Mientras Shira duerme, Róża se queda tumbada sin moverse bajo montones de heno, aguzando el oído para percibir los ruidos del mundo que hay fuera del pajar. El repiqueteo lejano de cascos de caballos. Voces indistinguibles que llegan desde la taberna del final de la carretera.
La gente pasa cerca de allí día y noche; pero, por mucho que lo intenta Róża, no consigue que Shira se mantenga completamente quieta y en silencio. Es más difícil por la mañana, cuando Shira se acaba de despertar. Róża tiene que estar constantemente haciéndole señas. Se lleva un dedo a la boca: «Silencio». Una mano a la pierna: «No te muevas». Shira se muerde el labio en respuesta, pero cada vez que respira, que traga saliva, parece que resuena en ese espacio.
Las horas se alargan, infinitas, y no puede relajar la vigilancia ni un minuto, porque la imaginación de Shira vuela, viaja lejos, y su cuerpo responde, irrefrenable, al ritmo de una canción.
Durante el viaje hasta allí, cruzando las afueras más distantes de los pueblos, Róża podía permitirle a Shira tararear y dar golpecitos con el pie para seguir el ritmo. Sus melodías (asombrosamente complejas y con varios niveles, llenas de notas que se funden y chocan) le recordaban a Róża las sinfonías que escuchaba su padre.
—¿Qué música es esa? —le preguntó Róża a Shira.
—¿Qué?
—¿Qué estás tarareando?
—Oh. Lo que oigo en mi cabeza, nada más.
Róża desea con todas sus fuerzas que Shira pudiera continuar, porque reconoce su talento y sabe el consuelo que la música le proporciona… Pero ahora no puede ser.
—Es muy bonito, pero tienes que guardártelo dentro.
Róża desea que Shira se guarde dentro también sus constantes preguntas, que no deja de formular en susurros: «Mamá, ¿por qué estamos aquí? ¿Dónde está tata? ¿Podremos irnos a casa pronto?».
Henryk y Krystyna no las denunciarán (sus destinos están entrelazados ahora), pero algún vecino podría oírla. Y si alguien daba el aviso, los soldados vendrían a registrar.
La única vez que Henryk habló de una fecha para que ellas se marcharan fue un día susurrando en voz baja con Krystyna cerca del gallinero, donde no podían oírlos ni los vecinos ni los niños. La respuesta de Krystyna fue totalmente inesperada: «Pero ¿adónde van a ir, Henryk? La niña no puede ser mucho mayor que la pequeña Łucja, la hija de Maryla». En ese momento (su trigésimo segundo día en el pajar, según las muescas de la viga, y ya sin nada para poder intercambiar, todo había desaparecido), Róża vio la compasión de Krystyna como un golpe de suerte. Pero ahora Krystyna, que ha subido la escalera del altillo y le ha tendido una mano a Shira, le está dando razones para dudar.
Róża revisa el altillo y teme que la cama de Shira, apartada a un lado, revele lo que Henryk hace ahí por las noches. Pero Krystyna no parece darse ni cuenta.
—¿Por qué no la saca afuera un rato? Necesita aire fresco.
Róża agarra a Shira muy fuerte. «¿Qué? ¡No!»
—Gracias, pero es demasiado peligroso.
—Solo un paseíto. Vamos ahí al lado a ver a los pollos. No ha amanecido del todo aún.
Róża nota mucho calor, a pesar del aire fresco. La granja ocupa una franja de tierra larga y estrecha y el gallinero está cerca del pajar, con varios campos detrás. Pero, incluso con las pilas de heno que hay afuera, alguien podría ver el gallinero desde la curva de la carretera. No quiere enfadar a Krystyna, pero no puede dejar que Shira salga.
—No creo que sea buena idea.
—Mamá, ¡yo quiero ver los pollos!
—¡Calla!
Róża examina la cara de Krystyna.
—Henryk se ha llevado a los niños a ver a sus padres. Y los vecinos… Ludwika está en casa de su hermana y Borys está durmiendo la mona tras pasar la noche en la taberna.
—¿Y si pasa algún soldado? ¿U otros vecinos? —Por ejemplo, la que hace galletas de azúcar.
Krystyna mira hacia la carretera.
—Los montones de heno bloquean la vista. —Hace una pausa—. Si alguno de mis hijos tuviera que estar quieto y callado tanto tiempo, no sé cómo lo haría.
Una pequeña golondrina que vive en el pajar va revoloteando hasta el alero. Róża siente que Shira se revuelve entre sus brazos.
Empieza a sudar y la humedad se acumula bajo los brazos de Róża. Ha visto que Shira envidia a Jurek y a Piotr cuando entran y salen corriendo del gallinero, con el pelo mojado. ¿Y si Krystyna tiene razón y lo que Shira necesita es moverse un poco? Duda y Shira aprovecha para irse con Krystyna. Las dos bajan la escalera y salen por la puerta del pajar, en dirección al gallinero.
El corazón de Róża le martillea bajo las costillas mientras va pasando de una grieta a otra para mirar afuera, aunque solo logra ver fragmentos de su hija: la cabeza ladeada de Shira, su pierna izquierda, una mano que cuelga. Cuando entran en el gallinero y desaparecen del todo de la vista, Róża empieza a contar: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…
Angustiada, coge la mantita de Shira y acaricia la costura con un dedo. Podría bordar ahí el nombre de Shira, con unos puntos diminutos, por si alguna vez se separaban. Podría pedirle a Krystyna que le prestara un poco de hilo y una aguja…
Deja la mantita. «Pero ¿dónde están?» Mira por la grieta más grande, desesperada por ver a su hija.
Reaparecen y, unos pocos pasos después, están de vuelta en el pajar. Toda la salida ha durado menos de cinco minutos. A pesar del alivio, Róża está furiosa. Le costaba respirar el tiempo que Shira ha estado lejos de ella.
—¡Habrá pollitos en primavera! —canturrea Shira con su vocecilla.
—¡Silencio!
—Sí, mamá —contesta en un susurro.
Krystyna se queda al lado de la puerta mientras Shira sube corriendo la escalera. Róża la envuelve con sus brazos e intenta calmar su respiración.
Unos días después, también antes de que amanezca, Krystyna vuelve. A Róża le cuesta ver en la penumbra a Krystyna llevando a Shira de la mano a ver los pollos y después un poco más lejos para acariciar la vaca. Aunque no la pierde de vista ni un momento, observando cada movimiento, Róża agradece tener unos momentos a solas.
Cuando están tras una de las pilas de heno que bloquea la vista del pajar, Krystyna saca una cestita con comida. Róża fuerza la vista, intentando distinguir: ¿huevos cocidos? ¿Rebanadas de pan? Quiere que Shira vuelva, pero ahora está comiendo.
A Róża le ruge el estómago y se le hace la boca agua. Cuando cree que Krystyna la ve observando, cambia de sitio y mira por una grieta diferente, más pequeña.
De repente Krystyna recoge la comida.
«¿Está pasando alguien por la carretera?»
Róża escucha, intentando percibir el ruido de botas, mientras Krystyna lleva a Shira al pajar otra vez. La niña sube la escalera y se lanza a los brazos de Róża, que nota del olor del pan en los labios de Shira.
Bajo el heno, Róża se tumba junto a Shira y le acaricia suavemente la tripa llena.
—Quería traerte comida para ti, mamá, pero Pani Wiśniewska la guardó muy rápido.
—No pasa nada, Shirke. Me alegro de que hayas podido comer cosas ricas.
—Me ha dicho que Pan Wiśniewski te traerá patatas más tarde.
Róża no dice nada.
—Pero ¡yo quería traerte un huevo! La próxima vez, te lo prometo.
—Vamos a dejar de hablar ya.
Róża traga con dificultad, aunque no tiene nada en la boca.
Más tarde Róża sube a Shira a su regazo y le separa el pelo en tres partes iguales. Con los mechones entre los dedos, empieza a trenzarlos, entrelazando por arriba y por debajo, cada cruce señalado por un leve tironcito, hasta que ya solo quedan algunos pelos sueltos. Con el pelo recogido, se ve muy claro el parecido que tiene Shira con su abuela, con esa cara aceitunada y con forma de corazón. La única diferencia son los ojos, que tienen la forma y el color de las almendras, como los de Natan.
—Hoy te he peinado de una forma especialmente elegante. Te voy a peinar igual el día que te lleve a ver la Filarmónica.
Shira se vuelve para mirarla, sin poder creérselo.
—Sí. Cuando podamos volver, tiraremos la casa por la ventana para comprar entradas y podrás escuchar una sinfonía.
Shira se toca la trenza que le cubre la nuca.
Róża recuerda conciertos a los que fue de niña con sus padres. Aun vestidos con sus mejores galas, se les veía poco elegantes en comparación con la mayoría de los asistentes, pero eso no importaba porque su padre había fabricado varios de los violines que se iban a tocar allí. Después, ya muy tarde, Róża podía sentarse con sus padres a la mesa de la cocina y tomar té y tarta Linzer.
Róża ata la trenza de Shira con una brizna de heno fresco, mientras el pajar se va tiñendo de un suave morado por el efecto de la luz del atardecer. Rodea a la niña con sus brazos y se sume en un sueño irregular y marcado por el hambre.