El tiempo se difumina y se expande en el pajar. Escondidas, el día no se diferencia de la noche y en la oscuridad imprecisa el paso de cada minuto parece una eternidad. Pero Róża continúa con la rutina para la hora de dormir que empezó con Shira tras escapar de Gracja cuando, en su huida, pasaron por las afueras de varios pueblos y cruzaron campos y prados de camino al pajar de Henryk.
Primero miran las fotografías de la tarjeta doblada: Natan en la universidad, una foto oscura y con mucho grano; los padres de Róża, con la mirada llena de ternura a pesar de sus posturas rígidas y formales; y Shira con un vestido hasta los tobillos. Róża podría haber cogido otras fotografías, unas mejores de Natan y del resto de la familia. Pero esas fueron las que estaban más a mano.
En susurros Shira le pide a Róża que le cuente cosas de cada una de las fotos.
—Este es tu papá el día que se sacó el título de Farmacología; estos son tu bobe y tu zayde en la boda de tía Syl y tío Jakob; y esta eres tú en el bar mitzvah de tu primo Gavriel.
Después Róża le cuenta el cuento de una niñita que cuida un jardín encantado con la ayuda de su bonito pájaro amarillo. La niñita tiene cinco años, la misma edad que Shira. El jardín debe estar siempre en silencio (solo es seguro el canto de los pájaros), pero hay una princesa que no puede parar de estornudar y unos gigantes que no deberían oírla. Se producen aventuras y amenazas, que se logran evitar gracias al rápido ingenio de la niñita. Y todas las veces el cuento termina con la niñita y su madre acurrucadas sobre un mullido montón de pétalos de margaritas, preparadas para pasar una buena noche de sueño reparador.
Después Róża le canta muy bajito una nana sobre unos pollos que esperan que su madre vuelva a casa con unas tazas de té para ellos. No hace el «cocorocó» con el que empieza la nana y reza para que Shira no lo pronuncie tampoco en voz alta. Después flexiona sus largos dedos sobre los deditos de Shira (un abrazo de manos, un buen apretón de buenas noches) y arropa a Shira con su mantita para que duerma.
Solo que esa noche, aturdida por el hambre, la inactividad y la luz morada que se va desvaneciendo, Róża se duerme en medio del cuento. Se despierta sobresaltada, con una lucidez renovada, cuando oye el ruido de alguien entrando en el pajar. Henryk. Sube por la escalera y entra en el altillo; trae consigo el olor del aire de la noche y el alcohol.
Róża supone que es más de medianoche. La granja está a oscuras: Krystyna y los niños deben estar durmiendo. Shira está sentada con las piernas cruzadas en medio del altillo, completamente despierta, fingiendo que juega con su pájaro mientras intenta descifrar lo que susurra Henryk, noticias de la guerra que acaba de oír en la taberna.
Henryk mira a Shira un segundo.
—¿Esta niña no duerme?
Róża le señala a Shira un sitio junto a la pared que está más alejada de la escalera.
—Necesito que te tumbes ahí. Sí, mirando a la pared, no te vuelvas… Toma tu mantita. Te prometo que acabaré el cuento que te estaba contando por la mañana, en cuanto nos despertemos.
Róża siente que Shira se rebela al oír la falsa alegría en su voz.
—Pero mamá…
—No me preguntes nada más ahora. Shhh…
Róża se queda en silencio e inmóvil mientras Henryk se baja torpemente los pantalones y entra en su interior. Seca y tensa, siente como si la desgarraran por dentro. Soporta el peso del cuerpo del hombre sobre el de ella. Sus embestidas se vuelven más rápidas y más profundas y los empujones más y más fuertes. Se le clavan las briznas de heno en la espalda, porque él la tiene aplastada sobre las tablas del suelo, y nota su sudor salado y su aliento en la nariz.
Los ruidos que hace él, ellos (golpes de una puerta de un porche en medio de una tormenta), podrían descubrirlo todo. Pero Róża no puede hacer nada más que esperar a que acabe. Henryk le palpa la blusa, encuentra su pezón y se lo pellizca y lo aprieta con fuerza. Róża fija los ojos en una grieta en la pared del altillo por la que se cuela un rayo de luz de luna. Henryk sigue empujando. Un gruñido final y el calor húmedo proveniente de él llenando su interior. Después deja caer todo su peso sobre ella, todavía con una mano metida entre su pelo.
Cuando Róża se atreve a mirar hacia donde está Shira, se da cuenta inmediatamente, por el irregular ritmo de la respiración de la niña, de que sigue despierta.
A primera hora de la mañana siguiente, recién empezado su segundo día en el pajar, Róża ya está despierta y pensando, desesperada, en que van a tener que dejar su escondite (¿adónde irán?), cuando entra Henryk. Ella se yergue y cruza los brazos sobre el pecho.
—Podéis quedaros un poco más —anuncia Henryk.
Róża se relaja y todo su cuerpo prácticamente se derrite sobre el heno.
—Gracias.
Horas después, ve que una vecina se acerca con un plato de galletas de azúcar e interrumpe a Henryk, que está regañando a sus hijos mayores, Piotr y Jurek. Les dijo que no se acercaran a la bomba del pozo, pero los dos estuvieron jugando con ella y la rompieron. Ahora les acaba de hacer una clara advertencia: no los quiere ver cerca del pajar.
—¿Ahora tienes caballo? —pregunta la vecina a Henryk, con los ojos entornados, mientras le tiende el plato de galletas.
—¿Cómo?
—¿Tienes un caballo en el pajar?
Las grandes pilas de heno siguen bloqueando la visión de la parte delantera del pajar desde los campos vecinos.
—Oh, lo dices por eso. No, es que he estado recolocando herramientas, nada más.
Cuando se acerca otro vecino, Krystyna (tras mirar solo un breve segundo hacia el altillo) sale con el pequeño Łukasz y se acerca al grupo para que lo admiren. ¿Por qué le habrá surgido tan de repente ese instinto de protección hacia Róża y Shira?, se pregunta Róża. ¿Y no existirá la posibilidad de que le surja el instinto de traicionarlas tan repentinamente como el otro?
Róża se aparta de la grieta en la pared antes de ver como todos se ponen a comer galletas.
El día va pasando: Krystyna trae una jarra de agua y dos trozos de pan; después Henryk se lleva el cubo donde hacen sus necesidades. A pesar de esas muestras de amabilidad, Róża está segura de que, en cualquier momento, uno de los dos les exigirá que se vayan y por eso no deja de devanarse los sesos, intentando pensar adónde pueden ir Shira y ella después. En el siguiente pueblo hay una casa que conoce, porque una vez fue a entregar una şekacz para la boda de un comerciante. La tarta (de cuarenta huevos) era alta como un árbol y muy difícil de transportar. La casa destacaba entre las demás porque también era muy alta. Intenta recordar: ¿estaba la casa cerca de la de los vecinos? ¿Alguna vez había oído comentar que la mujer del comerciante tenía hijos? Si los tenía, puede que allí no tuvieran tanta suerte…
Por la noche, Krystyna trae sopa. Ni ella ni Henryk mencionan que tengan que irse. Después de comer, Róża acuesta a Shira y le cuenta un nuevo episodio del cuento. La niñita descubre una familia de topos que entran y salen de un agujero cerca del jardín, empujándose unos a otros con la nariz. La niñita teme que los topos hagan un túnel bajo un parterre de flores encantadas, así que compone muy inteligentemente una «canción de mudanza» para que su pájaro se la cante. Al oír la alegre melodía, los topos se ponen sus sombreros, cogen sus bolsas de viaje y se van, sacudiendo las cabezas al ritmo de la música. El jardín está seguro.
—¿Qué llevan los topos en sus bolsas? —pregunta Shira.
—¡Sus gafas! —responde Róża.
Shira abre mucho los ojos, maravillada y encantada. Entonces Róża le canta bajito la nana, flexiona sus dedos sobre los de Shira y la arropa con su mantita (todo antes de que Henryk suba por la escalera).
No las echan del pajar al día siguiente, ni al siguiente. Róża hace pequeñas muescas en la viga del altillo con una piedra para llevar la cuenta de los días que pasan. Le gusta notar el peso de la piedra en la mano y ver cómo la blanda madera cede bajo su punta. Al ver las marcas que se van acumulando siente una sensación de triunfo provocada por la supervivencia, aunque siempre atenuada por el miedo.