es importante. ¿A quién?

—A mí.

Licia soltó la carcajada.

—Bueno, si no me querés decir no me digas, tampoco necesitás dar tanta vuelta, ya me contarás. ¿O me estás diciendo en serio? ¿De verdad te quieren hacer un homenaje? Me muero. ¿Es por tu carrera como profesora?

—No.

—Entonces me matás. ¿Qué hiciste?

Bajó la mirada. No se lo podía decir de frente.

—En otra época, hace mucho ya… escribía.

—…

—Escribía poesía.

—No sé muy bien cómo tomarme lo que me decís. Porque si te hacen un homenaje no era un hobby, era como en serio, y si era en serio no sé por qué nunca me dijiste nada. Es como si de pronto fueras una total desconocida. Es verdad lo que dicen, no se conoce nunca a la gente. Está bien, ya sé, yo no soy como tus compañeras de la facultad, yo soy tu amiga bruta y…

—No sos bruta, Licia, no tiene nada que ver con eso. De hecho, sos la primera persona a la que le cuento. Recién me entero.

—¿Y por qué nunca me dijiste?

Se quedó callada. Le daba mucha vergüenza.

—Decime una poesía. Decime una poesía tuya, dale…

—Ay, Licia.

—Decime una que te acuerdes o me voy a ofender.

—No sé si me acuerdo.

—¿Cómo no te vas a acordar una poesía que escribiste vos?

A los tropezones, Karina reconstruyó “La América de la mujer”. Cuando terminó, las dos se quedaron calladas. Se quedaron calladas un buen rato. Se quedaron tan calladas que se oyeron los goznes de un postigón metálico a lo lejos.

—Hm… —articuló Licia, con la mano inmóvil.

Karina le dirigió la mirada, temerosa.

—¿Y eso era una poesía?

Asintió.

—No, yo de bruta, pero no se parece mucho a lo que yo pienso por poesía, ¿no? Es como… chistoso.

En otra época, el comentario le hubiera resultado una provocación. Habría contestado “¿y qué es la poesía para vos, a ver?”. “Seguro para vos poesía son cursilerías de amor con rima”, y luego la hubiera humillado apelando al arsenal teórico. Pero había pasado mucho tiempo, y lo cierto es que eso tampoco se parecía a lo que ella consideraba poesía ahora. Para cambiar de tema, hizo un comentario acerca de las nuevas reglas para el uso del salón de fiestas del club house, como si a alguna de las dos le interesara.

—¿Pero por qué es una poesía, eso que me dijiste? Te juro que no entiendo… ¿Y no seguís?

—No, Licia, ya no importa eso…

—¿Hace mucho dejaste?

—Hace diez años hice la última presentación, por eso el homenaje.

—Ah…

Ciertas formas de asentimiento en realidad enuncian un pedido de detalle. Era el caso.

—Yo hacía performances, decía los poemas en lugares con público… era un trabajo sobre la improvisación y lo aleatorio. Es muy común en la poesía contemporánea. Tenía una, por ejemplo, en la que me ponía un vestido de papelitos con palabras, y la gente las iba sacando y yo los leía y así se armaba un poema efímero. Y me quedaba desnuda.

—Como una torta de casamiento.

—No sé si la comparación…

—¿Y Gastón sabe de esto?

—Me conoció en esa época, sí. Casi por casualidad, nos presentó una amiga. Él estudiaba psicología pero había dejado para dedicarse a la empresa. A nosotros nos parecía un imbécil, un tarado que estaba fuerte. Un careta que se había vendido. Sí, se hablaba así, qué sé yo. Él me pidió el teléfono y me llamó, pero yo siempre le ponía excusas o dejaba que atienda el contestador. Una o dos veces fue a verme, estaba obsesionado. Pobre, no entendía nada. La noche esa, me acuerdo, quise hacer algo nuevo. Me puse un vestido cortado, sin la parte de abajo, la falda. Se me veía la bombacha. Y me peiné el pelo con gel y laca, todo en puntas, eléctrico. Me había comprado un aparatito como los de los payasos, de tirar agua por la flor, pero lo había cambiado, para…

—…

—… para que durante la performance se me fuera ensuciando la bombacha, como si…

—¡Ana Karina Bruschi!

—Sí, sí, bueno… era feminismo.

—Un asco era, qué feminismo.

—Había pasado toda la tarde armando eso y probando que funcionara. Venía de estar toda la noche despierta por… por una fiesta. Febrero, un calor horrible. Ya estaba todo armado y no me podía duchar, así que cuando un amigo que pasaba a buscarme llamó y dijo que llegaba en veinte minutos, me senté a maquillarme. Y ahí, de pronto… me vi. Con el pelo greñoso, sudada, las medias de red corridas y las ojeras y el dolor de panza de no haber dormido nada, de haber comido poco. Me sentí tan vieja, Licia. Recién había cumplido treinta, pero me sentí viejísima. “Dios mío, un día me voy a despertar, voy a tener cincuenta y voy a seguir haciendo estas pelotudeces y saliendo con estudiantes crónicos de la facultad”. Terminé vomitando en el baño. Cuando llegó mi amigo, no le abrí. No atendí el portero. Ni siquiera le contesté el teléfono. Después dije que me había quedado dormida porque había tomado demasiado. Nunca me lo perdonó, era una jornada que organizaba él y mi presentación era el plato fuerte. Mucha gente piensa que la perfo fue justamente eso, no ir, pero no fue algo pensado. Me saqué todo, me metí en la ducha y cuando salí lo llamé a Gastón. Se alegró. Estaba contento como si fuera algo muy importante. Me preguntó si había comido y le dije que no. Vino con el auto (no paraba de hablar de eso, acababa de comprarse el primer cero) y me llevó a una parrilla en Costanera. Fue la primera vez que un hombre en vez de invitarme a un albergue transitorio había reservado una habitación en un hotel limpio para los dos. Y así se terminó la poesía.

Le gustaba hacer las compras. Había algo en esa caminata somnolienta por pasillos llenos de luz ambientados con música funcional barata que le resultaba relajante. Cierto sentido de nada, como cuando se quedaba delante de la computadora jugando al solitario. Hasta donde lograba entender, la meditación no debía ser algo muy distinto. Mente en blanco. Anulación de la voluntad. Repetición. Avanzaba colgada del carro a paso imperceptible, como si buscase estirar el tiempo. No estaba sola. Decenas de mujeres iban lento y con la mirada extraviada entre las góndolas, tirando de vez en cuando alguna cosa dentro del carro, llevadas por el manso arrullo de todas las delicatessen del mundo. ¿Dónde estaban la aceleración, la voracidad, el desenfreno del fetiche, la angustia imposible de satisfacer y la alienación cosificadora y cosificante de las que tanto hablaban los textos sobre la sociedad de consumo que invariablemente enseñaba cada cuatrimestre en la facultad? No allí, en ese segundo hogar previsible, plácido, a resguardo, envuelto por un discreto rocío de fragancia floral sintética.

Nunca llevaba lista. Siempre decía “tendría que anotar lo que falta”, pero no lo hacía. Compraba de todo un poco. Un de-todo-un-poco que no necesariamente tenía que ver con lo que se comía en la casa. Sí o sí se llevaba un paquete de verduras congeladas, por ejemplo. Era una compra que cierto lenguaje en boga llamaría “aspiracional” (Licia seguro usaba esa palabra, y también “asertivo”): la formulación del propósito de convencer a los chicos de comer unos fideos con brócoli, un soufflé de espinacas o unas arvejas frescas. Seis meses más tarde, con mirada de reproche, Norita sacaba la bolsa del fondo del freezer y la tiraba a la basura. Después de todo, era ella, Norita, quien de verdad se encargaba de la comida. Se las ingeniaba con lo que hubiera o podía comprar en la proveeduría. Las compras de Karina eran como compras de mentiritas.

Ahora estaba frente a las cajas de cereales. Cuando era chica, nadie comía cereales. Se desayunaba con pan, tostadas y a lo sumo galletitas, alguna factura del día anterior o torta después de un cumpleaños. Su primera caja la compró cuando se fue a vivir sola. Sintió que la hacía distinta. Que la convertía en otra persona, una persona de un mundo diferente al de su madre y sus tías, repleto de medialunas saladas y bizcochitos de grasa, un mundo moderno, un mundo al que se entraba con cereales y pan lactal. Pero nunca le gustaron. Le resultaba detestable la disyuntiva entre sus puntos seco-lija y toalla-baba. Prefería cualquier otra cosa. Pero ahí estaba, comprando cereales. Porque es algo que en una casa de familia tiene que haber. Muchos. Los chicos piden los de chocolate, los adultos tienen que comer los de fibra sin azúcar y no se puede dejar de comprar copos de maíz, no se puede. ¿Y si llevaba de avena? ¿Hacía cuanto no comían avena?

Cuando depositó en el carro una caja de anillos de sabor a fruta, de esos que no le gustan a nadie, sintió un escalofrío. Había algo raro a su alrededor. Podía olerlo. Al voltear la cabeza, lo vio: flaco, joven, bobo, hermoso. Era él, claro. Empezó a seguirlo despacio. La cuestión se complicaba, porque él no deambulaba por los pasillos. Parecía buscar una serie de productos determinados y avanzaba con demasiada rapidez, como si conociera el local de memoria. Llevaba una lista. Daba pasos largos y seguros. Decididos. Cada vez se hacía más difícil seguirlo. Luego de que casi vuelca una torre de latas de zanahorias bebé y arvejas, Petits Pois & Carottes extra-fins, Karina decidió abandonar su carro en un pasillo.

Lo encontró a pocos metros, en la zona de frutas y verduras. Tan concentrado iba que no le costó ubicarse en la posición exacta para que la chocara.

—Perdón…

Se dio vuelta y lo miró detenidamente. Con cierto atrevimiento.

—No pasa nada.

Él sonrió tímido y estaba a punto de escabullirse.

—¿Vos tenés idea cómo se sabe si un melón está bueno?

—La verdad, no.

Le sostuvo la mirada. Como hacía en un final, cuando la respuesta era insuficiente.

—Por el olor, creo.

Vaciló.

—A ver, ayudame. Tomá este.

El joven tomó el melón entre sus manos y lo llevó a la nariz con expresión desconcertada. No entendía muy bien qué estaba haciendo.

—¿Vos comés melón?

—Sí.

—No, porque una vez me dijeron que había que apretarlos. A ver, tomá este. Apretalo fuerte. Así. ¿Lo sentís blandito ahí? Mostrame. ¡Tenés manos grandes! Tu novia debe estar contenta…

Y se rio de una manera descarada. ¿Qué estaba haciendo? Aquello era indigno, bajo cualquier parámetro. Había visto a otras mujeres coquetear con chicos más jóvenes. Estaba acostumbrada incluso a que algún alumno la abordase con torpeza e intenciones evidentes. Pero aquello… y él, con su cara de pánico.

—No… no tengo novia…

—Qué interesante eso que me contás.

En los espejos que colgaban sobre la góndola, se vio jugando con su pelo y con la cintura quebrada, el cuerpo inclinado hacia él. Una señora que hacía sus compras la miró con indisimulable desprecio. Él lo notó. No podía dejarlo pasar: desvió la vista hacia la señora e hizo un mohín de desdén. Se rieron, cómplices. Karina llevó su mano al cinturón de él y lo rozó levemente.

—Te queda muy lindo, esto…

No necesitaba mirar ni tocar para saber que él debía estar teniendo una erección. Se puso rauda muy cerca y le dijo casi al oído:

—Tené cuidado con las mamis de los countries, pendejo. Son terribles.

Y levantó apenas la mano, solo para rozar su abdomen.

Lo más adorable fue su reacción. Cualquier otro chico habría intentado impresionarla, como un alumno. Pero este permanecía aturdido. Sintió una tentación enorme de besarlo allí mismo, pero se limitó a seguir subiendo la mano por su torso. La detuvo a la altura de su pecho, con cuidado de que la uña de su dedo meñique rozara un pezón. Estaba pálido, como un nene chiquito a punto de llorar. Se sintió en éxtasis; era el triunfo del control y el deseo domesticado sobre la fuerza y el ímpetu de la juventud. Como a un sonámbulo, lo llevó de la mano hasta la caja, pagaron por su compra y en el camino al estacionamiento lo encerró en el baño. Mientras se arrodillaba en aquel suelo sucio y frío, Karina entendió que contra toda apariencia en aquella situación la fuerte era ella y el humillado era él. Y para cualquiera que hubiese podido ver la escena desde afuera no cabría duda: era una mamada, pero ella se lo estaba cogiendo.

—No te hubieras molestado.

Licia abrió la puerta de batón y pantuflas. Estaba sin bañarse. Tampoco había dormido, era claro. Parecía una mujer de cincuenta años de antes, cuando las mujeres salían a la calle de entrecasa y con su verdadera edad a cuestas. Dejó el regalo a un costado, sin abrir.

—Ya sé, es esa costumbre de mierda…

Su amiga asintió, con desgano.

—¿Desayunaste algo?

No le contestó. Solo se quedó mirando por la ventana, con los ojos vacíos, fijos en el arce.

—Te voy a preparar un té.

Karina era la única que tenía la confianza suficiente para saludar a Licia el día de su cumpleaños. Después de lo que había ocurrido el primer año con una tarada que fue a llevarle masitas, los demás sabían que convenía evitar la casa.

—Mirá qué lindo Agus —murmuró Licia, señalándole una foto.

—Está precioso ahí.

—Es precioso, sí.

En el living había varios portarretratos con fotos de su hijo. Decir que había varios es poco. Estaba atestado.

—Ahí le habíamos comprado el triciclo. Fue para un cumpleaños mío, porque hacía berrinches si no recibía también él un regalo.

—¡Qué manera de malcriarlo!

Rieron. La misma foto se repetía en la cocina, y Karina no estaba segura pero creyó verla alguna vez en la habitación. Previsiblemente, las imágenes no eran infinitas. La del andador, en la que se lo veía con una enorme sonrisa y un jardinero verde manchado de chocolate, se repetía incluso dentro del propio living, sobre el hogar y en una mesita de arrime.

—¿No vas al curso hoy?

—No, una pena. Tenía muchas ganas porque iban a explicar la felicidad.

Las dos se largaron a reír. Al principio, Karina intentó disimular, pero Licia se tentó de una manera tan estridente que le resultó imposible.

—No, no, en serio… la idea, hasta donde entendí más o menos, es que nuestro problema es que permitimos que la felicidad dependa de factores externos. Y eso siempre es un riesgo, ¿no? Uno no puede controlar lo que pasa. No se puede confiar en el mundo. Es una inseguridad demasiado grande… El mundo es un lugar decepcionante, Karina. Pero si, por el contrario, buscás actividades satisfactorias que solo dependan de vos, estimulás los centros de felicidad del cerebro y no necesitás nada ni a nadie. Recompensas extrínsecas y recompensas intrínsecas, les dicen. Las últimas son las que valen. Parece interesante, ¿no? Como le pasa con el sexo a la gente que se toca, supongo.

Le llevó el té. Era probable que no lo tomara. La semana de su cumpleaños era muy difícil para Licia, igual que la semana del cumpleaños de Agustín, las fiestas de navidad y año nuevo, el día de la madre o el día del niño. Karina pensó que la vida era muy difícil para Licia.

—Yo sé que para vos que leés tanto son pavadas. Seguro tenés una explicación más inteligente.

—Tomá el té que se enfría. Tostadas no, ¿no?

Negó con la cabeza muy despacio.

—Sabés… es muy desconcertante que todo sea tan fácil y tan complicado al mismo tiempo. Eso habría que estudiar.

Karina se sentó en el sillón y sacó de su cartera un portaminas y un libro. Era aburrido y predeciblemente nihilista respecto de las posibilidades del sentido. Muy francés. Se quedó hasta la noche. Al llegar, con un gesto, Eduardo le agradeció que estuviera.

Comieron en casa de Patricia y Jorge. Estuvo bien. Patricia sí sabía cocinar. Pero aquella no fue una noche como las demás; durante el regreso no pronunciaron palabra. Karina recién se animó a decir algo cuando estaban por llegar.

—No sé qué decirle mañana a Pato.

—Nada, no le digas nada.

Los chicos estaban en la cama. Desde el cuarto de servicio se oía la voz irritante de los infomerciales, Norita debía seguir despierta o se habría quedado dormida sin apagar la tele. Tomaron un vaso de agua y fueron derecho a su cuarto.

—En serio, no le digas nada. ¿Estamos?

—¿Pero si me pregunta…?

—No va a sacar el tema. Y si pregunta, le decís que no hice ningún comentario. Que es verdad, ¿no?

Karina asintió.

—Era algo que podía pasar. No exageremos —agregó, sin convicción.

La noche había comenzado como cualquier otra. Casi sobre el final de la comida, cuando habían bebido lo suficiente y más, Patricia les contó que había comprado aceites “para darles masajes a nuestros maridos”.

—¿Y por qué no nos dan un masaje ellos a nosotras? —amagó a protestar Karina, que había pasado la semana leyendo teoría de género y era particularmente susceptible a esas contradicciones.

Pero cuando Patricia tenía una idea, realmente se dejaba llevar. Había llenado el cuarto de velas artesanales de distintas formas y colores. Parecía la escenografía de una porno soft de cable.

—Ustedes dos acuéstense boca abajo —ordenó la anfitriona a los varones.

—¿Los dos para el mismo lado? ¿Cómo hacemos?

—Sáquense todo. Vos también.

El “chiste” radicaba no solo en el masaje. Pato había comprado un aceite comestible, sabor chocolate.

—Y es lubricante, también —agregó con un guiño.

Gastón la miró de soslayo. Sí, era hora de buscar otra pareja de amigos.

La sesión comenzó, entonces, con los dos hombres boca abajo. Jorge tenía un culo bastante agradable de ver, eso era bueno. Incluso con el más estético desinterés. En un momento, bajo el pretexto de “no, no, lo hacés mal, te voy a enseñar”, Pato se puso detrás de ella, primero guio sus manos y después comenzó a masajearle suavemente el clítoris mientras ella masajeaba a su marido.

Cuando los varones se dieron vuelta, Dios bendiga la simplicidad de su fisiología, estaban predeciblemente excitados. Pato insistió en volcar aceite desde los pies hasta el torso y que masajearan con fuerza. Era claro que debían abstenerse de tocar las entrepiernas, en una clásica maniobra de demora para aumentar la excitación. En ese momento, Karina incluso se divirtió. Jorge estaba particularmente agitado y todas las caricias le producían espasmos involuntarios.

Cuando Pato comenzó a lamer el aceite de los pies de Gastón, la imitó, pero no pudo seguir demasiado.

—Perdón… tiene un gusto horrible.

Todos se rieron.

—Sí, yo no te quise decir nada porque…

—Boluda, es horrible.

—No sean malas… vamos, sigan un poquito más… un metro más arriba, al menos.

—Che, tiene razón Gas, no puede ser tan horrible, no nos corten el mambo. No sean chotas.

—De verdad, amor. Todo bien pero es intragable.

—Exagerás.

—Te juro.

—No te creo, no puede ser.

Y entonces, Jorge se incorporó, giró y comenzó a lamer torpemente la entrepierna de Gastón.

—No está para nada feo —balbuceó. Y después tragó hasta el fondo.

Fue una situación incómoda. Lo más incómodo era no poder explicar qué era lo incómodo. Ninguno tenía prejuicios. Para nada. Karina sabía que Gastón había estado con uno o dos pibes o algo así. Se lo había dicho en alguna de las primeras citas, “para que veas que no soy tan careta como pensás vos y tus amiguitos de la facultad”. Pato y ella siempre jugaban un poco para calentarlos. Es más: en ese preciso momento a Karina, a pesar de todo, aquello le resultaba bastante más provocador que la escenita de los masajes. Pero no era claro en qué medida formaba parte de las reglas o no, y Pato seguía paralizada. Por salvar la noche, Karina intentó distraerla, pero su amiga no podía quitar la vista de lo que sucedía entre los varones, y cuando Jorge extendió la mano a la mesita de luz, tomó un preservativo y comenzó a quitarlo de su envoltorio, estalló.

—Pará, Jorge. No da. ¿No te das cuenta? Una cosa es que se la chupes, pero esto… No da.

—Se lo iba a poner para vos —intentó mentir.

—No sé, por lo menos… tendrías que preguntar. Gastón, ¿por vos está todo bien? ¿No te molesta? Decile si te molesta. Es tu amigo, no te puede poner en esta situación. ¿Está todo bien?

Gastón asintió, confuso, como quien no desea que la situación se vuelva aún más incómoda.

—Bueno, no… entonces, está bien. Hacé lo que quieras.

—Amor, no pensé que…

—Todo bien. Dale, quiero verte —y quitándole el preservativo de las manos, se lo colocó a Gastón—. Vas a necesitar lubricante —agregó, y tras volcarse aceite en un dedo, se lo hundió con torpeza. Con torpeza no; con bronca, buscando lastimar.

Gastón se miró la entrepierna y para Karina, que lo conocía tanto, fue obvio lo que pensaba. De haber perdido la erección, podría haberse excusado y salvar el momento, pero su proverbial aguante esta vez le jugaba una mala pasada.

Y Jorge, en vez de cambiar de planes, comenzó a sentarse arriba de él. Se podía ver que le costaba.

—Si tardás tanto es peor. Relajate y sentate de una —explicó Patricia, ya con voz de enfermera.

—Tira.

Ella se puso de pie detrás de su marido.

—Ya sé que tira, puto —le dijo al oído, y después apoyó sus manos sobre los hombros de él y lo hundió con todas sus fuerzas.

Dejó escapar un quejido ensordecedor. Femenino, una voz que no le conocían y que ninguno podía asociar con Jorge. Pero lo peor no fue eso, ni su cara de placer, lo peor fue que le bastara enterrarse por completo para acabar como una explosión. Y así siguió, gimiendo y acabando, sin dejar de mover las caderas sobre la entrepierna de Gastón. Karina contemplaba atónita, excitada como hacía mucho no le sucedía. Patricia se encerró en el baño y no salió siquiera para despedirse.

Llamaron de la entrada para preguntar si esperaba una entrega del vivero. Les dijo que sí. No era el mejor de los momentos: acaba de sorprender a Cordelia tirando de las orejas de Niebla, el hámster de la clase. Le tocaba tenerlo en casa esa semana. Y Cordelia ya había acumulado demasiadas observaciones.

—¡No me retes! —chillaba.

—No te reto. Lo único que quiero es que me expliques por qué estabas haciendo eso.

Por toda respuesta, ella se sentó contra la pared, chupándose el pulgar.

—¿Cuántas veces te voy a tener que decir que ya sos una nena grande para chuparte el dedo?

Ella se lo retiró un momento.

—Yo no me chupo el dedo.

Y volvió a llevárselo a la boca.

—Está bien, lo que yo quiero que me expliques es qué le estabas haciendo a Niebla.

—…

—Cordelia, no me voy a ir hasta que no me digas.

—Te vas a ir porque llamaron que vienen del vivero —y se mordió el labio inferior.

En este tipo de situaciones, hubiera deseado haber nacido veinte o treinta años antes. Diez, aunque sea. Eso le habría permitido darle una bofetada: una acción rápida, concreta. Era imposible saber si habría sido efectivo en términos de crianza, pero sin duda a ella le hubiera resultado reconfortante. No estaba dispuesta a reconocerlo ante nadie, pero tenía unas ganas terribles de golpear a sus hijos. Y que les doliera.

—Está el chico de las plantas, señora —informó Norita.

Karina le había dicho que quería recibir ella misma el pedido. Por distintas recomendaciones, había decidido probar un vivero nuevo, y nunca se sabía en qué estado traían la entrega. “Andá al vivero del gringo, está loco pero es buenísimo”, ni se acordaba quién se lo había dicho.

El gringo era, en efecto, un personaje extraño, un tipo de unos cincuenta y largos, sesenta y poco. Algo en él le resultó familiar, pero no hubiese sabido decir qué. Se notaba que de joven debió haber sido muy atractivo. Era altísimo. Por el acento era claro que no solo le decían el gringo por lo rubio. El negocio estaba bien. Había montado un vivero productor en una vieja sección de campo de casi diez hectáreas y tenía muy buenos precios. Se notaba que le gustaban las plantas. Era complicado llegar, había que pasar el shopping y Karina debió vencer su resistencia inicial, pero la excursión había valido la pena. Le cayó muy bien aquel señor bonachón que le había explicado que en ese momento el reparto había salido, pero que apenas regresara podría enviarle todo el pedido a su casa, no hacía falta que cargara nada. No le aceptó el pago. “Paga hasta que recibe en su casa”.

Salió confiada, con toda la atención puesta en controlar cantidades y calidades. Había mucho que hacer antes del cumpleaños de Gastón. Y entonces, al cruzar la puerta, se quedó paralizada. El reparto había venido en una Hilux negra. Él no la vio hasta que ya tenía las manos cargadas y se dio vuelta. Uno de los contenedores de petunias se le cayó y rodó por el suelo.

—Disculpe… yo… la podemos reponer, no se haga ningún problema. La podemos traer hoy mismo.

Karina asintió, seria. Después del acercamiento en el mercado, no había tenido ninguna intención. Pero ahora que lo veía ahí, de rodillas en su puerta, avergonzado, tratando de evitar una torpeza más, recordó por qué le parecía adorable.

—Si quiere puedo llevarme todo y traer de nuevo el pedido completo, para que no quede acá.

—No hace falta. Seguí —se lo dijo cortante, imperativa.

Lo observó y él hizo su tarea cohibido. Buscaba la mejor manera de agarrar un rosal de gran porte cuando ella se acercó por atrás, como si tan solo mirase el contenido de la cúpula de la camioneta, y le susurró al oído.

—Si no estuvieran mis hijos y la mucama, no te salvarías de pegarme la cogida que me debés.

Incómodo, él apresuró el proceso y varias espinas leñosas se le hundieron en los dedos. No pudo reprimir la queja.

—Tené cuidado, bonito.

—No se preocupe. Yo sé —contestó casi con enojo.

Se ocupó del resto a gran velocidad, aunque a Karina le pareció que en los últimos ejemplares disminuía el ritmo, acaso por cansancio o reluctancia a llegar al final.

—¿Cómo hacemos con la petunia?

—No hay problema. Había. Ahora le traigo.

—Podés tutearme, ¿no?

El chico asintió, ruborizado.

—¿Venís a la tarde o a qué hora?

—Voy y vengo.

Y sin darle tiempo a reaccionar, respondió.

—Genial, entonces te acompaño. Me olvidé algo.

Alcanzó a decirle muy rápido a Norita que iba al vivero y volvía. No, no voy con mi auto. ¿Qué peligro va a haber? Parece un chico serio, no creo que vaya como loco. Ay, Norita. Esas cosas solo pasan en las películas. Prepará el almuerzo.

Hicieron gran parte del camino en silencio. La situación era ridícula.

—¿No tomás la autopista?

—No, por adentro es más rápido. Ya conozco.

Claro que conocía. Él la había sacado de allí, ¿o no? La había rescatado. Su héroe.

—¿Hace mucho trabajás en el vivero?

—No, es nuevo…

—Claro.

—Lo armamos todo nosotros.

—¿El gringo es tu papá?

La pregunta lo puso incómodo.

—Quedate tranquilo, no le pienso decir nada.

Y le colocó la mano en la pierna.

—No, usted no en…

—¿Cómo te llamás?

—Alejo.

—Bueno, Alejo. Ahora vas a buscar algún lugar donde podamos parar la camioneta.

—Tengo que volver…

—Qué raro. Acá abajo no parecés tan convencido —replicó ella, masajeando su entrepierna.

—Sí, pero… no, no, no…

Esto último era su reacción al advertir que Karina había comenzado a bajarle la bragueta.

—Sh… tranquilo. Vas a ver cómo te convenzo de parar, pendejo.

Era cierto. Coger en un vehículo era bastante incómodo. Incluso en una camioneta. Aunque cueste creerlo, aquella fue su primera vez. Culpaba de esto al hecho de haber nacido en Buenos Aires. Todas sus compañeras del interior habían tenido novios o amigos que se las habían cogido en el auto de sus padres o de algún amigo, pero esto era mucho menos probable cuando eras una chica “de Capital”, como decían ellas. Alejo era además poco diestro. Pero lo compensaba con su avidez y lo sostenido de su erección (después de tantos años en el sector 30-40, Karina había olvidado que las pijas podían ponerse tan duras). Le preguntó si tenía un preservativo, a lo que él la miró desconcertado, y lo reprendió porque a su edad un chico siempre tiene que llevar preservativos, nunca se sabe, pero ya estaban ahí.

Fuera por la excitación o por el roce directo, el papel de Alejo fue brevísimo. Karina creyó sentirlo dentro suyo y fue tan extenso y prolongado, que a pesar del diu temió quedar embarazada. Ridícula. Lo que no estaba en duda era que en pocos minutos todo aquello comenzaría a caer por su entrepierna y le dejaría un pegote en el protector diario. Así que bajó de la camioneta, se puso de cuclillas en el pasto y esperó, cuidando de mantener intacta su dignidad, incluso en aquella posición.

—Ahora sí, vamos al vivero.

Dejó pasar casi dos semanas antes de llamar a Patricia. Le pareció que se lo debía, por delicadeza. No pensaba ni mencionar el hecho.

—Karina, qué vergüenza. Perdón que no te llamé antes, no me daba la cara.

—No pasa nada.

—Eso se dice fácil cuando el puto no es tu marido.

—Estás exagerando…

—Es que… para mí no es como para vos. No entendés. Yo nunca quise esto, yo no soy tan… moderna. Una cosa era cuando empezamos a probar juguetes y disfraces, como cualquier otro matrimonio. Lo del swinger fue cosa de él, yo acepté y me hice a la idea. Hasta llegué a pasarla bien, no te lo voy a negar, no. Pero esto… Me siento tan idiota. Porque ahora que pienso, cada vez que estuvimos con otras parejas, siempre, con quien fuera, él tenía la mirada clavada en las pijas. Tendría que haberme dado cuenta.

—A ver… nadie es enteramente…

—No me rompás las pelotas con esas boludeces. Es puto.

En esa situación, no le pareció contarle de Alejo. Tampoco sabía muy bien cómo seguir la conversación, así que apostó a que se diluyera sola. Pero Pato se aferraba y pasó los últimos veinte minutos intercalando frases como “dale, lo hablamos”, “yo ahora tengo que salir pero…”, “ahí voy, Cordelia” o similares.

Lo lamentó. Sobre todo porque en el último tiempo Alejo era un tema que la ocupaba de manera recurrente y necesitaba hablarlo con alguien. Por un motivo u otro, pensaba en él varias veces al día.

Incluso una tarde arrastró a Licia hasta el vivero, con el pretexto de consultarle al gringo sobre la poda del árbol, solo para mostrárselo.

—¿Viste el pibe que atiende? Qué atractivo, ¿no? —le preguntó mientras se iban.

—No sé cómo hacés para fijarte en esas cosas. Es una criatura.

Se mordió la lengua. No solo porque no tenía sentido escandalizar a Licia, sino porque a decir verdad no tenía nada notable que comentar acerca de Alejo. No podía ponderar su fuerza, su destreza, su resistencia, ni siquiera su anatomía. No había nada extraordinario en él, salvo el hecho de que le gustara. Y le gustaba de una manera visceral, ilógica, le gustaba solo porque era bonito verlo, le gustaba de una manera frívola. Pensó que a fin de cuentas enamorarse siempre es frívolo. Nadie se enamora de las virtudes políticas, el sentido del bien o la rectitud de una persona. Ni Sócrates, que para hablar del amor iba con una sacerdotisa sabia, pero bien que se enamoró de Alcibíades. Sí, se puede amar a alguien, llegar a amarlo, por esos motivos, pero esto nada tiene que ver con ese rapto fugaz, ese deslumbramiento instantáneo ante una imagen bella o incluso una imagen de belleza. Pero Karina no podía explicarle a Licia en qué radicaba esa belleza que era solo para ella, ni tampoco por qué le resultaba tan importante, tan decisivo, saber si a Alejo le pasaba lo mismo con ella, si la veía bella. No atractiva. No sensual. No posible. Bella.

“De qué manera rotunda –escribió en su libreta de notas– cuando se manifiesta el amor hace palidecer a todos sus espejismos y simulaciones, sustitutos y paliativos, con la mera contundencia de no ser sino aquello que es”, y se odió un poco porque era injusta con Gastón y por no poder terminar de creérselo del todo.

No reparó en que era la primera vez en mucho tiempo que apuntaba texto.

Así que esperó, como hacía años no esperaba. Supuso que la próxima vez que a él le tocara llevar un pedido al club no podría evitar pasar por su casa. Probablemente no se atreviera a tocar la puerta, así que usó la primavera de excusa para sentarse casi todos los días a leer en el banco del frente, despertando miradas curiosas de las vecinas que hacían footing. Pero ni siquiera a pasar por la calle se animó.

Cansada, decidió al fin salir de la incertidumbre y tomar el toro por las astas. Se puso un jean elastizado que hacía cuatro o cinco años no usaba (tuvo que tirarse sobre la cama para subir el cierre) y una musculosa diminuta. En el espejo parecía una adolescente de esos programas de televisión en que las adolescentes son interpretadas por mujeres de treinta años.

Cuando llegó a lo del gringo, estaba lleno. Los viveros siempre son un infierno en septiembre, pero no tardó en encontrarlo. Torpe, bobo, despeinado. Hermoso.

—¿Me podés ayudar?

Como era costumbre, se ruborizó. Muy tierno, muy bonito, sí, pero ya no le funcionaba. Se preguntaba en qué momento el hombre que había en él daría rienda suelta a sus instintos.

—Estoy atendiendo.

Había algo insolente en la respuesta (eso le gustó), pero el tono era de temor e incertidumbre. No convencía.

—Bueno, cuando termines me vas a atender a mí, entonces.

—Ya se desocupa Jeff.

—Dale, mejor. Así le cuento para qué usás la camioneta del vivero.

No fue necesario que dijera más. Quedaron en verse después del almuerzo en un motel de mala muerte, el único que había fuera del pueblo, detrás de una arboleda añosa. Se llamaba Lo Prohibido, pero Karina pensó que más que prohibido debiera estar clausurado. Alejo se mostró agresivo, como enojado por algo. Esa nueva ferocidad le encantó y no le importó nada que otra vez acabara rápido.

—Convidame un pucho. Dios… hacía siglos que no fumaba.

Lo besó. Le besó el piercing de la ceja, ahora le gustaba.

—Sos bonito, Alejo.

—Gracias —contestó incómodo, sin dejar de mirar una y otra vez su pequeño teléfono celular, como si de un momento a otro fuera a sonar.

—¡Basta con el teléfono, tonto! Me dijiste que no tenías novia.

—¿Novia? No, no…

La miraba entre perplejo y preocupado. No debía poder creer que estaba con ella. Seguro se lo comentaría a los amigos. Aunque parecía un chico mucho más sensible, no, no podía ser así. Era mejor que le hablase de cualquier cosa para ayudarlo a relajarse, a sentirse mejor.

—¿Sos de acá?

Él pareció no entender la pregunta.

—Si sos de acá de la zona. ¿Cómo entraste a laburar con el gringo?

—No, soy de Avellaneda yo. Vine con Jeff.

—Pero no es tu viejo.

Alejo negó, con la cabeza, mientras exhalaba el humo del cigarrillo.

—¿Es bueno? Como jefe, digo.

—Sí… sí. Qué se yo.

—Bueno, qué raro sos, no sé de qué hablarte.

Él esbozó una media sonrisa.

—Lo bueno es que no necesitamos hablar, ¿no, bonito? Para nada.

Patricia y Jorge se tomaron un tiempo. No era claro que fuera definitivo, y en efecto no lo fue. Pero mientras duró, por esos extraños vericuetos de la solidaridad masculina, Gastón le ofreció a Jorge que se sumara a su empresa para un proyecto y varias tardes, al salir, iban a jugar juntos al paddle.

—No voy a dejar que esta mina le queme la cabeza por una boludez.

Lo conversaban de manera elíptica, porque estaban comiendo con los chicos. A Karina le parecía noble de su parte, ella tenía mucha menos paciencia con Patricia.

—Está insoportable, sí. Pero sabés lo que va a pensar.

—¡Cordelia, sacá las manos del plato! No aprende más. Vení, dame, dame que papá te limpia. A ver… ¿Vos decís que se va a enojar conmigo si sigo siendo amigo de Jorge?

—No, amor. Va a pensar que… que son compañeros de paddle.

—Y si son compañeros, como yo y Lean. Las mujeres están todas locas.

—Germán, estamos hablando los grandes. Y si te parece que las mujeres estamos todas locas le voy a decir a Norita que no te ayude más, así no te molestamos. Vas a tener que hacerte la cama, lavar tu ropa, planchar. ¿Qué te parece?

—Que piense lo que quiera. Pero decile que se apure, o va a ser otra divorciada llorando porque el marido sale con una de veinte. ¿Sabés lo que dura un tipo como Jorge en una empresa hoy?

—Patético.

—Vamos… ¿vos no saldrías con un pendejo?

—¡Gastón!

—Mamá no puede tener novio porque es vieja —aclaró Cordelia.

—Gracias, mi amor. Mamá te quiere también.

—Es viejicisisisísima.

—¿En serio, hija? ¿Cuánto de vieja es mamá?

—No le des cuerda.

—Uy… como un montón. Cuando nació no había compu ni cable ni teléfono ni luz.

—Te voy a matar.

—No seas mala, que mamá se enoja y de chica en vez de perrito tenía un dinosaurio. Mirá si lo trae para que te coma.

—¡Un dinosaurio! Re vieja chota, mamá.

—¿Ves por qué te digo, Gastón?

—Germán, te fuiste…

A todo esto, Cordelia había empezado a llorar. De sueño, probablemente, pero balbuceaba que no quería que la comiera un dinosaurio y que su mamá era mala y vieja y quería irse con un novio “conejo”. Germán se puso a correr por el comedor gritando “re vieja chota, re vieja chota”, tomándose la molestia de estampar la suela de su zapatilla contra las paredes.

—Esto lo arreglás vos. Yo me voy a ver tele a la pieza.

Debe haberse complicado, porque le llevó casi dos horas reducirlos. Cuando entró al cuarto, traía las orejas gachas.

—Mañana Germán te va a pedir perdón.

Asintió sin énfasis. Como acto de formación, le parecía hueco, y como reparación afectiva, en la medida en que no sentía cercanía con su hijo, irrelevante. No necesitaba que le pidiera disculpas ni que se mostrara arrepentido. Necesitaba, en todo caso, que no lo volviera a hacer, y esa era una batalla perdida. Pero no dijo nada. Solo asintió, sin énfasis.

Él se desnudó incómodo. La visión periférica de su cuerpo despertó en Karina el enconado reconocimiento de que su marido tenía un cuerpo admirable, cierto, pero un cuerpo admirable para su edad; la de él, la de ella. Firme no por naturaleza sino por voluntad, elástico por la lubricante acción del esfuerzo sobre articulaciones vencidas y desgastadas, flexible por cansancio, fuerte en apariencia. Y la piel… Aun así, era indudable que los hombres envejecen mejor que las mujeres, lo que significaba reconocer, sin ambages, que Gastón estaba mejor que ella. Y lo odió un poco por eso, también, cuando se metió en la cama, se acercó y le besó el hombro.

—Fui un conejo, perdón —y frunció la nariz y levantó el labio para descubrir las paletas prominentes—. ¿No? ¿No perdonás al conejito?

—Pelotudo.

—Me lo merezco —reconoció, encogiéndose de hombros y estirándose en su lugar en la cama—. ¿Pero no vas a hacer que me coma el dinosaurio, verdad?

Casi como un reflejo, ella extendió el brazo izquierdo y comenzó a golpearlo con la mano abierta, la palma extendida, mientras él intentaba contener los embates y reía.

—¿Vos te pensás que voy a dejar que mi dinosaurio coma mierda?

Y rieron. Y ella se cansó de pegarle. Y por un momento fue claro que todavía, de alguna forma, lo quería. Entonces, él volvió a acercarse, la tomó por las muñecas y comenzó a besarle el cuello.

—Para mí no sos re vieja chota.

—Ah… para mí, vos sí.

—Ouch… ahora por mi culpa, te vas a buscar un conejo.

—¿Quién te dijo que no lo encontré, ya?

—Bueno… dejame mirar.

—No, no. Vos andá y conseguite tu propia coneja. O arreglate con Jorge, no sé.

Y rieron, pero ella se sintió un poco incómoda. Le disgustaban las ironías involuntarias. Cuando Gastón terminó, le dedicó una sonrisa, lo abrazó y le dio un beso en la frente, porque era un buen marido. Algún día le gustaría que Alejo se la cogiera delante de él, que se la cogieran juntos. Seguro eso lo habría calentado de verdad.

Priviet. Kak dilá?

No oyó bien. Era demasiado temprano, recién había preparado a los chicos para la escuela, que gritaron todo el tiempo, y le dolía la cabeza. Aún no había podido tomarse una taza de café.

—¿Qué?

Iá Licia. A vy?

Y se largó a reír.

—Es ruso. Estoy estudiando ruso. Iá gavariú paruski.

—¿No va más la psicología positiva?

—No, es una idiotez. Pero en diez años todos van a estar hablando de eso, acordate lo que te digo. A las empresas les va a encantar.

—¿Y por qué ruso?

—Quería estudiar chino.

—…

—Sí, nada que ver. Pero yo quería estudiar chino porque dicen que es el idioma que se viene y porque es muy distinto y todo eso, pero no conseguí profesor de chino por acá. No hay chinos. Niet. Entonces dije, son Brasil, Rusia, India y China, ¿no? Brasileño no voy a estudiar…

—Portugués.

—Bueno, portugués no voy a estudiar porque es una guarangada que se entiende todo. Lo de India… acá nunca voy a encontrar un indio y vi en un documental que parece que ni ellos se ponen de acuerdo en qué hablar. Así que me quedaba el ruso. Y conseguí un profesor que se viene hasta acá.

—¿Es ruso?

—No le digas así porque no sabés cómo se pone. Ucraniano. Vino con todos estos que cayeron con el acordeón. Y se hace un viaje tremendo desde Florencio Varela, pero parece que a él le rinde. ¿Vos no querés estudiar ruso así aprovecha el viaje?

Spasiba.

—Porque me dijo que si consigo más alumnas acá, me baja la clase. Igual cobra una miseria. Sabe muchísimo. Allá era ingeniero. O arquitecto, no entendí bien, algo de edificios. ¿Te cortaste el pelo?

—¿Eh? No…

—Algo te hiciste, estás distinta. Mañana tengo audiencia de conciliación por el puto árbol, ¿podés creer? Siguen jodiendo después de la poda y todo. Pero sí, che, estás distinta. Como más animada. Y eso que hoy estás con un humor de mierda. Eso quiero aprender cómo se dice, tendría que anotarlo porque después me olvido. Odio que al principio los idiomas solo te enseñan a saludar y decir tu nombre. Pero vos te ves más animada. ¿Estás contenta con lo del homenaje?

—No, contenta… Perdoná, estoy dispersa.

—No vayas sola, andá con alguien. A Rosario. No te digo de ir yo, yo no puedo viajar, sabés. Si no, te acompañaría. Y calculo que Gastón no puede, ¿no?

—Creo que ni le conté.

Licia se sonrió de una manera extraña.

—Me hacés acordar mucho a mí. No, no ahora. Antes, cuando era una luz del mundo corporativo, como vos en la universidad. ¿Nunca pensaste en dejarlo?

—¿La universidad?

Negó rápida con la mano.

—A Gastón. Yo todo el tiempo pensaba en dejar a mi marido. Tenía ganas de vivir sola con Agustín y de enamorarme. O de no hacer nada. Mirá que Eduardo no es un mal marido, pero por momentos no lo soportaba.

Karina se quedó perpleja.

—Ay, no es para horrorizarse, cambiá la cara. Y haceme caso, aunque no te importe lo del homenaje, no vayas sola. Es lindo estar con gente en algo así. ¿Por qué no le decís a Patricia?

—Pero si vos la odiás.

—No la odio. Me parece… —y la frase quedó inconclusa, aunque el sentido lo completaron la mano, refregándose como para quitarse algo pegajoso, y una mueca de la boca—. Pero es tu amiga. Aunque sea andá con ella, no vayas sola.

Tal vez haya sido en ese momento que la idea comenzó a formarse dentro de su cabeza, casi como chiste. “¿Y si te llevás al nene a Rosario?”. Habían vuelto a verse una o dos veces más en Lo Prohibido, siempre por insistencia de ella, pero ya habían comenzado a molestarle el olor a moho, la alfombra gastada, el cenicero pegado a la mesa de luz, que el recepcionista los reconociera y los saludara, el ruido de la aspiradora y las conversaciones de las mucamas en el pasillo. “Llevatelo a Rosario, al nene”, se repitió. Y poco a poco el chiste se fue convirtiendo en algo más concreto. Faltaban tres semanas. No le costaba nada reservar otro cuarto para Alejo en el mismo hotel.

—Pero qué le digo a Jeff.

—Que te tomás unos días. No te puede decir que no. En todo trabajo te dan días de descanso. Y me acompañás al congreso. De día tengo que ir a charlas, pero después estoy libre.

—No sé qué voy a hacer todo el día ahí.

—Podés pasear, Alejo, nadie se murió por pasear, ¿no?

Contra lo que cabría esperar, estos cortocircuitos no irritaron a Karina. A veces pensaba que, a pesar de todo, aquellos eran los días más bellos de su vida. Porque estaban discutiendo como solo podían discutir dos enamorados. Y porque sabía que podía vencerlo con gran facilidad. Y dentro de su cabeza, había comenzado a ponerse en movimiento una enorme maquinaria que la llevaba a representarse cómo podría ser su vida, otra vida, una nueva vida con Alejo, sin Gastón. O una vida sin ninguno de los dos. La vida de una mujer que volvía a ser libre, que volvía a estar sola, que podía dejar de pensar en la casa, el marido y los chicos para pensar, por un segundo, en su propia felicidad. En su realización personal, como habría dicho Licia.

Era ridículo. No podía vivir sin sus hijos.

Eligió de la lista el hotel más apartado de la sede del congreso con la esperanza de evitar a sus colegas. Por desgracia, era también el que ofrecía más comodidades –sauna, piscina cubierta, spa, casino–, y allí fueron todos como moscas a la miel. El lobby estaba atestado de académicos que miraban de soslayo y evitaban el cruce de miradas, en compañías de lo más diversas. Para empeorar las cosas, ya en la recepción Alejo se puso tozudo con que no entendía la necesidad de tomar dos habitaciones. “Si vamos a estar juntos”, protestó, y todos comenzaron a dirigirles miradas curiosas. Karina temió que de un momento a otro comenzara a gritar y darle patadas a las paredes, pero por suerte se tranquilizó.

La primera jornada fluyó con normalidad. Luego de la apertura, en que le pidieron que anticipara su homenaje con unas breves palabras, las sesiones fueron previsiblemente aburridas y anodinas y apenas dieron las siete, la doctora Bruschi logró escabullirse pretextando una migraña y volver al hotel presurosa. Encontró a Alejo dormido. Sin hacer ruido, se quitó la ropa y descubrió su cuerpo. Estaba tendido boca abajo. Y ella se sintió más nostálgica que nunca. Había algo en la blanca firmeza de la piel, en su lisura, que le parecía precioso, el tipo de cosa que habría que atesorar y mantener intactas. Por dios, el pendejo tenía un culo hermoso, y Karina hundió la cara y comenzó a besarlo despacio.

Comieron en un restaurante frente al río. Fue una cena animada en un lugar sin rostros conocidos, aunque en más de una ocasión se quedaron sin palabras y Karina hubiese deseado tener historias ajenas que compartir con Alejo. Él debía tener algo interesante, seguro. El problema era encontrarlo.

—Por ahí mañana, en vez de salir, sería divertido quedarnos en el hotel y pedir servicio al cuarto, ¿no?

Alejo se encogió de hombros.

—¿No saliste hoy?

—Un rato, pero me aburrí y volví a la pieza.

—Deberías aprovechar más, Rosario tiene muchas cosas interesantes. No sé, el Monumento a la Bandera.

—Claro.

—Sí. Eso u otra cosa. ¿A vos qué te gusta?

Alejo se quedó mirándola desconcertado, perplejo, como si acabara de decir algo terrible.

—¿Deporte? ¿Bailar? El cine. Algo te tiene que gustar, ¿no? Un museo… no, bueno, museo seguro que no, a ningún chico de tu edad le gusta mirar cuadros. Pero lo que sea, mañana deberías hacer eso. Ir y buscar algo que te guste, que te parezca interesante. Vas a ver que hay mucho que podés… ¿te sentís bien?

Él asintió y tomó un trago de agua.

—Hay mucho para hacer en Rosario —reiteró Karina, con menos convicción.

Él adquirió un aspecto sombrío, romántico casi.

—Bueno, después vemos, no hay que apurarnos. ¿Postre?

—No… ya gastaste mucho.

—¡Ay, pero si paga todo el congreso! Te dije que…

—No soy tarado, no me mientas.

Tenía el rostro rojo, como si estuviera conteniendo las lágrimas, y por primera vez su tono, sin ser descortés, se imponía al de ella. Era una de las discusiones más inusuales que hubiera tenido, sobre todo porque no sabía exactamente a qué se debía.

Volvieron al hotel. Le pareció muy triste dejarlo ir a dormir así e insistió en que subieran a su cuarto, ella sabía cómo animarlo. Fue intenso, feroz y rápido. Y aunque había pedido dos habitaciones porque la cohibía la idea de despertar al lado de él, cayeron rendidos. A la mañana siguiente, bajaron a desayunar. Convinieron el mismo plan que el día anterior: ella volvería a las siete, siete y media de la tarde. Él tendría ese tiempo para recorrer la ciudad. No aceptó dinero para pagarse un almuerzo. “Nos vemos a la noche”.

Antes de ir al congreso, llamó para saber cómo iban las cosas con los chicos. La atendió Norita. La pobre hizo lo mejor que pudo, pero Karina entendió que Gastón no había dormido en casa. No le cayó bien. Suponía, claro, que se acostaba con otras mujeres, eran libres, pero no le gustó que hubiese pasado la noche afuera. Por primera vez pensó que tal vez no era que ella se hubiera desenamorado de él, sino que era él quien desde antes ya no estaba enamorado de ella. Se sintió una estúpida por ser tan cuidadosa. Se sintió en algún sentido víctima de una estafa. Se sintió atrapada.

La segunda jornada fue tan gris como la anterior, pero poco a poco Karina logró disipar el malestar que le causó aquella pequeña revelación. Ya se lo cobraría de algún modo. No hubiese sabido explicarlo, pero entendió que Gastón era al mismo tiempo algo de todos los días y algo del pasado. Lo importante era lo que le pasaba ahora, el presente, y a medida que las ponencias fueron sucediéndose como los vagones de un tren de carga –regulares, uniformes, provocadoras sin sustancia en el mejor de los casos–, comenzó a preocuparle el recuerdo de la noche anterior. ¿Qué cosa tan grave había dicho para provocar semejante cambio en Alejo? ¿Habría un motivo serio, real, o no era más que un berrinche? Esta segunda posibilidad, aunque asqueaba a su pensamiento, la halagaba, casi deseaba que así fuera, porque entonces no había duda de que estaba enamorado.

Llegada la hora del almuerzo, no pudo contenerse y decidió hacer una escapada al hotel. Podía volver a las mesas de la tarde. O recién para el homenaje. O nunca, quedarse todo el día en la cama con él y repetir de manera triunfal su última performance. Tal vez fuera una locura. Lo más probable era que hubiese salido a pasear, como le había recomendado, pero valía la pena intentarlo. La vida era eso, hacer locuras, y tal vez este fuera su último turno para disfrutarla. Se alegró mucho cuando en recepción le dijeron que el caballero se encontraba en su habitación.

Subió sintiendo un curioso hormigueo en la piel. Lo imaginaba triste y aburrido, y en vez de abrumarla, esto le aceleraba el pulso y volvió pesada su respiración. Mientras caminaba por el pasillo, fue desprendiendo los botones de la blusa bajo el saco. Tenía un plan: abrir con violencia la puerta y de un solo movimiento quedar con el torso desnudo. Quería arrojarse sobre la cama y sobre él. Llenar con su cuerpo y con su sexo la dulce melancolía de Alejo. Quería volverlo loco.

Apenas giró en el pasillo, vio su puerta. No lo pensó dos veces y la empujó, quitándose la blusa y el saco. Ahí estaba Alejo, tendido sobre la cama… con otro chico de su edad.

—Pensé que no venías.

Fue lo único que se le ocurrió decir.

—¿Es tu mamá?

—No, no… es… es mi tía.

La respuesta la sacudió como una bomba de estruendo. Dio un portazo, corrió al ascensor y se subió a un taxi para volver al congreso. Apagó el teléfono para que no pudiera molestarla. No tenía ganas de oír excusas. Sobrellevó el homenaje con notable estoicismo. Una chica gordita y poco despierta ofreció su versión de “No, nono”, elogiada en su momento por su “perversa deconstrucción de la estructura de los viejos textos silábicos para la enseñanza de la lectoescritura”. Al terminar, vino de honor y luego cena “con los más cercanos”. Incluso aceptó la invitación a tomar algunos tragos. No quería volver al hotel. No quería volver a verlo nunca. No quería saber más nada con él. Borrarlo de su vida.

Y quería volver a verlo. Quería llegar al hotel y encontrarlo preocupado, angustiado, esperándola para darle alguna explicación. Quería que le pidiera disculpas y decirle que no importaba, tratarlo con desdén. “Tampoco es tan serio lo nuestro, pendejo”. Quería que le pidiera perdón. Quería verlo arrastrado.

Mejor: se le ocurrió lastimarlo, pagarle con la misma moneda. Eligió a Néstor, un graduado de su generación que se había dedicado a la comedia española y siempre le había insinuado su voluntad de acostarse con ella babeando quieto mientras la miraba a los ojos. Llegaron tan borrachos al hotel que el recepcionista les preguntó si necesitaban ayuda.

—Señora, tiene mens…

—¡Ahora no! ¿No ve que estoy apurada?

Rio como una Musetta, quería que el teclado armónico de su risa lo llenara todo como el de la divina Eulalia, cruel y eterna, como si su risa pudiera recorrer todos los pasillos y llegar hasta sus oídos, hasta los oídos de Alejo que seguro la esperaba, apesadumbrado y lleno de vergüenza, en su habitación. Pero cuando abrieron la puerta, no había nadie esperándola.

Tardó una hora en desembarazarse de Néstor, que protestaba porque se había hecho el plan de “conocerla mejor” (le costó creer que había estado a punto de acostarse con alguien capaz de ponerlo en esos términos) y encontró el desenlace de la noche tan decepcionante como el resto de los sucesos de su vida, de la actualidad y de las comedias de Lope de Rueda a las que había dedicado el tedio de su juventud. Después, llamó al conserje.

—No, señora, el caballero no se encuentra en su habitación.

—¡Pero a esta hora!

—Lo que intento decirle es que dejó la habitación por la tarde. Insistió en pagar, pero como el cuarto ya estaba pago no hubo nada que pudiera cobrársele.

Del enojo pasó a la culpa. ¿Dónde podía estar a estas horas, en una ciudad que no conocía? Y otra vez al enojo. En la casa del otro pendejo, garchando, ¿dónde más va a estar?

—Señora… además hay muchos mensajes para usted. Le dije…

Bueno, por lo menos le había dejado un mensaje. Tal vez solo necesitaba tiempo para pensar.

—De Buenos Aires. Están muy preocupados porque no consiguen comunicarse. Es urgente.

Había sido un accidente estúpido. Una de esas nimiedades, al costado de la autopista. Cuando llegó la ambulancia, Gastón seguía consciente y quería bajar del auto a pelear con el camionero que lo había encerrado. No pudieron convencerlo de usar la camilla. Insistió en subir por sus propios medios.

Todos habían intentado localizar a Karina: su madre, su padre, los padres de Gastón, Jorge, Patricia, la secretaria. Llegaron a evaluar la posibilidad de que alguien fuera a Rosario. Pero también había que ocuparse de los chicos. De Germán, que se movía rabioso por todo el hospital, y en particular de Cordelia, inquieta, errática. Norita la había encontrado encerrada en su pieza, cortando las Barbies al medio con una tijera. Ahora estaban con Jorge y Patricia.

—Acabo de llegar de Rosario. Mi marido tuvo un accidente temprano y lo trajeron acá. Gastón García.

Al decir su nombre, advirtió un cambio en el rostro de la recepcionista. Algo no estaba bien. La condujeron a una sala donde minutos más tarde se reunió con ella una médica bajita y muy joven, demasiado joven para tomársela en serio.

—Su marido padeció un accidente menor en la ruta. Al parecer, un camionero que venía detrás de él no logró frenar y le rompió una óptica. No sabemos mucho más. Cuando llegó la ambulancia, su marido seguía consciente. Incluso estaba muy animado. No hubo manera de convencerlo de transportarse en camilla, insistió en subirse por sus propios medios.

Sí, eso ya se lo habían contado. No entendía por qué le repetían toda esta información como si fuese un cuento para niños. Al llegar al hospital lograron que acepte la silla de ruedas. Ingresó a la guardia donde le hicieron los primeros estudios. Allí la explicación comenzó a volverse más técnica. Uno de los residentes advierte un síntoma. Llama a un médico de guardia. Deciden llevar a Gastón a rayos. Van a quirófano. Una vez dentro del quirófano, la explicación se vuelve tan técnica que ni con años de series de médicos Karina consigue entender de qué le están hablando.

—Bueno, sí, pero qué tiene entonces.

Como si no la oyera, la médica jovencita continúa la explicación. Le dice cosas como “si en esos casos el paciente responde de tal manera, suele indicarse tal cosa, pero en el caso de su marido” o “queremos que sepa que todas las prácticas que se le realizaron siguen los estándares indicados”. La estaba evitando. Estaba dando vueltas para no decirle la verdad.

—¿Me está diciendo que está muerto? ¿Eso me dice? —le gritó, desencajada.

Todo se precipitó sobre ella en un segundo. Tenía razón Licia: el mundo era un lugar decepcionante. Como esos destinos turísticos muy promocionados a los que se tarda tanto en llegar que al final difícilmente valgan la pena. Siglos de poesía, de tópicos, de locus amoenus, de hortus conclusus, nos convencieron de la existencia de un espacio natural múltiple, embriagador, pletórico de estímulos y olores, y nos dijeron “he aquí el mundo”, pero en realidad “aquí” solo hay radios que repiten canciones malas, suciedad, miedo, trabajos rutinarios e intentos que se malogran. A este paisaje desolador, se suma la convicción, imposible de desterrar, de que en verdad existió alguna vez ese mundo tan promocionado. El campesino que en el siglo xvi salía por los caminos, conocía y disfrutaba de ese mundo. Hubo en un tiempo sol sobre los campos y árboles y musgo en los bosques, arroyos y paz. Poco nos importa que el campesino muriese antes de llegar a los cuarenta años, doblegado por una explotación inhumana, que se lo redujera a servidumbre o incluso que el hambre azotara una y otra vez su puerta bajo la mirada amenazante de Dios. Era un hombre en contacto con la naturaleza, era un hombre feliz. Hoy, el mundo se ha vuelto un lugar decepcionante. Y nosotros vivimos aquí con el único propósito de custodiar nuestra insatisfacción.

Todo esto hubiese dicho Karina en un discurso fúnebre digno, altivo, todas estas ideas se atropellaban en su cabeza, cuando la médica la interrumpió. Claro que no, señora. Tan solo había sufrido un pequeño infarto. Dijo “pequeño infarto” como se dice silencioso estruendo, rascacielos bajo, pasión conyugal. Reposo. Cuidados. Rehabilitación. Dieta. Y mientras una enfermera le entregaba la billetera, el celular y las llaves de Gastón en una bolsa hermética, Karina no pudo dejar de reparar en el caprichoso antojo con que el destino le acababa de negar un amante en el preciso momento en que más lo hubiese necesitado.

El mundo era un lugar decepcionante.

Cuatro días más tarde, en un intento fallido de colgarse del árbol de Agustín, Licia se quebró la pierna derecha.