SEGUNDA PARTE Tiempo de visiones

16

La sombra se despertó.

Se despertó porque su semejante dormía. Sabía que era una sombra porque era una oscuridad fundida que había tomado forma como reflejo ensombrecido de otra; porque procedía de la profunda negrura del no ser y llevaba consigo la noche. Una gran sombra negra que recobraba el conocimiento.

La sombra no entendía su naturaleza, cómo podía ser una mente completa, obligada a compartir la cara y el cuerpo, a hablar con la misma voz que el otro: el débil.

A diferencia de su semejante, sabía que poseía recuerdos que iban más allá del lapso de vida que la mantenía cautiva. Era consciente de que parte de ella era intemporal e inmortal, y estaba condenada a soñar en la oscuridad los sueños de sus antepasados; por lo que el océano vasto y oscuro de su memoria se enturbiaba con los recuerdos de generaciones anteriores a ella.

Pero, en ese momento, la soñadora estaba despierta.

Sabía que su mayor desafío era lidiar los días y el mundo como si fuera el otro, preocuparse por la mediocridad gris de la existencia del otro. Intuía que era fácil suscitar sospechas, pero, si la desenmascararan, si la ponían al descubierto, achacarían su existencia a otra cosa.

Si la descubrían, dirían que era una locura escondida en el cerebro, una aberración mental, y se confinaría al cuerpo que la acogía en un manicomio. Por eso, la sombra se conducía por el mundo sin preocuparse y fingía ser el otro.

Había una persona que la calificaba como locura: un hombre ciego a su propia vanidad y ambición; un inquisidor que la había convencido para que saliera de su escondite, que la había engañado para que se asomara, para que confiara en él; que le había pedido que revelara su verdadera naturaleza.

La sombra le había explicado que, mientras estaba atrapada en la oscuridad de la mente que compartían, había desenmarañado los recuerdos impenetrables de todos aquellos que la habían precedido. Ante sus preguntas, la sombra le había confesado que acarreaba los recuerdos de su pueblo desde los primeros tiempos y que aquella carga era muy pesada. Le había explicado que su aparición era producto de la anamnesis de toda una raza desde su nacimiento en Escitia, desde que cruzó desiertos y montañas; desde la llegada a Iberia y los siglos pasados entre los celtíberos; desde la invasión de Irlanda y la victoria sobre los poderosos fir bolg. Le habló de los recuerdos de viaje a la tierra de los pictos, los británicos y los anglos, que también se habían rendido ante el poder de su pueblo, y que esa tierra tomaría su nombre.

Escoceses.

Lo recordaba. Lo recordaba todo.

Y entre esos recuerdos, concentrado y afianzado firmemente en la memoria, residía el más amargo de todos: la forma en que los escoceses habían traicionado a sus antepasados y olvidado la gloria y el poder de su sangre.

Le explicó que, a partir de entonces, utilizaría el fuego del dolor y la muerte para recordárselo a todos.

El hombre que sabía dónde se escondía la sombra la había escuchado, había asentido, había tomado nota. Había negado la verdad sobre su naturaleza y había hablado de delirios, de una personalidad fragmentada, una mente perturbada que debía sanar. De un plural que debía convertir en singular. Había recetado medicamentos que la sombra sabía que serían venenosos para ella y fortalecerían la voluntad del huésped para dominarla.

Entonces la sombra se había sentido más débil y su semejante más fuerte. Había dejado que aquel entrometido viviera sabiendo de la existencia de la sombra. Pero ya se había recuperado. Debía silenciarlo antes de que lo contara a otras personas.

Su aparición en la luz siempre era breve, por lo que debía aprovechar esa debilidad. Planeó, tramó y urdió.

Estaba lista para matar —para matar otra vez— y se regocijaba con aquella idea, le emocionaba volver a sentir la alegría de ver morir a alguien con esa mirada extraña y suplicante de incomprensión. En el momento de arrebatar una vida la sombra se sentía poderosa, entendía su verdadera naturaleza. Se fortalecía. Con la muerte conseguiría el dominio permanente sobre esa forma.

Y, en ese momento, había surgido una vez más de la oscuridad a la luz.

El mundo parecía esculpido en tinieblas y claridad. La ciudad era gris, el cielo, blanquecino, y la sombra despreció aquel lugar y a las personas que vivían en él, y deseó colorear la ciudad gris con el rojo intenso de su sangre.

Todos eran dignos de lástima y, conforme recorría las calles, con su verdadera naturaleza oculta, tuvo que resistir la tentación de reírse a carcajadas, en su cara, y burlarse de su vulgaridad, de su estupidez, de su ceguera ante su verdadera naturaleza. De su traición.

Les llevaría la muerte; les provocaría un pánico tenebroso y les obligaría a inclinarse ante ella.

Pero antes tenía que fortalecerse más, conseguir un mayor control, para que fuera la sombra, y no el huésped, la que más tiempo estuviera despierta, la que dirigiera el curso de su vida compartida. Sabía que algún día solo quedaría ella, que sería la única que estaría al mando de esa forma. Ya no sería nunca más la sombra del otro, sino la que proyectaría la sombra.

Hasta entonces, debía protegerse.

Tenía que matar al que conocía su existencia; el que la temía y podía revelar a todo el mundo, no su ser, sino el lugar en el que se escondía. Se proponía que el mundo conociera y temiera su ser, pero nadie debía saber dónde se escondía, la identidad de su huésped.

Por eso, con la frialdad y sagacidad de su intelecto, la sombra tramaba y planeaba. Su huésped tenía una cara y una forma muy conocida en la ciudad, por lo que se disfrazó cuanto pudo y fue a Leith. Allí, en el puerto mugriento y caótico de Edimburgo, estableció su guarida en una vivienda sórdida.

Oscurecía cuando llegó a su cubil y trepó hasta la habitación del último piso. En el interior no había rastro de que alguien viviera allí: no había cama, ni silla ni confort. El único mobiliario era un macetero en el centro, que contenía el fruto oscuro de la labor de la sombra e inundaba el ático con el dulce olor de la putrefacción.

El sucio cristal de la ventana sin cortina atenuaba aún más la débil luz exterior. Eligió una de las velas de la bandeja colocada en las escaleras, la encendió y la mantuvo junto a ella. Levantó una sucia tabla del suelo, buscó en el hueco por donde correteaban las ratas y sacó un fardo de piel sujeto con dos correas con hebilla. Casi con ceremonial religioso, la sombra depositó la bolsa de piel enrollada en el suelo, desató las correas, abrió el fardo y extendió la bolsa de piel sobre las tablas de madera.

Se emocionó con su belleza: eran sus herramientas. Incluso en aquella penumbra brillaban afiladas e impacientes. Eran tres: el número sagrado de la fe celta, la cantidad de caras de Morrígan. Tres cuchillos, afilados y cortantes. El más corto era un puñal sgian-dubh; el más largo, la daga de guerra de las Tierras Altas. Eligió el del centro, un mattucashlass, el arma oculta de los gaélicos: de doble filo y veinticinco centímetros de longitud, diseñado para camuflarlo en la manga o en la camisa. Tenía el corte de una navaja y suficiente peso como para atravesar la piel, el músculo y el tendón hasta el hueso. Ese, el mattucashlass, el biodag-achlais, cortaría y silenciaría la lengua que negaba su naturaleza a la sombra, que la denunciaba.

Muy pronto.

17

La mañana siguiente no comenzó bien para Hyde. Tras pasar la noche anterior enfrascado en la lectura de algunos libros sobre mitología celta, algunos suyos y los que Dempster había pedido prestados en la biblioteca, había tenido unos sueños tan extraños que no estaba seguro de si los había desencadenado una de sus crisis o la agitación propia de una mente alterada.

Sin embargo, no era el sueño lo que más le preocupaba, sino el despertar. Lo despabiló un ruido que le desveló, no por su intensidad, sino porque estaba fuera de lugar. Permaneció inmóvil en la penumbra y prestó atención para asegurarse de que provenía del mundo real.

Aquel sonido, tan débil que tuvo que esforzarse para oírlo, era una respiración. Una respiración que no era la suya. La noche en retirada se rezagaba en el rincón más lejano del dormitorio, la tenue luz previa al amanecer que se filtraba entre los bordes de las cortinas no llegaba hasta allí, por lo que permanecía a oscuras.

Al darse cuenta de que el sonido provenía de ese rincón en sombra, se incorporó. Observó desde la cama. Había algo. Algo que se movía.

De nuevo, oyó una inspiración leve.

Sintió que el corazón latía con fuerza en el pecho y contuvo la respiración mientras se esforzaba por oír.

Otro aliento. Corto, suave, poco profundo. Oyó más movimientos en el rincón y buscó un arma en las tinieblas, cualquier cosa que pudiera utilizar contra la criatura que se escondía en el rincón.

Entonces vio que se movía.

Una figura emergió lentamente de las sombras, como si la oscuridad le hubiera dado forma. Era aquella niña otra vez. La misma niña: las mismas ropas raídas, sucias del polvo y el barro de una tumba poco profunda; la misma mirada acusatoria. Se movió, respiró, a pesar de que Hyde sabía que no estaba viva. La aparición forjada en las sombras suscitaba lástima y a la vez era siniestra: transmitía un horror triste y entendió que estaba hecha de muerte y oscuridad.

La reconoció. Era Mary Paton, la niña asesinada. La niña en la cuna de la bruja.

Avanzó hacia él lastimosamente pequeña y frágil, y percibió el hedor de la tierra maloliente y la descomposición. Se acercó más, todavía en silencio, a excepción del sonido lento y leve de su respiración.

—¡No existes! —le espetó Hyde—. Eres una ilusión.

Cada vez estaba más próxima. Tenía la tez pálida y distinguió una red de venas y capilares azul oscuro que serpenteaban como tinta en el pergamino de su piel. Estaba tan cerca que notó su respiración en la cara, cada espiración fría y teñida con el olor de su cuerpo corrompido.

—¡No existes! —repitió—. Eres una imagen proyectada por mi mente.

—Lo ha olvidado —dijo la niña con un hilo agudo de voz—. Esa noche buscaba la verdad y la encontró, pero la ha olvidado. Niega el nombre de mi asesino.

Hyde se alejó de la aparición. Cerró los ojos con fuerza, se tapó las orejas con las manos e inspiró con fuerza. Al hacerlo notó el dulce e insalubre olor a muerte y a carne humana descompuesta.

—Tiene que recordar. —A pesar de sus intentos por acallarla, la voz de la niña sonó clara y sin trabas en su cerebro—. Debe recordar lo que ha olvidado. —La voz hizo una pausa y después dijo al tiempo que respiraba—: Está aquí.

Hyde oyó otro ruido. Débil, distante, de otro mundo. Por un momento estuvo convencido de que era el gemido de la banshee que oyó la noche que encontró al ahorcado, pero después el sonido cambió y su tono y su timbre se distorsionaron. Reconoció el aullido de un perro de caza a lo lejos. Después oyó el grito ahogado, más cercano, que soltó la niña.

—Se acerca… —aseguró con voz tensa por el miedo—. Viene a por mí.

Hyde abrió los ojos; había desaparecido. No quedaban ni sombras ni sonidos cercanos o lejanos. La habitación tenía más luz, el rincón ya no estaba en tinieblas. Incluso la penumbra había sido una alucinación.

Suspiró: le preocupaba que las alucinaciones persistieran tanto tiempo después de un ataque nocturno, a menos que hubiera sufrido una segunda crisis durante los sueños turbulentos de la noche anterior.

O quizá aquellos espejismos hipnopómpicos eran el preludio de otro ataque, más intenso: las nubes que se arremolinan antes de una gran tormenta.

Se sintió frustrado porque Samuel Porteous no hubiera sido nunca totalmente sincero sobre la causa de aquellos síntomas extraños. ¿Qué oculta deformidad en su cerebro podía causar que conjurara el fantasma recriminador de una niña asesinada?

Se levantó de la cama. Antes de vestirse fue al rincón en el que la aparecida había tomado forma y, maldiciendo la falta de lógica de aquel acto, se aseguró de que no había nadie escondido.

18

Tras enviar un mensajero, Hyde se reunió de nuevo con Samuel Porteous, en aquella ocasión en el Hospital Hidropático de Craiglockhart. Una enfermera lo guio por suelos de linóleo pulido y salas encaladas. A pesar de que los pasillos y dependencias eran amplios y espaciosos, había algo en la inexorable luminosidad carbólica de aquel lugar que le recordaba a la habitación blanca de la cárcel de Calton.

De vez en cuando oía agua —el medio para la curación física y mental utilizado en Craiglockhart— corriendo en alguna habitación contigua a las salas. Las enfermeras vestían blusa azul claro, con cofia y delantal blanco almidonado, y todos los pacientes que alcanzó a ver llevaban bata blanca. Sabía que eran alcohólicos, neuróticos y neurasténicos cuyo tratamiento principal era la hidroterapia. Algunos pasaban horas sumergidos en agua y otros tomaban baños calientes y fríos alternativamente.

Cuando la luz se vio interrumpida por las barras de hierro pintadas de blanco de una verja, que la enfermera abrió con un juego de llaves que sacó del delantal, se dio cuenta de que habían llegado al ala dedicada a manicomio.

La enfermera condujo a Hyde a una habitación espaciosa que hacía las veces de despacho y consultorio de Samuel Porteous. Este se levantó detrás de un amplio escritorio de caoba y lo rodeó para estrechar la mano de su amigo. Su atractivo juvenil y la vistosidad de su traje le impresionaron. Porteous parecía más un bohemio que un médico y, al igual que en más de una ocasión, pensó que sus modales eran ligeramente afeminados. También parecía cansado y su entusiasmo habitual parecía forzado.

—Me alegro de verte, Edward —lo saludó—. El tono de tu mensaje me ha dejado claro que esta visita es profesional. —Se volvió hacia la enfermera que había acompañado a su amigo y le pidió que les sirviera un té.

—Para ser sincero, es más bien por un motivo personal, oculto en uno profesional —confesó Hyde cuando se fue la enfermera.

—¿Has tenido más problemas, Edward? —preguntó Porteous, que abandonó su actitud de bienvenida y frunció el entrecejo.

—Sufrí un ataque nocturno, pero creo que me recuperé —explicó Hyde—. Sin embargo, tengo efectos secundarios más persistentes y… —se esforzó por encontrar la palabra adecuada— nítidos.

—¿Como cuáles?

—Visiones, alucinaciones —contestó Hyde—. Veo cosas, Samuel, y personas que no existen. He de ser sincero y confesar que, de no ser un hombre razonable sin inclinación por esas fantasías, las describiría como fantasmas. —Meneó la cabeza frustrado—. A veces veo personas vivas y las confundo con otras que están muertas. Me había sucedido anteriormente, pero siempre habían sido fortuitas y difusas. En estas últimas crisis hay una especificidad que me preocupa.

—¿Especificidad? ¿En qué sentido? —preguntó Porteous indicando a Hyde que se sentara.

—Mi fantasma es una niña. Solo aparece ocasional y fugazmente, pero siempre es la misma niña.

—¿La conoces? —preguntó Porteous.

Hyde suspiró.

—Es Mary Paton, la niña asesinada en Gypsy Brae.

Porteous asintió con expresión muy seria.

—Ya veo. El crimen por el que se ahorcó a Morrison y sobre cuya condena tienes reservas. Dices que las alucinaciones son fugaces. ¿Cuánto duran?

—Un momento. Nunca más de algunos segundos. Al principio solo eran impresiones pasajeras, pero su última aparición, esta mañana, ha sido más prolongada. Y ha hablado, por primera vez.

—¿Has notado otros efectos? ¿Has vuelto a no recordar que habías hecho?

—Esta vez no. Solo lo que ya hemos comentado en alguna ocasión: una sensación de déjà vu, de irrealidad, de desconexión… Y, tal como te he dicho, a veces confundo a una persona por otra que no puede estar ahí: como cuando vi a Hugh Morrison en la calle y después me di cuenta de que era un obrero.

—Pero no has tenido amnesia. No has tenido momentos en los que no sabes qué has hecho.

—No, ya te lo he dicho. —Hyde no consiguió ocultar la frustración en su tono de voz. No era la primera vez que Porteous parecía no tener en cuenta esos síntomas y se centraba en las lagunas de su memoria, como si fueran lo único que le interesara.

—¿Has tomado el último preparado que te di?

—Sí…, pero a veces tengo la impresión de que mi estado empeora, sobre todo por el letargo. Como si se me nublase y oscureciese la mente. Y las alucinaciones mientras estoy despierto me atormentan más a menudo que antes.

—De acuerdo, ajustaré la dosis otra vez. Pero intenta no preocuparte mucho por las alucinaciones. Me temo que tienen más que ver con tu estado de ánimo que con la medicación. Últimamente has estado sometido a mucha tensión y las alucinaciones que has descrito guardan relación con un asunto que te ha preocupado durante mucho tiempo. Ver a la niña quizá solo es la realización del deseo de que estuviera viva.

—Pero, si estoy tan preocupado por el injusto ahorcamiento de Hugh Morrison, ¿por qué no es su espectro el que me visita y me habla?

—Eso no lo sé, Edward. —El tono de la respuesta de Porteous sonó cansado y condescendiente, y aquello incomodó aún más a Hyde—. Puedo ajustar el preparado, pero intenta descansar más. Si duermes mal por la noche, intenta recuperar el sueño durante el día.

—¿Qué vas a cambiar? —preguntó Hyde.

Porteous sonrió con condescendencia otra vez.

—Nada importante, Edward. Solo voy a recalibrar los componentes para ver si logramos aumentar el efecto de la medicación.

—Lo siento, Samuel, pero no veo que tenga ningún efecto. De hecho, juraría que los síntomas han empeorado desde que empecé a tomarla. ¿Qué te parece si me olvido de ella y solo conservo las píldoras que tomo cuando noto que voy a tener un ataque?

—¡No! —La vehemencia de Porteous sorprendió a Hyde—. Dejar la medicación de repente puede tener repercusiones muy graves.

—¿Como qué?

—Tus síntomas podrían empeorar. Los ataques nocturnos podrían producirse durante el día.

—Pero eso es lo que está pasando ahora. Esas… esas visiones que tengo. Los momentos que no recuerdo. No tengo sensación de estar mejor, sino todo lo contrario.

Porteous se levantó.

—Si no confías en mis cuidados, te sugeriría que consultaras a otro médico. —Había levantado la voz y se había sonrojado. Por primera vez, Hyde advirtió el paso del tiempo en su cara juvenil—. Aunque dudo que encuentres a otro que oculte voluntariamente tu estado en el informe oficial.

—¿Qué te pasa, Samuel? —Hyde también se incorporó—. Lo único que te estoy pidiendo es que consideres la posibilidad de que el preparado que me has recetado esté teniendo efectos adversos. Seguro que ha sucedido alguna vez en la ciencia médica.

—Si hubiera algún riesgo, no te lo habría recetado. Te sugeriría que confiaras en mis conocimientos y no en tus teorías infundadas.

—Puedes tener razón en que mis teorías son infundadas. De hecho, ese era otro asunto que quería comentarte. ¿Por qué no me has dado nunca un diagnóstico explicativo de mi enfermedad?

—¿Qué? —Porteous cabeceó irritado—. Por supuesto que lo he hecho. Varias veces. Sufres un tipo de epilepsia.

—No me refiero a eso, sino a lo que causa mi epilepsia. Si es eso lo que tengo.

—¿Ahora dudas de mi diagnóstico? —Las brasas de la cólera de Porteous se convirtieron en llamas.

—Solo quiero saber lo que causa esos efectos. Y por qué están empeorando. ¿Es mucho pedir?

La puerta se abrió y la enfermera, que llevaba una bandeja con el servicio de té, hizo ademán de entrar, pero se quedó en el umbral. Hyde se dio cuenta de que había alzado la voz y que seguía de pie, pero apoyado en el escritorio de Porteous en una postura que podía parecer intimidatoria, agresiva.

Al ver la incertidumbre de la enfermera y adivinar la causa, los dos hombres retornaron a sus asientos y recobraron la compostura.

La mujer entró con la bandeja y la depositó en el escritorio. Mientras lo hacía, miró a Hyde. Era un escrutinio al que estaba acostumbrado y vio en sus ojos esa extraña combinación de repulsión, miedo y atracción física que parecía inspirar en las mujeres.

—Gracias —dijo Porteous sonriendo.

En cuanto se fue, y una vez recuperada la calma, Porteous dijo:

—Siento haberme acalorado, Edward. Me gustaría pensar que sabes que solo deseo lo mejor para ti. —Suspiró—. La verdad es que no sé qué causa los síntomas, al menos en concreto. Y por eso he preferido no preocuparte. Podría tratarse, y ese sería el peor de los casos, que tuvieras una lesión cerebral, en el lóbulo temporal, que está aumentando y empeora los síntomas.

—¿Un tumor?

Porteous levantó una mano para frenarlo.

—Por eso no he querido especular sobre ese tema; podría ser un tumor, podría ser una anomalía venosa, podría ser simplemente una deformación congénita menor. No hay forma de ver dentro de tu cerebro si no es abriéndolo, lo que es infinitamente más peligroso que intentar tratar y controlar los síntomas.

—Si no es un tumor o no es seguro…

—Tal como te he dicho —continuó Porteous—, no puedo decirte cuál es la causa. Aunque fuera algún tipo de lesión, eso no implicaría necesariamente que estuviera creciendo o que fuera maligna. En cualquier caso, la mayoría de epilepsias son idiopáticas, diferentes en cada paciente y no atribuibles a ninguna causa perceptible.

—Por supuesto —dijo Hyde—. Lo entiendo. ¿Me recomiendas que siga con la prescripción?

—Sí.

La conversación evolucionó hacia los efectos de la seta matamoscas. Hyde le explicó lo que Cally Burr le había contado sobre el informe de la autopsia del ahorcado.

—Me parece extraño que otros busquen medios artificiales para conseguir el estado que quiero curar —dijo Hyde.

—No diría que son lo mismo.

—¿No? A mí me lo parece. Desean alcanzar el otro mundo, un plano diferente de la existencia. Una realidad distinta. Y yo quiero que me saquen de ella. Mi «otro lado», tal como lo describe tu colega, se parece mucho a su otro mundo.


Hyde se fue veinte minutos después. El resto de la reunión había sido incómodamente educada, una charla intrascendente de dos hombres que intentaban recuperar su amistad después de un desacuerdo.

Cuando acabaron el té, Porteous acompañó a Hyde a la verja, por los pasillos encalados y desinfectados con carbólico, hasta la puerta principal del hospital. Hacía más frío y unas nubes grises y blancas en forma de sábanas colgaban como una colada húmeda sobre la ciudad y amenazaban lluvia.

Cuando estaban en los escalones, Hyde miró hacia los jardines del hospital.

—¿Dices que fue Cally Burr la que te habló de los efectos de la seta matamoscas? —preguntó Porteous.

—Sí. Trabaja en el departamento de patología con los doctores Bell y Conan Doyle. ¿Conoces a la doctora Burr?

—Sí. A decir verdad, muchos de mis colegas más jóvenes están enamorados de ella.

—Lo imagino.

—Venga, Edward, no me digas que no te has dado cuenta —se burló Porteous.

—Me he dado cuenta —confesó Hyde—. Pero mi interés en la doctora Burr es profesional. Tiene una inteligencia prodigiosa y una intuición muy aguda.

El apuesto rostro de Porteous esbozó una amplia sonrisa a la que Hyde no dio importancia.

—Me parece que tú también estás prendado de ella, querido Edward.

—Tal como te he dicho, mi interés en la doctora Burr es puramente profesional —protestó Hyde, pero notó que se sonrojaba.


Cuando Hyde se alejó a través de los jardines del hospital seguía teniendo muchas preguntas sin respuesta. Sin embargo, una estaba clara; era algo de lo que en ese momento estaba seguro.

Samuel Porteous le había mentido.

Quizá tenía la ventaja de haber estudiado medicina y haberse labrado una carrera profesional, pero Hyde tenía otra habilidad: contaba con la sagacidad de un policía para detectar la mentira.

En ocasiones, esa mentira era evidente, una respuesta falsa a una pregunta específica; otras acechaba medio escondida durante toda una conversación. Porteous adoptaba una estrategia de distorsión general en vez de un engaño específico. Ese segundo tipo de mentira era el que había detectado en su amigo: la intención de engañarle sobre la naturaleza y el objetivo de su tratamiento por completo.

Él tampoco había dicho toda la verdad: no le había contado que había dejado de tomar la medicación.

Consumido por aquellos pensamientos, atravesó los jardines del hospital y la puerta hasta llegar a la parada del autobús de la calle principal. Mientras esperaba en el bordillo, buscó en uno de los bolsillos y sacó un frasquito azul oscuro y el sobre de papel que contenía las píldoras.

Cuando un ruido de cascos cercanos anunció la llegada del autobús, dejó caer el frasquito y el sobre en la alcantarilla que había a sus pies.

19

Cuando llegó, la noche ya había proyectado sus sombras en el puerto.

Según el folleto que le había entregado el capitán Hyde, la reunión iba a celebrarse en Leith: una zona llena de almacenes, destilerías, fábricas de jabón y de cristal, telares de lana y proveedores navales, apiñados en la oscuridad en la que el fondeadero, los muelles y los malecones del puerto labraban la forma pétrea del comercio en las anchas aguas del Forth. El Water of Leith desembocaba en ese amplio estuario, cuyas aguas se confundían con el frío salobre del mar del Norte.

Leith era un lugar abyecto, pero todo el mundo iba allí a ver, oler y oír. Sus almacenes estaban llenos de vivos colores tejidos en alfombras y tapices lujosos de Anatolia, Afganistán y Persia. El ambiente estaba perfumado con el aroma del tabaco y las hojas de té, que aún conservaban la frescura y fragancia de los climas húmedos de las Antillas y las Tierras Altas de Assam y Nilgiri. En sus dársenas y pensiones resonaba una cacofonía de juramentos y canciones en holandés del Cabo, bengalí, alemán, hindi, danés, punyabí, urdu y francés.

Leith era el puerto de Edimburgo, muy importante para la vida comercial de la capital del país. Era tan valioso que poseía su propia ciudadela fortificada y guarnición, una precaución que se tomó después de que un siglo antes, durante las guerras de independencia escocesas, John Paul Jones, un marino aventurero nacido en Kirkcudbrightshire, pero nacionalizado estadounidense, entrara en el Forth con tres buques de guerra con intención de visitar su tierra natal y apoderarse del puerto de Leith. El intempestivo humor del clima escocés, y no la batería de nueve cañones llevada inmediatamente como defensa, fue lo que evitó el avance de Jones. Sin embargo, los escoceses aprendieron la lección y se construyó a toda prisa un fuerte totalmente guarnecido y con un gasto desorbitado, para sustituir la antigua ciudadela erigida por Cromwell.

El agente y detective en periodo de prueba Iain Pollock, al igual que todo el que conociera Leith, sabía que era una zona sórdida llena de cervecerías y prostíbulos que atendían a los marinos mercantes, los estibadores de los muelles, los soldados del fuerte y a los esporádicos pescadores que llegaban de Newhaven. Era un entorno en el que la violencia flotaba en el ambiente como el polvo en las minas, esperando una chispa que la hiciera explotar. Era un sitio en el que las discusiones acababan siendo mortales rápidamente, donde se rebanaba un cuello por algunos peniques, donde podía comprarse un ser humano para llevar a cabo todo tipo de depravaciones.

A pesar de estar conectado con el extremo noreste de Edimburgo, Leith era un burgo, contaba con sus propios agentes del orden y técnicamente estaba fuera de la jurisdicción de la Policía de la Ciudad de Edimburgo. Aquella razón bastaba para que un joven agente edimburgués de paisano se sintiera incómodo en el puerto, aunque, en realidad, cualquier policía, fuera cual fuese su jurisdicción, uniformado o de paisano, tendría motivos para actuar con cautela en Leith. Lo peor que podría pasar es que lo confundieran con un recaudador de impuestos de la aduana que estuviera espiando la actividad de los contrabandistas.

Pollock sabía que debía tener mucho cuidado.

A pesar de que en el folleto aparecía la dirección donde iba a tener lugar la reunión, no era fácil de encontrar. Resultó ser un pequeño edificio de madera cercano a la terminal del ferrocarril. Unas descoloridas letras en forma de arco sobre la entrada y solo visibles gracias a la luz del farol colocado encima de la puerta informaban de que aquel desvencijado local había sido propiedad de la antigua Edinburgh, Leith and Newhaven Railway Limited. Su larga jubilación no había sido clemente: sus costados de roble mostraban agujeros causados por la putrefacción y las ventanas estaban ennegrecidas por el hollín.

Iain Pollock llegó pronto, el capitán Hyde le había ordenado que tomara el tren desde Waverley a Leith Central con tiempo suficiente para encontrar un puesto de observación desde el que divisar el edificio y tomar nota de todos los que entraran.

Aquella zona de Leith estaba poco iluminada, lo que le proporcionaba múltiples oportunidades de esconderse cerca. Por el contrario, aparte del farol colgado sobre la entrada del auditorio, no había suficiente iluminación para apreciar bien a los que acudieran a la convocatoria. Lo único que divisaba desde aquel lugar estratégico inicial era la figura de una mujer bajo la luz de la puerta, que saludaba a los que iban llegando y les entregaba algo antes de que entraran. Calculó que había visto a unas cinco personas desde que había iniciado la vigilancia, pero era imposible distinguirlos con claridad. Sabía que necesitaba acercarse más y fue avanzando de sombra en sombra. Se colocó en un lugar próximo y cuando aparecieron más asistentes se echó hacia atrás en la oscuridad, entre dos almacenes.

Cuando se ocultó, una figura surgió de las sombras y se asustó. A la tenue luz de un farol, aquella aparición parecía terriblemente pálida, con un borrón de colorete mal extendido en ambas mejillas, como manchas de sangre, y otro, como una cuchillada en los labios. Sus grandes ojos vacíos y en blanco se alojaban en unas cuencas hundidas y sus mejillas coloreadas estaban demacradas. Pollock pensó que aquella inoportuna aparecida, que se abrió la chaqueta de corpiño para mostrarle unos pechos tan pálidos y desnutridos como su cara, no tendría más de quince años. Hizo aquel ofrecimiento en silencio y sin alegría y, cuando Pollock recobró la compostura y la rechazó con un brusco movimiento de cabeza, la prostituta espectral retrocedió y volvió a diluirse en las sombras en las que había tomado forma.

Pollock había sido testigo de que Leith era un lugar de todo tipo de oscuras transacciones.

Fue hasta la esquina del siguiente almacén, la siguiente sombra, para estar más cerca del decrépito auditorio. Esperó hasta que no hubo más asistentes y maldijo en silencio cuando sopesó la idea de entregar al capitán Hyde esa escasa información.

Dudó un momento y después decidió que lo único que podía hacer era entrar en aquel edificio. Iba en contra de las órdenes de Hyde, pero no vio otra forma de enterarse de algo sobre lo que mereciera la pena informar.

El agente y detective en prácticas Iain Pollock inspiró con fuerza y se encaminó con decisión hacia el haz de luz que iluminaba la puerta del local y la figura femenina a la que bañaba.

20

Elspeth Lockwood se levantó pronto y se preparó para el día que tenía por delante. Su padre, que siempre se despertaba antes de que despuntara el alba, había organizado una reunión esa mañana para que conociera a los encargados de cada departamento de la tienda y estada decidida a causar buena impresión tanto a su padre como a aquellos empleados.

Sabía que era el primer paso en la aceptación por parte de su padre de que, después de todo, ella sería la heredera del negocio familiar. James Lockwood, consciente de que no había perspectivas de matrimonio a la vista, se había visto obligado a aceptar que sería Elspeth la que finalmente estaría al timón del destino comercial de la familia.

Su doncella, una pequeña y oscura inmigrante irlandesa llamada Deirdre, la ayudó a vestirse, después de haber extendido sobre la cama la falda y chaqueta azul oscuro y la blusa de felpilla color crema que le había pedido. Sus habitaciones eran luminosas, con altos ventanales georgianos que las inundaban de luz y capturaban las motas brillantes suspendidas en los rayos de sol matutinos.

Elspeth se comportaba con una desenvoltura discreta y a cualquier testigo, de los que no había ninguno, aquella escena le habría parecido normal: la hija soltera de una familia de clase media alta preparándose para sus quehaceres.

Sin embargo, en su interior, un tormento agitado y convulso consumía su mente. Se esforzaba segundo a segundo por mantener sus emociones y su terror bajo control. «He de dominarme —se dijo a sí misma—. Hoy, más que nunca, he de contenerme.»

Se había sentido así desde la noche que había acudido a Crunnach House.

En una vida desprovista de color y emociones, Elspeth Lockwood se había entregado al hedonismo y abandono de su relación con Frederic Ballor. Sabía desde el principio que era una farsa: una excusa para deshacerse —aunque solo temporalmente y en secreto— de las prohibiciones a las que se veía forzada por su sexo y las costumbres impuestas por su clase, para rendirse a la lascivia y las aventuras sexuales. Gran parte de lo que Frederic le había enseñado era liberador, apasionante y revitalizador; pero otra gran parte —el panceltismo politizado, las pseudofilosofías y religiosidad arcanas— le parecía ridícula. Para ella, los rituales, el paganismo y todo el asunto del Leabhar an t-Saoghail Eile, el supuestamente prohibido libro del otro mundo, eran absurdos.

Pero después lo había visto con sus propios ojos: el otro mundo prometido por Frederic. Excepto que no había tomado la forma que había profetizado: había mirado en las profundidades de aquel espantoso lugar y había visto otra realidad, otra verdad aterradora.

Y no conseguía quitársela de la cabeza. Era como si no se hubiera cerrado del todo la puerta a ese mundo y parte de él la hubiera seguido hasta el suyo.

De vez en cuando, algo de ese lugar tomaba forma, repentina y espontáneamente, en la sólida estructura del mundo real. Siempre solo durante un segundo —durante menos de un segundo—, pero lo suficiente como para distraerla de lo que estuviera diciendo o haciendo, para que tropezara, para que un relámpago de terror la atravesara.

Veía cosas. El dibujo del papel pintado cambiaba, se retorcía y adoptaba momentáneamente forma de serpientes que se enroscaban en las paredes, como los petroglifos del Hombre Oscuro. El reflejo de una lámpara o de un rayo de sol vespertino, atrapado en el cristal de una ventana o en el de una copa de vino, se incendiaba con un color carmesí malevolente, como si lo que se hubiera reflejado hubiera sido el ojo de ese monstruo ciclópeo. A veces sentía un sobresalto cuando, a plena luz del día, una sombra proyectada por el sol se oscurecía repentinamente, se volvía más densa, insinuaba un movimiento propio, como si adoptara una forma sólida y orgánica, y se preparara para estirar un brazo y arrastrarla a la oscuridad.

Todas esas sensaciones solo duraban un breve momento, eran impresiones efímeras que no permanecían el tiempo suficiente como para que su mente las aprehendiera totalmente. Y, sin embargo, bastaban para torturarla y causarle unos temblores que sacudían la solidez de su vigilia.

Se vio enfrentada a dos posibilidades: la primera, que realmente existiera el otro mundo, un lugar, un universo oscuro paralelo a este y que había abierto una especie de puerta a él; la segunda, que, simplemente, se había vuelto loca, que la droga que le habían administrado había distorsionado el funcionamiento de su mente. De las dos, la primera le asustaba más, porque no había remedio, no podía escapar. La segunda era una situación para la que podía pedir ayuda, discretamente.

Inspiró con fuerza y su doncella dejó de vestirla por un momento.

Elspeth sonrió.

—Tráeme el sombrero, Deirdre. Creo que hoy iré caminando a la tienda…


Cuando atravesó New Town agradeció la refrescante brisa que grababa en frío la regulada dimensión de sus calles y plazas. El cielo estaba despejado y el sol de finales de otoño brillaba, pero no calentaba. Aquella luminosidad aterida la reconfortaba. El frío era su estación, su clima, su naturaleza. Sabía que tenía un alma de invierno, su personalidad era apropiada a la frialdad. Había visto a Frederic como el liberador de esa sensación heladora eterna. Pero, en vez de calor, le había aportado fuego.

Cruzó George Street, empujada por el viento y estimulada por la ambiciosa amplitud de ese bulevar. Cuando llegó a la pendiente de Castle Street, miró hacia Princes Street y vio sus jardines; más allá, el castillo y la roca se elevaban hacia la seda azul claro del cielo que dominaba el paisaje. Otra confirmación de la solidez de Edimburgo.

Entonces, algo cambió.

De repente se detuvo y se quedó sin aliento. Parecía que todo a su alrededor se había detenido por completo y que se había quedado parada sin acabar de dar un paso. En ese instante, el cielo sobre el castillo se oscureció repentina y antinaturalmente, y adoptó un color bermejo, cobrizo y carmesí, extraño y desagradable. Unas columnas negras se alzaron, girando y retorciéndose, como moteadas con hollín, y una vez más oyó el mismo ruido chirriante, quejumbroso, agudo y penetrante que cuando miró a través del ojo sin vida de Frederic hacia el infierno que vio más allá.

Una oscuridad gigantesca que se desplegaba y saturaba el torturado cielo se elevó por detrás del castillo. Lo vio allí, durante un segundo y una eternidad: la piel con ampollas y burbujeante como si estuviera quemándose, el monstruoso ojo con resplandor rojizo sobre el pico curvado. Balor. El rey demonio con un solo ojo.

Edimburgo perdió toda sensación de solidez y pareció vulnerable y frágil bajo la malevolente mirada de aquel titán. Supo que aquel ojo la desollaría en un instante a ella y a todo lo que la rodeaba; que le abrasaría y despellejaría la piel y su carne imperecedera burbujearía y se llenaría de ampollas mientras la arrastraba al continuo giro de un torbellino siempre ardiente.

La visión desapareció tan rápidamente como se había manifestado. No tuvo oportunidad de gritar ni de pedir ayuda antes de que se desvaneciera. Aquella impresión había durado demasiado poco tiempo como para calcularlo, el lapso de tiempo entre dos pasos, el silencio entre dos inspiraciones, había sido tan fugaz que podría dudar de haberlo visto, que había sido un efecto causado por una nube pasajera. Sin embargo, el cielo estaba despejado y, a pesar de su evanescencia, aquella espantosa imagen había abrasado todo detalle vívido y claro en su mente.

Se tambaleó ligeramente y se agarró a la verja de un edificio con una mano enguantada para recuperar el equilibrio. Un viandante frunció el entrecejo preocupado y dio un paso hacia ella, pero lo frenó con una mirada feroz y el hombre se alejó.

Se enderezó y miró hacia el castillo. Todo era normal. Todo estaba como antes. Nadie a su alrededor parecía perturbado por la visión aterradora de un demonio que llenaba el cielo por encima del castillo y la ciudad.

«Me estoy volviendo loca —se dijo a sí misma—. Estoy perdiendo el juicio.»

Dedicó un momento a recobrar la compostura, a calmar los latidos que sentía en el pecho y los oídos, a ralentizar la respiración. Se armó de valor y bajó con determinación Castle Street hacia Princes Street y la tienda Lockwood’s.

Sin embargo, cuando echó a andar, se dio cuenta de que sus pasos la encaminaban hacia otra dirección.

21

Todas las reuniones oficiales que Hyde había mantenido con el jefe de policía Rintoul habían tenido lugar en la oficina de este último, en la jefatura de Parliament Square. Por eso, se llevó una gran sorpresa cuando se presentó en la comisaría de Torphichen Place.

No iba solo. Le acompañaba una persona en el ocaso de la mediana edad, de altura media y aspecto nada excepcional, excepto por la ropa, que era de la mejor calidad.

Hyde lo reconoció de inmediato: era James Lockwood, propietario de los grandes almacenes Lockwood’s en Princes Street.

—Perdone por venir sin avisar —se excusó Rintoul, pero Hyde supo que la disculpa era una mera formalidad—. Sé que está muy ocupado en este momento, pero me temo que estamos ante un caso de extrema urgencia.

—Por supuesto que lo es —lo interrumpió Lockwood, obviamente molesto por la diplomacia de Rintoul—. Mi hija ha desaparecido. No sabemos dónde está desde ayer por la mañana y no hay rastro de su paradero.

—Por favor, señores… —dijo Hyde indicando las sillas frente a su escritorio—, tomen asiento.

Ambos aceptaron la sugerencia, lo que permitió a Hyde estudiar brevemente a Lockwood. Disculpó mentalmente su brusquedad: era evidente que estaba profundamente afectado y su cara reflejaba el cansancio exaltado de una persona privada de sueño por una gran preocupación.

—¿Cuándo desapareció su hija, señor Lockwood? —preguntó Hyde mientras abría su cuaderno de notas y lo dejaba sobre el escritorio.

—Hace dos días, por la mañana. Tenía que estar presente en una reunión en la tienda, pero no vino. La última persona que la vio fue su doncella, Deirdre.

—¿Notó la doncella algo diferente en su comportamiento, en su estado de ánimo?

—Nada fuera de lo normal, aparte de que quería venir a la tienda andando.

—Así que se fue de casa con la idea de acudir a esa reunión en Lockwood’s.

—La organicé yo. Desde la muerte de mi único hijo, Elspeth es la que finalmente ocupará mi puesto y me reemplazará al frente del negocio familiar. Estaba muy contenta con la reunión, casi ansiosa. No tiene sentido que desapareciera de camino a la tienda.

Hyde apuntó discretamente algunos detalles en la libreta de notas.

—Dice que fue hace dos días, ¿verdad?

—Sí. —La impaciencia extenuada e inquieta había regresado al tono de Lockwood.

—Entonces, ¿por qué ha venido hoy en vez de ayer? —preguntó Hyde.

Lockwood suspiró.

—Porque Elspeth es muy obstinada. Tiene una mentalidad independiente que raya en la testarudez. Lo que quiere decir que no siempre me informa de lo que hace. Esperaba que volviera con alguna explicación de por qué no había acudido a la reunión. Por eso no podía estar seguro de que su ausencia fuera involuntaria.

—¡Ah! ¿Por qué?

—Elspeth no lo sabe, pero estoy al tanto de algunas de las compañías que frecuenta. Unas compañías indeseables.

Hyde dejó la pluma y miró directamente a Lockwood.

—¿Qué tipo de compañías indeseables?

—Frederic Ballor.

—¿El ocultista?

—El charlatán. —Lockwood casi escupió esa palabra—. Mi hija ha estado viéndolo en secreto.

—Si ha sido en secreto —continuó Hyde—, ¿cómo se ha enterado?

—Tal como le he dicho, Elspeth es muy testaruda e independiente, pero también es una dama joven y posee la vulnerabilidad y sensibilidad de su sexo. Estaba muy unida a su hermano, y él a ella, hasta su fallecimiento. En muchos sentidos, él era más frágil que Elspeth y esta lo protegía. Su muerte le afectó mucho. Sufrió una especie de crisis nerviosa. Hice todo lo que pude por ayudarla a superarlo: busqué tratamientos, pagué un especialista e incluso la envié al extranjero una temporada. Sin embargo, cuando regresó, empezó a consultar a espiritualistas, ir a sesiones de espiritismo y todo ese tipo de cosas. Como debe saber, en la actualidad se han puesto de moda esas tonterías ocultistas. A pesar de que su implicación en ese mundo me desasosiega, consentí, hice la vista gorda con la esperanza de que encontrara algo de paz.

—Y así fue como conoció a Ballor —anticipó Hyde.

—Ballor tenía, bueno, organizaba una especie de reuniones en la casa que tenía alquilada en el West End. Acudían todo tipo de personajes bohemios y financiaba su estilo de vida degenerado con esas sesiones de espiritismo y veladas ocultistas. Sé que Elspeth estuvo en un par de ellas. Codearse con espiritistas es una cosa, pero no toleraría que se aviniera con un pervertido como Ballor. Le pedí que cortara su relación con él, le dije que era un sinvergüenza y un farsante y que podía arruinar su reputación con esa compañía.

—Pero no dejó de ver a Ballor —intervino Rintoul.

—Me aseguró que lo había hecho y la creí, durante un tiempo. Entonces se produjo el escándalo por el que Ballor tuvo que irse de Edimburgo. Pensé que aquello sería el final de aquel asunto, pero Elspeth se volvió muy reservada, o más que lo habitual. Descubrí, y es mejor no aclarar cómo, que había pagado casi seiscientas libras de su cuenta personal, por lo que contraté a un… caballero, una especie de policía privado, un investigador, para que se enterara de lo que hacía, para que la siguiera y viera dónde iba.

—¿Quién es ese caballero que contrató?

—Se llama Donald Farquharson. Fue suboficial en el ejército y después lo contraté como detective de Lockwood’s.

—¿Sigue trabajando para usted? ¿No puede decirle dónde ha ido su hija?

—Dejó la tienda hace un año y se estableció por su cuenta. Trata con todo tipo de asuntos desagradables. Pero sigue siendo asesor de Lockwood’s. Es una persona de confianza, muy diligente y bueno en su trabajo.

—¿Ha oído hablar de él, Edward? —preguntó Rintoul, y Hyde negó con la cabeza.

—Por desgracia, cuando recibí su informe la semana pasada —continuó Lockwood—, le pagué y lo despedí. Pensaba mostrarle los detalles a Elspeth después de la reunión en la tienda, plantearle una dura elección: un futuro a la cabeza del negocio familiar o el escándalo, la deshonra y la dependencia de una asignación. Por supuesto, no tuve oportunidad de hacerlo.

—¿Podría ver ese informe? —pidió Hyde.

—Lo esencial es que Ballor se ha mudado a una mansión en ruinas a las afueras de Edimburgo. Farquharson parecía muy preocupado con Ballor y su círculo. Tiene una especie de criado mudo que describió como un agote, sea lo que sea eso. Le enviaré una copia. Mientras tanto, ¿qué tiene pensado hacer?

Hyde miró a Rintoul, cuya expresión sugirió que era decisión suya.

—Asignaré un hombre al caso de inmediato —dijo finalmente—. Tengo un caso de asesinato que es más urgente, pero iré a ver a Farquharson y obtendré todo lo que pueda de él. Después, me presentaré en casa de Ballor, en persona.

—Le acompañaré —propuso Lockwood.

Hyde sonrió y negó con la cabeza.

—Ha dejado este caso en nuestras manos, señor Lockwood. Ahora es un asunto policial. Nos ocuparemos de él.

22

Cuando el jefe de policía y James Lockwood salieron de la oficina, Hyde mandó llamar a Iain Pollock. El joven agente parecía incómodo cuando se situó delante del escritorio de su superior y dio la impresión de estar pensando cómo debía articular el informe.

—¿Qué le sucede, Iain? —preguntó Hyde.

—¿Perdone, señor?

—Noto que quiere decirme algo que cree que no me va a gustar, así que suéltelo.

Pollock inspiró.

—No conseguí encontrar un lugar estratégico desde el que ver claramente quién acudía a la reunión de Cobb Mackendrick, señor.

—Así que no tiene nada de lo que informar.

El agente volvió a dudar.

—Yo no diría eso, señor. Como no pude localizar un punto de observación conveniente, me vi obligado a entrar en la reunión. Lo siento, señor, sé que me ordenó que mantuviera distancia, pero, de haberlo hecho, no tendría nada de lo que informarle.

—Pero sí que lo tiene.

Pollock sacó su libreta de notas y leyó lo que había apuntado la noche anterior. Cobb Mackendrick había aparecido, tal como informaba el folleto; había unas veinticinco personas entre el público, de todas las clases sociales y ascendencia, algo inusual. El discurso de Mackendrick había tratado sobre la Declaración de Arbroath, el origen de la raza escocesa, el Acta de Unión vista como «Escocia vendida al oro inglés» y el juramento en esa declaración de que Inglaterra nunca dominaría Escocia mientras quedaran al menos cien escoceses dispuestos a resistir.

Hizo una pausa, sacó un panfleto del bolsillo de la chaqueta y se lo ofreció a su superior.

—Lo entregaron a todos los que estuvieron presentes.

Hyde examinó el panfleto.

LA DECLARACIÓN DE ARBROATH:
RENUNCIA A UN JURAMENTO

O cómo la nación escocesa vendió su alma soberana por las baratijas del Imperio.

—¿Dices que entregaron esto a todos los presentes? —preguntó Hyde.

—Había una joven en la puerta, una dama muy atractiva, y dio un folleto a todos los que llegaron.

Hyde asintió.

—Siéntese, Iain —le indicó antes de leer el texto.

Nosotros, el pueblo escocés, nos hemos convertido en viajeros con amnesia: estamos desprovistos de recuerdos del lugar de donde partimos y del lugar hacia el que nos dirigimos. Nuestro origen y el destino que nos prometimos se han olvidado. Recordamos mal quiénes somos y en nuestra ignorancia negamos la antigua verdad de nuestra raza.

Hemos hecho un pacto diabólico con otra nación y vendido nuestra verdadera alma por una identidad inventada y falaz. Nos han comprado con las baratijas del Imperio, robadas en tierras y a pueblos inexpertos, mal equipados y sin preparación para defenderse contra tecnologías y máquinas de guerra que no poseen.

La amnesia de la raza escocesa nos ha convertido en colaboradores no solo de ese saqueo mundial, sino también en la rendición y la subsunción de nuestra identidad. El dominio al que nos vemos sujetos no se consiguió mediante la invasión de nuestras tierras ni con la subyugación y desposesión de nuestro pueblo, sino con escrituras y contratos entregados por nosotros mismos. Sin embargo, esos instrumentos siguen siendo adventicios: el Acta de Unión, superveniente. Solo un documento es la verdadera expresión autóctona de la nación escocesa, nuestra declaración de libertad y soberanía como tierra y pueblo: la Declaración de Arbroath.

Para aquellos que necesiten que se les recuerde, dice así:

Sabemos y, por las crónicas y libros de los antiguos, encontramos que entre otras naciones famosas, la nuestra, la de los escoceses, ha sido agraciada con gran renombre. Estos viajaron desde la Gran Escitia a través del Mar Tirreno y las Columnas de Hércules, y vivieron durante mucho tiempo en Hispania entre las tribus más salvajes, pero en ningún lugar pudieron ser sometidos por ninguna raza, por bárbara que fuera. De allí vinieron, mil doscientos años después de que el pueblo de Israel cruzara el mar Rojo, a su hogar en el oeste, donde aún viven hoy. Expulsaron primero a los británicos, destruyeron completamente a los pictos y, aunque los atacaron a menudo los noruegos, los daneses y los ingleses, se apoderaron de ese hogar con muchas victorias e incalculables esfuerzos; y, como atestiguan los historiadores de antaño, lo han mantenido libre de toda esclavitud desde entonces.

Y, sin embargo, en esta nueva era hemos renunciado a esa historia y hemos abjurado de esas promesas a nosotros mismos. Hemos entregado voluntariamente nuestra libertad y hemos aceptado la servidumbre de la que tan orgullosos estábamos de ser libres. Y, sobre todo, hemos renunciado a la promesa soberana de la Declaración:

Mientras cien de nosotros permanezcamos vivos, nunca estaremos bajo el dominio inglés. No luchamos por la gloria, ni por las riquezas, ni por los honores, sino por la libertad, solo por eso, a la que ningún hombre honrado renuncia, sino con la vida misma.

—Interesante —dijo Hyde mientras dejaba el panfleto sobre la mesa—. Qué me dice del hombre, ¿le impresionó, agente?

—Sinceramente, Mackendrick deslumbra —contestó Pollock—. Físicamente es imponente, un gran orador. También podría decirse que posee una personalidad magnética. Pero, aparte de eso, lo que dijo fue muy predecible.

—Veo que no le convencieron sus argumentos.

—Creo que nosotros, quiero decir, los escoceses, somos distintos a lo que describe ese hombre o, al menos, lo somos ahora. No veo que se desee una autonomía, como en Irlanda, y mucho menos la independencia. El Imperio que tanto desprecia ha aportado mucho a Escocia.

—Mmm —exclamó Hyde—. Pero tiene razón en que nosotros también nos hemos apropiado de muchas cosas y que la historia nos juzgará de la misma manera. Dígame, ¿fue más allá con su retórica? ¿Se habló de insurrección o desobediencia para lograr los objetivos nacionalistas?

—No —respondió Pollock—, se limitó a pedir a sus seguidores que corrieran la voz, que utilizaran esos argumentos para asegurarse una presencia política a través de las urnas…

Hyde volvió a leer algo en la pausa de Pollock.

—Vamos, Iain, ¿qué más tiene que contarme?

—Tuve la sensación de que era algo más que una reunión de descontentos con la política o nacionalistas radicales. Era una mezcla muy extraña de personas. Había un hombre, un caballero sin duda, que creí reconocer, pero no conseguí acordarme de dónde lo había visto antes. Me dio la espalda durante la mayor parte del tiempo y no pude verle bien la cara. Tengo la impresión, y no sé por qué, de que podría ser un artista o un escritor. Y, tal como le he dicho, el comportamiento y el vestido de la joven que estaba en la puerta indicaban que pertenecía a una familia pudiente. Tuve la sensación de que, si yo no hubiera estado allí, la reunión habría tomado otro cauce.

—¿Cree que sospecharon que era policía?

Pollock frunció el entrecejo como si estuviera pensando la respuesta.

—No necesariamente, más bien era una cara desconocida para ellos. Llegué con el folleto que anunciaba la reunión en la mano, que era una invitación a que acudiera todo el mundo que quisiera, pero creo que, si no hubiera habido extraños, la velada se habría desarrollado de otra forma. Puede que esté equivocado y no tengo una base racional para demostrar esa sensación. Fue algo intuitivo.

—No hay nada malo en las intuiciones, agente Pollock. ¿Tiene algo más de lo que informar?

—Sí, señor. Lo que más me sorprendió fue que había tres hombres al fondo de la sala que no parecían prestar atención a las palabras de Mackendrick, pero que se quedaron allí cuando se fue el resto del público.

—¿Por qué le llamaron la atención esos hombres?

—No lo sé, señor, parecían… bueno, parecían tener un propósito, como si estuvieran allí por una razón. Daban la impresión de ser tipos duros, peligrosos.

—¿Delincuentes?

—Podrían serlo, pero tuve la sensación de que habían sido militares. Uno de ellos tenía una horrible cicatriz en la cara y parecía más probable que la hubiera recibido en una batalla que en una taberna o en un callejón.

Hyde asintió y sonrió. Pollock tenía el instinto y la perspicaz capacidad de observación que había imaginado.

—¿Y esos tres hombres se rezagaron?

—Sí —contestó Pollock—, y el caballero bien vestido también. Esperé oculto en una esquina hasta que salieron. Intercambiaron unas palabras y después se separaron: Mackendrick y el caballero fueron juntos en una dirección y los tres hombres en otra. Seguí a Mackendrick y al caballero hasta el puerto, donde subieron a un carruaje y los perdí.

—Eso no podía preverse —lo disculpó Hyde.

Pollock sonrió.

—Pero esperé en la parada de coches del puerto, pensando que sería la parada habitual del conductor del cabriolé. Lo era. Regresó unos cuarenta minutos después. Le dije que era detective de la policía y le pregunté dónde había llevado a Mackendrick y al otro hombre. Lo siento, señor, sé que corrí el peligro de alertar a Mackendrick de que lo estaba siguiendo, pero creí que merecía la pena correr el riesgo.

—¿Y se enteró de dónde fueron?

—Una casa adosada en una esquina de Stockbridge. O, para ser más precisos, el sótano de esa casa. El conductor me dijo que el otro hombre tenía la llave, pero que no le había dado la impresión de que viviera allí. Poco antes de regresar a Leith vio a un tercer caballero que entraba en la casa a través del sótano con otra llave. Le sorprendió que utilizaran el sótano en vez de la puerta principal.

—¿Consiguió la dirección?

—Sé el nombre de la calle, pero el conductor me dijo que podría indicar el edificio en cuestión si se lo requeríamos. Tengo sus datos.

—Muy bien. Añádalo al informe cuando volvamos.

—¿Cuando volvamos, señor?

—Nos vamos de viaje fuera de la ciudad.

23

—¿Qué sabe de Frederic Ballor, señor? —preguntó Pollock. Hyde y él iban sentados en una berlina acristalada al frente y los costados, lo que les permitía ver el paisaje urbano, que iba desapareciendo y convirtiéndose en campo. Llovía, era una llovizna que atenuaba la luz y mermaba los colores del paisaje de Lothian.

—Por lo que he podido comprobar, Frederic Ballor no tiene antecedentes —contestó Hyde—. Pero si su reputación es cierta, es un simple caso de buena suerte, más que el hecho de que respete la ley. Según el informe que le envió a James Lockwood su investigador privado, Ballor ha estado implicado en varios escándalos, principalmente aventuras sexuales disfrazadas de misticismo. Pero se le asocia con casos aún más oscuros, que apuntan a actividades delictivas. El rumor que más me preocupa es que, según se dice, en tiempos traficó con armas para la Hermandad Republicana Irlandesa. Por otro lado, circulan tantas historias sobre ese hombre que resulta difícil saber cuáles son verdad.

Las sacudidas del carruaje, que indicaban que habían abandonado el límite de las calles adoquinadas de Edimburgo, interrumpieron su discurso.

—Sin embargo, lo que nos atañe ahora —continuó Hyde una vez que el coche estabilizó su avance— es más inmediato y es de nuestra competencia: la desaparición de Elspeth Lockwood. Parece ser que la casa en West End que Ballor se vio obligado a abandonar no era más que un burdel y las sesiones de espiritismo y las reuniones místicas, o como quisiera disfrazarlas, meras orgías. También hubo acusaciones de conducta inmoral y actos contra natura entre personas del mismo sexo. Además, se sospecha que hubo robos, insinuaciones de chantaje mezcladas con magia negra. Aunque nunca en forma de acusación directa o de pruebas reales que motivaran una intervención policial. Fue en esos tiempos, mientras Ballor todavía vivía en Edimburgo, cuando Elspeth Lockwood se relacionó con él.

—¿Cree que realmente tiene algo que ver, directa o indirectamente, con la desaparición de la señorita Lockwood?

—Eso, agente Pollock, es lo que pretendo averiguar.


La llovizna había cesado, pero las nubes flotaban plomizas y pesadas en el desabrido cielo gris. Se encontraban en campo abierto y vacío, desprovisto de viviendas excepto por alguna casa aislada. El carruaje se había detenido dos veces para que el inseguro cochero consultara un mapa.

—No se preocupe, Mackinley —lo disculpó Hyde a través de la ventanilla—. Creo que su ocupante buscó precisamente ese lugar porque es difícil de encontrar.

El paisaje que rodeaba el coche volvió a cambiar: la ocasional profusión de árboles fue decreciendo, los setos escaseaban y el ambiente se fue tornando más sombrío. Había algo austero, intimidante e inhóspito en aquella campiña, y parecía abandonada: habían pasado por los muñones ruinosos de una aldea hacía tiempo desierta y los únicos edificios que se veían eran las cada vez más dispersas casas de campo, con paredes bajas y techos pronunciados, que en su mayoría parecían deshabitadas. Finalmente, Mackinley anunció a Hyde.

—Hemos llegado, señor.

Hyde vio a través de las ventanillas de la berlina que estaban pasando por unos altos pilares de piedra sin verja, desmoronados y cubiertos de maleza; en uno de ellos había una placa sucia, grabada con el nombre de Crunnach House.

Las ruinas cubiertas de hollín de la casa del guarda yacían como un esqueleto de huesos negros cerca de los pilares de la entrada. El camino se volvió más irregular y Hyde y Pollock notaron los vaivenes provocados por aquel desafío a la suspensión conforme el carruaje daba tumbos y rebotaba en el camino de entrada.

Una sensación extraña e intensa se apoderó de Hyde en cuanto se acercaron a su destino: una impresión de profunda irrealidad y amenaza oscura, aunque era consciente de que no la había provocado su enfermedad ni era el comienzo de un ataque. Su procedencia no era interior, sabía que provenía de fuera —del lugar en el que se encontraban— y no de dentro. A pesar de que no era propenso a esas fantasías, su instinto le dijo que se acercaban a un lugar cargado de maldad.

La sensación se intensificó cuando apareció ante su vista el emplazamiento y los jardines de Crunnach House.

El camino que había seguido el carruaje se había curvado en la ladera de una loma en cuya cumbre se alzaba un tejo, retorcido y nudoso, como si tuviera artritis. Imponía no solo por su tamaño y edad, sino porque era el único árbol digno de mención o con presencia a la vista.

Hyde dio unos golpecitos en el cristal delantero de la cabina y llamó al cochero.

—Mackinley, pare un momento aquí, por favor.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó Pollock.

—Venga conmigo, Iain —pidió Hyde mientras abría la puerta del carruaje y bajaba—. Quiero echar un vistazo.

Hyde subió la loma hasta llegar al árbol y Pollock le siguió. Miraron hacia el valle, que parecía más bien una vaguada en forma de cuenco, flanqueada por un borde ligeramente elevado. Frente a ellos, una amplia casa se alzaba sobre otra colina en el extremo del valle.

Saltaba a la vista que aquella mansión era muy antigua y a su lado había una hilera de establos, más reciente. Hyde pensó que, de lejos, Crunnach House —imponente e inhóspita— era menos excepcional de lo que había pensado. Era alta y estrecha, de construcción irregular, como si se hubieran ido añadiendo partes a lo largo de los años. Las esquinas estaban redondeadas con torres, de las que solo una mostraba el sombrero de bruja habitual en los techos cónicos de estilo baronial; el resto estaban rematadas con buhardillas cuadradas, más propias del periodo en el que se había construido.

Sin embargo, no fue la casa lo que atrajo su atención: en el centro de la vaguada en forma de cuenco, equidistante entre su punto de observación y Crunnach House, se elevaba un monolito negro. Se fijó con desasosiego en que aquel menhir parecía ser el punto central, como si el borde de la depresión, la casa y el tejo estuvieran dispuestos a su alrededor, pendientes de la concurrencia que convocara.

—Es muy antiguo —comentó Pollock. Hyde se dio la vuelta y vio que el joven policía había apoyado una mano enguantada en la corteza rugosa y nudosa del tronco del árbol y miraba las ramas.

—Parece un árbol de los lamentos —apuntó Hyde—, y sospecho que estamos sobre una colina en la que se celebraban asambleas.

—¿Perdone, señor? —se extrañó el agente.

—Un árbol de los lamentos es un árbol que se ha alzado en un lugar especial durante siglos, incluso milenios. Normalmente aislado, como este, o separado de otros por alguna circunstancia natural, que brotó de alguna semilla acarreada por el viento que encontró suelo elevado fértil. —Rodeó el árbol y examinó las ramas. Una de ellas, robusta, sobresalía formando un ángulo recto con el tronco.

—¿Qué está buscando, señor? —preguntó Pollock.

Hyde suspiró y soltó una risita.

—Una coincidencia, Iain, una coincidencia. Tiene ese nombre porque prácticamente siempre era un árbol de la horca. Se colgaba a hombres de él y se dejaba que su cuerpo se pudriera.

—¿Ahorcamientos judiciales? —preguntó Pollock.

Hyde asintió.

—En otros tiempos, antes de que se estableciera una justicia más civilizada y equilibrada, una colina de asambleas era un lugar en el que se debatían cuestiones. Y a menudo, lo que se discutía era la vida de un hombre. E incluso antes, los árboles de los lamentos se utilizaron en rituales celtas. Si alguna desgracia acaecía en un clan, sus miembros se reunían a la sombra de un árbol de los lamentos, para deplorarla.

—¿Está pensando en el asesinato del ahorcado? —preguntó Pollock.

Hyde se encogió de hombros.

—Lo colgaron en algún sitio mucho antes de llevarlo al Water of Leith, quizá en uno como este —explicó Hyde mirando las ramas que estiraban sus retorcidos dedos hacia el cielo, pero después negó con la cabeza como descartando la idea—. Solo estoy dando palos de ciego. —Hyde volvió la cabeza en dirección a la berlina que esperaba y empezaron a caminar de regreso. Después señaló el menhir que se alzaba en la vaguada—. Da la impresión de que ha sido un lugar de reunión incluso antes de que naciera este tejo. En cualquier caso, creo que ha llegado el momento de que conozcamos al señor de Crunnach.


La casa era más intimidante de cerca que desde el otro lado de la hondonada. Cuando el carruaje pasó por el camino curvado, Hyde vio mejor el menhir, lo que no consiguió disminuir la sensación de perversidad sombría que inspiraba aquel lugar.

Antes de que Hyde y Pollock llegaran al pórtico, la puerta principal se abrió y les recibió un criado. Pollock se sobresaltó ligeramente al verlo. A pesar de que no se parecía en nada a él en constitución o aspecto, Hyde reconoció en la reacción de Pollock el tipo de rechazo instintivo que inspiraba a veces su presencia.

El criado, evidentemente extranjero, era anormalmente bajo, aunque de constitución fuerte, y tenía unos rasgos extraños. No habló, se limitó a hacer media reverencia en silencio con la cabeza y después se hizo a un lado e indicó con gestos que los detectives podían entrar.

—Hemos venido a ver a su señor —explicó Hyde una vez dentro del vestíbulo—. ¿Podría decir al señor Ballor que ha venido el capitán Hyde de la Policía de Edimburgo, por favor?

El extraño hombre bajito asintió con la cabeza y después se llevó un dedo a los labios y extendió una mano abierta. Hyde le entregó una tarjeta de visita.

—¿Mudo? —preguntó Pollock cuando se retiró el criado.

—Eso parece. —Hyde miró a su alrededor. Si aquella casa poseía alguna grandiosidad, era extrañamente austera. El enlucido de las paredes estaba amarillento y envejecido por el tiempo. Una imponente escalera de roble ascendía hasta los pisos de arriba y las paredes estaban decoradas con cuadros al óleo. No había lámparas de gas, sino candelabros de hierro forjado sujetos a la pared a intervalos regulares y una gran lámpara de aceite en el centro de la mesa oval que había a la entrada. A diferencia de la sensación general de deterioro causado por el paso del tiempo, la caoba dorada rojiza de un alto y excepcional guardarropa de estilo gótico apoyado en una pared resplandecía.

Los cuadros que decoraban las paredes no eran los que alguien esperaría encontrar en un marco como aquel, pero no desentonaban. Algunos mostraban un gusto dudoso: estudios de desnudos femeninos, aunque extrañamente bien acabados, que no parecían haberse realizado con una intención puramente erótica. Todas las composiciones eran sombrías y amenazadoras, en las que la carne humana desnuda destacaba, expresivamente vulnerable, en fondos carmesíes y negros.

Uno de ellos atrajo la atención de Hyde: un hombre desnudo estaba suspendido en el aire, con la espalda curvada y la cara contorsionada por una expresión de horror. Unas criaturas malignas volaban sin alas y daban vueltas alrededor de él, como si lo estuvieran hostigando. Los torturadores del hombre flotante llevaban la coroza larga y cónica —como un capirote estirado— que la Inquisición española colocaba a las brujas condenadas.

—¡Dios mío! —exclamó Hyde tanto para sí mismo como para Pollock—. ¡Un Goya!

—Por desgracia, no lo es… —dijo una voz sonora y refinada con un ligero acento de las Tierras Altas o irlandés. Hyde y Porteous se dieron la vuelta y vieron que el criado había vuelto. El hombre que había hablado, vestido con un batín corto de terciopelo negro sobre un chaleco color rojo sangre, estaba a su lado. Era apuesto y mediaba los cuarenta, pero llevaba un ojo tapado por un parche de satén negro. Hyde se sorprendió ante la negrura antinatural de su cabello.

—Es obra de un copista —continuó Frederic Ballor—. De hecho, El vuelo de las brujas es mucho más pequeño, lo encargó la duquesa de Osuna y sigue en manos de la familia. No esperaba que un policía de Edimburgo reconociera un Goya.

—Y yo no esperaba encontrar una copia tan extraordinaria en una casa de campo de Lothian —dijo Hyde.

Ballor sonrió.

—Da la impresión de que somos hombres de sorpresas. Y gracias por el cumplido, por parte de mi hombre, Gorka Salazar —dijo Ballor haciendo un gesto hacia su criado—. Él es el copista cuya habilidad admira.

Sorprendido, Hyde hizo un movimiento con la cabeza en dirección al criado, que devolvió el mismo gesto, con mirada impasible.

—Salazar es un agote, a los que en el País Vasco también llaman agotak. Como tal, era miembro de una casta segregada, a la que solo se permitía vivir, rendir culto, comer, socializar y trabajar con sus congéneres.

—¿Su criado es gitano? —preguntó Hyde.

—No, en absoluto. El origen de los agotes, y el de su exclusión de la sociedad, todavía es objeto de debate, pero con toda certeza no tienen relación con los gitanos. Los agotes viven en el norte de España, en el oeste de Francia y en Bretaña, pero en ningún otro sitio de Europa y, sin duda, no en el Este. En todos esos lugares se les evita e incluso se les prohíbe beber de las mismas fuentes o utilizar las mismas puertas de la iglesia que el resto de la población.

—¿Por qué? —preguntó Pollock—. ¿Por qué los rehúyen tanto?

Ballor soltó una risita.

—Al parecer es un prejuicio sin fundamento. Nadie recuerda cómo comenzó, pero existe desde hace mil años. Hay quien cree que descienden de familias de leprosos, otros que provienen de los visigodos o, a la inversa, de los sarracenos. Incluso se dice que su linaje procede de una raza autóctona de enanos que en tiempos fueron los únicos habitantes de Europa, antes de que llegaran los celtas, por eso entraron a formar parte de nuestros mitos y leyendas. —Ballor miró a Salazar, cuyos rasgos continuaban desprovistos de expresión—. Además, los agotes tenían prohibidos prácticamente todos los trabajos, excepto el de artesanos de la piedra, la madera y el hierro. Imaginen lo que debe de ser tener un talento como el de Salazar y no poder desarrollarlo. Por eso soy su liberador, mecenas y benefactor, además de su patrón.

—¿Cómo acabó siendo su empleado si es español? —preguntó Pollock.

—Gorka Salazar no es ni español ni vasco, pertenece a un pueblo al que se le negó el derecho a llamar suya la tierra donde nació. Es algo por lo que siento una solidaridad especial. Pasé un tiempo en el País Vasco, tan similar en muchos aspectos a las tierras celtas, y allí fue donde encontré a Gorka. No permitan que su discapacidad los confunda, tiene un intelecto formidable y entiende y lee perfectamente español, francés e inglés.

Ballor hizo una pausa e indicó el salón.

—Pero estoy seguro de que no han venido hasta aquí para hablar de arte o etnología. Por favor, caballeros, tomen asiento y díganme en qué puedo ayudarles.

24

Elspeth Lockwood se despertó a oscuras y asustada. Había perdido el sentido del lugar, del tiempo y de ella misma. Salir del sueño y encontrarse en una oscuridad absoluta e impenetrable agravó su desorientación. Se incorporó para sentarse y estiró unos dedos temblorosos hacia un espacio tenebroso. Debajo sintió un trozo de burda arpillera, sobre la que evidentemente había dormido. Las yemas de los dedos notaron que el suelo más allá de la arpillera lo formaban losas desiguales y mugrientas; la pared a su lado era piedra fría, lisa, húmeda y viscosa al tacto. El aire inmóvil se cernía sobre ella viciado y cargado, con el olor de la tierra vieja húmeda.

Sintió un pánico aún mayor al darse cuenta de un hecho: estaba en un lugar subterráneo. Podía ser un sótano. Podía ser un túnel.

Podía ser su tumba.

No tenía idea o recuerdo de ese momento; no se acordaba de cómo había caído en brazos de la oscuridad, no sabía qué destino le esperaba ni había planeado cómo escapar. De momento, lo único que tenía era ese momento, y la oscuridad, y el terror.

Intentó escrutar las tinieblas, pero se negaron a brindarle ningún tipo de percepción. Podía estar en un lugar del tamaño de una cripta, podía estar en un lugar del tamaño de una catedral. Podía estar sola y desamparada, abandonada para que pereciera de hambre y sed en un lugar desierto, negro como el carbón, o rodeada por otras personas, hambrientas de carne y sangre.

Otro pensamiento lóbrego y frío intensificó su pánico: podía estar muerta. Podía estar condenada a la mazmorra sepulcral de sus pensamientos y miedos finales. «O esto podría ser el infierno», pensó con terror gélido.

De momento, no se movería. Decidió ordenar sus ideas, valerse del sentido común; recordar los hechos que la habían llevado allí. La habían drogado, de eso estaba segura: se había despertado en esa oscuridad sin memoria reciente. Cuando intentó acordarse de hechos anteriores no encontró una diferencia clara entre la luz y la oscuridad de sus recuerdos: no estaban ni presentes ni ausentes, sino que seguían siendo fragmentos desperdigados que se negaban a hilvanarse para tener coherencia.

Recordó ir a pie a Lockwood’s y la alucinación que sintió, pero también que se había recuperado. Recordó el cambio de rumbo, de destino, de intención. Pero, a partir de ahí, se habían instalado las sombras. Se encontró con alguien. Con un hombre. Ese recuerdo era nítido y, aunque la cara no aparecía en su memoria, sabía que la había asustado, la había espantado. Había sometido su voluntad y la había raptado. Cuándo y dónde, sin embargo, seguían en el olvido.

Aun así, sabía que había sido ese hombre el que la había llevado allí, que tenía un propósito siniestro para mantenerla cautiva en ese lugar. Se obligó a pensar, a razonar. Estar en aquel sitio implicaba haber accedido a él, haber llegado hasta allí. Implicaba una puerta: una forma de entrar.

Una forma de salir.

Ignoraba qué había en esa oscuridad abovedada. Unos pasos hacia ella podrían conducir a un tropiezo con un obstáculo invisible en el que resultar herida; o llegar hasta el borde de un precipicio, en el que despeñarse hasta la muerte. El suelo que presentía a su alrededor podía no ser más que una cornisa en la pared de un pozo sin fondo.

Le habían contado que había lugares ocultos en Edimburgo, bajo Edimburgo. Incluso se decía que toda la ciudad estaba minada por túneles y catacumbas. Cuevas subterráneas y pasadizos que se extendían como dedos escondidos desde Gilmerton Cove y se perdían en la lejanía por debajo de la metrópoli. Durante los tiempos de la peste, se habían clausurado callejones, pasajes y calles enteras, y se había construido sobre ellos, confinando a los afectados a una oscuridad perpetua. Según la leyenda, ladrones despiadados, saqueadores de tumbas y asaltantes nocturnos de todo tipo habían acechado en las vías subterráneas de la ciudad.

Quizá era allí donde se encontraba en ese momento. Quizá estaba a mucha profundidad de la urbe que conocía, en su sombra subterránea.

Decidió que avanzaría a gatas, manteniendo el hombro izquierdo pegado a la pared, y utilizaría las manos para comprobar la solidez del suelo invisible conforme avanzara. De esa forma, si no abandonaba el muro, determinaría las dimensiones de su prisión.

De esa forma, encontraría la puerta.

25

El salón era enorme y en una de las paredes unas ventanas casi de suelo a techo tenían vistas al otro lado del valle, al menhir y la colina de las asambleas. Hyde se fijó en que, cuando Ballor le dijo a su sirviente que podía retirarse, el agote, en vez de irse, se quedó en un rincón de la habitación en silencio con las manos en la espalda.

—Me permiten ver a mis invitados antes de que lleguen —les informó Ballor indicando con la cabeza hacia los ventanales—. Me he fijado en que se ha detenido para admirar el árbol de los lamentos.

—Cierto —admitió Hyde—. Así que tenía razón en que es un árbol del ahorcado.

—Lo es, y muy antiguo. Puede que tanto o incluso más que el tejo de tres mil años de Fortingall, en Perthshire. Y Feardorch, el Hombre Oscuro, tiene quizá el doble de antigüedad. Esta casa, el menhir y el árbol de los lamentos están perfectamente alineados. Podría decirse que forman una sizigia.

—¿Por eso eligió este lugar? —preguntó Hyde—. ¿Está alineado con sus creencias?

—Noto cierto desdén en sus palabras, capitán Hyde, si me permite decirlo. Pero sí, esta casa y su ubicación son perfectas para mí. —Ballor sonrió con indulgencia—. En cualquier caso, sospecho que no han venido hasta aquí solo para conocer mi hogar y mis costumbres. ¿En qué puedo ayudarle, capitán Hyde?

—¿Conoce a Elspeth Lockwood, heredera de la fortuna de los grandes almacenes Lockwood’s?

—¿Por qué lo pregunta?

—¿Conoce a Elspeth Lockwood? —repitió Hyde con un tono de voz más elevado.

—Conozco a Elspeth, sí.

—¿Está aquí la señorita Lockwood?

—¿Qué? —La expresión de Ballor indicó que consideraba ridícula aquella pregunta—. ¿Por qué iba a estar aquí?

—¿Está aquí, señor Ballor? —intervino Pollock.

—No —Ballor contestó riéndose, perplejo—, no está aquí.

—Entonces no le importará que echemos un vistazo para confirmar sus palabras —dijo Hyde.

Durante un momento dio la impresión de que Ballor iba a protestar, pero, en vez de ello, suspiró y llamó a su criado.

—Gorka, enseña la casa a estos señores, por favor. —Ballor se volvió hacia Hyde—. Les esperaré aquí.

—¿Le importaría acompañarnos, señor Ballor? —pidió Hyde—. Quizá tengamos que formular alguna pregunta y su criado no podrá proporcionarnos la respuesta.

Una furia contenida se precipitó en la cara de Ballor y brilló un instante en el ojo destapado. Después desapareció. Se puso de pie.

—Muy bien, capitán Hyde. Estoy a su disposición. ¿Vamos?

Cuando fueron de habitación en habitación, quedó claro que Crunnach House había sido una casa distinguida. Hyde y Pollock entraron en cuatro salones más en el piso de abajo, iguales en tamaño al que habían visto. Dos de ellos no se utilizaban y estaban muy deteriorados: el estucado, como una piel en descomposición, se había desprendido de los huesos de madera de las vigas y viguetas. Estaba claro que Ballor había llevado el mobiliario de una morada más pequeña a aquel hogar más lujoso y había elegido amueblar suntuosamente unas habitaciones y dejar otras cerradas y abandonadas. Hyde sospechó que aquello le permitía dar la imagen de que su clase y riqueza eran muy superiores a las verdaderas.

La cocina era grande, pero solo se utilizaba parte de ella, lo que tenía sentido, pues solo había un criado. Sin embargo, la despensa estaba llena y Hyde percibió olor a ajo y a otras hierbas y especias exóticas.

En los tres pisos superiores había un total de diez dormitorios, de los que solo cuatro estaban amueblados. En todas las plantas había un lavabo y un cuarto de baño, situados en la habitación de una de las torres que hacían esquina; solo uno se utilizaba y en el resto la porcelana de los muebles y los azulejos estaban manchados y agrietados. La decoración de los cuatro dormitorios habilitados era lujosa —casi pretenciosa— y los cuadros que colgaban de las paredes mostraban temas sombríamente eróticos o amenazadores.

Nada sugería que Elspeth Lockwood estuviera en esa casa o hubiera estado recientemente.

—Como ve, todos mis secretos están a la vista, capitán Hyde —aseguró Ballor cuando se detuvieron en el pasillo del segundo piso—. Pero, como puede ver, ninguno de ellos tiene que ver con que haya arrebatado a Elspeth Lockwood del mundo para esconderla aquí.

Hyde se fijó en el último tramo de escaleras. No había claraboyas que dejaran entrar claridad alguna y el último piso estaba a oscuras, impenetrable por la luz gris del exterior.

—¿Qué hay ahí arriba? —preguntó Hyde.

—Nada, aparte de las habitaciones de los criados del ático. Salazar ocupa dos de ellas.

—Entonces, tenemos que verlas.

Ballor se encogió de hombros e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Salazar, que lideró la comitiva. El suelo del pasillo al final de las escaleras solo estaba cubierto con tablas de madera, en las que se había acumulado polvo y mugre durante décadas de abandono. Las paredes y el techo abovedado también eran de madera desnuda. Tal como había explicado Ballor, era un ático con varias habitaciones. Salazar dormía en una de las de la torre con techo cónico y Hyde se fijó en que era la única que estaba limpia. De hecho, el cuarto del agote estaba aseado y ordenado, y sus escasas posesiones y ropa, cuidadosamente dispuestas.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Hyde cuando llegaron a una habitación de otra torre cuya puerta estaba cerrada. Puso la mano en el picaporte y Salazar hizo un repentino movimiento hacia delante.

—Gorka… —El aviso de Ballor frenó al criado.

Pollock la abrió y entró con Hyde. Al igual que en el resto de la casa, no había ni rastro de la heredera desaparecida de Edimburgo. Pero lo que vieron pilló desprevenidos a los dos policías. Aquella habitación, a diferencia de la que tenía techo cónico y ocupaba Salazar como dormitorio, era una de las buhardillas cuadradas que coronaban tres de las torres. En algún momento, la pared que daba al sur y parte del tejado se habían retirado para instalar una ventana enorme con múltiples cristales. Esta inundaba de luz la habitación y proyectaba en el suelo la sombra del marco con cuadrícula de plomo que sujetaba los cristales.

Había lienzos de distintos tamaños en el suelo y apoyados en la pared, y una larga mesa de caballetes del ejército llena de botes de pintura, pinceles, espátulas y botellas de aceite de linaza y barniz. Todo estaba perfectamente ordenado, con el mismo cuidado que Salazar guardaba sus posesiones.

A la derecha, inundada de luz por la gran ventana que había a su izquierda, una tela demasiado grande para colocarla en un caballete estaba apoyada en la pared, sujeta por unos pesos en la base. Mostraba el mismo estilo que el resto de cuadros de la casa, aunque a escala mucho mayor. La figura de una joven vigorosa avanzaba a través de un paisaje, como una guerrera amazónica, desnuda a excepción de un cinturón alrededor de la cintura y una bolsa de cuero colgada a la espalda. Lo más llamativo era el contraste en la escala: la joven que caminaba tenía unas proporciones titánicas en comparación con el paisaje. Bosques enteros semejantes a césped apenas se elevaban bajo sus pies descalzos y lagos enormes parecían charcos. Unas volutas de nubes se enroscaban alrededor de los hombros y el cuello de la mujer, como un pañuelo de gasa. De la bolsa de cuero caían rocas, como si su prodigioso paso las hubiera liberado. El cuadro estaba casi acabado, pero la cara, inconclusa, esperaba que se definieran sus rasgos.

—Este es el estudio de Gorka —explicó Ballor—. Lo que, espero, disculpe su actitud protectora. Y este cuadro espléndido no es una copia, sino una obra original que le he encargado.

—¿Cuál es el tema? —preguntó Hyde.

—Se titula Cruthachadh na h-Alba, La creación de Escocia. La joven es Cailleach, reina del invierno y creadora de este país. Las rocas que caen de la bolsa son las que formaron las montañas de las Tierras Altas.

—Pensaba que, según la leyenda, Cailleach era una vieja bruja, una monstruosa arpía envejecida. Esa es la imagen de una joven.

—Y lo es —explicó Ballor—. Cailleach no es ninguna de las dos cosas y es ambas. Representa la dualidad de la naturaleza. Como reina del invierno es anciana, demacrada y encorvada. Pero en el solsticio de invierno se baña, bebe en el pozo de la juventud y a partir de entonces rejuvenece cada día. Aquí aparece en su plenitud, vigorosa y fuerte, capaz de dar forma a la nación de Escocia.

Una vez acabada la búsqueda en la casa, bajaron al salón principal del piso inferior. Hyde se detuvo en el guardarropa.

—Es un mueble muy peculiar, ¿lo trajo desde Edimburgo?

—En realidad, no —contestó Ballor—. Lo encontramos aquí cuando llegamos. Estaba en muy mal estado, pero Gorka lo ha restaurado y casi ha recuperado su esplendor original.

—¿Puedo ver el interior?

—¿Cree que he escondido a Elspeth dentro? Venga, capitán Hyde.

—Complázcame, señor Ballor.

Ballor suspiró y al abrir las puertas dejó ver una serie de perchas y una barra. De ella colgaban catorce prendas, todas excepto una de satén carmesí y la decimocuarta, de seda negra.

—Parecen túnicas ceremoniales —comentó Hyde mientras tocaba la tela de una de ellas—. Imagino que las utiliza en sus rituales.

—Capitán Hyde, creo que he cooperado todo lo que he podido. Evidentemente está preocupado por el bienestar de Elspeth, por lo que lo elogio, y he hecho todo lo que estaba en mi mano para ayudarle. Sin embargo, le ha quedado claro que la señorita Lockwood no está aquí y le he dicho que la última vez que la vi fue hace más de una semana. Sus preguntas están empezando a ser indiscretas e impertinentes.

—Me temo que soy yo el que decide lo que es pertinente, señor Ballor. ¿Quién participa en sus rituales?

—No estoy autorizado para decirlo. Nuestra sociedad se basa en la confidencialidad, pero le advierto que entre nuestros miembros hay personas muy influyentes.

—¿Y Elspeth Lockwood es una de ellas? ¿Participa en los rituales que organiza?

—Como le he dicho, capitán Hyde, no tengo libertad para…

—Permítame que se lo deje claro —lo interrumpió Hyde acercándose a él—. Se trata de un asunto muy serio que concierne a la seguridad de una joven vulnerable. El tiempo es esencial para encontrarla sana y salva, si todavía está en esa situación. Si no lo está, entonces nos enfrentaríamos a un asunto mucho más serio todavía. Así que, si no responde mis preguntas plena y sinceramente, entonces se encontrará con que no «tiene libertad» en el sentido más literal y continuaremos esta entrevista a través de los barrotes de una celda. ¿Le ha quedado claro, señor Ballor?

Si Ballor entendió la trascendencia de las palabras de Hyde, no lo manifestó. Se limitó a asentir lentamente mientras una sonrisa arrogante se dibujaba en su apuesta cara.

—Elspeth ha estado presente en alguna de mis reuniones, sí —contestó—. No a menudo, pero de vez en cuando participa en nuestros rituales de honor.

—¿Para honrar a quién?

—A los reyes y reinas del otro mundo. Nuestros rituales son celtas y druídicos, la verdadera fe de estas islas antes de la incursión de los romanos o los anglos.

—¿Y qué hacen en esos rituales?

—Intentamos debilitar el velo que existe entre nuestro mundo y el otro a través de la oración, la meditación y los conjuros. Como quizá sepa, en esta época del año ese velo va debilitándose, hasta desaparecer en Samhain o víspera de Todos los Santos, cuando los dioses y los seres del otro mundo, junto con las almas de los muertos, entran en contacto con nosotros.

—Eso es ridículo —dijo Hyde soltando una risita desdeñosa—. ¿Realmente cree en esas tonterías o es simplemente una artimaña para obtener dinero a expensas de los ricos y crédulos?

—Me consagro a ellas con pasión. Y me parece infinitamente menos ridículo que creer que un judío nazareno pudo multiplicar panes y peces y caminar sobre las aguas. Su fe ofrece no uno sino tres otros mundos: cielo, purgatorio e infierno. Lo que parece mucho menos creíble que otro reino de los sentidos que coexiste en paralelo con el nuestro.

—¿Así que cree en duendes, elfos y cosas así? —preguntó Pollock, y Ballor se volvió hacia el joven policía.

—Creo que existen otras magnitudes, otras dimensiones de nuestra realidad. Creo que hay cosas que no vemos, pero, sin embargo, están presentes —aclaró antes de indicar con la cabeza hacia la puerta—. Estoy convencido de que esas dimensiones convergen ahí fuera, junto al Hombre Oscuro. Que allí es donde el velo se vuelve más fino.

—Bueno, lo que yo creo —dijo Pollock— es que, si no se puede ver, oír u oler algo, no existe.

—Entonces, ¿no cree en los átomos? ¿No cree en los gérmenes que causan enfermedades? —Ballor movió la cabeza—. En ocasiones voy al Hombre Oscuro por la noche, cuando el cielo está despejado y puedo ver las estrellas. Si fuéramos ahora y miráramos hacia arriba, no veríamos las estrellas, incluso si no hubiera nubes. De día, el sol posee el cielo. Pero eso no quiere decir que las estrellas no existan. Solo significa que no podemos verlas, que otra presencia más intensa nos ciega. Así es el otro mundo. Está oculto a nuestra vista porque nos ciega el ruido, el resplandor y el clamor de nuestro mundo físico. La verdad es que la oscuridad y la luz comparten el mundo, pero a veces la oscuridad brilla con más intensidad.

—¿Sabe dónde está Elspeth Lockwood? —preguntó Hyde visiblemente irritado por la filosofada de Ballor.

—No, capitán Hyde, no sé dónde ha ido Elspeth Lockwood. Pero sé que es una mujer mucho más compleja de lo que podrá imaginar nunca su padre. Compleja y tremendamente independiente. Elspeth tiene dos lados, como todo el mundo. El que haya desaparecido, como las estrellas durante el día, no quiere decir que haya dejado de existir. Creo que están buscando en el lugar equivocado.


Cuando la berlina emprendió el viaje de vuelta por el camino de acceso y rodeó la colina coronada por el árbol de los lamentos, Hyde se volvió hacia Pollock.

—¿Qué opina, agente Pollock?

—¿De Ballor? Estoy seguro de que sabe más sobre el paradero de Elspeth Lockwood de lo que ha dicho. Y hay algo muy raro en su relación con el criado. Sabe Dios lo que sucede en esos rituales.

—Estoy de acuerdo. Tenemos que pensar cuidadosamente cómo nos conducimos con Ballor. Me gustaría someterlo a vigilancia, pero, tal como ha comentado, ve de lejos a todo el que se acerque y no hay ningún escondite natural desde el que observarlo. Además, está sumamente lejos de todo.

—¿Y qué hacemos?

—Tendremos que meditarlo, agente. Pero daría cualquier cosa por pasar una hora en esa casa, solo y sin que nadie me molestara. Mientras tanto, sugiero que vayamos a hablar con ese tal Farquharson —propuso Hyde al tiempo que daba unos golpecitos en la ventanilla y entregaba a Mackinley la dirección del investigador que le había proporcionado James Lockwood.