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Mayordomo Fantasma permaneció atento todo el día al regreso de Fede, el marido de Lucía. Temía que al encontrarse solo modificara sus rutinas obligándole a alterar las suyas. Pero oyó entrar al coche en el garaje a la hora de siempre y corrió a ocupar su guarida, atento a las manifestaciones del exterior. Fede llegó acompañado de una mujer de voz aguda que se reía mucho. Tras deambular con ella por la casa, como si se la estuviera enseñando, llegaron al dormitorio, donde, según cabía deducir de lo escuchado, el hombre intentó desnudar enseguida a la mujer, a la que llamaba Paula.

—No vayas tan deprisa —le dijo esta Paula entre risas.

—¿Y eso? —preguntó Fede.

—Déjame que me acostumbre, es la primera vez que entro en tu casa.

—¿Y no te gusta más que la tienda, donde lo tenemos que hacer de pie, entre las cajas de los juguetes?

—Pero en esta cama te acuestas con tu mujer y, qué quieres que te diga, para mí es una situación incómoda.

—Eso es un lugar común. ¿Qué más da que mi mujer se acueste o deje de acostarse aquí?

—Para entenderlo, tendrías que tener un poco de sensibilidad.

—Yo tengo una sensibilidad propia, una sensibilidad que me he construido yo. No me interesa la sensibilidad convencional, que es una cosa barata, de todo a cien, una sensibilidad de débiles mentales.

—¿Me estás llamando débil mental, Federico?

—¿Y tú me estás llamando Federico?

—Es que no quiero llamarte Fede, como te llaman tu mujer y tu madre y el resto de las mujeres del mundo. También en eso soy muy convencional, cariño. Me gustaría hablar contigo en un idioma que no hubieras utilizado jamás con ninguna otra.

—Jalapa sela visterra mare.

—Sorni vinilo dernala puore.

Fede y la mujer se echaron a reír.

—¿Quién resistiría más tiempo de los dos hablando de este modo? —dijo ella.

—Tú —dijo él.

—¿Por qué?

—Porque te importa más el sonido de las palabras que su significado.

—Me preocupa el significado de los actos. No me gusta, por ejemplo, acostarme en la misma cama en la que te acuestas con tu mujer.

—Otra vez con eso.

—Es una preocupación de débil mental, pero a ti te gustan las débiles mentales, ¿verdad, Federico? Están siempre salidas, ya lo sabes, y puedes hacer con ellas lo que quieras.

—Me encanta cuando te haces la idiota.

—A todos los hombres les encantan las idiotas.

—Ya ves, en eso soy muy convencional. Enséñame el culo, anda.

—Dime primero en qué parte de la cama duerme tu mujer.

—En esta.

—Pues en esta te colocarás tú. Así será como hacerlo con tu mujer y contigo a la vez.

—Me estás poniendo a cien.

—Vondrila mixta culosa repe.

—Vamos a imaginar que estamos en un hotel, Paulita. Aquí tienes de todo.

—¿Y si aparece ella?

—¿Cómo va a aparecer si está a quinientos quilómetros?

—Hay gente que puede estar en dos sitios a la vez. De hecho, noto su presencia. Pero no te apures, que eso me excita. ¿Me dijiste que había ido a ver a su madre enferma?

—Sí.

—¿Te imaginas que su madre se muriera mientras tú y yo estamos aquí, en su cama, follando como locos, que expirara en el mismo instante en el que nos corremos?

Fede soltó una carcajada que aumentó la temperatura sexual, a la que siguió el silencio de los labios al encontrarse y el de las lenguas al reconocerse. Mayordomo Fantasma dedujo que la llamada Paula era la empleada de la juguetería, a la que supuso más joven que Lucía y, por supuesto, que Fede.

No era difícil imaginar a la pareja: él atacando y ella defendiéndose retóricamente de sus embestidas. De vez en cuando, por los ruidos que llegaban a la guarida de Damián, debían de caer enredados en la cama, de la que volvían a levantarse para continuar el juego amoroso. Pese a la pérdida de vitalidad provocada por su deficiente alimentación, Mayordomo Fantasma se excitó un poco, aunque no tanto como para que le apeteciera masturbarse.

—Me excité con aquellos juegos —dijo Damián como si estuviera en un plató de televisión, pero lo cierto es que no había plató ni entrevistador ni amigo imaginario, nada, hablaba al vacío y siguió haciéndolo durante un rato hasta que se manifestó dentro de su cabeza, de manera gratuita, Iñaki Gabilondo.

—¡A buenas horas! —protestó Mayordomo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el periodista.

—Fede ha llegado a su casa con una mujer que creo que es la empleada de la juguetería, y están follando como locos.

—Vaya, no imaginaba que fuera usted un mirón.

—No miro nada, solo escucho.

—Escuchar es un modo de mirar.

—Escuche los gemidos.

—No estoy dispuesto a hablar de estas cosas en mi programa —protestó Gabilondo.

—Eso es porque detesta la televisión basura, como mi padre. Con Sergio O’Kane, esta escena sería un trending topic mundial.

—Pues acuda usted a Sergio O’Kane —concluyó Gabilondo, muy ofendido, desapareciendo de nuevo de su cabeza.

Como Sergio O’Kane, pese a sus reclamos, tampoco apareciera, Mayordomo Fantasma sufrió un ataque de ansiedad que combatió relatando el acontecimiento venéreo al aire, casi con la técnica verbal de las retransmisiones futbolísticas. Descubrió que era una forma de aturdirse mentalmente y de agotarse físicamente. En efecto, cuando la pareja explotó en un orgasmo escandaloso y simultáneo, cuyas ondas llegaron a la cueva del fantasma como si, más que hacer el amor, se estuvieran matando, todos sus músculos se relajaron como si también él acabara de eyacular.

Dado que los amantes, después de unos minutos de silencio, comenzaran a susurrarse las frases, más que a decírselas, Mayordomo Fantasma se arriesgó a abrir la puerta practicada en la pared trasera del mueble para pasar del armario empotrado al de madera a fin de escuchar lo que decían.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Fede al oír un ruido procedente del mueble (la cabeza del fantasma había tropezado con una percha vacía que estuvo a punto de caerse).

—Yo no he oído nada —dijo la llamada Paula.

—¿Seguro?

—Seguro. ¿Dónde?

—Ahí en el armario.

—Será un fantasma. O un detective que te ha puesto tu mujer.

—Un detective, no, no se le ocurriría, pero lo del fantasma no lo descarto. Lucía cree en fantasmas. Voy a mirar.

—Deja, no te levantes ahora, no seas idiota. ¿Está o no está a quinientos quilómetros de aquí?

Mayordomo Fantasma permaneció con la respiración suspendida, sin atreverse a volver al hueco del armario empotrado por miedo a generar más ruido. Finalmente, Fede no se levantó y los amantes siguieron hablando de Lucía en tono de burla.

—¿Ves ese armario horrible? —preguntó el hombre.

—Sí, ¿lo habéis sacado de una película de terror? Parece una construcción fúnebre.

—Lo descubrió Lucía en un mercadillo y resultó que había pertenecido a sus abuelos, que vivían en un pueblo de Santander y con los que ella pasó parte de la infancia. Lo distinguió porque tiene en el lateral derecho su nombre con esas señales que se hacen para seguir el crecimiento de los niños. Luego te lo enseño con detalle.

—Vaya casualidad.

—El caso es que lo compró sin consultarme ni nada, por miedo a perderlo, y se empeñó en colocarlo ahí, tapando justo el armario empotrado que había en la habitación, que era enorme. De modo que tenemos ahí detrás una especie de cárcel del pueblo. Si algún día necesitas secuestrar a alguien, ya sabes.

—Esta mujer tuya está un poco loca, ¿no?

—Tiene sus cosas.

—¿No me dijiste también que le faltaba un dedo?

—Sí, el índice de la mano derecha. Precisamente lo perdió al pillárselo con la puerta central del armario.

—Me excita la ausencia de ese dedo índice, me excita el armario fúnebre, me excita que estés acostado sobre la huella del cuerpo de tu mujer, me excita que te llames Federico...

—Servila valium pirtera engaña.

—Ah, no me hables así que me matas. Anda, tócame aquí.

—¿Con qué?

—Con el dedo que le falta a tu mujer.

Mayordomo Fantasma aprovechó que los amantes volvieron a enredarse, con mayor furia aún que en la acometida anterior, para regresar desde el armario de madera al empotrado, adonde llegó exhausto. Tanteando las paredes, se acostó sobre la manta, adoptando enseguida una postura fetal, cerró los ojos y pensó en la vida, repleta de rarezas como aquella a la que acababa de asistir y digna de formar parte de un libro titulado Vida de los insectos. No habría sabido decir por qué, pero le pareció que Fede (o Federico) y la llamada Paula se habían comportado como insectos más que como mamíferos. Al pensar en la mano derecha de Lucía y en la ausencia de ese dedo índice, sintió una ternura sin límites por ella, por la mano, e imaginó que la llevaba hasta su pecho para proteger el resto de los dedos. De este modo se durmió aquella noche.